En la carretera de la costa; en el trayecto
de Gijón a Avilés, casi a mitad de camino, entre ambas florecientes villas, se
detuvo el coche de carrera al salir del bosque de la Voz , en la estrechez de una
vega muy pintoresca, mullida con infinita hojarasca de castaños y robles, pinos
y nogales, con los naturales, tapices de la honda pradería de terciopelo verde
oscuro que desciende hasta refrescar sus lindes en un arroyo que busca deprisa
y alborotando el cauce del Aboño. Era una tarde de agosto, muy calurosa aún en
Asturias; pero allí mitigaba la fiebre que fundía el ambiente una dulce brisa que se colaba por la angostura del valle,
entrando como tamizada por entre ramas gárrulas e inquietas del robledal espeso
de la Voz que da
sombra en la carretera en un buen trecho.
Al detenerse el destartalado vehículo, como amodorrado bajo cien capas de polvo, los viajeros del interior, que
dormitaban cabeceando, no despertaron siquiera. Del cupé saltó como pudo, y no
con pies ligeros ni piernas firmes, un hombre flaco, de color de aceituna, todo
huesos mal avenidos, de barba rala, a que el polvo daba apariencia de cana,
vestido con un terno claro, de verano, traje de buena tela, cortado en París, y
que no le sentaba bien al pobre indiano, cargado de dinero y con el hígado
hecho trizas.
De la boca del coche sacó el zagal, con gran
esfuerzo, hasta cuatro baúles, de mucho lujo todos y vistosos, y una maleta
vieja, remendada, que Pep e Francisca
conservaba como una reliquia, porque era el equipaje con que había marchado a
Méjico, pobre, con pocas recomendaciones, pocas camisas y pocas esperanzas. Dio
Pep e a los cocheros buena propina, y
a una señal suya siguió su marcha el destartalado vehículo, perdiéndose pronto
en una nube de polvo.
Quedó el indiano solo, rodeado de baúles, en
mitad de la carretera. Era su gusto. Quería verse solo allí, en aquel paraje
con que tantas veces había soñado. Ya sabía él, allá desde Puebla, que la
carretera cortaba ahora el Suqueru, el prado donde él, a los ocho años,
apacentaba las cuatro vacas de Francisquín de Pola, su padre. Miraba a derecha
e izquierda; monte arriba, monte abajo, todo estaba igual. Sólo faltaban
algunos árboles y... su madre. Allá enfrente, en la otra ladera del angosto valle,
estaba la humilde casería que llevaban desde tiempos remotos los suyos. Ahora
vivía en ella su hermana Rita, su compañera de linda, en el Suqueru, casada con
Ramón Llantero, un indiano frustrado, de los que van y vuelven a poco sin
dinero, medio aldeanos y medio señoritos, y que tardan poco en sumirse de nuevo
en la servidumbre natural del terruño y en tomar
la pátina del trabajo que suda sobre la gleba. Tenían cinco hijos, y por las
cartas que le escribían conocía el ricachón que la codicia de Llantero se le
había pagado a Rita, y había reemplazado al cariño. Los sobrinos no le conocían
siquiera. Le querían como
a una mina. Y aquélla era toda su familia. No importaba; quisiéranle o no,
entre, ellos quería morir: morir en la cama de su madre. ¡Morir! ¿Quién sabía?
Lo que no habían podido hacer las aguas de Vichy, los médicos famosos de Nueva
York, de París, de Berlín, las diversiones del mundo rico, los mil recursos del
oro, podría conseguirlo acaso el aire natal; pobre frase vulgar que él repartía
siempre para significar muchas cosas distintas, hondas complicaciones de un
alma: faltaba vocabulario sentimental y sobraba riqueza de afectos. Lo que él
llamaba exclusivamente el aire natal era la pasión de su vida, su eterno
anhelo; al amor al rincón de verdura en que había nacido, del
que le habían arrojado de niño, casi a patadas, la codicia aldeana y las
amenazas del
hambre. Era un chiquillo enclenque, soñador, listo pero débil, y se le dio a
escoger entre hacerse cura de misa y olla o emigrar; y como no sentía vocación de clérigo, prefirió
el viaje terrible, dejando las entrañas en la vega de Prendes, en el regazo de Pep a Francisca. La fortuna, después de grandes
luchas, acabó por sonreírle; pero él la pagaba con desdenes, porque la riqueza,
que procuraba por instintos de imitación, por obedecer a las sugestiones de los
suyos, no le arrancaba del corazón la melancolía. Desde Prendes le decían sus
parientes: «¡No vuelvas! ¡No vuelvas todavía! ¡Más, más dinero! ¡No te queremos
aquí hasta que ganes todo lo que puedas!» Y no volvía; pero no soñaba con otra
cosa. Por fin, sucedió lo que él temía: que faltó su madre antes de que él
diese la vuelta, y faltó la salud, con lo que el oro acumulado tomó para él
color de ictericia. Veía con terrible caridad de moribundo la inutilidad de
aquellas riquezas, convencional ventura de
hombres sanos que tienen la ceguera de la vida inacabable, del bien terreno sólido, seguro, constante.
Otra cosa amarilla también le seducía a él,
le encantaba en sus pueriles ensueños de enfermo que tiene visiones de vida sana y alegre. Le
fatigaban las idas abstractas, sin representación visible, plástica, y su
cerebro tendía a simbolizar todos los anhelos de su alma , los anhelos de vuelta al aire natal, en
una ambición bien humilde, pero tal vez irrealizable... La cosa amarilla que
tanto deseaba, con que soñaba en Puebla, en París, en Vichy, en todas partes,
oyendo a la Patti
en Covent Garden, paseándose en Nueva York por el Broadway, la cosa amarilla
que anhelaba saborear era... un pedazo de torta caliente de maíz, un poco de
boroña (borona), el pan de su infancia, el que su madre le migaba en la leche,
y que él saboreaba entre besos.
«¡Comer boroña otra vez! ¡Comer boroña en
Prendes, junto al llar, en la cocina de casa!» ¡Qué dicha representaba aquellos
bocados ideales que se prometía! Significaba el poder comer boroña la salud
recuperada, las fuerzas devueltas al miserable cuerpo, el estómago restaurado,
el hígado en su sitio, la alegría de vivir, de respirar las brisas de su colina
amada y de su bosque de la Voz.
«¡Veremos!», se dijo Pep e,
plantado en la mitad de la carretera, cubierto de polvo, rodeado de baúles en
que traía el cebo con que había de comprar a sus parientes, salvajes por el
corazón, un poco de cariño, a lo menos cuidados y solicitud, a cambio de
aquellas riquezas que para él ya eran como cuentas de vidrio.
Tardaba en llamar a los suyos, en gritar:
«¡Ah, Rita!» como antaño, para que acudiesen a la carretera y le subieran a
casa el equipaje... y a él mismo, que, de seguro, sin apoyo no podría dominar
la cuesta. Tardaba en llamar, porque le placía aquella soledad de su humilde
valle estrecho, que le recibía apacible, silencioso, pero amigo; y temía que
los hombres le recibiesen peor, enseñando la codicia entre los pliegues de la
sonrisa obsequiosa con que de fijo acogerían al ricachón sus presuntos
herederos. Por fin, se decidió.
-¡Ah, Rita! -gritó como antaño, cuando llindaba en el Suqueru y
desde el prado pedía la merienda a su hermana, que estaba en casa.
A los pocos minutos, de Rita, de Llantero,
su esposo, y de los cinco sobrinos, Pep e
Francisca descansaba en el corredor de la casucha en un sillón, de cuero,
herencia de muchos antepasados.
Pero el aire natal no le fue propicio.
Después de una noche de fiebre, llena de recuerdos, y del extraño malestar que
produce el desencanto de encontrar frío, mudo, el hogar con que se soñó de
lejos, Pep e Francisca se sintió
atado al lecho, sujeto por el dolor y la fatiga. En vez de comer boroña, como anhelaba, tuvo que
ponerse a dieta. Sin embargo, ya que no podía comer aquel manjar soñado, quiso
verlo, y pidió un pedazo del pobre pan amarillo para tenerlo
sobre el embozo de la cama y contemplarlo y palparlo.
«¡Con mil amores!» Toda la boroña que
quisiera. Llantero, el cuñado codicioso, el indiano fallido, estaba dispuesto a
cambiar toda la boroña de la cosecha por las riquezas de los baúles y las que
quedaban por allá.
Rita, como
había temido su hermano, era otra. El cariño de la niñez había muerto; quedaba
una matrona de aldea, fiel a su esposo, hasta seguirle en sus pecados; y era ya
como él
avarienta, por vicio y por amor de los cinco retoños. Los sobrinos veían en el
tío la riqueza fabulosa, desconocida, que tardaba en pasar a sus manos, porque
el tío no estaba tan a las últimas como
se había esperado.
Atenciones, solicitud, cuidados, protestas
de cariño no faltaban. Pero Pep e
comprendía que, en rigor, estaba solo en el hogar de sus padres.
Llantero hasta disimulaba mal la impaciencia
de la codicia; y eso que era un raposo de los más solapados del concejo.
Cuando pudo, Pep e
abandonó el lecho para conseguir, agarrándose a los muebles y a las paredes,
bajar al corral, oler los perfumes para él exquisitos, del establo, llenos de
recuerdos de la niñez primera; le olía el lecho de las vacas al gozo de Pep a Francisca, su madre. Mientras él, casi
arrastrando, rebuscaba los rincones queridos de la casa para olfatear memorias
dulcísimas, reliquias invisibles de la infancia junto a su madre, su cuñado y
los sobrinos iban y venían alrededor de los baúles, insinuando a cada instante
el deseo de entrar a saco la presa. Pep e,
al fin, entregó las llaves; la codicia metió las manos hasta el codo; se llenó
la casa de objetos preciosos y raros, cuyo uso no conocían con toda precisión
aquellos salvajes avarientos, y en, tanto, el indiano, sentenciado a muerte,
procuraba asomar el rostro a la
huerta, con esfuerzos inútiles, y arrancar migajas del cariño del corazón de su
hermana, de aquella Rita que tanto le había querido.
La fiebre última le cogió en pie, y con ella
vino el delirio suave, melancólico, con la idea y el ansia fijas de aquel
capricho de su corazón: comer un poco de boroña. La pedía, entre dientes,
quería probarla; llevábala hasta los labios, y el justo del enfermo la repelía, pesará a sus
entrañas. Hasta náuseas le producía aquella pasta grosera, aquella masa
viscosa, amarillenta y pesada, que simbolizaba para él la salud aldeana, la
vida alegre en su tierra, en su hogar querido. Llantero, que ya tocaba el fondo
de los baúles y se preparaba a recoger la pingüe herencia, agasajada al
moribundo, seguíale el humor y la manía; y todas las mañanas le ponía delante
de los ojos la mejor torta de maíz, humeante, bien tostada, como él la
quería...
Y un día, el último, al amanecer, Pep e Francisca, delirando, creía saborear el pan
amarillo, la «borona» de los aldeanos que viven años y años, respirando el aire
natal al amor de los suyos; sus dedos, al recoger ansiosos la tela del embozo,
señal de muerte, tropezaban con pedazos de «borona» y los deshacían, los
desmigajaban... y...
-¡Madre, torta! ¡Leche y boroña, madre; dame
boroña! -suspiraba el agonizante, sin que nadie le entendiera.
Rita sollozaba a ratos, al pie del lecho; pero Llantero
y los hijos revolvían en la salucha contigua el fondo de los baúles y se
disputaban los últimos despojos, injuriándose en voz baja para no resucitar al
muerto.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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