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jueves, 10 de abril de 2014

Apolo en pafos - Cap. III

En aquel momento se oyó hacia el vestíbulo rumor de muchas voces, como el que suele estallar en los teatros, entre bastidores, cuando hay que fingir que el populacho se alborota.
-¿Quién está ahí? ¿Qué ruido es ese? preguntó Afrodita a Ganimedes, un tanto picada aunque sin dejar de sonreír. ¿Qué gente se me mete hoy en casa? ¿Quién ha traído a mi silencioso bosquete de Pafos estos ruidos del mundo necio, feo y aburrido? Por culpa de tus Musas ¡oh Febo! mancha la hermosura de mi mansión veraniega la presencia de todos estos mortales de ridícula catadura. ¿Quién anda ahí? ¿Quién grita? ¿Qué quieren?
-Señora, dijo Ganimedes, son los académicos de la lengua española que vienen a rescatar a su compañero Cañete (y Ganimedes, como un día la misma Venus en poder de Anquises, volvió la cabeza y humilló los ojos).
-Sí, dijo Hermes; dicen que está aquí prisionero y que se lo quieren llevar de grado o por fuerza.
-¡Hola! ¡Hola! exclamó Apolo: ¿conque esas tenemos? ¿de grado o por fuerza? A ver, que pasen esos caballeretes; y entiéndete tú con ellos, Polimnia.
Abriéronse de par en par las puertas del comedor, que la Academia llama triclinio, y entró la multitud académica hecha una malva, o una colección de malvas, y deshaciéndose en cortesías y zurdas genuflexiones. Iba delante de todos el conde de Cheste, con uniforme de capitán general; y con gran reposo en la voz y en los ademanes, parándose en medio de la estancia, dijo:
-¡Oh Febo! Quien quiera que seas de estos próceres que presentes veo, oye nuestra súplica, y antes permite que te dé un poco de jabón, como entre nosotros los inmortales de la calle de Valverde se usa. ¿Cómo te alabaré a ti, el más digno de alabanza? Tú eres ¡oh Febo! quien inspira los cantos, ya sea sobre la tierra firme que nutre las terneras, ya sea en las islas. Las empingorotadas rocas te cantan, y las cumbres de las montañas, y los ríos que se llevan a la mar en veloz corrida, y los promontorios que avanzan sobre los dominios de Anfitrite y los puertos. Por lo pronto, diré como te parió Leto o Latona, alegría de los hombres mortales, estando acostada cerca de la montaña de Kintios, en una isla áspera, en Delos, rodeada por las olas... Y de ambos lados el agua negra azotaba la tierra, empujada por los vientos que armoniosamente soplaban...
-Mi general, interrumpió Apolo, demasiado sé yo que me parió mi madre, y cómo fue; al grano...
-¡Oh! Tú que mandas, como Cánovas, a todos los mortales, a los de Creta y a los de la isla Egina, y a los de Euboia, ilustre por sus naves, y en el Atos, y en el Pelios, y en Samos, y en Lemnos... y en la divina Lesbos...
-¡Rejúpiter! ¡Por las barbas de mi Padre! Le he dicho a usted que se fuera al grano. ¿Qué ocurre? ¿Qué tenemos? ¿Qué tripa se les ha roto a ustedes?
-¡Tripa! ¡Oh, tripa! ¡Qué tripa! Hijo de Latona, que reinas en Claros, y en Micala, y en Mileto, y en la encumbrada Knidos, y en Cárpatos, batida de los vientos, y en Naxos y en Paros...
-¡Por Cristo vivo! Ahora mismo se me ate codo con codo a este loco rematado, y se me le meta en la cárcel...
-Prefiero el Erebo...
-¡Pues en el Erebo!... ¡Y hable otro y diga pronto lo que pretenden, que no estoy yo para templar gaitas!
 
Mientras en el director de la Academia se cumplían las órdenes de Apolo, se adelantó otro académico, de largas patillas, melifluo y negligente, y con voz en que silbaba una ligera ironía como una brisa retozona, exclamó:
-Preguntabas, divino Arquero, qué tripa se nos había roto; pues bien, se nos han roto las tripas de oveja que Hermes, que me escucha, ató, bien estiradas, a la sonora tortuga, el día feliz en que, inspirado, inventó la cítara; quiero decir, que se nos han roto las cuerdas de la lira académica; que un aire de descrédito corre por el mundo, amenazando derribar la literatura académica, matar la Musa oficial. Se te habrá dicho que veníamos en son de motín a rescatar a Cañete... no lo creas. Ya podéis freírlo; de la grasa de un Cañete nacerían ciento. Nosotros, además, tenemos un gran espíritu de cuerpo, pero unos a otros nos despreciamos; amamos la Academia y aborrecemos al rival literario. No nos importa el renombre personal de los nuestros, sino la fama colectiva. Venimos, pues, a ti para que pongas remedio a los desmanes de que somos víctima allá abajo. No se nos respeta. Hemos dejado de ser sagrados. El misterio de la autoridad ya no nos rodea. Un rey de derecho divino había delegado en nuestros antecesores la potestad de decir al idioma: «de aquí no pasarás;» la Inquisición ataba el pensamiento, y nosotros atábamos la lengua. Un escritor satírico, que no fue académico, y que por consiguiente no será inmortal, aunque lo sea, dijo un día: «la Academia es una autoridad cuando tiene razón.» ¡Deletéreo aforismo! Por ahí entró la muerte: la Academia, para ser, necesita tener razón, porque tiene autoridad. Discutirnos es matarnos. Yo no cobro para que me discutan. Si tú ¡oh Febo! amante de la virgen Azantida, no pones remedio a este oleaje de indisciplina, a este universal clamoreo de insurrección y a estos insultos de procaces bocas, te juro por la laguna Estigia, que es un juramento terrible, que todos nosotros dejaremos de crear el verbo nacional, abandona-remos nuestras tareas académicas, consentiremos que se pudra el idioma; siquiera, por tesón, sigamos cobrando dietas.
-Pero ¿qué es ello? ¿Qué pasa?
-Ello es que multitud de escritorzuelos desvergonzados se nos echan encima un día y otro, con pretexto de que nuestro Diccionario es malo; y es en vano que salgamos a la tela a defender la obra de los inmortales, porque a los que tal osamos nos descalabran singularmente, sin perjuicio de seguir minando el monumento maravilloso de nuestro léxico oficial.
-A ver, Polimnia: ¿qué hay de esto?
Sonrió Polimnia, y mirándome a mí de hito en hito, dijo:
 
-Este caballero, que es de por allá y no es académico, acaso esté más enterado que yo de esas menudencias, y nos podrá decir algo.
Ruboriceme al oír tal, como era de esperar, viéndome obligado a hablar entre tantos dioses y entre tantos académicos; y no pudiendo hallar mejor salida, porque la de la puerta estaba tomada, exclamé balbuciente:
-Señores... yo no soy digno... no soy quién... no soy nadie apenas; y aquí está el Sr. Balaguer, que es ministro y académico, y hombre de seso e imparcial. En España, a lo menos, no se hace caso del que no sea capaz de ser ministro, y a este señor, que lo es ahora, deben ustedes oírle si quiere hablar.
-¡Que hable, que hable! dijo Apolo.
Entonces Balaguer se distinguió de la multitud académica dando un paso adelante; y después de una ceremoniosa inclinación de medio cuerpo arriba, llena de dignidad, exclamó con voz de cuyo tono solemne no cabe dar idea:
-Apolo: señoras y señores: no voy a pronunciar un discurso. Se quiere saber mi opinión concreta sobre el punto o materia puesto o puesta (porque a mí no me duelen concordancias) a discusión. Entiendo yo, señores, que aquí viene como anillo al dedo recordar lo que yo decía acerca del realismo el año 82 en mi discurso resumen del Ateneo. He o hed aquí lo que yo decía en esa fecha memorable: «Señores, acerca del realismo decía yo en el año de gracia de 1864: todo lo ideal es real, todo lo real es ideal. Homero...»
-¡Basta, basta! gritó Apolo, con música de El Barbero de Sevilla. Por ese camino de citas retrospectivas va usted a llegar a la época del hombre alalo. Que hable otro.
-¡Otro! ¿Cómo? ¿Por qué? Esto es un desaire; murmuró Balaguer volviéndose a sus compañeros.
Arnau tomó sobre sí la tarea de enterarle de que no se trataba allí de lo ideal y lo real, sino del Diccionario.
Y entonces fue cuando Balaguer, haciéndose cargo al fin y al cabo, prorrumpió en aquella exclamación que lleva impreso el sello de su genio peculiar. Y fue lo que exclamó:
-¡Ah!
Se propuso a Tamayo que hablase él, y contestó en buenas palabras que no le daba la gana.
-¿No hay por ahí uno, preguntó Venus, que se llama Alejandro Pidal? Creo que es buen orador; a ver, que hable ése...
-Señora, dijo Alejandrito; con mil amores... pero soy un padre de familia con diez u once hijos, y además, padre de la patria; y estoy muy ocupado, y lo que es al idioma... por mí... que lo esquilen; lo que yo quiero es quitarle un estanquillo a Torono, porque me lo llevó mal llevado; y aplastar la cabeza de la víbora provincial, digámoslo así, que allá en mi tierra me está minando la influencia... Yo soy un chico listo, no lo niego, y guapo, y buen creyente a ratos, y hablo bien; pero... mi carrera es la de cacique. Déjenme a mí sembrar credenciales y recoger votos, que lo demás es vanidad de vanidades y todo Ruiz Gómez.
-Que hable el marqués, dijo Catalina el amarillo.
-¿Qué marqués? preguntó Mercurio.
-El marqués hermano.
-Dirá usted el de las Dos Hermanas...
-No, señor, no; el marqués de Pidal, hermano de Pidal el que no es marqués...
-¡Eso sí que no! grité yo. Antes de tolerar tamaña oratoria, prefiero sacrificarme; yo hablaré, puesto que Polimnia me ha escogido, por lo mismo que no soy académico.
-Sea, exclamó Apolo.
-Señores, no voy a pronunciar un discurso, como decía el Sr. Balaguer el año 64; en esto (y Dios quiera que en nada más) me parezco a Balaguer; no soy orador. Pero no tengo pelos en la lengua, en buena hora lo diga. Yo creo que la Academia ni pincha ni corta. Creo más: que en la Academia hay muchos hombres ilustres de verdad, unos por un concepto, otros por otro, algunos por varios. Pero da la pícara casualidad de que esos señores ilustres no toman cartas en el asunto del Diccionario. Uno de ellos me decía a mí, no ha mucho: «El Diccionario es muy grande y nadie lo puede leer todo.» Y es verdad; muchos de los disparates de abolengo que figuran allí, no han desaparecido porque no los ha visto nadie. Los señores académicos quieren que su obra tenga un mérito extraordinario, no por su valor intrínseco, sino por un derecho privilegiado; pues bien, ya se sabe que los derechos privilegiados son de interpretación estricta; in dubiis contra fiscum; in dubiis, digo yo, contra Academiam. Vamos a ver, ateniéndonos a una interpretación estricta de la lógica en sus leyes y reglas relativas al crédito del testimonio ajeno, vamos a ver en qué puede fundar la Academia su pretensión de filóloga indiscutible...
-Usted me dispense, dijo interrumpiéndome un académico muy fino a quien yo no conocía; la Academia no pretende ser indiscutible, no se tiene por infalible; lo que no puede tolerar es que se la tache de ignorante y se la compare con los pollinos y se la insulte como la ha insultado desde las columnas de El Imparcial Antonio Valbuena...
-Dispénseme usted a mí, interrumpí yo; pero el tono con que se ha contestado a Valbuena, y las artes que se emplearon para levantar una cruzada contra él, demuestran que la Academia   -45-   tomaba muy a mal las censuras, sólo por ser censuras. Ella dice en el prólogo de su libro que admite advertencias, vengan de quien vengan, pero esto no basta; es necesario que las admita vengan como vengan.
Supongamos que los adalides de la Academia llegaran a demostrar que no había un solo académico que tuviera pelo gris en el vientre: ¿y qué? No era eso lo que se discutía. Supongamos que se prueba que a Escalada o Valbuena se le va la burra cuando maltrata a los autores del Diccionario: ¿y qué? Con eso no se demuestra que los disparates apuntados no sean disparates; los defensores han creído que era probar a sabiduría académica demostrar tal o cual equivocación de Escalada. ¡Aberración insigne! La multitud de palabras que queda visto que están plagadas de errores en el Diccionario, ahí se están tan llenas de disparates después como antes de atacar en falange macedónica a Valbuena. Esta ha sido la gran ilusión de los académicos en tal contienda; han creído que por aniquilar, si tanto podían, -que no pudieron, al enemigo, que era un caballero particular, aniquilaban los adefesios que él había hecho patentes. No hay tal cosa; los adefesios demostrados, que son muchos, no dependen de la autoridad del censor; el mismo bobo de Coria que dijese que los pollinos no siempre tienen el pelo gris, tendría razón contra los siete sabios de Grecia. La Academia está obligada, si quiere cumplir su deber, a admitir todas las lecciones que se le den, délas quien las dé y délas como quiera que las dé; si entre cien insultos viene una lección buena, hay que admitir la lección. Nadie me negará que algunas de las advertencias de Escalada (yo creo que muchísimas) están en su punto; exigen una rectificación en el texto del Diccionario oficial. ¿Va a dejar de hacerse la variación necesaria por ser Escalada el que la enseñó? ¿Va a ser castellano en adelante lo que no debe serlo, sólo por mortificar a Valbuena? Esto es absurdo. Pues si la Academia toma el otro camino, el único justo, el de seguir las lecciones de su censor y cambiar lo que se debe cambiar, conforme él demostró, no parece bien que se ponga tanto empeño como se ha puesto en probar que Escalada es un ignorante, un entremetido, etc., etc. ¿Que en tal o cual palabra no ha lugar a las rectificaciones de Escalada? Corriente, pues no se hacen. ¿Que Escalada se excede en la forma, al censurar? ¿Y eso qué? Al país no le importa eso; lo que le importa es que el Diccionario diga lo que debe decir; de los errores y de las malas formas de un caballero particular no tiene para qué cuidarse. Esta desventaja siempre la tendrá la Academia cuando luche contra cualquiera que le demuestre que ha cometido un lapsus. Lo único que interesará al público será este lapsus de la Academia, no los de quien no cobra por hablar bien.
Y dejando esta digresión, a que me ha traído ese señor académico al interrumpirme, diré que sí es verdad que la Academia sufre mal que se la discuta; yo mismo soy prueba viviente de ello. Porque me consta, aunque no me lo han dicho las personas que intervinieron en el asunto, que cuando yo publiqué ciertos articulejos contra ciertas etimologías de la Academia, no faltó estiradísimo académico que descendiese a ocuparse en impedir, si podía, la inserción de mis humildes renglones insurgentes; y se necesitó la energía de quien yo me sé y el estar el tal muy por encima de las vanidades académicas, para que los dichosos artículos no se quedaran en las pruebas. ¡Vaya, vaya, señores, que todo se sabe!
Sí; se sabe todo. Hasta se sabe cómo se hacen los diccionarios y las gramáticas en las Academias; y hasta cómo se hacen muchos académicos. Y se sabe, porque lo dicen algunos de los mismos inmortales que se ríen, como Cicerón arúspice, de su inmortalidad con librea, y se la buscan por otra parte más segura y más independiente. Y para que no se diga que vengo con chismes y cuentos, en vez de citar con vivos y españoles, como pudiera, citaré con un muerto extranjero; y conste que lo que dice Sainte-Beuve, de la Academia francesa, madre de la criatura, de la nuestra, se puede decir, y ainda mais, de la Academia Española. Es el caso que Edmundo Goncourt ha publicado hace poco un Diario en el que él y su difunto hermano Julio copiaron sus conversaciones con los literatos eminentes de Francia; y entre otras, algunas de las que solían tener con Sainte-Beuve, el primer crítico de su tiempo. En uno de aquellos paliques íntimos, el autor de Volupté, el eminente escritor de Los Lunes, decía hablando de la Academia francesa: (Leo): «Hay sesiones, cuando Villemain2 no está allí, que comienzan a las tres y media y se acaban a las cuatro menos cuarto. Si no hubiese un hombre de iniciativa como Villemain, aquello no marcharía.
«...Lo mismo es Patin para el diccionario; no lo hace bien, pero lo hace, y sin él no se haría nada. No es esto mala voluntad de la Academia, es ignorancia. El otro día, a propósito de la palabra chapeau de fleurs, M. de Noailles ha dicho que era una palabra desconocida, que él no la había encontrado en ninguna parte. Y es que no ha leído a Teócrito.
«¡Ahí tienen ustedes! Y lo mismo que en esto, sucede en todo. No conocen un nombre nuevo desde hace diez años. Y además la Academia tiene un miedo atroz a la bohemia. De hombre que ellos no hayan visto en sus salones, no hay que hablarles; le temen, no es de su esfera. Por lo mismo Autrán tiene probabilidades de ser nombrado académico. Es un candidato de baños de mar. Se le ha encontrado en las aguas de... etc...» (Hablado): Todo esto que yo traduzco se puede también traducir de la realidad francesa a la realidad española. ¿Quién me niega que, v. gr., Catalina es un académico de aguas?
En la Academia Española también se hace el Diccionario él solo, o gracias a unos pocos aficionados; ¡y cómo se hace! Por aparentar (y por cobrar), los inmortales se juntan de cuando en cuando y pasan revista a unas cuantas palabras para ver si están limpias o no, y votan si aquello es español o deja de serlo.
¡Decidir por votación si un vocablo pertenece a una lengua o no pertenece, si cabe admitirlo o no! ¡Cuán lejos está semejante proceder de aquella historia natural de las palabras que el buen Horacio exponía en fáciles y elegantes versos!
Horacio recuerda en la expresión clara, enérgica y precisa a los ilustres jurisconsultos de su pueblo, que nos han dicho, hablando del valor de las costumbres en general: mores sunt tacitus consensus populi longa consuetudine inveteratus. El poeta, refiriéndose a la vida del lenguaje, escribía:

.....Licuit, semperque licebit
Signatum praesente nota producere nomen.
Ut silvae foliis pronos mutantur in annos,
Prima cadunt: ita verbarum vetus interit aetas,
Et, juvenum ritu, florent modo nata vigentque.

«Fue y será siempre lícito (permítaseme la traducción, porque alguno me oirá que no sepa latín) introducir en el discurso palabras que lleven el sello de la novedad.
»Como las hojas de los bosques se mudan al correr de los años, y caen primero las que primero brotaron, así las palabras antiguas se marchitan y mueren, y otras nacen y florecen vigorosas.»
Pues diga lo que quiera el amigo de los Pisones, nuestros académicos deciden por votación qué hojas del bosque han caído y cuáles han brotado, en vez de tomarse el trabajo de darse una vuelta por la selva para ver lo que en realidad sucede. A la Academia le pasa con las palabras lo que a la iglesia con la ciencia moderna (con la diferencia de que la Iglesia ya sabe lo que se hace). Roma no admite que la tierra gire alrededor del sol hasta principios del siglo XIX, cuando ya a la tierra la van dando ganas de pararse; la Academia no tolera ciertas palabras hasta que ya el uso las va abandonando. ¿Qué criterio tiene la Academia para admitir o desechar palabras? Probablemente ninguno.
Un republicano exaltado, amigo mío, me aseguraba que la Academia es sistemáticamente reaccionaria.
«Lo prueba, me decía, en la palabra presidente; después de explicarla en cuantas acepciones se le ocurren, la deja para el apéndice por lo que toca al presidente... de la República. En cuanto al club, dice que es sociedad clandestina generalmente; y, por último, cuando se trata de elegir un académico federal, así, como de limosna, en vez de elegir, como era natural, al jefe del partido, elige a D. Eduardo Benot, un capitán ilustre, pero no jefe...»
Interrumpiome Venus, riendo a carcajadas la salida de mi amigo el federal; no sé si riendo de buena fe o por enseñar los dientes.
-Ahí tienes, dijo el académico de las patillas ¡oh, Apolo! una prueba de nuestra imparcialidad: la Academia cuenta en su seno hasta federales...
-Pero no es el jefe, advirtió Venus.
-Mi federal, añadí yo, decía que tal elección era contraria a la disciplina del partido; y aunque esto sea un disparate, lo cierto es que ya que los académicos tuvieron el valor de votar a un federal, pudieron haber escogido, no por jefe, sino por ser quien es, a D. Francisco Pi y Margall, del cual pueden decirse muchas cosas, pero no negarle una rectitud moral muy hermosa, y un gran talento, y una ilustración vastísima y escogida. No niego al Sr. Benot servicios suficientes para merecer un puesto en la Academia, ni se los negaría aunque sólo llegasen a tal distinción las verdaderas notabilidades; es más, protesto enérgicamente contra el chiste frustrado de otro amigo mío, según el cual el Sr. Benot es un sabio de segunda enseñanza; pero es lo cierto que los méritos literarios del Sr. Pi son todavía superiores a los de su ilustrado correligionario.
-Queda discutido ese incidente. Siga usted, dijo Apolo.
-Decía que, en mi sentir, la Academia no tiene un criterio constante para hacer su Diccionario. Tratar este asunto con todo el detenimiento que merece, es empresa superior a mis fuerzas, e impropia de la ocasión.
-Gracias, interrumpió Apolo, mirando a Venus, sonriente.
-Sólo haré algunas indicaciones desordenadas respecto de los principales puntos del debate como si dijéramos.
Hasta los salvajes siguen alguna ley, reflexiva a veces, para la transformación del lenguaje; así, nos habla Max Müller de la prohibición que hay en muchas tribus poco cultas de usar las palabras que tengan tales o cuales analogías con el nombre del rey últimamente muerto. Nuestros académicos ni esto han discurrido; Cánovas podía haber mandado que se prohibiera usar palabras semejantes a las primeras sílabas de su apellido sagrado, poniendo en entredicho, verbigracia, las voces ¡canastos! canesú, canícula, canónigo, canuto, etc., etc.; pero no lo ha hecho, porque no se da por muerto todavía. En la discusión de los defensores anónimos de la Academia con Valbuena, se apuntó la idea de que la ilustre Corporación admitía todas las palabras que se encuentren en nuestros escritores castellanos, por antiguas que sean, porque así se puede saber lo que han querido decir aquellos señores. Este criterio latitudinario, que consistiría en embarcar de todo, sería absurdo, no sería siquiera criterio; pero además no es cierto que la Academia lo siga. Con la arbitrariedad que la distingue, conserva, como anticuadas, muchas palabras del más remoto castellano, pero prescinde -y hace bien en esto, es claro- de muchísimas voces de este género, de la inmensa mayoría de ellas. Para convencerse de ello, basta coger un vocabulario de los que suelen acompañar a los libros escritos en español vetusto, verbigracia, el que acompaña a ciertas ediciones de Mío Cid, o el de Las tres toronjas de amor, etc. etc., y a ver cuántas de aquellas palabras figuran en el Diccionario; y de fijo no faltan sus equivalentes actuales. La Academia, en esto como en otras muchas cosas, carece de idea sistemática y carece de método; pero en tal particular casi se le debe agradecer que no haya sido consecuente, porque ¡dónde íbamos a parar con un Diccionario del siglo XIX que contuviera todas las escorias, todos los detritus, de las trabajosas tentativas de nuestra lengua bárbara y balbuciente en tiempos de informe literatura; todos los conatos desgraciados, todas las torpezas, todos los tropiezos del benemérito saber de clerecía! Pero, a falta de criterio, no se puede negar que la Academia tiene una preocupación, lo que podría llamarse la arqueomanía; se enamora de todo lo viejo, y toma por buen castellano antiguo todo lo que figura en libros muy vetustos, sin que esté probado que, además de antiquísimos, sean buenos. ¿Qué les parecería a los académicos de hoy de un Diccionario de la Academia que se hiciera dentro de diez siglos, y en el cual se admitieran como anticuadas las palabrejas innobles que hoy aparecen en ciertos libros y comedias y periódicos, vocablos que no pueden ser ni serán españoles nunca? ¿Creen los inmortales de allá abajo que todos los libros que se conservan de la Edad Media, sólo por conservarse, merecen ser tenidos por fuentes del verdadero castellano de entonces? La Academia toma por bueno un barbarismo, sólo por usarlo escritor antiguo. ¡Absurdo! También Bremón llegará a ser antiguo y pueden caer sus escritos en manos de los académicos del siglo XXX (suponiendo que por entonces los haya) y asegurar el Diccionario que en tales tiempos se haga que pretencioso era palabra española en el siglo XIX, porque la usaba Fernández Bremón, escritor muy bien relacionado.
-Si fuéramos tontos, podríamos pasar por eso de que todo lo que puede leer un académico en cualquier librote viejo fue español legítimo en algún día... Y en verdad, tratándose de aquellos tiempos, de aquella civilización, ¿quién podrá negar legitimidad a tal o cual palabra, y negársela a otras? Semejantes pretensiones recuerdan los vocabularios que los misioneros curiosos e ilustrados escribían entre los salvajes; cuando después de veinte años volvían los buenos apóstoles a visitar a sus antiguos huéspedes, se encontraban con que el idioma había cambiado en gran parte y el vocabulario apenas les servía.
No eran salvajes, ni mucho menos, nuestros queridos ante-pasados, los que comenzaron a sacar el español del latín corrompido y de varios elementos germánicos, orientales, etc.; pero tampoco se puede desconocer la inseguridad que había en las formas intuitivas del nuevo lenguaje, la variedad anárquica que dominaría. Sucedería entonces en el castellano incipiente lo que hoy con el bable, recuerdo de aquellos tanteos lingüísticos; el bable varía de comarca a comarca, de valle a valle, de parroquia a parroquia; de esto puedo hablar yo, por eso, porque soy de la parroquia. No ha mucho que he tenido carta de un joven sueco, profesor en Upsala, que fue a Asturias, a mi tierra, a estudiar el bable, y que de vuelta a su Universidad me consulta a menudo sobre varias menudencias del romance asturiano; pues bien, si quiere decir algo seguro, tiene que ir preguntando cómo se llaman las cosas en tal región, en tal pueblo del Principado, porque la variedad es indefinida. Lo que es fácil hacer hoy con el bable, porque vive, aunque agonizando, no cabe hacerlo con el español inicial, pues no basta la consulta de unos pocos libros; y lo que se saca de los estudios actuales del bable, es que las cosas se dicen en asturiano tan legítimamente de un modo como de otro... y se dicen de muchos modos.
Pero ¿qué ha de saber a punto fijo la Academia de tan remotos días, si aun de los actuales sabe tan poco y tan mal por lo que se refiere a provincialismos? En esta materia habría que aplicar algo parecido a la teoría de Sainte-Beuve acerca de los académicos de baños o de Caldas. Se van nuestros inmortales a dar una vuelta por el distrito, v. gr., o a darse tono en el pueblo meramente, o a bañarse o a lo que sea, y vuelven a Madrid muy morenos, oliendo a tomillo, sanos y frescos... y con un cargamento de provincialismos gratuitos. ¿Y quién le va a negar al Sr. X., que ha pasado tres meses en la provincia de Z., y que es diputado por allí, verbigracia, o ha estado tomando leche de burra en un pueblo de aquella región, que allí se habla como él viene asegurando? Provincialismos de Asturias hay en la última edición del Diccionario que ya deben de ser de Pidal. Debe de habérselos mandado algún agente electoral suyo, que le engaña en glosología lo mismo que en elecciones. Así, por ejemplo, dice el léxico oficial: Ablano, provincial de Asturias, avellano; y no hay tal cosa, porque en Asturias, al avellano se le llama así, y en bable (que no es provincial asturiano, como el gallego no es provincial de Galicia, ni el catalán castellano provincial de Cataluña), en bable se dice ablanal, y si ustedes quieren ablanu, y en todo caso, ablanu o ablano, eso sería bable y el bable no figura en el Diccionario, ni debe figurar. En cambio es provincial de Asturias arcea (chocha perdiz), y el Diccionario no lo sabe; y cien y cien palabras más.
Si la Academia no tiene un criterio, en cambio tiene muchas debilidades; y así, no se niega a admitir las palabras que le imponen los tenaces, los audaces, los entrometidos, los pretendidos especialistas, y las autoridades civiles y militares.
Por lo menos malo, porque se admiten palabras sin estudiarlas, es por cortesía. Los académicos son muy capaces de despellejarse por la espalda mutuamente; pero allí, en sesión, cara a cara, reina la urbanidad más exquisita, y todos están dispuestos a ceder ante el que insiste. Un terco, un pedante, un hombre influyente, tienen allí la seguridad de imponerse al Diccionario. Se declara española una palabra, porque se empeñó en que lo fuera D. Fulano, que es muy pesado, que es muy tenaz, que es muy pedante, o que manda mucho, o todo junto. Le dice, verbigracia, Cánovas a Pidal: -¿Quiere usted que hagamos castellana la palabreja canovístico en el sentido de cosa magnífica, esplendorosa? -Corriente, dirá Pidal de fijo; haga usted castellano lo que quiera, y de su lengua un sayo; a lo que no hay que tocarme es a los distritos de mi tierra... allí no entra nadie, ni admito cambios; en el castellano, meta usted lo que quiera, hasta a Toreno, si cabe.
Pues otro ejemplo: se presenta el Sr. Silvela, (alias Velisla), con la amabilidad del mundo, suave, non chalant, como Shara, belle d'indolence; aprieta la mano a moros y cristianos, sonríe a todos, y dice: -Señores, ¿tienen ustedes la bondad de admitir la frase Silvela, Silvelijo y su hijo, en vez de aquello de Lepe, Lepijo y su hijo? con la nueva expresión se recordará en adelante lo listos que han sido en esta vida efímera todos los Silvelas nacidos de madre... ¿Se aprueba? Y claro, se aprobará.
¿Y qué diré de los sabios, de los especialistas? ¿Qué se le puede negar a un hombre que se presenta jurando por su honor que sabe hebreo, y caldeo, y siriaco, y... pentateuco, como diría el otro? Podrá creerse en el fondo del alma que no lo sabe tal; pero ¿cómo decírselo? y sobre todo ¿cómo probárselo? «-Señores, todo lo que tenga que ver con los israelitas, dejármelo a mí, que fui a la escuela con los doce hijos de Jacob. ¡Nadie me toque en las lenguas que se leen al revés! ¡Todo eso es cosa mía!»
¿Qué ha de decir a eso Catalina, v. gr., que quiso traducir de francés a español una comedia de Feuillet, y la vertió en silba?
A los hebraizantes que se presentaren podría examinarlos con suficiente competencia el doctor García Blanco... si fuese académico. Pero no lo es. Ahí está la gracia. García Blanco, con sus genialidades y todo, sabe hebreo de veras; podrá ver abultada la importancia y la influencia de esa lengua, y creer demasiado en ciertos simbolismos, etc., etc.; pero es innegable que sabe hebreo.

¿Quién se ha acordado de él para hacerle académico? Nadie. No lo es; no lo será. Como no lo es D. Lázaro Bardón que sabe mucho griego, a pesar de todas sus extravagancias. Yo no niego su mérito a los helenistas que hayan trabajado en la última edición del Diccionario, pero puedo asegurar que muchos dislates que han pasado en la materia greco-española, no hubieran ocurrido si Bardón hubiese tomado a su cargo eso.
La mayor parte de los académicos están a oscuras en materia de filología propiamente dicha; ni han estudiado la ciencia del lenguaje como hay que estudiarla para sacar partido de ella en aplicaciones a la gramática y al léxico del idioma nacional, ni conocen las lenguas sabias ni otras muchas que es necesario conocer para meterse en honduras de lingüística. La Academia viene a ser, en asuntos de diccionario, y especialmente de etimologías, lo que sería un jurado popular conociendo en materia de técnica jurídica: un ciempiés.
Esto viene a reconocerlo la misma docta Corporación en el prólogo de su diccionario, cuando declara que su trabajo no puede ser perfecto porque es obra de «muchos con igual señorío.» (Véase el citado prólogo, que por cierto abunda en faltas de gramática y de lógica, y dice varias veces cosa distinta de lo que quiere decir.) Es obra de muchos caballeros, unos entendidos, más o menos, en la materia filológica, y otros ignorantes, pero todos con voz y voto, con igual señorío. Esto es absurdo. Todos sabemos, y no hay para qué andar con tapujos ni hipócritas atenuaciones, todos sabemos cómo se hacen los académicos; que si de tarde en tarde se impone la opinión pública y a regañadientes se admite en la Academia a un Castelar, a un Zorrilla, a un Echegaray (no sin que voten en contra muchos), lo usual es que venza la cábala reaccionaria, o mejor, la cábala de la envidia y del orgullo, y se afecte despreciar a los escritores que el pueblo aclama, diciendo, como aseguran que se dijo tratándose de Galdós: «No queremos que los gacetilleros nos impongan un candidato.» Y ¿a quién se prefiere? Al que no hace sombra, a un poeta de administración subalterna, a un autor silbado, al primero que pasa, al académico de aguas, o al político con ridículas pretensiones de literato, o al intrigante vanidoso, o a un sobrino de su tío... Sea enhorabuena; que hagan lo que quieran, allá ellos; pero que no pretendan que se les haga caso, ni se les tome en serio como padres del idioma. En vano quieren taparnos la boca presentándonos en la lista de los académicos algunos nombres de veras ilustres, porque la mayoría la constituyen las medianías y las nulidades, y además, porque en la tarea que la Academia tomó a su cargo ni esos hombres ilustres tienen autoridad suficiente para hacer callar a los demás ciudadanos que ven y oyen y leen y estudian.
Zorrilla y Martos, verbigracia, son ilustres, admiración de todo el que entiende español; el uno en verso, el otro en prosa, hacen maravillas con la lengua castellana; pero ni Zorrilla ni Martos son filólogos, ni ganas, ni se paran en barras en materia sintáxica, ni se han dedicado al estudio de las fuentes históricas del idioma. Y lo mismo se puede decir de casi todos los académicos que son eminentes literatos, oradores, o lo que sean. ¿Qué sucede con esto? Que las medianías presuntuosas, los pedantes incapaces de crear, se imponen. Yo sé sánscrito, o hebreo, o siriaco, dice un curita, verbigracia; y todos se separan y le dejan pasar, y exclaman: ¡Oh, sabe siriaco! ¡Es claro, jesuita al cabo, o benedictino, o fraile descalzo! Y punto en boca. Al que dijo que sabía siriaco se le encomienda todo lo que huele a cosa oriental, todo lo que se escribe con arabescos, como decía un académico, y llegado el caso, todos votan con él, y cuanto dice se pone en el Diccionario. ¿Y qué resulta? Que la opinión de un Juan Particular, que si hubiese escrito por su cuenta y riesgo, tendría meramente el valor que tuviesen sus argumentos, se convierte en el ukase lingüístico del Estado; porque el Estado hace suyo lo que dicen los académicos, y la Academia da su visto bueno a lo que ha dicho aquel Juan Particular. Y esto no puede pasar en nuestros tiempos. Y no pasa. Estamos en el secreto, y nos reímos. Y nos llaman irreverentes. Pensar que pueden servir hoy instituciones inventadas y aclimatadas por palaciegos de los Borbones franceses, y acogidas por éstos con entusiasmo porque les daban nueva materia para su tiranía, es pensar en lo imposible. Un día, en 1626, se le ocurre a un monsieur Valentín Conrart, consejero y secretario del rey, tertulio del hotel Rambouillet, reunir en su casa, una vez por semana, a unos cuantos literatos, y así se funda la Academia francesa, madre de la nuestra, puesto que ya se sabe que la Academia Española es un galicismo viviente. Los primeros que frecuentan la tertulia literaria de Conrart son Godeau, Gombaud, los Habert, Girey, Serizay y Milleville; como se ve, ningún inmortal verdadero. Más adelante, Richelieu tomó bajo su amparo la invención de Conrart, y ya tenemos fundada la tiranía oficial de la literatura, que ha de ser en lo sucesivo la pretensión invariable de aquella Academia, y de su hija la Española, en cuanto nazca. El cardenal se atribuye el derecho de aprobar los Estatutos de la Academia en 1635, y tras mil vicisitudes que no son del caso, llega la sapiencia cortesana ante los pies del rey Sol, que se digna acoger bajo su planta poderosa a los procuradores, más o menos auténticos, de las Musas. Pellisson ha dicho, al contemplar tantos cambios, que se le figuraba «ver esta isla de Delos de los poetas errante y flotante hasta el nacimiento de su Apolo.» (Su Apolo era Luis XIV.) Luis XIV, en efecto, empezó a mandar en la Academia, como en todas partes, y entre otras cosas, dispuso que todos los académicos fuesen de la misma categoría, es decir, la igualdad de los súbditos ante el sultán: Catalina y Castelar disfrutando del mismo señorío, como dice nuestro Diccionario. Véase si los absurdos vienen de lejos. Demasiado sabéis ¡oh dios de Claros y compañía! para qué sirvió la Academia a poco de creada; pero tal vez lo ignore alguno de estos inmortales de la calle de Valverde. Pues sirvió para que Richelieu, que envidiaba y aborrecía a Corneille, le persiguiese por medio de los sabuesos académicos, echándolos sobre él y sobre sus obras inmortales. Y, en efecto, Scudery, a más de otros, se arrojó sobre el gran poeta y escribió sus Observaciones críticas acerca del Cid; y no contento el Cardenal vengativo, obligó a la Academia a publicar un informe titulado Sentiments de l'Acadèmie sur le Cid, redactado por Chapelain, que ponía como ropa de pascua, en nombre del Gobierno, la obra del trágico eminente...
-¡Oh! ¡Que no fueran éstos aquellos tiempos! gritó interrum-piéndome un académico, adulador de Cánovas, y este país aquél, y nosotros como Scudery y Chapelain, y Cánovas un Richelieu, y el rey de España un Luis XIII, o mejor un Luis XIV. Lo que en son de censura dice este mal gacetillero, iluso foliculario ¡oh Apolo! que has dejado llegar a tu presencia, en son de alabanza lo digo, y amplío, y comento, y parafraseo yo, que deseara ver redivivos aquellos hombres y aquellas costumbres. Añada, añada en buen hora ese cornetín desafinado que Luis XIV hacía a sus palaciegos literatos escoger a los grandes señores de la corte ignorantes y necios, para ocupar los sillones vacantes de la Academia, postergando a los escritores insignes que el rey miraba con malos ojos. Es cierto, y eso honra a la Academia francesa, y a Luis XIV. Verdad es asimismo que todo un Boileau debió el llegar a ser académico, no a sus méritos, pues muchos enemigos tenía, sino a la protección del ilustre rey-sol; y no es menos exacto que Lafontaine no pudo ser nombrado hasta que consiguió el perdón del gran Luis que dijo: «Vous pouvez recevoir incessamment Lefontaine; il a promis d'être sage.» Estas humillaciones del ingenio ante el poder son necesarias para el buen gobierno del Estado y para el orden de las letras; si ahora viniesen Pérez Galdós, y Pereda, y Federico Balart, y Adolfo Camus, y Pi y Margall, y otros, y se prosternasen ante D. Antonio Cánovas ofreciéndole y jurándole ser prudentes, buenos chicos, ¿qué dificultad habría de tener él en dejar que los hiciesen académicos? Ninguna. Porque la envidia sabría disimularla y vencerla, a fuerza de hombre de Estado y de mundo. Sí, Apolo, lo digo muy alto; lo que hace falta es regenerar las letras por medio de la ley marcial, y si no se adoptan medidas draconianas, todo esto se lo lleva la trampa.
-Vamos a ver; proponga usted lo que le parezca más urgente, dijo Apolo, que estaba de buen humor, porque se había acabado mi discurso, contra sus temores.
-Propongo, dijo el académico, que se ahorque a este bicho insurgente que ha tomado aquí, en tu presencia augusta, la defensa del libertinaje literario.
-Bueno, se ahorcará a Clarín, no por eso, sino por la broma de haber estado hablando tanto tiempo después de decir que sería breve. ¡Rayo en él! ¿Y qué más?
-Es preciso descuartizar al Sr. D. Antonio Valbuena, autor del libro «Fe de erratas del Diccionario de la Academia», que se está vendiendo a todo vender en España y en América.
-Se descuartizará al simpático Escalada, o Venancio González, y se quemará su libro, si queda algún ejemplar en las librerías, por mano del verdugo. ¿Qué más?
-También debe perecer de mala muerte el bachiller Francisco de Osuna, que ha publicado un folleto titulado «De academica coecitate,» pretendiendo demostrar que la Academia no sabe hebreo ni otras muchas cosas tocantes a las lenguas... y a las manos, v. gr.: dónde tiene la derecha...
-Morirá como los otros. ¿Qué más?
-Mueran también D. Eduardo Echegaray y D. Antonio Sánchez Pérez, y otros varios que han puesto reparos al Diccionario de la Academia.
-No quedará vivo ninguno de esos que dices. Y ahora, ¿qué más pedís?
-Ahora pedimos a Cañete.
No pudiendo contenerse por más tiempo, gritó Polimnia, que o hablaba o reventaba:
-¡Fuera de aquí turba incivil, espanto de las Musas, ingenios almidonados, sabios hueros! ¡Fuera de aquí, digo, y llevaos en hora buena a vuestro Cañete, que ni está preso, ni lo estuvo, ni sirve para nada donde nosotros estemos. Y decid a los de allá abajo, a los batuecos, que aquí no comulgamos con ruedas de molino, y que la Academia es cosa que nos hace morir de risa, porque todas las diosas y todos los dioses estamos en el ajo; pero no confundáis las especies, ni troquéis los frenos, ni lo echéis todo a barato; que los inmortales verdaderos sabemos distinguir y poner sobre nuestra cabeza a los grandes ingenios, aunque sean académicos; y no creáis que por acá se comete la injusticia de tener en poco a hombres como Castelar, Campoamor, Valera, Núñez de Arce, Tamayo, Menéndez Pelayo, Echegaray, Zorrilla, Alarcón, etc, etc. A éstos se les quiere a pesar de ser académicos, y sabiendo que muchos de ellos lo son por compromiso... Por lo demás, yo pudiera aún ajustaros las cuentas, si no fuera porque Apolo tuerce el gesto y ya ha agotado su paciencia este desventurado Clarín con su discurso largo y desordenado, donde faltó lo principal...
-Señora, usted dispense; pero a mí se me ha destripado el cuento; yo iba pasando mis cabras una a una y me quedaba la mayor parte del rebaño de mis argumentos de este lado del río...
-Pues ¡ira de Dios Trino y Uno! aunque este juramento sea contra mis intereses, que yo no he de tolerar más discursos, y juro por el Olimpo y por todos los montes de la tierra, a fuerza de Apolo, que aquí nadie me ha de hablar ya más de veinte palabras seguidas, palabra más o menos... ¡Ea! Despejen ustedes el comedor o triclinio, o como ustedes quieran llamarlo, señores académicos, y llévense a Cañete, y no parezca por aquí ninguno de ustedes en su vida, ni tampoco por ninguna de mis posesiones de Delos, Claros, etc., etc. Venus, vamos a dar un paseo.
-Conste, me atreví yo a gritar, crinado Febo, que yo no había terminado mi acusación fiscal, y que en el buche no ha de quedárseme, y que a la primera ocasión posible he de encajarla.
-Pues, mira no sea delante de mí, o te hago ahorcar, como lo tengo prometido.
Ganimedes y Mercurio, por orden de Apolo, barrieron los académicos que se mostraban rehacios para marcharse; y lo mismo fue salir ellos, que entrar muertas de risa todo el coro de las sagradas Musas.
Debo advertir que el único académico de los buenos que se había presentado, Tamayo, se había escabullido rato hacía.

 1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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