¡Él era! Radiante como debió de
estar César después de pasar el Rubicón; desafiando al mundo entero con una
mirada de... no se puede decir de águila, porque si a la de algún volátil tiene
que parecerse la mirada de don Casto, será a la de la codorniz sencilla. Don
Casto iba decidido a vencer, a no dejarse dominar por la excesiva parsimonia
económica de doña Petra, su dulce pero demasiado cominera esposa.
Avecilla expuso su atrevido
proyecto en pocas palabras, sin andarse con circunloquios. Pepita abrió
unos ojos como puños; su madre una boca como quinientos ojos de Pepita.
Don Casto repetía lo de la cana al
aire y se adelantaba a todas las objeciones.
-¡Se me dirá que el teatro no
educa! Pues yo digo que sí. Educa relativa-mente y se detuvo un momento,
procurando acordarse de un latín que él había oído usar en casos análogos. Secundum quid, era lo que quería decir.
-Casto, mejor sería que guardáramos esos cuartos para reunir el traje de
franela que te ha recomendado el médico; mira que el invierno se echa encima...
Don Casto tembló del frío que le dio acordarse del reuma y del invierno.
-No niego yo la importancia del
abrigo -replicó, pero el espíritu también necesita su refrigerio; tú no sabes,
Petra, y eso explica tu incalificable tenacidad, que así como hay ciencias que
se llaman físico-matemáticas, otras existen con el nombre de político-morales.
-¿Y qué tenemos con eso, Avecilla?
-Tenemos que Pepita se compone,
como todo ser racional y libre, de alma y cuerpo, y se pasa el santo día y gran
parte de la noche igualmente santa,
consagrada a las tareas propias de su sexo, que más embrutecen que
elevan el espíritu; es necesario que, de vez en cuando, dé reposo al cuerpo y
trabajo al alma, con la contemplación de lo bello, lo bueno y lo verdadero.
Doña Petra estaba muy acostumbrada
a no entender palabra de cuanto decía su querido esposo; pero lejos de burlarse
de estos discursos, creía firmemente que a ellos debía don Casto la
conservación de su destino a través de todos los ministerios y formas de
gobierno. Aquella garrulería incomprensible representaba a los ojos y a los
oídos de doña Petra el pan de cada día; creía con fe ciega que tales sentencias
y palabrotas eran la ordinaria tarea de su marido en la oficina de pastos.
Preciso es confesar que don Casto en ninguna parte como en su casa abusaba de
las palabras compuestas, del tecnicismo que no entendía y de las citas
inoportunas; recreábale la música de sus párrafos y:
-¡Aquí que no peco! -pensaba,
disparatando en el hogar doméstico
más graciosamente que en la plaza pública
y sin trabas ni cortapisas.
Pepita que saltaba en su silla de
costura, deseando apoyar la resolución de su padre, se contuvo ante el
argumento de la franela. ¡El pobre viejo necesita tanto aquel abrigo! En cambio
su madre comenzó a rendirse ante la consideración de que Pepita tenía alma y
cuerpo y todo lo demás que había dicho el sabio. La madre miró a la hija, con
los ojos llenos de lágrimas. ¡Si sabría ella cuál era la pasión de Pepa! No en
balde tenía la niña un padre tan
fantástico. Lo que a él se le iba en imaginar máquinas administrativas,
fábricas de gobernar al vapor, la niña empleábalo en crear poéticas figuras y
sucesos de inverosímil grandeza. Poco había leído porque le faltaba tiempo;
pero de restos de personajes y de intrigas que en malos libros recogiera, iba
formando todo en su rica y sana fantasía que inspiraba un corazón tierno y
ardiente en el amor de lo que llamaría don Casto lo bueno, lo bello y lo
verdadero.
Doña Petra no tenía fantasía.
-Los de mi tierra (una de las Cinco
villas), no son imaginativos, -decía
ella; pero respetaba el sagrado fuego que ardía en los dos seres que más amaba.
Nunca había engañado a su marido; mas tenía un secreto deseo que por nada de
este mundo le hubiera revelado: volver a ver las figuras de cera. Todos los
teatros de la tierra daba ella por el placer de contemplar aquellos hombres que
parecían de carne y hueso y eran de la materia misma con que ella suavizaba el
hilo. En el teatro los hombres eran hombres efectivamente ¡vaya una gracia!, el
caso era parecerlo y no serlo. El encanto del engaño, de la imitación de lo
humano, era el único placer estético que comprendía doña Josefa. Aunque ella
oculte el deseo de que hablo, porque sabe que a su marido le parece indigno de
la esposa de un Avecilla, bien recuerda don Casto el placer intenso que
experimentó Petra en Zaragoza durante las ferias de la Pilarica , contemplando la
exposición de figuras de movimiento de Mr. Brunetière.
-Ya se sabe -exclamó el esposo,
para ti no hay comedia, drama, ni tragedia que valga lo que uno de esos cuadros
de la cerámica -así llamaba don Casto
al arte que encantaba a su esposa-. Comprendo que guste la escultura... pero
¡la cerámica!
-¿Pues qué mejor escultura que las
figuras de cera? -se atrevió a replicar la buena señora.
-¡Profanación! -Las estatuas, vamos
a ver, ¿no quieren imitar a las personas? Pues las personas no andan en cueros
vivos, por poca vergüenza que tengan, ni con esas ropas menores ceñidas al
cuerpo. Si alguna estatua me gusta es la de Mendizábal.
-¡Ilustre patricio y estatua
detestable! -exclamó el marido.
-Pues esa, a lo menos, tiene capa,
como se usan y no un camisón de once varas. Pero mejor están las figuras de
cera que traen ropa como las personas; vamos, de tela y de paño y a la moda del
día. Pues ¿y la color?, ¿y los ojos?, y ¿qué me dices de aquellas que alientan
y se quejan como cristianos? ¿No te acuerdas de la madre de Cabrera en la
prisión?, ¡qué lágrimas vertía la pobrecita! ¿Y aquel oficial moribundo?, ¡qué
estertor aquel!, así se mueren las personas de verdad; dímelo tú a mí...
-Pues ¿y el czar cayendo más muerto
que vivo de su coche?, ¿y aquel señor chiquitín que se llamaba el señor Tres o
Tries?... -Thiers, Josefa, el gran repúblico. -Pues ese. ¿Y el papa Pío IX dándole
la mano al que hay ahora y los dos risueños como ángeles? -Basta, basta...
Recuerdo, sí, recuerdo todas aquellas ignominias del arte -y volviéndose a la
hija continúa:- Figúrate, hija mía; anacronismo sobre anacronismo (Pepita no
sabía lo que era esto); un tutunvulutum
(totum revolutum), un vademecum (pandemonium) una caja de Pandorga (Pandora), en suma... Allí vi
¡horror!, a don Alfonso XII, al poder moderador, vestido de capitán general,
con su difunta esposa Mercedes, del brazo derecho y la reina Cristina del
izquierdo, ambas en traje de boda. ¡Bigamia espantosa, cuyo ejemplo hubiera
bastado para desmoralizar toda la administración!... Después Rita Luna
codeándose con Julio Fabre, el Empecinado mano a mano con la Emperatriz Eugenia ,
Mariana Pineda, a partir un piñón con el obispo Caixal... y por último,
Calderón de la Barca ,
con un libro encarnado entre las manos, un libro, hija mía, titulado, bien lo
recuerdo, Voyage sur les glaces (como
suena)... En fin, Petra, tú estás dispensada de tener ideas estéticas. Vamos al
teatro.
Vencidos los últimos escrúpulos,
más económicos que estéticos de la digna esposa, aquella honrada familia
procedió a los preparativos de la extraordinaria fiesta. Era preciso cenar
artes de salir; después hacer el tocado, como con gran afectación decía don
Casto, cuyo proteccionismo se extendía al idioma.
-¡Yo no uso galicismos! -gritaba
ardiendo en la pura llama del patriotismo gramatical. Y era verdad que no los
usaba a sabiendas, que es el único modo de usarlos que consiente la gramática
de la Academia.
Lo más interesante que sucedió
aquella noche en casa de Avecilla fue el tocado
de Pepita. Lector, si eres observador y, además, tienes un poco de corazón,
alguna vez te habrá enternecido espectáculo semejante.
¿Cómo se compone y emperejila, si
don Casto permite la palabra, la hija de un pobre, en la ocasión solemne y
extraordinaria de ir al teatro? Veamos esto.
El tocador de Pepita era muy
sencillo, tal vez demasiado: un espejo de marco negro colgado de un clavo en la pared. Su luna recordaba
un día de borrasca en el mar por lo profundas que eran las ondulaciones
aparentes de la
superficie. Pepita se veía allí en zig-zags, pero
acostumbrada ya a ello, mediante una rectificación que su fantasía acertaba a
imaginar en un instante, la niña se servía de aquel mueble cual si fuese
hermosa luna de Venecia. Debajo del espejo había un costurero antiguo con un
agujero grande en el medio, obra de la industria casera; en aquel agujero se
colocaba la palangana de barro pintado. Sobre el costurero había un acerico de
terciopelo carmesí muy raído, unas flores de trapo procedentes de algún
ramillete de confitería, varios frascos vacíos y algunos peines muy limpios.
Pepita acaba de peinarse; como ya
es de noche, ha encendido una vela de sebo y ensaya distancias entre la luz y
el espejo, la cabeza y la luz, para poder contemplarse. Está satisfecha. La
verdad es que en el espejo parece un monstruo; se ven unos ojos muy estirados
de arriba abajo, una frente deprimida y un moño que parece un monte; pero
Pepita no ve eso, ve la Pepita que lleva en la cabeza, la que ha visto en los
espejos de las tiendas, y esa es bonita y de facciones correctas. Valga esta
vez la verdad, no es tan bonita como ella se lo figura, no por vanidad, sino
por optimismo que nace del alegrón que le ha dado su padre. ¡Ir al teatro!
¡Para Pepita el teatro es una cosa tan distinta de lo demás del mundo! ¡Cuánto
más hermoso! Pocas veces lo ha visto, pero ni el pormenor menos digno de
recuerdo se le ha escapado de la memoria. ¡Si este pícaro mundo fuese como el
teatro o parecido siquiera! Allí los amantes son apasionados, tiernos,
caballeros y leales; ella no ha tenido más que un novio, pero hubo de darle
calabazas, porque el papá decía que era un holgazán, que nunca podría sustentar
una familia. ¡Oh vergüenza! ¡Un novio a quien es preciso dejar porque no tiene
pan que dar a su mujer! En el teatro también los novios son pobres a veces,
pero en tales casos la novia respectiva resulta princesa, y ella lo paga todo,
y otras veces es el novio el que sale siendo hijo de un banquero riquísimo,
algo tacaño y severo, pero que al fin se ablanda y todos quedan contentos. Y en
último caso, si el trance no tiene arreglo -Pepita prefiere que lo tenga-, el
amante se desespera, y se muere o se mata, y aunque esto es una atrocidad, un
pecado muy grande, ello prueba mucho amor. Pues, ¿y las comidas del teatro?
¡Qué lujosa mesa! ¡Cuántas damas y señores! ¡Qué de criados con librea! ¡Qué
ramos de flores sobre la mesa! y ¡cuántos vinos exquisitos! Pepita nunca ha
comido mejor que en su casa. ¡Oh, el teatro es una ventana por donde se ve
desde la triste vida las alegrías del cielo! Pues, ¿dónde dejamos aquel hablar
en versos tan bonitos, sin que falte nunca la copla? (el consonante). ¡Y qué
bien recitan todos, hasta los graciosos más zafios!... Pepita se vuelve loca de
alegría sólo con pensar en lo que se va a divertir.
Una vez decidido que se va al
teatro cueste lo que cueste (y costará poco), Pepita ya no se contiene; canta,
habla deprisa, casi llora de entusiasmo, dice mil tonterías... ¡está la pobre
tan nerviosilla! Desde la alcoba donde se está mudando las enaguas y toda la
ropa interior, habla con su padre, que se pasea muy satisfecho por la salita
única de la casa. En
la otra alcoba, la del matrimonio, la Sra. de Avecilla se está mudando el traje
también, y al mismo tiempo reza las oraciones de su devoción, segura de que al
volver del teatro el sueño no le dejará concluir ni un Padre nuestro.
-Papá -grita la joven, ¿a qué
teatro vamos? -Eso lo pensaremos, hija mía; es necesario saber distinguir de
arte y arte; y, como yo decía hoy en la oficina a aquellos señores, el teatro
puede moralizar, sí, señor, puede moralizar y puede desmoralizar; de modo, que
lo pensaremos.
-Papá, ¿llevarás la corbata que no
has estrenado, por supuesto? -Sí, hija mía, por más que te confieso que todavía
no he comprendido bien el mecanismo de la tal corbatita. Cuando la compraste en
la esquina del Principal, ¿no te dijeron cómo se ponía?
-Sí, papá; verás, yo misma te la
pondré.
Y Pepita sale con la corbata de su
padre entre manos.
Don Casto contempla a su hija con
cierta melancolía.
-Mi hija -piensa, está más bonita
cuando no viste sus galas. Ese abrigo, ese maldito abrigo me la desfigura.
Y es verdad, Pepita no viste bien
la ropa mala. Es posible que si entregaran su cuerpo bonito a una buena
modista, hiciera con él maravillas, pero la muchacha, que se pone tan pocas
veces el vestido bueno (el más viejo porque no se usa nunca), semeja una
lugareña mal pergeñada con los trapos de cristianar. Hasta el peinado parece
mal, afectado, estirado, relamido. La
poca práctica no la permite ser hábil en su tocado, y tarda en peinarse y se
soba demasiado; está muy colorada y tiene un poco untada la frente de no sé
qué, pero ello es que tiene reflejos nada agradables: no es aquella la Pepita
de todos los días, y bien lo conoce su padre; pero se guarda de comunicar su
pensamiento.
La niña se cree más guapa que
nunca, o acaso no piensa en tal cosa: piensa en el teatro. La corbata de plastrón ya está puesta. Don Casto se ha
quitado el ruso, la americana y el chaleco, y con el cuello estirado, mordiendo
con el labio superior el inferior, como si pretendiese estirar la piel y evitar
un pellizco del resorte de la corbata que, francamente, le ahoga, permite que
Pepita medio le sofoque con el pretexto fútil de engalanarle. Don Casto no se
ha dado cuenta del procedimiento; para él es un misterio cómo se ponen esas
corbatas, que entran y salen tantas veces en unos ganchos que tienen, no sabe
él dónde.
-Pues, sí, hija mía, el teatro
moraliza, pero es necesario saber elegir. El can-can perdió a París, perdió a
Francia; en cambio, ¿sabes quién ganó a Sedán?
-Los alemanes -dice Pepita.
-¡De ninguna manera!
-¿Pues quién?
-El maestro de escuela -dice la mamá
saliendo de la alcoba.
-¿Cómo sabes tú eso? -pregunta
Avecilla asombrado.
-¡Toma, porque te lo he oído decir
cien veces! -Los franceses se lo tienen merecido. Ellos han corrompido la Europa latina... Por
ejemplo: estas corbatas, ¿quién las ha inventado sino ellos?
Don Casto está irritado; aquella
prenda de importación francesa le da
tormento.
Al fin salen de casa.
-¿Adónde vamos? -pregunta la mamá.
-¿Quieres que vayamos al Español?
-¿Qué representan allí?
-El pelo de la
dehesa... Comedia culta; yo la he leído... y ahora que recuerdo, tú,
niña (habla con su mujer), haz memoria, ¿no te acuerdas de que la vimos en
Zaragoza?
-¡Ah, sí! Es aquella comedia tan
larga y tan pesada, donde todo el tiempo se están los cómicos en una
habitación, y pasa un acto, y nada, la misma habitación... ¡Reniego de ella!
-Sí, verdad es que renegaste y me
hiciste abandonar el teatro antes del cuarto acto.
-Pues claro; cuando una es pobre y
se divierte pocas veces, quiere divertirse de veras. Mira tú, que para ver no
más que una sala y un señor de pueblo, una especie de baturro... y precisamente
en Zaragoza... ya ves, eso es muy aburrido.
-Pues, bien; da tu voto, mujer.
-Yo opino... que vayamos a la
Zarzuela.
-¡Ay, sí, sí, a la Zarzuela, papá!
-exclama Pepita.
Don Casto se detiene. Siente
decírselo a su señora e hija, siente contrariarlas pero... lo dice al fin, con
tono solemne y misterioso:
-¡La Zarzuela es un género híbrido!
Pepita no insiste. Su papá es para
ella una autoridad; no sabe lo que significa híbrido, pero no debe de ser cosa
buena.
La digna esposa de Avecilla
exclama:
-Entonces, no digo nada; lo primero
es que a la chica no la abran los ojos con picardías...
Sin embargo, en su fuero interno,
la austera dama protesta, porque ella ha visto muchas zarzuelas que no eran híbridas, sino muy inocentes y
morales... Poco después, piensa:
-Eso de híbrido, acaso signifique
otra cosa.
-¿Quieres que vayamos a la ópera,
papá? Allí hay muy bonitas decoraciones y eso le gustará a mamá.
-Te diré, Pepita: la ópera no es
híbrida, pero... ya sabes cuál es mi sistema económico; soy libre-cambista como
gobierno, en mi entidad Estado, pues ya sabes que todos formamos parte
intrínseca del Estado, pero en cuanto particular, creo deber mío consumir
productos nacionales; el arte es producto, luego yo debo proteger el arte
nacional, y en la ópera cantan en italiano.
-Y lo peor es que no se entiende
-observó la digna esposa.
-Y además, ahora recuerdo que está
cerrado el Real -concluyó Pepita.
-¿Qué les parece a ustedes de irnos
a los caballitos, a Price? -propuso la madre.
-Eso no es arte, es decir, no es
arte bella.
-A mí no me gustan los títeres, yo
quiero teatro.
-Pero el teatro... el teatro... ¡Si
no hay ninguno que os agrade!
-A mí, todos, madre.
-Pero tu padre no acaba de
decidirse.
Estaban en la Puerta del Sol; el
reloj del Principal señalaba las nueve en punto.
-¿En qué quedamos, papá?
El entusiasmo artístico de don
Casto se había enfriado un poco. Al valor de gastarse doce o veinte reales,
protegiendo el arte nacional, había sucedido en su espíritu una serie de
reflexiones relativas a las ventajas del ahorro en las clases pobres.
Mientras su hija decía que era
tarde y que ya no se llegaría a ningún teatro serio a buena hora, Avecilla
recordaba lo que había oído y leído de las excelencias del interés compuesto de
las cajas de ahorro, de lo que llega a ser el óbolo del pobre en una de estas instituciones benéficas que hay en
el extranjero.
-Después de todo, hija mía, el arte
está perdido.
La señora de Avecilla notó la
reacción que experimentaba su amante esposo, y quiso aprovecharla en bien de la
economía doméstica, asegurando que, en efecto, estaba perdido el arte, y
añadiendo:
-¿Vamos un rato hacia la feria?
-¿A qué feria, mamá, a estas horas?
Era el año en que el ayuntamiento
de Madrid procuró atraer a la capital toda la riqueza de España, haciendo en el
Prado una feria digna de Pozuelo de Alarcón.
Más arriba del Prado, entre el Dos
de Mayo y el Retiro, habían sentado sus reales una multitud de artistas errantes,
de esos que van de pueblo en pueblo y de gente en gente, enseñando monstruos de
la fauna terrestre a la asombrada humanidad. Una ciudad de barracas se había
plantado a las puertas del Retiro. Don Casto lo sabía, y aprobando el proyecto
de su esposa, dirigió sus pasos y los de su familia a la feria de maravillas
zoológicas.
-¿Pero qué, ya no se va al teatro?
-preguntó tímidamente Pepita.
-A la vuelta de la feria, veremos
una pieza en Variedades o en Eslava... todo es arte. Pero antes vamos a ver si
tu madre satisface esa curiosidad que siente ante lo fenomenal y supra... y
supra... En fin, vamos a ver la mujer
gorda.
El matrimonio, sin decirse nada, se
había puesto de acuerdo para gastar poco. Buscaban sofismas que les sugería el
espíritu del ahorro, para conciliar las altas aspiraciones estéticas de la familia Avecilla
con la parsimonia en los gastos extraordinarios, como pensaba don Casto.
Llegaron a las barracas. Pasaron
sin manifestar la menor curiosidad delante de la casa de fieras, en que se enseñaba
un tigre de Bengala, un oso blanco algo rubio, y dos lobos. En vano, en otro de
aquellos cajones de madera, gritaba el hombre de las serpientes; y hasta se oyó
con indiferencia el pregón de la ternera con dos cabezas. Algo llamó la
atención de la señora de Avecilla; una voz que exclamaba:
-¡Aquí, aquí, a la mona que da de
mamar a un gato vivo!...
Pero la mirada imperiosa de don
Casto, que iba un poco avergonzado, hizo que el deseo de su señora muriese al
nacer.
Siguieron adelante. Por fin, entre
rojas teas, que arrojaban al espacio ondulantes columnas de humo pestífero, la
señora de Avecilla vio en un gran lienzo pintado una arrogante figura de mujer
con barbas, la cual, castamente, cultivando el arte por el arte, enseñaba al
ilustrado público una arrogante pantorrilla, ceñida de una liga en que pudo
leer don Casto difícilmente: Honni soit
qui mal y pense. Había leído en voz alta, y el público indocto que rodeaba
la barraca (soldados y paletos, mozuelas y pillastres), se acercaron para oír
la traducción que iba a hacer de la misteriosa inscripción aquel señor tan
estirado.
-¿Qué significa eso, Casto? -le
preguntó su esposa muy hueca, facilitándole la ocasión de lucirse en público.
La buena señora creía que su esposo
sabía, por adivinación, todas las lenguas, incluso el griego, idioma a que sin
duda pertenecía aquel letrero. D. Casto se puso muy colorado y metió tres dedos
entre la corbata, que le ahogaba, y la nuez.
-Eso -dijo por fin- es... una
divisa que... que... que habréis visto en los forros de los sombreros... No
tiene traducción literal... pero está en inglés... de eso estoy seguro.
El redoble de un tambor cubrió su
voz, como la de Luis XVI
en el cadalso.
Desde una doble escalera de mano,
de pie en el más alto peldaño, un charlatán, cubierto de larguísima camisa que
llegaba al suelo, comenzó a predicar la buena nueva de Mademoiselle Ida, la señorita gigante de Maryland, en los Estados Unidos de l'Amérique.
El hombre de la escalera, después
de contar la historia de nuestra mujer gorda, se atribuyó su personalidad, y
para acreditarla decía:
-¡Señores, aquí tienen la gran
camisa y las fenomenales medias!
Y por medias enseñaba dos grandes
sacos por donde metía la cabeza.
Después le echaron desde abajo una
almohada de regular tamaño, y con ella quiso imitar las turgencias más
apreciables y escultóricas de la mujer gorda.
-¡Oiga V., caballero! -gritó, al
llegar aquí, D. Casto Avecilla, colorado como una amapola, tanto por el rubor
cuanto por el apretón que le daba la corbata, que le estaba degollando. ¡Oiga
V., caballero, delante de mi hija no se hacen esas indecencias, y esto es
engañar al público, que tiene derecho a que se le indemnice!...
En aquel momento se acordó de que
nada le había costado el espectáculo, que era al aire libre y sin entrada, en
medio de la feria.
-Pardon, monsieur, mais nous sommes ici chez
nous, s'il vous plaît, -dijo el de la camisa, en francés, con acento
catalán.
-Si no le gusta la función puede
usted marcharse -dijo un soldado cuyas castas orejas no lastimaban aquellas
alegorías pornográficas.
Avecilla replicó:
-Y sí, señor, que me marcharé; y si
la autoridad fuese en todo como en lo que yo me sé, si el Estado tuviese sus
representantes en todas partes, esto no pasaría, no, señor; esto es
desmoralizar al pueblo, al pobre pueblo, que no puede permitirse el lujo...
-¡Fuera, fuera! ¡Que baile D.
Quijote! -gritó la chusma por cuya moralidad volvía angustiado Avecilla.
Pepita había vuelto la cara con
asco y sin remilgos; en el rostro de doña Petra había una sonrisa triste y
amarga, pues en el fondo se reconocía culpable. Por codicia, esa codicia del pobre que se parece tanto a una virtud, no
había querido ir a un teatro de los caros, y así había llegado, en su afán de
economía, hasta a contentarse con el espectáculo gratuito... ¡Y el espectáculo
gratuito era un hombre en camisa de once varas, imitando lúbricos movimientos y
formas abultadas de mujer gorda y desnuda...!
Ausentose de aquel sitio la honrada
familia, y a los pocos pasos vio D. Casto en otro barracón un letrero que
decía: «La verdadera mujer gorda, no
confundirla con la de enfrente. Entrada, quince céntimos personas mayores.
Niños y militares, perro chico». D. Casto consultó a su dignísima esposa con la mirada. Ello había
que cumplir a Pepita lo ofrecido, un recreo para el espíritu, para la
imaginación de la muchacha sobre todo... y aquel que se ofrecía delante de los
ojos era barato... La verdadera mujer
gorda.
Valga la verdad, el mismo
matrimonio tenía ardientes deseos de ver un fenómeno. Entraron, pues, no sin
dejar a la puerta cuarenta y cinco céntimos. La mujer gorda, vestida de pastora
de los Alpes, estaba sobre el tablado, que tanto tenía de escenario como de
nacimiento; en el fondo había una decoración de paisaje alpestre, cuyas
montañas más altas llegaban a la mujer gorda (Mlle. Goguenard) a las rodillas.
Estaba sentada en una silla de paja, y en la mano derecha tenía, en vez de
cayado, una enorme tranca; la mano izquierda acariciaba en aquel momento una
barba de macho cabrío que descendía por las turgencias hirsutas que revelaban
de manera indudable la autenticidad del sexo.
Las candilejas de pestífero aceite
estaban a media luz; el público llegaba poco a poco, y en pie todos, en
semicírculo, se colocaban cerca del escenario con religioso silencio.
Predominaba aquí también el elemento militar, y no faltaban cinco o seis
muchachuelas de la hez del pueblo, andrajosas, que procuraban vestir sus
harapos con la rigidez manolesca, y que reían y cuchicheaban y se decían al
oído mil picardías que les inspiraba la presencia del monstruo.
Mlle. Goguenard hablaba en francés
con una mujer de la barraca inmediata que iba a visitarla de vez en cuando.
Decía, pero no lo entendía el público, ni el mismo don Casto, que el oficio era
horroroso y que ya estaba cansada de aquella estupidez. Las miradas que
repartía por la asamblea eran de desprecio y de cólera.
-¡C'est bête! ¡C'est bête! -repetía la mujer gorda, y gruñía
moviendo la feísima cabeza.
En tanto D. Casto, en voz baja,
daba explicaciones a su familia, que le escuchaba, olvidada ya la vergüenza de
la barraca de las falsificaciones, con ojos llenos de curiosidad, una
curiosidad pura-mente científica. Doña Petra presentaba a su marido las más
difíciles cuestiones fisiológicas y etnográficas, segura de que Avecilla lo
sabía todo. Era su creencia fija: su esposo estaba al cabo de la calle de
cuanto se puede saber en este mundo, y la tenía indignada que todo esto no
bastara para lograr un mal ascenso en Pastos.
-Pues bien -decía D. Casto, los
gigantes van desapareciendo poco a poco; pero hubo un tiempo en que ellos
dominaban y tenían al mundo entero en un puño. La historia registra varios
gigantes célebres, por ejemplo, Goliat, Gargantúa...
-Y el gigante chino -se atrevió a
decir Pepita, interrogando con la mirada.
-Y el gigante chino -repitió su
padre, que no recordaba más gigantes registrados por la historia.
-Pero esta no es gigante -objetó
doña Petra, cuyo buen sentido, sin querer ella, presentaba argumentos
invencibles a la sabiduría de su esposo.
-Distingo, señora mía, distingo
-dijo D. Casto. No es gigante en sentido longitudinal; pero has de saber,
esposa mía, de aquí en adelante, que hay tres dimensiones: longitud o largo,
latitud o ancho, y profundidad o grueso... pero grueso vale tanto como gordo,
luego esa señora es gigante en sentido lato, o mejor diré, en cuanto a la
gordura o profundidad.
Esta vez triunfó el amo de la casa
por completo.
-¡Y pensar que a este hombre no le
llega el sueldo al último día del mes! -se dijo a sí misma doña Petra suspirando.
Un redoble de tambor que resonó
fuera anunció al público que empezaba la exposición.
-Cuarenta y ocho veces me he ensenado al ilustrado público -dijo
la mujer gorda a su amiga. Y después de dar al aire un suspiro, acercó la silla
a las candilejas y comenzó su relato en un mal español y con voz ronca y gesto
displicente.
La familia de Avecilla se había
colocado en primera fila, y como don Casto era a todas luces la persona de más
representación y más estatura de las del teatro, a él se dirigían las miradas y
las palabras de la
Goguenard. Doña Petra sintió un asomo de celos. Atribuyó
aquella predilección al aire de salud de su marido.
La relación de la mujer gorda era
muy sencilla. No había en ella, como en la del farsante de marras, asomo de lubricidad;
se trataba la cuestión de sus buenas carnes desde un punto de vista puramente
antropológico. Don Casto así lo comprendió, prestándose gustoso a ser el Santo
Tomás de la reunión, es decir, el testimonio vivo del concurso, mediante el
sentido del tacto.
-Señores, esta pantorrilla -y
levantando la falda de color de rosa y las enaguas mostró una mole cilíndrica
de carne que se trans-parentaba bajo media de seda calada, esta pantorrilla ha
llamado la atención de las dos Américas, de las colonias inglesas, de la India y de toda la Europa ; es de carne
verdadera, aquí no hay nada falso, puede palpar el señor y se convencerá de
ello...
Don Casto, como dejo dicho, no tuvo
inconveniente en palpar, previa una mirada de consulta a su esposa, que aprobó
orgullosa y muy contenta.
Bien sabe Dios que don Casto iba a
tocar aquella carne libre de todo mal pensamiento, pero fuera que su vida
exageradamente casta, si en tal virtud cabe exageración, le hubiera conservado
fuegos interiores ocultos, apagados generalmente en los de su edad, fuera la
emoción de la notoriedad, o lo que fuera, Avecilla se puso pálido, tragó saliva
y por sus ojos pasó una nube que los oscureció por un momento. Lo que sintió
don Casto es un misterio, pero es lo averiguado que tardó algunos minutos en
reponerse, y no sin trabajo pudo decir al numeroso público:
-¡Carne, carne y dura!
Y todos creyeron bajo la palabra de
abuelo, como le llamó inoportunamente
una chula en embrión.
Para doña Petra no pasó sin ser
notada la turbación de su esposo; Pepita sintió otra vez la repugnancia de poco
antes al ver a su padre palpar pantorrillas de fenómenos del sexo débil. Además, el espectáculo,
hasta entonces compatible con el más recatado pudor, cambió de aspecto cuando
dos o tres mozalbetes se acercaron a repetir la experiencia de don Casto. Como
durase la prueba del tacto más de lo que parecía regular a la mujer gorda, esta
levantó la tranca y amenazó con ella, diciendo a la vez a los atrevidos y
concupiscentes mancebos:
-¡Fuera, canalla!... ¡Id a
palpar!...
¡Y añadió horrores!
Carcajadas del cinismo, epigramas
de la desvergüenza, todo el repertorio de los lupanares se cruzó entre el
concurso hasta entonces comedido y la robusta pastora de los Alpes... Los
Avecilla salieron a paso largo, corridos, muy disgustados, sin hablarse, y
llenos de remordimientos el esposo y la esposa.
Dejaron la feria, atravesaron el
Prado y subieron por la Carrera de San Jerónimo; callaban los tres. Don Casto
no se conocía, renegaba de sí. Nada de aquello era digno de una rueda del
Estado, de una entidad que no debe, que no puede tener pasiones vergonzosas. Y
no cabía duda, a sí propio tenía que confesárselo, por más que hasta la hora de
la muerte se lo ocultase a su pobre Petra: él, don Casto, la rueda, había
sentido un extraño, profundo deleite, al tocar la carne dura y fresca entre las
mallas de seda... Sí, esta era la verdad, la verdad desnuda.
Doña Petra subía la calle un poco
amostazada, pero reprimién-dose; no quería manifestar sus recelos; no había forma
decorosa de hacerlo delante de la niña.
¡La niña! Esto era lo peor. ¡Qué
cosas había visto la niña! ¡Y eran ellos, sus padres, los que le habían abierto
los ojos, los que habían puesto la provocación de la lascivia ante su virginal
mirada!
Pepita iba un poco avergonzada. No
se atrevía a mirar a su madre; temía que le conociese aquella excitación en que
la tenían los repugnantes espectáculos que dejaba atrás.
En la esquina de la calle del
Príncipe fue necesario hablar algo.
-¿Y ahora? -se atrevió a decir doña
Petra.
-A donde queráis -respondió Pepita,
resignada.
-¿A casa? -Es temprano -dijo apenas
don Casto, hablando como aquel que no tiene saliva.
-¿Vamos a ver una piececita a
Variedades?
-Está lejos.
-Pues a Eslava, que está al paso.
-Vamos a Eslava. Y fueron.
Por el camino ya se habló algo,
para olvidar, o procurando a lo menos, las escenas de los barracones. D. Casto,
a quien la corbata se le iba metiendo carne adentro, aparentó jovialidad. ¡En
vano! Estaban todos tres cortados, se miraban unos a otros con miedo. ¡Si algún
pensamiento poco honesto, que lo dudo, había ocupado jamás a aquellos tres
espíritus sencillos, no había sido ciertamente comunicado entre ellos, pues en
todas sus relaciones había reinado siempre la castidad más perfecta! ¡Y ahora
tenían aquel fango, aquella vergüenza en común, en la sociedad de su vida
íntima! La incomodidad de esta repugnancia la sentían ellos con mucha más
fuerza que yo la explico.
En Eslava les tocó ver una zarzuela
llena, también, de pantorrillas y de chistes verdes. Cada alusión iba derecha a
lo que guarda más el decoro del contacto de los labios. Muchas las entendía
Pepita, por demasiado transparentes; otras, a fuerza de discurrir, sin poder
contener el pensamiento, lo que significarían aquellos chistes que el público
recibía con carcajadas maliciosas... Acabó la zarzuela y empezó el baile.
-¡Más pantorrillas! -gritó D. Casto
sin poder contenerse y a punto de ser estrangulado por la corbata. Y puesto en
pie, intimó a los suyos la orden de retirada.
Cogieron las mujeres sus abrigos y
salieron a la calle, no sin que les acompañara el público de las alturas con
ese castañeteo de la lengua con que se echa a los perros de todas partes y a
los espectadores impacientes de los teatros, según moderna costumbre, menos
culta que bien intencionada.
Salieron los Avecilla abochornados,
llegaron a su casa, que estaba cerca, y sin hablar de las emociones de la
noche, Pepita se fue a su alcoba, después de dar un beso en la frente de su
padre. A su madre no se atrevió a besarla. Don Casto observó que la niña estaba
agitada, descompuesta, que tropezaba con las sillas; y el color encendido, el
sudor que le caía en copiosas gotas por sienes y frente, notó que le sentaban
muy mal. Aquella noche su hija no era la de siempre, la tranquila hermosura que
cosía a la máquina en enaguas, durante el verano, enseñando la hermosa
garganta, nada más que la garganta, y alegre y sin aquellas brasas en las
mejillas.
Cuando don Casto estuvo solo con su
esposa, en esa hora en que los matrimonios bien avenidos y de larga vida
conyugal, se acarician comunicando ideas, hablando de los hijos y de la
hacienda, en esa hora, resumen del día, Avecilla miró, por fin, a Petra, cara a
cara. Ella bajó los ojos, perdonando y pidiendo perdón a un mismo tiempo. Se
sentía culpable de una sordidez que era una virtud necesaria para su miserable
hacienda.
-¡Pobre hija mía! ¡Poco se ha
divertido esta noche! -dijo el padre.
-¡Poco! -contestó la madre.
Y sin decírselo, pensaron los dos a
un tiempo:
-¡La hemos ultrajado! -Don Casto,
exagerado en todo y amigo de la hipérbole, hasta de pensamiento, fue más allá;
pensó también así:
-¡La hemos prostituido!
Silencio otra vez. Doña Petra se
acostó primero; volvió a rezar, porque le pareció que las oraciones de aquella
tarde ya no servían, y quiso purificarse con otro rosario de coronilla. En
tanto, don Casto paseaba por la sala en mangas de camisa, con los tirantes
colgando, y así estuvo hasta que se le ocurrió una frase que reputó oportuna
porque no decía nada y decía mucho. Mientras procuraba, maquinalmente y en
vano, quitarse la corbata, mirándose al espejo, exclamó en voz alta, para que
doña Petra le oyera:
-¡Lo barato es caro!
Este aforismo
económico-alegórico-moral, como para sí le llamó Avecilla, no mereció respuesta
ni comentarios por parte de doña Petra, sin embargo de que lo había entendido
perfectamente.
-¡Acuéstate, Avecilla! -fue lo que
ella dijo.
-Bien quisiera; pero, la verdad,
esta maldita corbata... estos malditos resortes, esta industria transpirenaica...
¡No sé por dónde metió la niña esta punta de acero! ¡Ay!
-¿Qué es eso, Avecilla?
-Nada, un pinchazo... ¿Pero, Señor,
por dónde se saca eso?... Y lo peor es que me aprieta, me ahoga... ¡Parece un
remordimiento esta corbata!...¡Puf! ¡Renuncio, renuncio!
-¡Ven acá, hombre, a ver si yo
puedo!
Doña Petra tampoco pudo.
Avecilla va y viene del espejo a la
cama, de la cama al espejo; ni él ni su digna Petra son capaces de encontrar el
resorte de aquella condenada máquina del plastrón.
-Comprendo lo de Sedán -gruñe don
Casto, dando pataditas en el suelo-. No se parece la mecánica de esta corbata a
la del Estado ;
en la máquina pública todo es armonía, relación; aquí... ¡no hay diablos que
den en el intríngulis de este artefacto!... Si por aquí, nada; si tiro de aquí,
menos y sudaba sangre el buen señor.
-¡Llama a Pepita! -dijo doña Petra.
-¡No en mis días! ¡Déjala dormir en
el sueño de la inocencia! -y continuó:
-Estoy resuelto, ¡me acostaré con
corbata y con camisa! ¡Yo, que no he consentido jamás que me hicieran dormir
con ropa almido-nada! ¡Pero, en fin, me sacrificaré! ¡Todo, antes que
interrumpir el sueño de la inocencia! Porque aún será el sueño de la inocencia,
¿verdad, Petra mía?
-¡Pues claro, hombre!
Ambos esposos pensaban en lo mismo,
en la pantorrilla de Mlle. Goguenard.
Don Casto se acostó sin quitarse la corbata. Apagó la
luz.
-Duerme -dijo a su señora.
-¿Y tú? -¡Yo! ¿Quién duerme con
este lazo al cuello?... ¡Soñaría que me daban garrote! -¿Pues por qué no
quieres despertar a Pepita? -¡Que duerma, que duerma la inocencia... su padre
vela!
Reinó el silencio en la oscuridad. Don Casto ,
sentado en la cama, apoyada la espalda en los almohadones, daba suspiros al
viento con la fuerza de muchos fuelles. Doña Petra no suspiraba, pero tampoco
dormía. Un reloj dio las dos.
-¡Si hubiéramos ido a la Zarzuela!
-se atrevió a decir doña Petra, como continuando una conversación entablada de
espíritu a espíritu, sin necesidad de palabras, entre los cónyuges.
-¡Sí; debimos haber ido a la
Zarzuela!
-Pero como tú dices que es un
espectáculo híbrido.
-Eso es cierto, híbrido.
Nueva pausa. Nuevo atrevimiento de
doña Petra.
-¿Y qué significa eso de híbrido?
-Petra -respondió el viejo,
ocultando mal su enfado-, diversas y varias veces te tengo reprendido, en el
tono de la más cordial amistad, ese espíritu concupiscente de preguntarlo todo.
Y sobre que más pregunta un necio que responde un sabio, debo advertirte que yo
no recuerdo en este momento lo que esa palabreja significa; pero ten por seguro
que la zarzuela es un espectáculo híbrido,
pues yo lo he leído en críticos famosos y a ellos me atengo. Y duerme y calla,
que harto tengo yo con esta maldita corbata para martirio de esta noche, y si
no fuera un absurdo en el terreno de la economía, ya habría cogido unas
tijeras...
-¡Jesús, hombre! ¡Una corbata que
costó tantos reales!
-¡Pues por eso digo que sería un
absurdo!
Durmió doña Petra y al cabo don
Casto también, y soñó que le llevaban al patíbulo, como había previsto, y que
por el camino del patíbulo había tendidas mujeres gordas, entre cuyas piernas
mal cubiertas tenía que pasar don Casto, pisando carne por todos lados... Doña
Petra no soñó nada. A la mañana siguiente, la rueda administrativa se despertó
en D. Casto con grandes ansias de funcionar. Pepita, contra su costumbre, no se
había levantado todavía. Avecilla se alegró en el fondo del alma. Salió muy
temprano, sin hacer ruido, y como las oficinas no estarían aún abiertas, se fue
al Retiro.
-¡Oh! ¡La naturaleza -pensaba don
Casto, único espectáculo gratuito y moralizador! Cuando quiera que Pepita se
distraiga y dé libre vuelo a su imaginación, la traeré al Retiro por la mañana,
en vez de llevarla al teatro por la noche. Aquí las flores deleitan el sentido del
olfato, las aves el del oído, la naturaleza entera el de la vista, las brisas
el del tacto, que según aseguran los sabios, está esparcido por todo el cuerpo,
y por último, podemos corrernos con un cuartillo de leche de vaca, recreo
sabrosísimo del gusto, leche con bizcochos... -y siguió perdiéndose en aquel
idilio y entre las enramadas del Retiro.
Cuando entró en la oficina, ya
estaban trabajando, es decir, leyendo periódicos, algunos compañeros.
-¡Hola, hola, Casto! -se permitió
decirle un vejete, el único que le tuteaba. ¡Parece que se trasnocha!... Sero venis. ¡Y qué cara, qué palidez,
qué ojos hinchados! ¡Ah, Casto, Casto! ¡Me parece que andas en malos pasos!...
-Señores, ¿quién ha contado
aquí?...
-¡Todo se sabe! -dijo el viejo con
malicia, para descubrir algo.
-¡Me han visto en la barraca de la
mujer gorda! -pensó Avecilla horrorizado. ¡Pues bien, señores, juro con la mano
puesta sobre el corazón, por mi honor y por los Santos Evangelios, que mi
curiosidad era puramente artístico-científica! Es cierto que la pantorrilla de
aquella robusta señora...
-¡Bravo, bravo, confiesa! -gritaron
todos a coro.
No se le dejó proseguir; ya no pudo
en su vida explicar aquellas palabras, y quedó como artículo de fe en la
oficina que don Casto Avecilla era como los demás, que tenía una querida y era
robusta.
-En fin, caballeros -dijo don
Casto, renunciando a explicarse porque no le dejaban, todo lo que ustedes
quieran será; pero yo les ruego por caridad que alguno que entienda estas
trampas de las corbatas con resorte, me libre de este dogal que me sofoca.
-¡Uf! -respiró don Casto, moviendo
la cabeza, sacudido ya el ominoso yugo.
Respiró con libertad; ¡pero ay!, su
reputación de casto esposo, de modelo de padres de familia, había desaparecido
para siempre.
¿Y su hija? Su hija... ¿había
perdido la inocencia aquella noche?
Yo le diré al lector, en secreto,
que no hubo tal cosa.
Pero cuando, años después, la pobre Pepita , como
tantas otras, sucumbió a los pérfidos halagos del amor de infantería y fue
víctima de los engaños de un subteniente, huésped de la casa, don Casto,
llorando su deshonra, se atribuyó toda la culpa de tan grande infortunio...
-¡Sí, sí! -exclamaba medio loco,
mesándose las venerables canas. ¡Yo la prostituí aquella maldita noche, por no
llevarla a un teatro clásico, por querer ahorrar ocho reales! ¡Lo barato es
caro, lo barato es caro!... ¡Yo bien decía!
Y doña Petra, por todo consuelo,
repetía cien y cien veces:
-¡Si hubiéramos ido a la Zarzuela!
Zaragoza,
1882.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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