En aquel
momento se oyó hacia el vestíbulo rumor de muchas voces, como el que suele
estallar en los teatros, entre bastidores, cuando hay que fingir que el
populacho se alborota.
-¿Quién está
ahí? ¿Qué ruido es ese? preguntó Afrodita a Ganimedes, un tanto picada aunque
sin dejar de sonreír. ¿Qué gente se me mete hoy en casa? ¿Quién ha traído a mi
silencioso bosquete de Pafos estos ruidos del mundo necio, feo y aburrido? Por
culpa de tus Musas ¡oh Febo! mancha la hermosura de mi mansión veraniega la
presencia de todos estos mortales de ridícula catadura. ¿Quién anda ahí? ¿Quién
grita? ¿Qué quieren?
-Señora,
dijo Ganimedes, son los académicos de la lengua española que vienen a rescatar
a su compañero Cañete (y Ganimedes, como un día la misma Venus en poder de
Anquises, volvió la cabeza y humilló los ojos).
-Sí, dijo He rmes; dicen que está aquí prisionero y que se lo
quieren llevar de grado o por fuerza.
-¡Hola!
¡Hola! exclamó Apolo: ¿conque esas tenemos? ¿de grado o por fuerza? A ver, que
pasen esos caballeretes; y entiéndete tú con ellos, Polimnia.
Abriéronse
de par en par las puertas del comedor, que la Academia llama triclinio, y entró
la multitud académica hecha una malva, o una colección de malvas, y
deshaciéndose en cortesías y zurdas genuflexiones. Iba delante de todos el
conde de Cheste, con uniforme de capitán general; y con gran reposo en la voz y
en los ademanes, parándose en medio de la estancia, dijo:
-¡Oh Febo!
Quien quiera que seas de estos próceres que presentes veo, oye nuestra súplica,
y antes permite que te dé un poco de jabón, como entre nosotros los inmortales
de la calle de Valverde se usa. ¿Cómo te alabaré a ti, el más digno de
alabanza? Tú eres ¡oh Febo! quien inspira los cantos, ya sea sobre la tierra
firme que nutre las terneras, ya sea en las islas. Las empingorotadas rocas te
cantan, y las cumbres de las montañas, y los ríos que se llevan a la mar en
veloz corrida, y los promontorios que avanzan sobre los dominios de Anfitrite y
los puertos. Por lo pronto, diré como te parió Leto o Latona, alegría de los
hombres mortales, estando acostada cerca de la montaña de Kintios, en una isla
áspera, en Delos, rodeada por las olas... Y de ambos lados el agua negra
azotaba la tierra, empujada por los vientos que armoniosamente soplaban...
-Mi general,
interrumpió Apolo, demasiado sé yo que me parió mi madre, y cómo fue; al
grano...
-¡Oh! Tú que
mandas, como Cánovas, a todos los mortales, a los de Creta y a los de la isla
Egina, y a los de Euboia, ilustre por sus naves, y en el Atos, y en el Pelios,
y en Samos, y en Lemnos... y en la divina Lesbos...
-¡Rejúpiter!
¡Por las barbas de mi Padre! Le he dicho a usted que se fuera al grano. ¿Qué
ocurre? ¿Qué tenemos? ¿Qué tripa se les ha roto a ustedes?
-¡Tripa!
¡Oh, tripa! ¡Qué tripa! Hijo de Latona, que reinas en Claros, y en Micala, y en
Mileto, y en la encumbrada Knidos, y en Cárpatos, batida de los vientos, y en
Naxos y en Paros...
-¡Por Cristo
vivo! Ahora mismo se me ate codo con codo a este loco rematado, y se me le meta
en la cárcel...
-Prefiero el
Erebo...
-¡Pues en el
Erebo!... ¡Y hable otro y diga pronto lo que pretenden, que no estoy yo para
templar gaitas!
Mientras en
el director de la Academia se cumplían las órdenes de Apolo, se adelantó otro
académico, de largas patillas, melifluo y negligente, y con voz en que silbaba
una ligera ironía como una brisa retozona, exclamó:
-Preguntabas,
divino Arquero, qué tripa se nos había roto; pues bien, se nos han roto las
tripas de oveja que He rmes, que me
escucha, ató, bien estiradas, a la sonora tortuga, el día feliz en que,
inspirado, inventó la cítara; quiero decir, que se nos han roto las cuerdas de
la lira académica; que un aire de descrédito corre por el mundo, amenazando
derribar la literatura académica, matar la Musa oficial. Se te habrá dicho que veníamos en
son de motín a rescatar a Cañete... no lo creas. Ya podéis freírlo; de la grasa
de un Cañete nacerían ciento. Nosotros, además, tenemos un gran espíritu de
cuerpo, pero unos a otros nos despreciamos; amamos la Academia y aborrecemos al
rival literario. No nos importa el renombre personal de los nuestros, sino la
fama colectiva. Venimos, pues, a ti para que pongas remedio a los desmanes de
que somos víctima allá abajo. No se nos respeta. He mos
dejado de ser sagrados. El misterio de la autoridad ya no nos rodea. Un rey de
derecho divino había delegado en nuestros antecesores la potestad de decir al
idioma: «de aquí no pasarás;» la
Inquisición ataba el pensamiento, y nosotros atábamos la
lengua. Un escritor satírico, que no fue académico, y que por consiguiente no
será inmortal, aunque lo sea, dijo un día: «la Academia es una autoridad
cuando tiene razón.» ¡Deletéreo aforismo! Por ahí entró la muerte: la Academia , para ser,
necesita tener razón, porque tiene autoridad. Discutirnos es matarnos. Yo no
cobro para que me discutan. Si tú ¡oh Febo! amante de la virgen Azantida, no
pones remedio a este oleaje de indisciplina, a este universal clamoreo de
insurrección y a estos insultos de procaces bocas, te juro por la laguna
Estigia, que es un juramento terrible, que todos nosotros dejaremos de crear el
verbo nacional, abandona-remos nuestras tareas académicas, consentiremos que se
pudra el idioma; siquiera, por tesón, sigamos cobrando dietas.
-Pero ¿qué
es ello? ¿Qué pasa?
-Ello es que
multitud de escritorzuelos desvergonzados se nos echan encima un día y otro,
con pretexto de que nuestro Diccionario es malo; y es en vano que salgamos a la
tela a defender la obra de los inmortales, porque a los que tal osamos nos
descalabran singularmente, sin perjuicio de seguir minando el monumento
maravilloso de nuestro léxico oficial.
-A ver,
Polimnia: ¿qué hay de esto?
Sonrió
Polimnia, y mirándome a mí de hito en hito, dijo:
-Este
caballero, que es de por allá y no es académico, acaso esté más enterado que yo
de esas menudencias, y nos podrá decir algo.
Ruboriceme
al oír tal, como era de esperar, viéndome obligado a hablar entre tantos dioses
y entre tantos académicos; y no pudiendo hallar mejor salida, porque la de la
puerta estaba tomada, exclamé balbuciente:
-Señores...
yo no soy digno... no soy quién... no soy nadie apenas; y aquí está el Sr.
Balaguer, que es ministro y académico, y hombre de seso e imparcial. En España,
a lo menos, no se hace caso del que no sea capaz de ser ministro, y a este
señor, que lo es ahora, deben ustedes oírle si quiere hablar.
-¡Que hable,
que hable! dijo Apolo.
Entonces
Balaguer se distinguió de la multitud académica dando un paso adelante; y
después de una ceremoniosa inclinación de medio cuerpo arriba, llena de
dignidad, exclamó con voz de cuyo tono solemne no cabe dar idea:
-Apolo:
señoras y señores: no voy a pronunciar un discurso. Se quiere saber mi opinión
concreta sobre el punto o materia puesto o puesta (porque a mí no me duelen
concordancias) a discusión. Entiendo yo, señores, que aquí viene como anillo al
dedo recordar lo que yo decía acerca del realismo el año 82 en mi discurso
resumen del Ateneo. He o hed aquí lo que yo decía en esa fecha memorable:
«Señores, acerca del realismo decía yo en el año de gracia de 1864: todo lo
ideal es real, todo lo real es ideal. Homero...»
-¡Basta,
basta! gritó Apolo, con música de El
Barbero de Sevilla. Por ese camino de citas retrospectivas va usted a
llegar a la época del hombre alalo. Que hable otro.
-¡Otro! ¿Cómo?
¿Por qué? Esto es un desaire; murmuró Balaguer volviéndose a sus compañeros.
Arnau tomó
sobre sí la tarea de enterarle de que no se trataba allí de lo ideal y lo real,
sino del Diccionario.
Y entonces
fue cuando Balaguer, haciéndose cargo al fin y al cabo, prorrumpió en aquella
exclamación que lleva impreso el sello de su genio peculiar. Y fue lo que
exclamó:
-¡Ah!
Se propuso a
Tamayo que hablase él, y contestó en buenas palabras que no le daba la gana.
-¿No hay por
ahí uno, preguntó Venus, que se llama Alejandro Pidal? Creo que es buen orador;
a ver, que hable ése...
-Señora,
dijo Alejandrito; con mil amores... pero soy un padre de familia con diez u
once hijos, y además, padre de la patria; y estoy muy ocupado, y lo que es al
idioma... por mí... que lo esquilen; lo que yo quiero es quitarle un
estanquillo a Torono, porque me lo llevó mal llevado; y aplastar la cabeza de
la víbora provincial, digámoslo así, que allá en mi tierra me está minando la
influencia... Yo soy un chico listo, no lo niego, y guapo, y buen creyente a
ratos, y hablo bien; pero... mi carrera es la de cacique. Déjenme a mí sembrar
credenciales y recoger votos, que lo demás es vanidad de vanidades y todo Ruiz
Gómez.
-Que hable
el marqués, dijo Catalina el amarillo.
-¿Qué marqués?
preguntó Mercurio.
-El marqués
hermano.
-Dirá usted
el de las Dos He rmanas...
-No, señor,
no; el marqués de Pidal, hermano de Pidal el que no es marqués...
-¡Eso sí que
no! grité yo. Antes de tolerar tamaña oratoria, prefiero sacrificarme; yo
hablaré, puesto que Polimnia me ha escogido, por lo mismo que no soy académico.
-Sea,
exclamó Apolo.
-Señores, no
voy a pronunciar un discurso, como decía el Sr. Balaguer el año 64; en esto (y
Dios quiera que en nada más) me parezco a Balaguer; no soy orador. Pero no
tengo pelos en la lengua, en buena hora lo diga. Yo creo que la Academia ni
pincha ni corta. Creo más: que en la Academia hay muchos hombres ilustres de
verdad, unos por un concepto, otros por otro, algunos por varios. Pero da la
pícara casualidad de que esos señores ilustres no toman cartas en el asunto del
Diccionario. Uno de ellos me decía a mí, no ha mucho: «El Diccionario es muy
grande y nadie lo puede leer todo.» Y es verdad; muchos de los disparates de
abolengo que figuran allí, no han desaparecido porque no los ha visto nadie.
Los señores académicos quieren que su obra tenga un mérito extraordinario, no
por su valor intrínseco, sino por un derecho privilegiado; pues bien, ya se
sabe que los derechos privilegiados son de interpretación estricta; in dubiis contra fiscum; in dubiis, digo
yo, contra Academiam. Vamos a ver,
ateniéndonos a una interpretación estricta de la lógica en sus leyes y reglas
relativas al crédito del testimonio ajeno, vamos a ver en qué puede fundar la
Academia su pretensión de filóloga
indiscutible...
-Usted me
dispense, dijo interrumpiéndome un académico muy fino a quien yo no conocía; la
Academia no pretende ser indiscutible, no se tiene por infalible; lo que no
puede tolerar es que se la tache de ignorante y se la compare con los pollinos
y se la insulte como la ha insultado desde las columnas de El Imparcial Antonio Valbuena...
-Dispénseme
usted a mí, interrumpí yo; pero el tono con que se ha contestado a Valbuena, y
las artes que se emplearon para levantar una cruzada contra él, demuestran que
la Academia -45- tomaba muy a mal las censuras, sólo por
ser censuras. Ella dice en el prólogo de su libro que admite advertencias,
vengan de quien vengan, pero esto no basta; es necesario que las admita vengan
como vengan.
Supongamos
que los adalides de la
Academia llegaran a demostrar que no había un solo académico
que tuviera pelo gris en el vientre: ¿y qué? No era eso lo que se discutía.
Supongamos que se prueba que a Escalada o Valbuena se le va la burra cuando
maltrata a los autores del Diccionario: ¿y qué? Con eso no se demuestra que los
disparates apuntados no sean disparates; los defensores han creído que era
probar a sabiduría académica demostrar tal o cual equivocación de Escalada.
¡Aberración insigne! La multitud de palabras que queda visto que están plagadas
de errores en el Diccionario, ahí se están tan llenas de disparates después
como antes de atacar en falange macedónica a Valbuena. Esta ha sido la gran
ilusión de los académicos en tal contienda; han creído que por aniquilar, si tanto
podían, -que no pudieron, al enemigo, que era un caballero particular,
aniquilaban los adefesios que él había hecho patentes. No hay tal cosa; los
adefesios demostrados, que son muchos, no dependen de la autoridad del censor;
el mismo bobo de Coria que dijese que los pollinos no siempre tienen el pelo
gris, tendría razón contra los siete sabios de Grecia. La Academia está obligada,
si quiere cumplir su deber, a admitir todas las lecciones que se le den, délas
quien las dé y délas como quiera que las dé; si entre cien insultos viene una
lección buena, hay que admitir la lección. Nadie me negará que algunas de las
advertencias de Escalada (yo creo que muchísimas) están en su punto; exigen una
rectificación en el texto del Diccionario oficial. ¿Va a dejar de hacerse la
variación necesaria por ser Escalada el que la enseñó? ¿Va a ser castellano en
adelante lo que no debe serlo, sólo por mortificar a Valbuena? Esto es absurdo.
Pues si la Academia
toma el otro camino, el único justo, el de seguir las lecciones de su censor y
cambiar lo que se debe cambiar, conforme él demostró, no parece bien que se
ponga tanto empeño como se ha puesto en probar que Escalada es un ignorante, un
entremetido, etc., etc. ¿Que en tal o cual palabra no ha lugar a las
rectificaciones de Escalada? Corriente, pues no se hacen. ¿Que Escalada se
excede en la forma, al censurar? ¿Y eso qué? Al país no le importa eso; lo que
le importa es que el Diccionario diga lo que debe decir; de los errores y de
las malas formas de un caballero particular no tiene para qué cuidarse. Esta
desventaja siempre la tendrá la
Academia cuando luche contra cualquiera que le demuestre que
ha cometido un lapsus. Lo único que
interesará al público será este lapsus
de la Academia ,
no los de quien no cobra por hablar bien.
Y dejando
esta digresión, a que me ha traído ese señor académico al interrumpirme, diré
que sí es verdad que la Academia sufre mal que se la discuta; yo mismo soy
prueba viviente de ello. Porque me consta, aunque no me lo han dicho las
personas que intervinieron en el asunto, que cuando yo publiqué ciertos
articulejos contra ciertas etimologías de la Academia, no faltó estiradísimo
académico que descendiese a ocuparse en impedir, si podía, la inserción de mis
humildes renglones insurgentes; y se necesitó la energía de quien yo me sé y el
estar el tal muy por encima de las vanidades académicas, para que los dichosos
artículos no se quedaran en las pruebas. ¡Vaya, vaya, señores, que todo se
sabe!
Sí; se sabe
todo. Hasta se sabe cómo se hacen los diccionarios y las gramáticas en las
Academias; y hasta cómo se hacen muchos académicos. Y se sabe, porque lo dicen
algunos de los mismos inmortales que se ríen, como Cicerón arúspice, de su
inmortalidad con librea, y se la buscan por otra parte más segura y más
independiente. Y para que no se diga que vengo con chismes y cuentos, en vez de
citar con vivos y españoles, como pudiera, citaré con un muerto extranjero; y conste que lo que dice Sainte-Beuve, de la
Academia francesa, madre de la criatura,
de la nuestra, se puede decir, y ainda
mais, de la Academia Española. Es el caso que Edmundo Goncourt ha publicado
hace poco un Diario en el que él y su
difunto hermano J ulio copiaron sus
conversaciones con los literatos eminentes de Francia; y entre otras, algunas
de las que solían tener con Sainte-Beuve, el primer crítico de su tiempo. En
uno de aquellos paliques íntimos, el autor de Volupté, el eminente escritor de Los Lunes, decía hablando de la Academia francesa: (Leo): «Hay sesiones, cuando Villemain2 no
está allí, que comienzan a las tres y media y se acaban a las cuatro menos
cuarto. Si no hubiese un hombre de iniciativa como Villemain, aquello no
marcharía.
«...Lo mismo
es Patin para el diccionario; no lo hace
bien, pero lo hace, y sin él no se haría nada. No es esto mala voluntad de
la Academia, es ignorancia. El otro
día, a propósito de la palabra chapeau de
fleurs, M. de Noailles ha dicho que era una palabra desconocida, que él no
la había encontrado en ninguna parte. Y es que no ha leído a Teócrito.
«¡Ahí tienen
ustedes! Y lo mismo que en esto, sucede en todo. No conocen un nombre nuevo
desde hace diez años. Y además la Academia tiene un miedo atroz a la bohemia. De hombre que ellos no hayan
visto en sus salones, no hay que hablarles; le temen, no es de su esfera. Por
lo mismo Autrán tiene probabilidades de ser nombrado académico. Es un candidato
de baños de mar. Se le ha encontrado en las
aguas de... etc...» (Hablado): Todo esto que yo traduzco se puede también
traducir de la realidad francesa a la realidad española. ¿Quién me niega que,
v. gr., Catalina es un académico de aguas?
En la
Academia Española también se hace el Diccionario él solo, o gracias a unos
pocos aficionados; ¡y cómo se hace! Por aparentar (y por cobrar), los
inmortales se juntan de cuando en cuando y pasan revista a unas cuantas
palabras para ver si están limpias o no, y votan si aquello es español o deja
de serlo.
¡Decidir por
votación si un vocablo pertenece a una lengua o no pertenece, si cabe admitirlo
o no! ¡Cuán lejos está semejante proceder de aquella historia natural de las palabras que el buen Horacio exponía en
fáciles y elegantes versos!
Horacio
recuerda en la expresión clara, enérgica y precisa a los ilustres jurisconsultos
de su pueblo, que nos han dicho, hablando del valor de las costumbres en
general: mores sunt tacitus consensus populi longa consuetudine
inveteratus. El poeta, refiriéndose a la vida del lenguaje, escribía:
.....Licuit, semperque licebit
Signatum praesente nota producere nomen.
Ut silvae foliis pronos mutantur in annos,
Prima cadunt: ita verbarum vetus interit
aetas,
Et, juvenum ritu, florent modo nata vigentque.
«Fue y será
siempre lícito (permítaseme la traducción, porque alguno me oirá que no sepa
latín) introducir en el discurso palabras que lleven el sello de la novedad.
»Como las
hojas de los bosques se mudan al correr de los años, y caen primero las que
primero brotaron, así las palabras antiguas se marchitan y mueren, y otras
nacen y florecen vigorosas.»
Pues diga lo
que quiera el amigo de los Pisones, nuestros académicos deciden por votación
qué hojas del bosque han caído y cuáles han brotado, en vez de tomar se el trabajo de darse una vuelta por la selva
para ver lo que en realidad sucede. A la Academia le pasa con las palabras lo
que a la iglesia con la ciencia moderna (con la diferencia de que la Iglesia ya
sabe lo que se hace). Roma no admite que la tierra gire alrededor del sol hasta
principios del siglo XIX, cuando ya a la tierra la van dando ganas de pararse;
la Academia no tolera ciertas palabras hasta que ya el uso las va abandonando.
¿Qué criterio tiene la Academia para admitir o desechar palabras? Probablemente
ninguno.
Un
republicano exaltado, amigo mío, me asegu raba
que la Academia es sistemáticamente reaccionaria.
«Lo prueba,
me decía, en la palabra presidente; después de explicarla en cuantas acepciones
se le ocurren, la deja para el apéndice por lo que toca al presidente... de la
República. En cuanto al club, dice que es sociedad clandestina generalmente; y,
por último, cuando se trata de elegir un académico federal, así, como de
limosna, en vez de elegir, como era natural, al jefe del partido, elige a D.
Eduardo Benot, un capitán ilustre, pero no jefe...»
Interrumpiome
Venus, riendo a carcajadas la salida de mi amigo el federal; no sé si riendo de
buena fe o por enseñar los dientes.
-Ahí tienes,
dijo el académico de las patillas ¡oh, Apolo! una prueba de nuestra
imparcialidad: la Academia cuenta en su seno hasta federales...
-Pero no es
el jefe, advirtió Venus.
-Mi federal,
añadí yo, decía que tal elección era contraria a la disciplina del partido; y
aunque esto sea un disparate, lo cierto es que ya que los académicos tuvieron
el valor de votar a un federal,
pudieron haber escogido, no por jefe, sino por ser quien es, a D. Francisco Pi
y Margall, del cual pueden decirse muchas cosas, pero no negarle una rectitud
moral muy hermosa, y un gran talento, y una ilustración vastísima y escogida.
No niego al Sr. Benot servicios suficientes para merecer un puesto en la
Academia, ni se los negaría aunque sólo llegasen a tal distinción las
verdaderas notabilidades; es más, protesto enérgicamente contra el chiste
frustrado de otro amigo mío, según el cual el Sr. Benot es un sabio de segunda
enseñanza; pero es lo cierto que los méritos literarios del Sr. Pi son todavía
superiores a los de su ilustrado correligionario.
-Queda
discutido ese incidente. Siga usted, dijo Apolo.
-Decía que,
en mi sentir, la Academia no tiene un criterio constante para hacer su
Diccionario. Tratar este asunto con todo el detenimiento que merece, es empresa
superior a mis fuerzas, e impropia de la ocasión.
-Gra cias, interrumpió Apolo, mirando a Venus,
sonriente.
-Sólo haré
algunas indicaciones desordenadas respecto de los principales puntos del debate
como si dijéramos.
Hasta los
salvajes siguen alguna ley, reflexiva a veces, para la transformación del
lenguaje; así, nos habla Max Müller de la prohibición que hay en muchas tribus
poco cultas de usar las palabras que tengan tales o cuales analogías con el
nombre del rey últimamente muerto. Nuestros académicos ni esto han discurrido;
Cánovas podía haber mandado que se prohibiera usar palabras semejantes a las
primeras sílabas de su apellido sagrado, poniendo en entredicho, verbigracia,
las voces ¡canastos! canesú, canícula, canónigo, canuto, etc., etc.; pero no lo
ha hecho, porque no se da por muerto todavía. En la discusión de los defensores
anónimos de la Academia
con Valbuena, se apuntó la idea de que la ilustre Corporación admitía todas las
palabras que se encuentren en nuestros escritores castellanos, por antiguas que
sean, porque así se puede saber lo que han querido decir aquellos señores. Este
criterio latitudinario, que consistiría en embarcar de todo, sería absurdo, no
sería siquiera criterio; pero además no es cierto que la Academia lo siga. Con la
arbitrariedad que la distingue, conserva, como anticuadas, muchas palabras del
más remoto castellano, pero prescinde -y hace bien en esto, es claro- de
muchísimas voces de este género, de la inmensa mayoría de ellas. Para
convencerse de ello, basta coger un vocabulario de los que suelen acompañar a
los libros escritos en español vetusto, verbigracia, el que acompaña a ciertas
ediciones de Mío Cid, o el de Las tres toronjas de amor, etc. etc., y
a ver cuántas de aquellas palabras figuran en el Diccionario; y de fijo no
faltan sus equivalentes actuales. La Academia , en esto como en otras muchas cosas,
carece de idea sistemática y carece de método; pero en tal particular casi se
le debe agradecer que no haya sido consecuente, porque ¡dónde íbamos a parar
con un Diccionario del siglo XIX que contuviera todas las escorias, todos los detritus, de las trabajosas tentativas
de nuestra lengua bárbara y
balbuciente en tiempos de informe literatura; todos los conatos desgraciados,
todas las torpezas, todos los tropiezos del benemérito saber de clerecía! Pero, a falta de criterio, no se puede negar que
la Academia
tiene una preocupación, lo que podría llamarse la arqueomanía; se enamora de
todo lo viejo, y toma por buen castellano antiguo todo lo que figura en libros
muy vetustos, sin que esté probado que, además de antiquísimos, sean buenos.
¿Qué les parecería a los académicos de hoy de un Diccionario de la Academia que se hiciera
dentro de diez siglos, y en el cual se admitieran como anticuadas las
palabrejas innobles que hoy aparecen en ciertos libros y comedias y periódicos,
vocablos que no pueden ser ni serán españoles nunca? ¿Creen los inmortales de
allá abajo que todos los libros que se conservan de la Edad Media , sólo por
conservarse, merecen ser tenidos por fuentes del verdadero castellano de
entonces? La Academia
toma por bueno un barbarismo, sólo por usarlo escritor antiguo. ¡Absurdo!
También Bremón llegará a ser antiguo y pueden caer sus escritos en manos de los
académicos del siglo XXX (suponiendo que por entonces los haya) y asegu rar el Diccionario que en tales tiempos se haga
que pretencioso era palabra española
en el siglo XIX, porque la usaba Fernández Bremón, escritor muy bien
relacionado.
-Si fuéramos
tontos, podríamos pasar por eso de que todo lo que puede leer un académico en
cualquier librote viejo fue español legítimo en algún día... Y en verdad,
tratándose de aquellos tiempos, de aquella civilización, ¿quién podrá negar
legitimidad a tal o cual palabra, y negársela a otras? Semejantes pretensiones
recuerdan los vocabularios que los misioneros curiosos e ilustrados escribían
entre los salvajes; cuando después de veinte años volvían los buenos apóstoles
a visitar a sus antiguos huéspedes, se encontraban con que el idioma había
cambiado en gran parte y el vocabulario apenas les servía.
No eran
salvajes, ni mucho menos, nuestros queridos ante-pasados, los que comenzaron a
sacar el español del latín corrompido y de varios elementos germánicos,
orientales, etc.; pero tampoco se puede desconocer la inseguridad que había en
las formas intuitivas del nuevo lenguaje, la variedad anárquica que dominaría.
Sucedería entonces en el castellano incipiente lo que hoy con el bable,
recuerdo de aquellos tanteos lingüísticos; el bable varía de comar ca a comar ca,
de valle a valle, de parroquia a parroquia; de esto puedo hablar yo, por eso,
porque soy de la parroquia. No ha mucho que he tenido carta de un joven sueco,
profesor en Upsala, que fue a Asturias, a mi tierra, a estudiar el bable, y que
de vuelta a su Universidad me consulta a menudo sobre varias menudencias del
romance asturiano; pues bien, si quiere decir algo seguro, tiene que ir
preguntando cómo se llaman las cosas en tal región, en tal pueblo del
Principado, porque la variedad es indefinida. Lo que es fácil hacer hoy con el
bable, porque vive, aunque agonizando, no cabe hacerlo con el español inicial,
pues no basta la consulta de unos pocos libros; y lo que se saca de los
estudios actuales del bable, es que las cosas se dicen en asturiano tan
legítimamente de un modo como de otro... y se dicen de muchos modos.
Pero ¿qué ha
de saber a punto fijo la Academia de tan remotos días, si aun de los actuales
sabe tan poco y tan mal por lo que se refiere a provincialismos? En esta
materia habría que aplicar algo parecido a la teoría de Sainte-Beuve acerca de
los académicos de baños o de Caldas. Se van nuestros inmortales a dar
una vuelta por el distrito, v. gr., o
a darse tono en el pueblo meramente, o a bañarse o a lo que sea, y vuelven a
Madrid muy morenos, oliendo a tomillo, sanos y frescos... y con un cargamento
de provincialismos gratuitos. ¿Y quién le va a negar al Sr. X., que ha pasado
tres meses en la provincia de Z., y que es diputado por allí, verbigracia, o ha
estado tomando leche de burra en un pueblo de aquella región, que allí se habla
como él viene asegu rando?
Provincialismos de Asturias hay en la última edición del Diccionario que ya
deben de ser de Pidal. Debe de habérselos mandado algún agente electoral suyo,
que le engaña en glosología lo mismo
que en elecciones. Así, por ejemplo, dice el léxico oficial: Ablano, provincial
de Asturias, avellano; y no hay tal cosa, porque en Asturias, al avellano se le
llama así, y en bable (que no es
provincial asturiano, como el gallego no es provincial
de Galicia, ni el catalán castellano provincial de Cataluña), en bable se
dice ablanal, y si ustedes quieren ablanu, y en todo caso, ablanu o ablano, eso
sería bable y el bable no figura en el Diccionario, ni debe figurar. En cambio
es provincial de Asturias arcea (chocha perdiz), y el Diccionario no lo sabe; y
cien y cien palabras más.
Si la
Academia no tiene un criterio, en cambio tiene muchas debilidades; y así, no se
niega a admitir las palabras que le imponen los tenaces, los audaces, los
entrometidos, los pretendidos especialistas, y las autoridades civiles y
militares.
Por lo menos
malo, porque se admiten palabras sin estudiarlas, es por cortesía. Los
académicos son muy capaces de despellejarse por la espalda mutuamente; pero
allí, en sesión, cara a cara, reina la urbanidad más exquisita, y todos están
dispuestos a ceder ante el que insiste. Un terco, un pedante, un hombre
influyente, tienen allí la seguridad de imponerse al Diccionario. Se declara
española una palabra, porque se empeñó
en que lo fuera D. Fulano, que es muy pesado, que es muy tenaz, que es muy
pedante, o que manda mucho, o todo junto. Le dice, verbigracia, Cánovas a
Pidal: -¿Quiere usted que hagamos castellana la palabreja canovístico en el sentido de cosa magnífica, esplendorosa?
-Corriente, dirá Pidal de fijo; haga usted castellano lo que quiera, y de su
lengua un sayo; a lo que no hay que tocarme es a los distritos de mi tierra...
allí no entra nadie, ni admito cambios; en el castellano, meta usted lo que
quiera, hasta a Toreno, si cabe.
Pues otro
ejemplo: se presenta el Sr. Silvela, (alias Velisla), con la amabilidad del
mundo, suave, non chalant, como Shara, belle d'indolence; aprieta la mano a moros y cristianos, sonríe a
todos, y dice: -Señores, ¿tienen ustedes la bondad de admitir la frase Silvela,
Silvelijo y su hijo, en vez de aquello de Lepe, Lepijo y su hijo? con la nueva
expresión se recordará en adelante lo listos que han sido en esta vida efímera
todos los Silvelas nacidos de madre... ¿Se aprueba? Y claro, se aprobará.
¿Y qué diré
de los sabios, de los especialistas? ¿Qué se le puede negar a un hombre que se
presenta jurando por su honor que sabe hebreo, y caldeo, y siriaco, y... pentateuco, como diría el otro? Podrá
creerse en el fondo del alma que no lo sabe tal; pero ¿cómo decírselo? y sobre
todo ¿cómo probárselo? «-Señores, todo lo que tenga que ver con los israelitas,
dejármelo a mí, que fui a la escuela con los doce hijos de J acob. ¡Nadie me toque en las lenguas que se leen al
revés! ¡Todo eso es cosa mía!»
¿Qué ha de
decir a eso Catalina, v. gr., que quiso traducir de francés a español una
comedia de Feuillet, y la vertió en silba?
A los
hebraizantes que se presentaren podría examinarlos con suficiente competencia
el doctor García Blanco... si fuese académico. Pero no lo es. Ahí está la
gracia. García Blanco, con sus genialidades y todo, sabe hebreo de veras; podrá
ver abultada la importancia y la influencia de esa lengua, y creer demasiado en
ciertos simbolismos, etc., etc.; pero es innegable que sabe hebreo.
¿Quién se ha
acordado de él para hacerle académico? Nadie. No lo es; no lo será. Como no lo
es D. Lázaro Bardón que sabe mucho griego,
a pesar de todas sus extravagancias. Yo no niego su mérito a los helenistas que
hayan trabajado en la última edición del Diccionario, pero puedo asegu rar que muchos dislates que han pasado en la
materia greco-española, no hubieran ocurrido si Bardón hubiese tomado a su
cargo eso.
La mayor
parte de los académicos están a oscuras en materia de filología propiamente
dicha; ni han estudiado la ciencia del lenguaje como hay que estudiarla para
sacar partido de ella en aplicaciones a la gramática y al léxico del idioma
nacional, ni conocen las lenguas sabias ni otras muchas que es necesario
conocer para meterse en honduras de lingüística. La Academia viene a ser, en
asuntos de diccionario, y especialmente de etimologías, lo que sería un jurado
popular conociendo en materia de técnica jurídica: un ciempiés.
Esto viene a
reconocerlo la misma docta Corporación
en el prólogo de su diccionario, cuando declara que su trabajo no puede ser
perfecto porque es obra de «muchos con igual señorío.» (Véase el citado
prólogo, que por cierto abunda en faltas de gramática y de lógica, y dice
varias veces cosa distinta de lo que quiere decir.) Es obra de muchos
caballeros, unos entendidos, más o menos, en la materia filológica, y otros
ignorantes, pero todos con voz y voto, con igual señorío. Esto es absurdo.
Todos sabemos, y no hay para qué andar con tapujos ni hipócritas atenuaciones,
todos sabemos cómo se hacen los académicos; que si de tarde en tarde se impone
la opinión pública y a regañadientes se admite en la Academia a un Castelar, a
un Zorrilla, a un Echegaray (no sin que voten en contra muchos), lo usual es
que venza la cábala reaccionaria, o mejor, la cábala de la envidia y del
orgullo, y se afecte despreciar a los escritores que el pueblo aclama,
diciendo, como asegu ran que se dijo
tratándose de Galdós: «No queremos que los gacetilleros nos impongan un
candidato.» Y ¿a quién se prefiere? Al que no hace sombra, a un poeta de
administración subalterna, a un autor silbado, al primero que pasa, al académico de aguas, o al político con
ridículas pretensiones de literato, o al intrigante vanidoso, o a un sobrino de
su tío... Sea enhorabuena; que hagan lo que quieran, allá ellos; pero que no
pretendan que se les haga caso, ni se les tome en serio como padres del idioma.
En vano quieren taparnos la boca presentándonos en la lista de los académicos
algunos nombres de veras ilustres, porque la mayoría la constituyen las
medianías y las nulidades, y además, porque en la tarea que la Academia tomó a
su cargo ni esos hombres ilustres tienen autoridad suficiente para hacer callar
a los demás ciudadanos que ven y oyen y leen y estudian.
Zorrilla y
Martos, verbigracia, son ilustres, admiración de todo el que entiende español;
el uno en verso, el otro en prosa, hacen maravillas con la lengua castellana;
pero ni Zorrilla ni Martos son filólogos, ni ganas, ni se paran en barras en
materia sintáxica, ni se han dedicado al estudio de las fuentes históricas del
idioma. Y lo mismo se puede decir de casi todos los académicos que son
eminentes literatos, oradores, o lo que sean. ¿Qué sucede con esto? Que las
medianías presuntuosas, los pedantes incapaces de crear, se imponen. Yo sé
sánscrito, o hebreo, o siriaco, dice un curita, verbigracia; y todos se separan
y le dejan pasar, y exclaman: ¡Oh, sabe siriaco! ¡Es claro, jesuita al cabo, o
benedictino, o fraile descalzo! Y punto en boca. Al que dijo que sabía siriaco
se le encomienda todo lo que huele a cosa oriental, todo lo que se escribe con
arabescos, como decía un académico, y llegado el caso, todos votan con él, y
cuanto dice se pone en el Diccionario. ¿Y qué resulta? Que la opinión de un J uan Particular, que si hubiese escrito por su
cuenta y riesgo, tendría meramente el valor que tuviesen sus argumentos, se
convierte en el ukase lingüístico del Estado; porque el Estado hace suyo lo que
dicen los académicos, y la Academia da su visto bueno a lo que ha dicho aquel J uan Particular. Y esto no puede pasar en nuestros
tiempos. Y no pasa. Estamos en el secreto, y nos reímos. Y nos llaman
irreverentes. Pensar que pueden servir hoy instituciones inventadas y
aclimatadas por palaciegos de los Borbones franceses, y acogidas por éstos con
entusiasmo porque les daban nueva materia para su tiranía, es pensar en lo
imposible. Un día, en 1626, se le ocurre a un monsieur Valentín Conrart,
consejero y secretario del rey, tertulio del hotel Rambouillet, reunir en su casa, una vez por semana, a unos
cuantos literatos, y así se funda la Academia francesa, madre de la nuestra,
puesto que ya se sabe que la Academia Española es un galicismo viviente. Los
primeros que frecuentan la tertulia literaria de Conrart son Godeau, Gombaud,
los Habert, Girey, Serizay y Milleville; como se ve, ningún inmortal verdadero. Más adelante,
Richelieu tomó bajo su amparo la invención de Conrart, y ya tenemos fundada la
tiranía oficial de la literatura, que ha de ser en lo sucesivo la pretensión
invariable de aquella Academia, y de su hija la Española, en cuanto nazca. El
cardenal se atribuye el derecho de aprobar los Estatutos de la Academia en
1635, y tras mil vicisitudes que no son del caso, llega la sapiencia cortesana
ante los pies del rey Sol, que se digna acoger bajo su planta poderosa a los procuradores, más o menos auténticos, de las Musas. Pellisson ha
dicho, al contemplar tantos cambios, que se le figuraba «ver esta isla de Delos
de los poetas errante y flotante hasta el nacimiento de su Apolo.» (Su Apolo
era Luis XIV.) Luis XIV, en efecto, empezó a mandar en la Academia, como en
todas partes, y entre otras cosas, dispuso que todos los académicos fuesen de
la misma categoría, es decir, la igualdad de los súbditos ante el sultán:
Catalina y Castelar disfrutando del mismo señorío, como dice nuestro Diccionario. Véase si los
absurdos vienen de lejos. Demasiado sabéis ¡oh dios de Claros y compañía! para
qué sirvió la Academia a poco de creada; pero tal vez lo ignore alguno de estos
inmortales de la calle de Valverde. Pues sirvió para que Richelieu, que
envidiaba y aborrecía a Corneille, le persiguiese por medio de los sabuesos
académicos, echándolos sobre él y sobre sus obras inmortales. Y, en efecto,
Scudery, a más de otros, se arrojó sobre el gran poeta y escribió sus Observaciones críticas acerca del Cid; y
no contento el Cardenal vengativo, obligó a la Academia a publicar un informe
titulado Sentiments de l'Acadèmie sur le
Cid, redactado por Chapelain, que ponía como ropa de pascua, en nombre del
Gobierno, la obra del trágico eminente...
-¡Oh! ¡Que
no fueran éstos aquellos tiempos! gritó interrum-piéndome un académico,
adulador de Cánovas, y este país aquél, y nosotros como Scudery y Chapelain, y
Cánovas un Richelieu, y el rey de España un Luis XIII, o mejor un Luis XIV. Lo
que en son de censura dice este mal gacetillero, iluso foliculario ¡oh Apolo!
que has dejado llegar a tu presencia, en son de alabanza lo digo, y amplío, y comento,
y parafraseo yo, que deseara ver redivivos aquellos hombres y aquellas
costumbres. Añada, añada en buen hora ese cornetín desafinado que Luis XIV
hacía a sus palaciegos literatos escoger a los grandes señores de la corte
ignorantes y necios, para ocupar los sillones vacantes de la Academia , postergando a
los escritores insignes que el rey miraba con malos ojos. Es cierto, y eso
honra a la Academia
francesa, y a Luis XIV. Verdad es asimismo que todo un Boileau debió el llegar
a ser académico, no a sus méritos, pues muchos enemigos tenía, sino a la
protección del ilustre rey-sol; y no es menos exacto que Lafontaine no pudo ser
nombrado hasta que consiguió el perdón del gran Luis que dijo: «Vous pouvez
recevoir incessamment Lefontaine; il
a promis d'être sage.» Estas humillaciones del ingenio ante el poder son
necesarias para el buen gobierno del Estado y para el orden de las letras; si
ahora viniesen Pérez Galdós, y Pereda, y Federico Balart, y Adolfo Camus, y Pi
y Margall, y otros, y se prosternasen ante D. Antonio Cánovas ofreciéndole y
jurándole ser prudentes, buenos chicos, ¿qué dificultad habría de tener él en
dejar que los hiciesen académicos? Ninguna. Porque la envidia sabría
disimularla y vencerla, a fuerza de hombre de Estado y de mundo. Sí, Apolo, lo
digo muy alto; lo que hace falta es regenerar las letras por medio de la ley
marcial, y si no se adoptan medidas draconianas, todo esto se lo lleva la
trampa.
-Vamos a
ver; proponga usted lo que le parezca más urgente, dijo Apolo, que estaba de
buen humor, porque se había acabado mi discurso, contra sus temores.
-Propongo,
dijo el académico, que se ahorque a este bicho insurgente que ha tomado aquí,
en tu presencia augusta, la defensa del libertinaje literario.
-Bueno, se
ahorcará a Clarín, no por eso, sino por la broma de haber estado hablando tanto
tiempo después de decir que sería breve. ¡Rayo en él! ¿Y qué más?
-Es preciso
descuartizar al Sr. D. Antonio Valbuena, autor del libro «Fe de erratas del
Diccionario de la Academia», que se está vendiendo a todo vender en España y en
América.
-Se
descuartizará al simpático Escalada, o Venancio González, y se quemará su
libro, si queda algún ejemplar en las librerías, por mano del verdugo. ¿Qué
más?
-También
debe perecer de mala muerte el bachiller Francisco de Osuna, que ha publicado
un folleto titulado «De academica coecitate,» pretendiendo demostrar que la
Academia no sabe hebreo ni otras muchas cosas tocantes a las lenguas... y a las
manos, v. gr.: dónde tiene la derecha...
-Morirá como
los otros. ¿Qué más?
-Mueran
también D. Eduardo Echegaray y D. Antonio Sánchez Pérez, y otros varios que han
puesto reparos al Diccionario de la Academia.
-No quedará
vivo ninguno de esos que dices. Y ahora, ¿qué más pedís?
-Ahora
pedimos a Cañete.
No pudiendo
contenerse por más tiempo, gritó Polimnia, que o hablaba o reventaba:
-¡Fuera de
aquí turba incivil, espanto de las Musas, ingenios almidonados, sabios hueros!
¡Fuera de aquí, digo, y llevaos en hora buena a vuestro Cañete, que ni está
preso, ni lo estuvo, ni sirve para nada donde nosotros estemos. Y decid a los
de allá abajo, a los batuecos, que aquí no comulgamos con ruedas de molino, y
que la Academia es cosa que nos hace morir de risa, porque todas las diosas y
todos los dioses estamos en el ajo; pero no confundáis las especies, ni
troquéis los frenos, ni lo echéis todo a barato; que los inmortales verdaderos
sabemos distinguir y poner sobre nuestra cabeza a los grandes ingenios, aunque
sean académicos; y no creáis que por acá se comete la injusticia de tener en
poco a hombres como Castelar, Campoamor, Valera, Núñez de Arce, Tamayo,
Menéndez Pelayo, Echegaray, Zorrilla, Alarcón, etc, etc. A éstos se les quiere
a pesar de ser académicos, y sabiendo que muchos de ellos lo son por
compromiso... Por lo demás, yo pudiera aún ajustaros las cuentas, si no fuera
porque Apolo tuerce el gesto y ya ha agotado su paciencia este desventurado
Clarín con su discurso largo y desordenado, donde faltó lo principal...
-Señora,
usted dispense; pero a mí se me ha destripado el cuento; yo iba pasando mis
cabras una a una y me quedaba la mayor parte del rebaño de mis argumentos de
este lado del río...
-Pues ¡ira
de Dios Trino y Uno! aunque este juramento sea contra mis intereses, que yo no
he de tolerar más discursos, y juro por el Olimpo y por todos los montes de la
tierra, a fuerza de Apolo, que aquí nadie me ha de hablar ya más de veinte
palabras seguidas, palabra más o menos... ¡Ea! Despejen ustedes el comedor o
triclinio, o como ustedes quieran llamarlo, señores académicos, y llévense a
Cañete, y no parezca por aquí ninguno de ustedes en su vida, ni tampoco por
ninguna de mis posesiones de Delos, Claros, etc., etc. Venus, vamos a dar un
paseo.
-Conste, me
atreví yo a gritar, crinado Febo, que yo no había terminado mi acusación
fiscal, y que en el buche no ha de quedárseme, y que a la primera ocasión
posible he de encajarla.
-Pues, mira
no sea delante de mí, o te hago ahorcar, como lo tengo prometido.
Ganimedes y
Mercurio, por orden de Apolo, barrieron los académicos que se mostraban
rehacios para marcharse; y lo mismo fue salir ellos, que entrar muertas de risa
todo el coro de las sagradas Musas.
Debo
advertir que el único académico de los buenos que se había presentado, Tamayo,
se había escabullido rato hacía.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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