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jueves, 10 de abril de 2014

Los jovenes de oro

Erase una vez un pobre hombre y una pobre mu­jer, que no poseían más que una pequeña cabaña y se alimentaban de la pesca. Mas vivían con lo justo de un día para otro y su escasez era grande. Sucedió, sin embargo, cierto día en que el hombre estaba sen­tado junto al agua echando su red, que sacó un pez que era totalmente de oro. Y mientras, lleno de asom­bro, contemplaba el pez, éste comenzó a hablar y dijo: «Escucha, pescador, arrójame de nuevo al agua y convertiré tu pequeña cabaña en un magnífico pa­lacio.» El pescador le respondió: «¿De qué me sirve un palacio, si no tengo qué comer?» El pez de oro prosiguió diciendo: «También en esto he pensado. Habrá en el palacio un armario. Cuando lo abras, habrá en él fuentes con los mejores manjares que te puedas imaginar.» «Si ello es así», dijo el hombre, «bien te puedo hacer el favor que me pides.» «Así es», dijo el pez, «pero hay una condición: la de que no le descubras a nadie, quienquiera que sea, de dónde procede tu riqueza. Si dices una sola palabra, todo habrá desaparecido.»
Volvió el hombre a arrojar el pez al agua y re­gresó a su casa. Donde antes había estado su cabaña, ahora se alzaba un gran palacio. Abrió los ojos como platos y entró en él. Vio a su mujer, vestida con her­mosos ropajes, sentada en una sala magnífica. Estaba muy satisfecha y le dijo: «Esposo, ¿de dónde sale todo esto? Bien que me gusta.» «Sí», dijo el hombre, «también a mí me gusta. Pero tengo mucha hambre, dame antes algo sé de comer.» La mujer dijo:  «No tengo nada, y no sé dónde encontrar nada en la casa nueva.» «Eso no es problema», dijo el hombre, «allí veo un gran armario, ábrelo.» Cuando ella abrió el armario, había pasteles, carne, fruta, vino y todo ello era una invitación a cogerlo. Entonces la mujer ex­clamó, llena de alegría: «Corazón, ¿qué quieres to­mar?», y se sentaron a comer y a beber juntos. Cuando estuvieron saciados, la mujer dijo: «Esposo, ¿de dónde viene toda esta riqueza?» «Ay», respon­dió él, «no me preguntes por ello, no te lo puedo decir. Si se lo descubro a alguien, nuestra suerte ha­brá acabado.» «Bien», dijo ella, «si no lo he de saber, tampoco tengo interés en ello.» Mas no hablaba en serio, sino que no halló tranquilidad ni de día ni de noche. Atormentó y pinchó a su marido con tanta in­sistencia, que él, preso de impaciencia, le dijo que todo provenía de un pez de oro que había pescado y puesto en libertad a cambio. Y apenas lo hubo dicho, el hermoso castillo y el armario desapa-recieron, y aparecieron de nuevo sentados en la vieja cabaña de pescadores.
Hubo el hombre de empezar de nuevo a ejercer su profesión y pescar. Mas la fortuna quiso que volviera a pescar al pez de oro. «Escucha», dijo el pez, «si me vuelves a arrojar al agua, te devolveré el palacio con el armario lleno de frituras y asados. Sólo has de tener voluntad y no delatar de quién lo has recibido, si no, lo volverás a perder.» «Ya tendré cuidado», respondió el pescador, y tiró el pez al agua. En su casa volvió a encontrar el esplendor de antaño, y su mujer se alegraba de su común suerte. Mas la cu­riosidad tampoco la dejó tranquila esta vez, y, pasados unos días, comenzó de nuevo a inquirir sobre la pro­cedencia, esta vez, de su riqueza. Permaneció el hom­bre un tiempo sin responder, mas, al final, fue tan molesta su insistencia que explotó y le descubrió el secreto. En ese instante desapareció el palacio y estaban, de nuevo, sentados en la vieja cabaña. «Ahí lo tienes», dijo el hombre, «podemos volver a roer el hueso del hambre.» «Ay», exclamó la mujer, «pre­fiero no tener riquezas antes de desconocer de quién proceden. Si no, no estoy tranquila.»
Fue otra vez el hombre a pescar y, transcurrido un cierto tiempo, las cosas no fueron diferentes: vol­vió a pescar al pez de oro por tercera vez. «Escucha», dijo el pez, «ya veo que parece que he de caer en tus manos una vez y otra. Llévame a tu casa y pár­teme en seis trozos. Dale dos a tu mujer para que se los coma, otros dos entrega a tu caballo y los dos restantes entiérralos en la tierra, que ello irá en provecho tuyo.» Se llevó el hombre el pez a su casa e hizo lo que le había indicado. Ocurrió, sin embargo, que, de los dos pedazos que había enterrado en la tierra, nacieron dos lirios de oro, y que el caballo dio a luz dos potros de oro, y que su mujer trajo al mundo a dos niños, que eran completamente de oro.
Los niños fueron creciendo, se hicieron grandes y hermosos, y los lirios y los caballos crecieron con ellos. Entonces los jóvenes dijeron: «Padre, nos montaremos en nuestros caballos de oro y saldremos a conocer el mundo.» El, sin embargo, entristecido, les respondió: «¿Cómo voy a soportar el que os marchéis y no sepa cómo os va?» Entonces ellos le dijeron: «Los dos lirios de oro permanecen aquí. Si están frescos, es que estamos sanos y salvos. Si comienzan a secarse, es que estamos enfermos. Si se caen, es que estamos muertos.» Se marcharon al galope y fueron a parar a una posada, en que había mucha gente. Cuando vieron a los dos jóvenes de oro, comenzaron a reírse y a burlarse de ellos. Cuando uno de ellos escuchó las burlas, se avergonzó, y, no queriendo seguir recorriendo el mundo, emprendió el camino de vuelta y regresó a la casa de su padre. Mas el otro siguió cabalgando y llegó hasta un gran bosque. Cuando quiso entrar en él, la gente le dijo. «No podéis atravesarlo cabalgando; el bosque está lleno de bandidos, que os lo harán pasar mal. Si se dan cuenta de que sois de oro y vuestro caballo también, de seguro os matarán.» Pero él no se dejó amedrentar y dijo: «Debo atravesarlo y lo haré.» Tomó entonces pieles de oso con las que se cubrió a sí mismo, así como al caballo, de tal modo que no quedaba visible nada de oro, y entró tranquilamente en el bosque cabalgando. Cuando hubo avanzado un trecho, escuchó ruidos entre los arbustos y per­cibió voces que hablaban entre sí. Desde un lado di­jeron: «Ahí hay alguien.» Desde el otro contestaron: «Dejadle pasar, es un cazador de osos, un pobre que no tiene donde caerse muerto; ¡qué vamos a hacer con él!» Así, el joven de oro pasó felizmente a tra­vés del bosque sin sufrir daño alguno.
Un día llegó a un pueblo, en el que vio a una mu­chacha que era muy hermosa, tanto, que no creyó posible hubiera otra más bella en toda la tierra. Y como sintió un amor tan intenso por ella, fue hasta donde estaba y le dijo: «Te amo con todo mi cora­zón, ¿quieres ser mi esposa?» También él le gustó a la muchacha, tanto que ella asintió y le dijo: «Sí, quiero ser tu esposa y guardarte fidelidad mientras viva.» Celebraron entonces la boda, y cuando estaban en la alegría del festejo, el padre de la novia regresó a casa y vio que su hija se casaba. Entonces se sor­prendió y dijo: «¿Dónde está el novio?» Le mostra­ron al joven de oro, que aún llevaba sus pieles de oso puestas. Entonces el padre, enfadado, dijo: «Mi hija no será nunca de un cazador de osos», y que­ría asesinarle. Suplicó la novia todo lo que pudo, di­ciendo: «Es ya mi esposo, y le quiero de todo cora­zón», hasta que él, finalmente, se dejó tranquilizar. Mas la idea no se le salía de la cabeza, así que a la mañana siguiente se levantó muy temprano queriendo contemplar al marido de su esposa, por ver si era un mendigo vulgar y miserable. Mas cuando posó en él la vista, vio a un hermoso hombre de oro en la cama, mientras que las pieles de oso, desechadas, yacían en el suelo. Entonces retrocedió pensando: «¡Qué bien que refrenara mi ira, habría cometido un gran error!»
El joven de oro, sin embargo, soñó que salía para cazar a un espléndido ciervo, y cuando despertó a la mañana siguiente, le dijo a la novia: «Quiero salir de caza.» Le entró a ella el miedo y le rogó que perma­neciera con ella, diciendo: «Es fácil que te ocurra una gran desgracia.» Mas el respondió: «Debo mar­char y lo haré.» Entonces se levantó y se dirigió al bosque. No pasó mucho tiempo antes de que un or­gulloso ciervo se detuviera ante él, lo mismo que en su sueño. Apuntó queriendo disparar, pero el ciervo se alejó de un salto. El lo persiguió, a través de zan­jas y matorrales, y no se cansó durante todo el día. A la hora del crepúsculo, sin embargo, el ciervo des­apareció. Y cuando el joven de oro miró a su alre­dedor, estaba ante una pequeña casa, dentro de la cual se encontraba una bruja. Llamó a la puerta y salió una viejecilla quien le preguntó: «¿Qué hacéis tan tarde aún en mitad del bosque?» El dijo: «¿No habéis visto a un ciervo?» «Sí», respondió ella, «a ese ciervo le conozco bien», y un perrito, que había salido con ella de la casa, comenzó a ladrarle feroz­mente. «¡Quieres callarte, rana inmunda!», le dijo él, «si no lo haces te mataré de un disparo.» Enton­ces la bruja, enfadada, gritó: «¡Conque quieres matar a mi perrito!», y le transformó en el acto, convirtién­dole en una piedra inmóvil. La novia le esperó in­útilmente, y pensaba: «De seguro ha sucedido lo que tanto me temía, lo que tanto gravitaba sobre mi co­razón.»
En casa, el otro hermano estaba junto a los lirios de oro y vio cómo, de pronto, uno de los dos cayó derrumbado. «Ay, Dios», dijo, «una gran desgracia le ha ocurrido a mi hermano. Debo partir, por ver si puedo socorrerle.» Entonces el padre le dijo: «Qué­date aquí. ¿Qué haré si te pierdo a ti también?» Mas él respondió: «Debo marchar y lo haré.» Se mon­tó en su caballo de oro y salió al galope. Llegó al gran bosque, donde su hermano estaba convertido en pie­dra. La vieja bruja salió de su casa, le llamó y quiso también hechizarle, mas él no se acercó, sino que dijo: «Te mataré de un tiro si no liberas a mi her­mano.» Ella tocó, aunque bien poco le agradaba, la piedra con el dedo, e inmediatamente el joven re­cobró su vida humana. Los dos jóvenes de oro, en cambio, se alegraron de volver a verse. Se abrazaron y besaron, y cabalgaron juntos hasta el exterior del bosque. Allí, uno fue con su esposa y el otro regresó a casa de su padre. Entonces el padre dijo: «Yo ya sabía que habías liberado a tu hermano, pues el lirio de oro volvió a ponerse en pie y siguió flore­ciendo.» Vivieron felices a partir de entonces, y les fue bien hasta el fin de sus días.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038

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