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jueves, 10 de abril de 2014

La muchacha sin manos

Erase un molinero que había ido empobreciendo paulatinamente, hasta que ya no le quedaba sino su molino y un gran manzano que se encontraba de­trás. Cierto día en que había ido al bosque a por leña, le salió al paso un hombre anciano, al que nunca había visto, y que le dijo: «¿Para qué te ma­tas aquí cortando leña? Yo te haré rico si me pro­metes lo que hay detrás de tu molino.» «¿Qué otra cosa será sino el manzano?», pensó el molinero, y dijo: «Sí», concediéndoselo por escrito. Este, sin embargo, emitió una risa burlona y dijo: «Dentro de tres años volveré a recoger lo que me pertenece», tras lo cual se alejó. Cuando el molinero llegó a casa, su mujer le salió al paso y le dijo: «Dime, molinero, ¿de dónde proviene toda esta riqueza que hay en nuestra casa? Nadie la ha traído, y no sé cómo ha ocurrido.» Contestó él: «Procede de un hombre des­conocido, que me he encontrado en el bosque. Me ha otorgado grandes tesoros; a cambio, le he entregado por escrito lo que hay detrás del molino. Creo que bien le podemos dar el manzano grande por ello.» «Ay, esposo», dijo, asustada, la mujer, «ése ha sido el Demonio. No se refería al manzano, sino a nuestra hija, que estaba tras el molino barriendo el patio.»
Era la hija del molinero una muchacha hermosa y piadosa, que vivió los tres años en el temor de Dios y sin pecado. Cuando el tiempo hubo transcu­rrido, y llegó el día en que el Mal había de reco­gerla, se lavó hasta quedar inmaculada y trazó con tiza un círculo en torno a sí. El Demonio compareció muy temprano, pero no pudo acercarse a ella. Lleno de ira, le dijo al molinero: «Aleja toda el agua de ella, para que ya no se pueda lavar, ya que si no carezco de poder sobre ella.» El molinero tenía mie­do y lo hizo. A la mañana siguiente el Diablo regresó, mas ella había llorado sobre sus manos y éstas esta­ban completamente limpias. De nuevo fue incapaz de acercarse a ella, y le dijo colérico al molinero: «Cór­tale las manos, si no, no puedo hacer nada contra ella.» El molinero se horrorizó y respondió: «¡Cómo podría cortarle las manos a mi propia hija!» Enton­ces el Mal le amenazó diciendo: «Si no lo haces, serás mío y habrás de venir conmigo.» Asustóse el padre y prometió obedecerle. Fue hacia la muchacha y le dijo: «Hija mía, si no te corto ambas manos, el Demonio me llevará consigo, y, lleno de miedo, he prometido hacerlo. Ayúdame en mis apuros y perdó­name el mal que te causo.» Respondió ella: «Querido padre, haced conmigo lo que queráis, soy vuestra hija.» Y habiendo dicho esto, le ofreció sus manos y dejó que se las cortara. Vino por tercera vez el Demonio. Pero ella había llorado tanto sobre sus medias, que éstas estaban totalmente limpias. Enton­ces él debió ceder. Había perdido todo derecho so­bre ella.
El molinero, sin embargo, le dijo a su hija: «Tan­tos bienes he ganado gracias a ti, que te mantendré mientras vivas como lo más valioso que tenga.» Mas ella respondió: «Aquí no puedo quedarme. Deseo marcharme. Ya encontraré personas misericordiosas que me den lo que necesite.» Y se hizo atar los bra­zos mutilados a la espalda. Al amanecer se puso en camino y anduvo durante todo el día, hasta que se hizo de noche. Llegó entonces a un jardín real, y bajo la luz de la luna descubrió los árboles llenos de frutos, si bien no podía entrar, pues había un foso de agua alrededor. Y como había caminado durante todo el día sin probar bocado, y el hambre la marti­rizaba, pensó: «Ay, si pudiera estar dentro y comer algunas de esas frutas. Si no lo logro, moriré.» En­tonces se arrodilló, invocó a Dios nuestro Señor y rezó. De pronto apareció un ángel, quien cerró una de las compuertas del foso, de tal forma que uno de los canales se secó y ella pudo atravesarlo. Se dirigió entonces al jardín, y el ángel fue con ella. Vio un árbol con frutas, todas peras hermosas, mas estaban contadas. Con la boca fue comiendo una pera del árbol, sólo para saciar el hambre. El jardi­nero lo observó, pero como el ángel estaba presente, sintió miedo y creyó que la muchacha era un es­píritu. Así, se mantuvo callado sin atreverse a gritar o a dirigirse al espíritu. Cuando ella se hubo comido la pera, se alejó, saciada, para esconderse entre los matorrales. El rey a quien pertenecía el jardín se presentó a la mañana siguiente. Contó y se percató de que faltaba una pera, por lo que preguntó al jardinero por su paradero, ya que no la veía a los pies del árbol. Entonces el jardinero le contestó: «Anoche se presentó aquí un espíritu, al que le fal­taban las manos, que se comió una con la boca.» Preguntó el rey: «¿Cómo ha pasado el espíritu a través del agua? ¿Y adónde ha ido, tras comerse la pera?» El jardinero respondió: «Llegó alguien del cielo con un vestido blanco como la nieve, que cerró la compuerta y frenó el agua, para que el espíritu pudiera atravesar el canal. Y como debía de tratarse de un ángel, me asusté y no grité ni pregunté. Tras comerse la pera, el espíritu retrocedió de nuevo.» El rey dijo: «Si todo es como tú dices, me quedaré esta noche vigilando contigo.»
Cuando la oscuridad sobrevino, el rey vino al jar­dín trayendo consigo a un cura, que había de diri­girse al espíritu. Los tres se sentaron bajo un árbol y se mantuvieron alertas. Hacia la media-noche la muchacha salió con cautela del matorral, se acercó al árbol y volvió a comerse una pera con la boca. A su lado estaba un ángel vestido de blanco. Entonces, el cura fue hacia ellos y dijo: «¿Vienes de Dios, o vienes del Mundo? ¿Eres ser humano o espíritu?» Ella respondió: «No soy ningún espíritu, sino una pobre muchacha, abandonada por todos. Sólo Dios me sigue acompañando.» Dijo el rey: «Si todo el mundo te ha abandonado, yo no te he de abandonar.» La cogió y la llevó con él a su palacio real. Como era tan hermosa y tan piadosa, la amó de todo co­razón, hizo que le construyeran unas manos de plata y la tomó como esposa.
Pasado un año, el rey tuvo que marchar de cam­paña. Encomendó la joven reina a su madre y dijo: «Si da a luz, cuidadla bien y escribídmelo en una carta de inmediato.» Pues bien, ella dio a luz un hermoso niño. La anciana madre le escribió en el acto transmitiéndole la buena nueva. El mensajero, empero, paró a descansar junto a un arroyo en mitad del camino, y, como estaba muy cansado del largo viaje, se durmió. Entonces apareció el Demonio, que estaba ansioso por hacerle daño a la piadosa reina, y sustituyó la carta por otra. Decía en ésta que la reina había traído al mundo un monstruo. Cuando el rey leyó la carta, se sobresaltó y entristeció mucho, pero escribió en respuesta que cuidaran bien de la reina hasta su retorno. Regresó el mensajero con la carta, volvió a descansar en el mismo lugar y se durmió otra vez. De nuevo apareció el Demonio y le puso otra carta en el bolsillo. En ella se ordenaba matar a la reina junto con el niño. Mucho se asustó la madre anciana al recibir la carta y, no pudiendo creerlo, volvió a escribir al rey. Mas no recibió otra respuesta, pues el Demonio se encargaba de susti­tuirle las cartas al mensajero. La última carta decía incluso que habrían de conservar como prueba la lengua y los ojos de la reina.
Mas la anciana madre lloró ante la demanda de que fuera vertida sangre inocente, e hizo que de noche fuera traída una cierva, a la que cortó la lengua y los ojos, que guardó. Entonces le dijo a la reina: «No puedo dejar que te maten, tal y como el rey ordena, pero aquí no puedes permanecer más tiempo. Marcha con tu hijo al ancho mundo y no regreses jamás.» Le ató el niño a la espalda y la pobre mujer se alejó con lágrimas en los ojos. Lle­gó hasta un gran bosque salvaje. Allí se puso de rodillas y rezó a Dios. El ángel del Señor se le apareció y la condujo hasta una pequeña casa. En la puerta había un letrero que decía: «Aquí todos habitan en libertad.» Salió de la casita una doncella, blanca como la nieve, que le dijo: «Sed bienvenida, reina», y la condujo al interior. Allí le soltó al pe­queño niño de la espalda y lo puso ante su pecho, para que bebiera. Después lo colocó cuidadosamen­te en una hermosa camita. Entonces la pobre mujer dijo: «¿Cómo es que sabes que soy una reina?» La doncella blanca respondió: «Soy un ángel, enviado por Dios para cuidar de tu hijo y de ti.» Siete años permaneció en la casa, y la misericordia de Dios hizo que le crecieran de nuevo las manos cortadas, por su gran religiosidad.
Volvió el rey finalmente de sus campañas a casa y lo primero que quiso ver fue a su mujer y a su hijo. Entonces la anciana madre comenzó a llorar y le dijo: «Hombre maligno, cómo pudiste escribirme que matara a dos seres inocentes.» Le mostró ambas cartas, falsificadas por el Mal, y prosiguió diciendo: «He hecho lo que me mandaste», mostrándole las pruebas, los ojos y la lengua. Comenzó entonces el rey a llorar más amargamente todavía por su pobre mujer y su hijito. Conmovió a la anciana madre y ésta le dijo: «Tranquilízate, que aún viven. Hice que mataran en secreto a una cierva y tomé de ésta las pruebas. A tu mujer indiqué que marchara, con su hijo atado a la espalda, al ancho mundo, y tuvo que prometerme que no volvería jamás aquí, de tanta cólera que tenías contra ella.» Entonces el rey dijo: «Iré hasta donde dure el azul del cielo, y no comeré ni beberé hasta no haber encontrado a mi querida esposa y a mi hijo, si es que en ese tiempo no sufren percance o mueren de hambre.»
Erró el rey durante siete años, buscando en todos los resquicios de las rocas y en todas las cuevas, mas no la halló y pensó que habría perecido de ham­bre. En todo ese tiempo ni comió ni bebió, mas Dios le mantuvo con vida. Finalmente, fue a parar a un gran bosque y encontró la pequeña casita, con el letrero que decía: «Aquí todos habitan en libertad.» Le salió al paso la doncella blanca, quien le condujo al interior y le dijo: «Sed bienvenido, rey», y le preguntó de dónde venía. El respondió: «Pronto hará siete años que deambulo en busca de mi esposa y de mi hijo, mas no los logro encontrar.» El ángel le ofreció comida y bebida, pero él no lo tomó. Sólo quería descansar un poco. Se echó entonces a dormir y se tapó la cara con una sábana.
Entonces el ángel fue al cuarto donde la reina se encontraba sentada con su hijo, a quien habi­tualmente llamaba Reino de los Dolores, y le dijo: «Ve afuera con tu hijo, tu esposo ha llegado.» Ella entonces dijo: «Reino de los Dolores, recoge la sába­na de tu padre y vuelve a taparle la cara.» El niño la recogió y cubrió de nuevo su rostro. Oyó esto el rey entre sueños y dejó caer la sábana otra vez. Enton­ces el niño se impacientó y dijo: «Madre querida, ¿cómo voy a taparle la cara a mi padre? ¡Si no tengo padre en este mundo! Tú me has dicho que mi pa­dre estaba en el cielo, ¿de qué voy a conocer a un hombre de aspecto tan salvaje? Este no es mi pa­dre.» Cuando el rey oyó esto, se incorporó y le preguntó a ella quién era. Ella dijo: «Soy tu esposa, y éste es tu hijo Reino de los Dolores.» Y él vislum­bró sus manos vivas y dijo: «Mi esposa tenía manos de plata.» Respondió ella: «Dios misericordioso ha hecho que me crecieran mis manos naturales.» Y el ángel fue al cuarto, trajo las manos de plata y se las mostró. Sólo entonces supo con certeza que eran su querida esposa y su querido hijo, y los besó, contento, diciendo: «Se me quita del corazón un peso enorme.» Los reunió el ángel del Señor todavía para una comida, y luego regresaron a casa con la anciana madre. Reinó entonces gran alegría por do­quier, y el rey y la reina volvieron a celebrar ma­trimonio, y vivieron felices hasta el piadoso fin de sus días.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038

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