No pudo, por
más que quiso, librarse el dios Esminteo de la compañía de las Musas, las
cuales, entre jarana y bromas de colegialas en asueto, resolvieron merendar en
el campo, en un claro del bosque de Afrodita.
Fue Erato la
que con más calor defendió el proyecto. No estaba fea la Musa de la égloga y
otras canciones, con su sombrerito de paja de Italia inclinado sobre el ojo
derecho. Era alta, garrida, y aunque de encantos algo ajados, como las flores
del sombrero, rodeábale un ambiente de frescura y de olores campestres que
confortaba. Era muy amiga de risitas, carcajadas, saltos y carreras; pero en su
alegría graciosa había de cuando en cuando paradas en falso, repentinas
inquietudes, calderones de melancolía, por decirlo a lo músico. Después de Terpsícore
y de Euterpe, era la Musa que Apolo más quería. La diosa del baile, sentada a
los pies de Venus, estiraba sobre el pavimento una pierna vestida con calzón de
punto color de carne, musculosa y muy bien dibujada. En el rostro de
Terpsícore, moreno y de ojos negros, inocentes y dulces, con fuego a ratos en
las pupilas, no había más expresión que la de la fuerza física, graciosa y
dócil; tenía algo la Musa del hermoso caballo de carrera vencedor de cien
rivales. Febo, de vez en cuando, sonriendo a Venus, se acercaba a sus rodillas,
tomaba en ellas la cabeza de Terpsícore, allí apoyada, y cogiendo por la barba
a la Musa, la hacía mirarle y sonreír también como lo haría un buen perro de
caza, si pudiera. No había en Terpsícore la enfermiza exaltación de Erato que
inquietaba; por eso Apolo amaba más a Terpsícore.
Y gritaba
Erato, algo envidiosilla, viendo a Febo acariciar a su hermana:
-Atención,
atención; fuera mimos y atención al programa: meren-daremos sobre la hierba y
se comerá a la antigua, no como dioses, sino como los hombres que un tiempo
habitaron la inmortal He llas.
A Erato se
la dejó el cuidado de disponer la fiesta vespertina; y como era ya la hora de
la siesta, las Musas se retiraron al gineceo, que no estaba en el piso alto,
diga lo que quiera la Academia; Apolo se fue con Venus no sé adónde, y como
todos se olvidaron de mí, He rmes,
compasivo, me dispuso un lecho en el pórtico sonoro de jaspes bien
pulimentados, como a huésped que era, aunque indigno.
Se durmió la
siesta, y cuando ya la tarde preparaba al sol blando lecho en las lejanas ondas
del mar, cubiertas con edredón de abultadas y esponjosas nubes de púrpura; y
los primeros soplos de la brisa mitigaban el calor estivo, Febo, Afrodita, He rmes y las nueve Musas buscaron en el sagrado
bosquete un claro bien tapizado de flores y menudo césped, y tendiéndose en
corro sobre el campo, distribuidos en platos de oro los ricos manjares,
comenzaron a comer con los dedos, y a beber, en vez de néctar, vino de la
tierra, es decir, Chipre, que Ganimedes extraía de una a manera de bota que
dirían en J erez, pipa pequeña que
allí se llamaba pizos, y estaba
apoyada y un poco hundida en la tierra. Ganimedes sacaba el Chipre del pizos en ánforas de panza muy abultada
que llamaban udria y calpis, y de las ánforas iba a dar el
líquido generoso en las botellas, que se llamaban cotones y bombilios, y
eran como nuestros frascos de viaje; y de tales recipientes, sin intermedio,
caía en las sedientas fauces de los dioses toda aquella humedad bienhechora.
Sólo Polimnia bebía, por ser correcta en todo, en un vaso, en un esquifos
ático. Se comió y bebió mucho, primero en silencio, después entre carcajadas,
gritos y conversación alegre, que jamás consentía Apolo que degenerase en
discurso, ni menos en brindis.
Cuando ya
llegaban a los postres, Apolo se volvió hacia mí, que con permiso de Afrodita y
por encargo de Mercurio había servido de pinche a Erato, directora de aquel
olímpico banquete.
-¡Oh tú,
mísero mortal! dijo el dios: entre tanta maravilla como nuestra presencia te
ofrece, ¿qué es lo que más te pasma y a mayor envidia te provoca?
-Pues lo que
más os envidio es la ausencia de brindis, y lo que menos la ausencia de
cucharas y tenedores; porque no hay cosa más sucia que comer con los dedos, ni
más sana que comer sin discursos.
Riose Apolo,
pidió café y cigarros, apoyó su codo en el regazo de Venus, estiró las
entumecidas piernas, y dijo a Terpsícore que bailase un poco. No se hizo rogar
la Musa, y empezó a hacer cuantas maravillas cabe que se hagan, expresando con
los pies y los saltos y las contorsiones de todo el cuerpo y el ritmo de los
movimientos variados, sensaciones tan poco complicadas como profundamente
humanas. Euterpe, alegrilla, batiendo palmas, acompañaba el baile con polos del
Parnaso que eran de oír; y en tanto las otras Musas disputaban con calor
hablando a un tiempo, mientras He rmes,
borracho o a medios pelos, de bruces sobre el césped, se divertía imitando con
la voz el zumbar del tábano y escarbando con una hierba larga y barbuda las orejas
de Polimnia, a quien el fuego de la polémica no dejaba atención libre para
rascarse o sacudirse.
Erato, un
poco separada de las otras, hablando sola, pues nadie le hacía caso, miraba a
las nacaradas nubes, recostada sobre un montón de hierba fresca que había
segado He rmes con las alas sutiles
del talón de oro; y decía la Musa del sombrero de paja de Italia:
-Digan lo
que quieran, yo soy la poesía más amable, y aunque mis atributos no estén bien
definidos y en esto haya confusiones y disputas, de mi jurisdicción es, sin
duda, el dulce cantar de la naturaleza, donde se mezclan los ayes de los
pastores enamorados, auténticos o no, y los arpegios de las aves con el
bullicio de las hojas que entre sí conversan en el bosque, y con el rumor suave
de la brisa que rueda sobre las mieses y la hierba crecida, inclinando los
tallos en graciosos movimientos...
-¿Eh? ¿Qué
es eso? ¿Quién perora? preguntó Apolo, amostazado, incorporándose.
-Soy yo,
ingrato Apolo; Erato, que hablo conmigo misma, o con las flores, y las nubes, y
las ramas de estos árboles, si quieren escucharme.
Entonces,
metiendo la cucharada, me atreví a decir (después de acercarme con respeto a la
Musa de lo que llaman los pedantes y otras personas poesía lírica, y algunos
¡rayo en ellos! subjetiva), digo que me atreví a decir:
-Erato, pues
con las flores y las nubes y los troncos hablas, no desdeñarás que yo, un
mortal, un hombre, te oiga y hasta responda si quieres.
-¿Hombre,
dijiste? Mírate y pálpate bien, y advierte si eres hombre o literato, que no es
lo mismo.
-Hombre me
soy, amiga mía, y bien seguro estoy de ello, que no pocos años llevo de
aprendizaje en el arte, difícil para quien lee y escribe, de no dejar la
calidad humana para convertirse en puro hombre de letras, que, como ello
mismo dice, no es hombre de carne y hueso. Y porque soy hombre me acerco a ti,
y mientras tus hermanas disputan, prefiero oír lo que tú dices y cómo te
quejas, si tienes de qué, como creo.
-¿Que si
tengo? ¿Que si me quejo? Quéjome del mundo entero, y de tu tierra
singularmente. Yo amo el campo, amo la vida en valles y montes, por sotos y
praderas; pero tu tiempo me olvida, y cuando cree cantar en mis dominios, llora
en otros que no conozco; mira cuál será la tristeza del mundo que yo misma
suspiro, porque ya nadie, o muy pocos, ríen conmigo. De tu siglo se dijo (un
gran poeta sabio lo decía, Humboldt), que había comprendido mejor que siglo
alguno el amor de la naturaleza, su santa poesía; algo habrá habido de esto en
algún caso y en ciertos respectos; pero los poetas que a la naturaleza se
vuelven en estos días, vienen todos picados del romanticismo.
-Divina
mordedura...
-Es un
veneno.
-Es unción.
-¿Tú eres
romántico?
-A mi modo.
Pero aunque no lo fuera; reconozco los bienes que el romanticismo nos trajo.
-Yo también;
mas para mí fueron daño. Erato no se compadece con el lirismo triste, egoísta, que sale al campo a pedir al rocío y a la
aurora que lloren con él...
-¿Pues no
lloraban los pastores y no pedían a los ríos y al mismo cielo lágrimas para
acompañar su llanto?
-Sí pedían y
sí lloraban; mas aquello era otra cosa; no lloraban sino por una ingrata, o por
ausencias, o por muerte de la zagala querida, o por desdenes, o por celos, o
por rivalidades; no lloraban por cansancio de la vida, ni por quejas del hado,
ni por inquietudes misteriosas o recónditas lacerías del ánimo; no hacían
filosofar a la naturaleza, ni siquiera la llamaban así, como yo misma hago
ahora, para que se me entienda. Yo no te niego que haya belleza en la poesía
naturalista de nuestros poetas románticos; pero que no digan que esa belleza la
inspira esta Musa... no; el amor espontáneo, inmediato, inocente y dulce de
bosques, riberas, prados, montes, valles, cuetos y cañadas, vegas y ríos,
ventisqueros y lagos, mar y cielo, alegrías campestres, melancolías de la
tarde, terrores o misterios de la noche, esperanzas de la mañana; todo eso les
falta, y el dolor que vierten sobre la naturaleza como una libación sobre una
víctima, adultera los cantos más hermosos, envenena la tierra con lágrimas.
-No
disputaremos por eso. Pero suponiendo que tengas razón en cuanto a los
románticos, no la tendrás acaso respecto de los poetas modernísimos que de la
naturaleza hablan también. Pensando como tú, muchos de ellos pretenden
desterrar toda emoción... subjetiva (así dicen, aunque está mal dicho) y cantar
el mundo físico por él solo, y tal como es, impersonalmente,
reflejando como en un espejo sus bellezas.
-Sí, sí, ya
conozco también a esos. Tampoco me entienden, aunque se creen de nueva cepa;
por lo que a mí importa son tan románticos como los otros. Son los
naturalistas, los impávidos, los formistas,
los esculturales, los pesimistas, los nirvanistas... ¡Ay, pobre Erato, qué tengo yo que ver con ellos! No
es impasibilidad lo que yo pido, ni que el poeta pretenda mirar las cosas del
mundo con la serenidad de un dios; no necesita el artista dejar de ser hombre,
como se figuran muchos ahora. Además, entre los poetas moder-nísimos que se
creen desligados de la tradición y de la herencia romántica, hay preocupaciones
idealistas, aunque ellos lo nieguen; y ese mismo impersonalismo, y sobre todo
el tecnicismo, la ciencia y el arte descriptivos tomados como objeto inmediato
y único, la transcendencia metafísica que casi siempre late en las obras de
esos autores, sea para blasfemar, o para dudar, o para resignarse, son
elementos extraños a la verdadera poesía natural, según esta Musa la
entiende y la inspira...
-¿Conoces a
Leconte de Lisle, Erato?
-¡Pues no he
de conocerle! Y le estimo y reconozco grandes méritos; allá, en el Parnaso,
tiene muchísima fama; y Apolo, las pocas veces que se digna hablar de estos
asuntos, se hace lenguas del sucesor de Víctor Hugo. ¡Ya lo creo! Pero ¿qué
quieres? Tampoco ese entra en mis reinos sino de tarde en tarde y por muy pocos
momentos. Es muy sabio y es muy pesimista para que pueda servirme a mí. Es de
los que más valen, de los que aman de veras la naturaleza y la sienten y la
entienden; pero la transporta también, como la transportaba la poesía india, a
una especie de pasmosa teogonía panteística, deslumbradora, grandiosa, sublime,
pero triste al cabo... sí, triste. Y por ahí me viene a mí la muerte... es
decir... la muerte no, porque soy inmortal; pero si la agonía, una agonía
eterna: ¿habrá mayor suplicio? -Un día Venus, paseándose con Apolo entre estos
árboles, no sospechando que yo los espiaba, dijo hablando de mí: -Esa chica
está tísica...; y lo dijo sonriendo con desprecio. ¡Si vieras, pobre mortal,
qué tristeza sentí! ¡Una tísica inmortal! Tú no puedes comprender esto... Mi exaltación,
mis alegrías, son tristes, extremadas, sin motivo; este volver de la
imaginación y del deseo al pasado, a un pasado remoto, enterrado para siempre
sin remedio, todo ello nace de mi enfermedad; una tuberculosis espiritual
que me viene de Oriente... acaso... -Maya, la divina Maya, la ilusión suprema
es bella, deslumbra; los poetas hacen alarde de contentarse con su hermosura,
¡pero es ilusión! En otro tiempo, cuando yo reinaba en Occidente, Maya no era
ilusión, ni se hablaba de estas diferencias entre la realidad y el sueño; más
bien se tomaban los sueños por realidad también; de la Mitología habíamos hecho
un mundo real: ahora, con la influencia de Oriente, de la realidad se hace una
mitología... Por eso yo me consumo, porque no puedo vivir de resignación
poética, de misticismo triste y en el fondo ateo; mi reino era la naturaleza
como ser real y sin más transcendencia que su hermosura; las sensaciones que
ella sugiere y los afectos naturales y humildemente humanos entrelazados en las
canciones, como la hiedra al olmo, a la inspiración de la naturaleza misma. ¿Me
entiendes? Yo, a lo menos, te hablo con todos estos términos bárbaros y
aborrecibles, de una abstracción helada, para que me comprendas... y me
compadezcas... Soy una pobre tísica... ahí tienes, y una tísica que no puede
morir. ¡No muero, agonizo eternamente!
Calló la
musa; miró a Febo de soslayo, temerosa de que el dios la reprendiese por sus
lamentaciones; y después de encoger los hombros con gracia y cambiando de tono,
me preguntó, creyendo que mudaba de conversación y en rigor hablando de lo
mismo.
-Y en tu
tierra, ¿tenéis ahora muchos buenos poetas?
-De los que
tú quisieras, ninguno. Buenos de otro modo, muy pocos.
-Ayala ha
muerto, ¿verdad? Algunas poesías de ese algo se acercaban a lo que yo necesito;
pero la sensualidad predominaba demasiado. Su imaginación fresca y original,
espontánea, su pasión cierta y viva, su gusto exquisito en la forma y un
sentido poderoso para escoger lo noble en el idioma, mas un don singular de
abundancia y novedad en la expresión poética, le daban grandes ventajas para
vencer a muchos contemporáneos de los que pretenden ser grandes poetas líricos
con propia inventiva, con fuerza avasalladora...; pero ni insistió Ayala en
cultivar tales facultades, ni trabajó ni estudió bastante. Además, el teatro y
la política le arrastraron por otros caminos. Pero sí, créeme: si hubiera
insistido en la poesía lírica, como decís vosotros, tal vez hubiera sido de los
míos; porque esa misma sensualidad excesiva, con los años se hubiera
modificado, convirtiéndose en parte a otros objetos y acabando en un equilibrio
sano y hermoso. ¿Me entiendes?
-Creo que
algo.
-Por lo
demás, tenéis buenos poetas: ¡ya lo creo! Campoamor... no es de los míos ni con
mucho, ni él lo pretende; pero es grande, ¿quién lo duda? mucho. Yo no soy
injusta. No nos entendemos, pero le admiro. Es de su tiempo. Allá él, buen
provecho.
Calló otra
vez la Musa y se asomar on a sus ojos
dos lágrimas. Y después de un silencio triste, añadió: -También admiro a Núñez
de Arce; pero también ese es de su siglo. Dudas, grandes problemas, ¡puf! ¡Su
siglo! ¡Vaya un regalo! ¿Y tú? ¿También eres de tu siglo?
-Yo no soy
poeta.
-Pero ¿eres
de tu siglo?
-Procuraré
meter la cabeza en el que viene, y si me gusta más que éste, seré del otro.
-¡Quién
sabe, quién sabe si yo!... Mas dicen que la tisis no tiene cura. Pero oye; yo
no te quería hablar de Campoamor ni de Núñez de Arce, ni de Zorrilla... no era
eso; de estos ya sabía yo antes que tú nacieras. Te preguntaba por los nuevos,
por la esperanza. ¿Hay en tu tierra esperanza de poetas nuevos?
-Musa, yo,
según me hago viejo, me voy volviendo al pasado. Mi esperanza son Garcilaso,
Fray Luis de León, éste sobre todos, y otros pocos.
Tembló la
Musa estremecida por un recuerdo.
-¡Luis de
León! Si yo te dijera... Yo viví muchos años enamorada de él, y celosa del
cielo, de vuestro cielo cristiano. Así como hubo un Fernando de He rrera, estúpido doctor que quiso convertir en
religiosas las poesías eróticas de Garcilaso, y donde el cantor de la flor de
Gnido había dicho Salicio, él puso Cristo, yo, por el contrario, convierto para
mi solaz las poesías religiosas de Fray Luis en profanas, y le tengo por uno de
los míos, porque su misticismo es profundamente humano; la tristeza con que mira
hacia el suelo rodeado de tinieblas, no le impide ver y sentir la naturaleza
tal como es ella, con íntima emoción y conciencia de su belleza y de su
realidad. Sí, sí: por multitud de razones que no es del caso explicar ahora, yo
sé que Fray Luis, sin dejar de ser poeta cristiano y bien cristiano, es también
poeta mío, como apenas los hay ahora. ¿Me entiendes?
-Creo que
sí. Por eso yo te decía que mi esperanza está en esos poetas, por lo que a
España toca.
-Es decir,
que no confías en la juventud.
-Nuestra
juventud no es poética.
-Pues fuera
de España sí, hay jóvenes poetas...
-Ya lo sé;
aunque decadentes y poco amigos de tus gustos, fuera de España los hay...; pero
en España no.
-Tal vez
tienen la culpa ésas...
-¿Quién?
-Clío,
Caliope y Polimnia. Tanto se habla entre vosotros de escuelas, de retórica
nueva, de la prosa que mata al verso, de la novela, de la verdad como
inspiración única, del fin educativo del arte naturalista, etc., etc..., tanto
se revuelve todo ese polvo de confusas doctrinas, de pretensiones pedantescas,
que no extraño que la poesía se esconda... ¡Oh! Los tiempos son tristes. Mira
al buen Apolo: ¿no observas con qué displicencia oye hablar del arte? Ha
perdido la fe; no cree en las letras; prefiere a Venus, la hermosura viva; dice
que la mujer hermosa es la poesía natural y perenne...; y entre las Musas
¿cuáles escoge? La música y el baile, Euterpe y Terpsícore, una visionaria y
una idiota ágil y robusta, de piernas de acero y cuerpo de culebra...
Terpsícore, la idea en los pies, y Euterpe, la idea por las nubes. No pensar,
sentir y moverse, eso es lo que Apolo quiere, cansado ya de su inmortalidad
monótona... Y aun a mí me tolera porque dice que soy sencilla; pero esas otras
le apestan.
Calló la
Musa, perdida entre sus melancólicas reflexiones.
Yo reanudé
la conversación, diciendo:
-Musa, sea
lo que quiera del porvenir del arte, por lo que importa a España, yo no creo
que la falta de poetas jóvenes se deba principalmente a las necedades que se
predican contra el lirismo y contra el
verso. Esas tonterías más o menos cubiertas de erudición curiosa, podrían
intimidar o persuadir a un alma pequeña, a un versificador por antojo; mas a un
poeta verdadero, ¿cómo habían de convencerle críticos superficiales ni tosco
vulgo de que la poesía había pasado de moda? Poetas hay en otros países donde
también se predica esa doctrina absurda, que se ríen de ella o protestan
indignados con elocuentes defensas de la poesía, o con poemas hermosos que
prueban más que mil disquisiciones doctas. El mismo Leconte de Lisle, de quien
antes hablábamos, ¡con qué soberano desdén ha venido protestando desde sus
primeros cantos contra ese prosaísmo
invasor que quiere hacer del arte una democracia absurda, un renacimiento
bárbaro que sería un crimen de lesa humanidad! -En España, Erato, no hay poetas
nuevos... porque no los hay; porque no han nacido. Nuestra generación joven es
enclenque, es perezosa, no tiene ideal, no tiene energía; donde más se ve su
debilidad, su caquexia, es en los pruritos nerviosos de rebelión ridícula, de
naturalismo enragé de algunos
infelices. Parece que no vivimos en Europa civilizada... no pensamos en nada de
lo que piensa el mundo intelectual; hemos decretado la libertad de pensar para
abusar del derecho de no pensar nada. ¿Cómo ha de salir de esto una poesía
nueva? ¿Ves ese pesimismo, ese trascendentalismo naturalista, ese orientalismo
panteístico o nihilista, todo lo que antes recordabas tú como contrario a tus
aspiraciones, pero reconociendo que eran fuentes de poesía a su modo? Pues todo
ello lo diera yo por bien venido a España, a reserva de no tomarlo para mí,
personalmente, y con gusto vería aquí extravíos de un Richepin, satanismos de un Baudelaire, preciosismos psicológicos de un Bourget,
quietismos de un Amiel y hasta la
procesión caótica de simbolistas y decadentes; porque en todo eso, entre cien
errores, amaneramientos y extravíos, hay vida, fuerza, cierta sinceridad, y
sobre todo un pensamiento siempre alerta...
Vegeter c'est mourir,
beaucoup penser c'est vivre.
No tenemos poetas
jóvenes, porque no hay jóvenes que tengan nada de particular que decir... en
verso. Para los pocos autores nuevos que tienen un pensamiento y saben sentir
con intensidad y originalidad la vida nueva, basta la forma reposada y
parsimoniosa de la crítica, o a lo sumo la de la novela... El arrebato lírico
no lo siente nadie... Ahí no se llega...
Iba a
interrumpirme Erato, que tenía cara de decir muchas cosas, cuando estalló en el
corro de la otras Musas un gran estrépito, y acudimos a ver lo que era.
Y era que
Clío y Caliope andaban a la greña, algo borrachas, y tuvo Apolo que levantarse
a poner paces y entender en el litigio.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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