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jueves, 10 de abril de 2014

El extraño violinista

Erase una vez un extraño violinista, que marchaba a solas por un bosque. Hizo deambular su pensamien­to de aquí para allá, y cuando se hartó de pensar, se dijo para sí: «Estoy aburrido y cansado de este bos­que, haré que venga un compañero.» Tomó el violín que llevaba a la espalda y tocó hasta que su música resonó a través de los árboles. No tardó mucho en aparecer un lobo, que venía corriendo por la espesu­ra. «Vaya, un lobo. No es eso lo que busco», dijo el violinista. Mas el lobo se aproximó y le dijo: «Ah, mi querido violinista, qué bonito es lo que tocas. Tam­bién a mí me gustaría aprender.» «Eso se aprende en seguida», le respondió el violinista, «sólo has de hacer todo lo que yo te ordene». «Oh violinista«, dijo el lobo, «te obedeceré como el discípulo al maestro». El violinista dejó que le acompañara, y cuando hu­bieron andado un trecho de camino en compañía, llegaron a una vieja encina, que estaba hueca por dentro y tenía una hendidura en un lado. «Mira», dijo el violinista, «si quieres aprender a tocar, coloca tus patas delanteras en esta raja». Obedeció el lobo, mas el violinista recogió rápidamente una piedra y de un golpe le acuñó ambas patas de tal suerte que quedó en esa postura como un prisionero. «Quédate espe­rándome, hasta que yo vuelva», le dijo el violinista, y siguió su camino.
Pasado un rato, se volvió a decir: «Estoy aburrido y cansado de este bosque, haré que venga un com­pañero.» Y tomando su violín hizo sonar de nuevo la música en el interior del bosque. No pasó mucho tiempo antes de que apareciera un zorro, que se arrastraba entre los árboles. «Vaya, un zorro», dijo el violinista, «no es eso lo que busco». Acercósele el zorro y le dijo: «Ah, mi querido violinista, qué bonito es eso que tocas. También a mí me gustaría apren­der.» «Eso se aprende en seguida», le respondió el violinista, «sólo has de hacer todo lo que yo te orde­ne». «Oh violinista», respondió el zorro, «te obedeceré como el discípulo al maestro». «Sígueme», dijo el violinista, y cuando hubieron caminado un trecho de camino, llegaron a un sendero a cuyos lados había altos matorrales. Detúvose el violinista, dobló un pequeño avellano en dirección al suelo, y pisó la punta con el pie. Luego hizo lo mismo con un arbolillo del otro lado y dijo: «Bien, zorrito, si quieres apren­der algo, dame tu pata delantera izquierda.» El zorro obedeció, y el violinista le ató la pata al tronco iz­quierdo. «Zorrito», dijo después, «dame ahora la derecha», y la ató al tronco derecho. Cuando hubo comprobado que los nudos de las sogas eran lo bastante fuertes, soltó los troncos y los arbolillos se fueron hacia arriba lanzando al zorrito consigo, de modo que quedó colgado y pataleando en lo alto. «Quédate esperándome, hasta que yo vuelva», dijo el violinista, y siguió su camino.
Nuevamente se dijo: «Estoy aburrido y cansado de este bosque, haré que venga un compañero», tomó su violín y tocó, haciendo que la música resonara por el bosque. Entonces un conejillo se acercó brin­cando. «Vaya, un conejo», dijo el violinista, «no es eso lo que busco». «Ah, mi querido violinista», díjole el conejillo, «qué bonito es lo que tocas. También a mí me gustaría aprender». «Eso se aprende en se­guida», le respondió el violinista, «sólo has de hacer todo lo que yo te ordene». «Oh violinista», replicó el conejillo, «te obedeceré como el discípulo al maes­tro». Caminaron juntos un trecho de camino, hasta que llegaron a un claro del bosque, en el que había un álamo. Atóle el violinista al conejillo una larga cuerda al cuello, cuyo otro extremo sujetó al árbol. «Bien, conejillo, ahora salta veinte veces en torno al árbol», dijo el violinista, y el conejillo obedeció. Cuando lo hubo rodeado veinte veces, la cuerda se había enrollado en veinte vueltas alrededor del tron­co, y el conejillo estaba preso. Podía tirar y forcejear como quisiera, pero sólo hacía que la cuerda se le clavara con mayor fuerza en el suave cuello. «Qué­date esperán-dome, hasta que yo vuelva», dijo el vio­linista, y siguió su camino.
El lobo, entretanto, había estirado, empujado, mor­dido la piedra y luchado hasta que logró liberarse las patas y sacarlas de la hendidura. Lleno de ira y de rabia corrió en persecución del violinista con ánimo de desgarrarle. Cuando el zorro le vio correr, comenzó a gemir y a chillar con todas sus fuerzas: «Hermano lobo, ven en mi ayuda, el violinista me ha engañado.» El lobo bajó los dos arbolitos y, mor­diendo las sogas, puso al zorro en libertad, que con­tinuó con él para vengarse del violinista. Encontraron al conejillo amarrado, que liberaron también, y pro­siguieron la búsqueda de su común enemigo.
El violinista había vuelto a hacer sonar su violín por el camino, y esta vez había tenido más suerte. Los tonos llegaron a oídos de un pobre leñador. Inmediatamente sintió un fuerte impulso a dejar de trabajar. Con el hacha bajo el brazo se acercó para escuchar la música. «Por fin me llega un compañero adecuado», dijo el violinista, «pues es a un hombre a quien busco, y no a animales salvajes». Y comenzó a tocar, y lo hizo con tanta delicadeza y dulzura, que el pobre hombre estaba parado como embrujado, y la alegría le colmaba el corazón. Y cuando estaba en tal postura, llegaron el lobo, el zorro y el conejillo. Bien que se percató de que venían con malas inten­ciones. Así, levantó su brillante hacha y se colocó ante el violinista, como si quisiera decir: «El que quiera acercarse a él, que se cuide, pues tendrá que vérselas conmigo.» Entonces les entró miedo a los animales, que regresaron al bosque corriendo. El vio­linista, en cambio, tocó otra pieza para el hombre en agradecimiento y siguió tras de esto su camino.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038

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