Clío, la
primera y más venerable de las Nueve, tenía sujeta a Caliope por el moño, y no
quería soltar mientras la inspiradora de la poesía épica no confesase que la
novela, género literario que los antiguos no dedicaron a ninguna musa en
particular, pertenecía a quien inspiraba la historia que era ella, Clío.
Caliope
juraba que primero se dejaría hacer tajadas que renunciar a la novela, que era
cosa suya; y citaba, entre otras, la autoridad de don Luis Vidart.
En vano
Polimnia quería poner paces vociferando que a ella correspondía dirimir la
contienda; nadie le reconocía competencia, y He rmes,
que se divertía mucho con el garbullo, atizaba la discordia diciendo:
-Yo creo que
hay argumentos favorables a la pretensión de Clío, por más que no le faltan a
Caliope razones en que apoyar su derecho; por lo cual, y no siendo aplicables
al caso las reglas de la jurisprudencia para los conflictos entre dos derechos,
no hay más remedio que recurrir a la ordalía, y que midan ambas Musas sus
fuerzas; sea el moño de cada cual el símbolo de la novela, y la que se quede
con el pelo de su enemiga en las manos, esa venza. Por lo pronto, la victoria
se inclina del lado de Clío, que ya ha hecho presa... y ya se sabe aquello de beati possidentes.
Entonces fue
cuando acudió Apolo al ruido; se le enteró de todo, y quiso oír a las partes,
obligándolas previamente a renunciar a la manus
injectio, es decir, haciendo que soltara Clío el moño de Caliope, y Caliope
el polisson de Clío.
Había
empezado la disputa con motivo de dos escritos recientes de literatos
españoles, a saber, los artículos de Valera acerca del Arte de escribir novelas, publicados en la Revista de España, y las conferencias dadas por doña Emilia Pardo
Bazán en el Ateneo, tituladas: La
revolución y la novela en Rusia.
De uno y
otro trabajo se había hecho lenguas Polimnia, que era quien los había leído; y
había alabado en el de Valera la gallardía de la forma, la copia, la variedad y
selección de la lectura, la originalidad de muchos juicios y la profundidad de
la doctrina acá y allá esparcida, sin pretensiones de orden ni de rigor
didáctico, pero con más alcance del que podían comprender lectores vulgares o
distraídos. En cuanto a las conferencias de doña Emilia Pardo Bazán, declaraba
Polimnia que ella las firmaría sin inconveniente, y alababa, sobre todo, la
oportunidad del intento.
-¿Y qué
dicen de la novela en cuanto género? había preguntado He rmes,
que deseaba ver enzarzadas a Clío y a Caliope. ¿Dicen que pertenece a los
dominios de vuestra hermana mayor, o al dominio de la poesía épica, o a ninguno
de ellos?
-Nada dicen
de eso; pero a lo que se deduce de la doctrina respectiva de uno y otro autor,
según Valera, la novela no debe acercarse a la historia, pues ésta lleva la
verdad por delante, y aquélla para nada la necesita; en cambio, la escritora
coruñesa da tal importancia y carácter utilitario e influencia social a la
novela, que lógicamente podría Clío sostener que, de ser este género según esa
señora dice, es un modo de historia de la actualidad.
¡Aquí fue
ella!... Las dos Musas que se disputaban la novela, comenzaron a gritar y a
perorar, como procurando cada cual apagar las voces de la otra. Más altas
sonaban las de Caliope; pero bien se conocía que Clío tenía aliento más largo y
tardaría más en cansarse de vociferar sus excelencias y el derecho que la
asistía.
Y así fue
que, cuando ya la diosa de la poesía épica había callado por no poder más, la
Musa de la Historia continuaba diciendo:
-Repito y
repetiré cien veces que me importa mucho recabar mi jurisdicción sobre la
novela, ya que éste es el género más comprensivo y libre de la literatura en
los días que corren; y como no hay para la novela Musa determinada, yo debo ser
quien la dirija; porque así como se ha dicho que la estadística es la historia parada, yo creo que la novela es la
historia completa de cada actualidad, no habiendo, en rigor, entre la historia
y la novela más diferencia que la del propósito al escribir, no en el objeto
que es para ambas la verdad en los hechos. Regiones hay del arte en que novela
e historia casi casi se confunden, y es allí donde el historiador y el
novelista se propusieron fines poco menos que semejantes; así, como ejemplo de
gran distancia entre la historia y la novela, podríamos citar un cronicón
apelmazado y soso, escueto y pelado de la Edad Media, y compararle con Amadís
de Gaula o con las Sergas de Esplandián; en el cronicón no hay más que la
verdad monda y lironda de los hechos, sin arte, sin orden didáctico, sin
propósito ideal; nada más que algunos hechos desnudos y de la realidad más
superficial, de lo que cae en el campo de observación del más vulgar testigo de
la vida ordinaria; en el libro de caballerías no hay más que fantasía, el valor
de verdad se desprecia aun en su elemento más compatible con la invención, o
sea en la verosimilitud; lo que menos importa es, no ya que aquello haya
sucedido, sino que haya podido suceder; aquí, el único mérito que nada importa
es el de la verdad y aun posibilidad de los hechos; en el cronicón, el único
valor positivo es la realidad de los hechos apuntados. Pues ahora, el ejemplo
contrario: la historia, según la entienden y escriben algunos grandes
historiadores modernos que tienen facultades de filósofos y artistas, v. gr.,
Renan; y la novela, según la escribe Flaubert, y en cierto modo, según la
escribe Freitag; en la Vida de Jesús,
en Los Apóstoles el arte de resucitar
la vida de nombres y tiempos remotos se vale de medios y tiene propósitos
análogos a los que emplea en sus obras arqueológicas el autor de Salammbo y He rodias; y es de esperar que cuando el novelista se haya llegado a
penetrar más todavía del fin educador de su arte, y el historiador comprenda
mejor todavía los misteriosos infalibles recursos de la visión poética, para
evocar la más aproximada imagen de la realidad pasada; es de esperar, digo, que
entonces sean mayores las semejanzas de novela y de historia, y ha de estar a
veces en muy poco, muy poco, la diferencia. Nada de esto se puede entender bien
cuando no se tiene la fe profunda en la verdad y en su belleza; llegará un día
en que será un crimen de lesa metafísica el pretender que pueda haber superior
belleza a la de la realidad; la realidad es lo infinito, y las combinaciones de
cualidades a que lo infinito puede dar existencia, ofrecen superiores bellezas
a cuanto quepa que sueñe la fantasía e inspire el deseo. Y si a esto se me
quiere objetar aprovechando aquel argumento de He gel,
que consistía en decir: El hombre es capaz de crear lo más bello, y esta no es
idea impía, pues al fin el hombre será a su vez obra de Dios, y por ende Dios
creador de lo más bello también, mediante su criatura, el hombre; si este
argumento se quiere aprovechar transformándole y diciendo: Aunque la realidad
en su infinidad puede producir incalculable belleza, como el hombre y su
fantasía son parte de esa realidad, puede estar en la fantasía del hombre lo
más bello entre toda la realidad bella; a eso contestaré que es una suposición
gratuita el señalar a semejante parte infinitamente determinada del mundo real
lo mejor de la realidad en cuanto belleza; pues quedan infinitas probabilidades
en el resto del mundo a favor de otras cosas que pueden ser más bellas que los
productos de la fantasía humana; y esto será lo más verosímil, pues el hombre
sólo se mueve en esfera muy limitada, aun cuando más libremente sueña, y
quedan por fuera de la posibilidad de
sus combinaciones fantásticas mundos de relaciones infinitas, cuya belleza él
no puede sospechar siquiera. ¡Oh, no! La mayor belleza no la compone el sujeto
soñador, que así pronto se agotaría el manantial de lo bello artístico; de
fuera adentro, de la realidad a la fantasía, viene la savia del arte, y toda
otra forma de vida es anuncio de muerte. La verdad, ese cielo abierto al
infinito que tenemos ante estos estrechos agujeros de los ojos, es la fuente de
belleza, y por eso la novela, la forma más libre y comprensiva del arte, se da
la mano con la historia, penetra en sus dominios; y yo, Clío, que soy la Musa
de Tucídides y de Plutarco, debo ser la Musa de Cervantes y de Manzoni.
-Todo eso
estaría bien, amada Clío, interrumpió el crinado Febo, si no fuera un
exclusivismo tan erróneo como todos los exclusivismos. Bien sabe Zeos, mi
Padre, que me pesa dar lecciones de estética; pero no siento darlas de
tolerancia, de espíritu expansivo. Sí es cierto que hay género de novela que
viene casi a confundirse con la historia, así como hay modo de escribir
historia que es obra de arte casi casi novelesco; no te niego que la verdad
comporta más poesía, por comportar más belleza que cuanto cabe que invente el
hombre, y esto por las razones que oscuramente has pretendido alegar; pero no
toda la historia necesita ir por ese camino, ni, y esto sobre todo, la novela
en general es como tú dices, pues ha habido, hay y habrá siempre novela
puramente fantástica, aspiración de la idealidad, reflejo del puro anhelo, que
será tan legítima como la más instructiva, profunda e histórica creación del
novelista más concienzudamente enamorado de la realidad y su belleza. Por eso
hubo, hay, y seguirá habiendo, novelas que, más que a Clío, se acerquen a
Caliope, al poema épico. Pero así como digo esto y sostengo la legitimidad de
aquellas fábulas que poco o nada se cuidan de respetar la verdad, o sólo
respetan la verdad de un orden y olvidan la de otros, también asegu ro que el gran interés que en los tiempos
presentes alcanza la literatura novelesca, más se debe a las obras de los que
en general llamaré realistas, que a las de sus contrarios, algunos ilustres. Y
siento en el alma que un D. J uan
Valera, orgullo mío, lince y ruiseñor en una pieza, en esos artículos acerca
del Arte de escribir novelas, de que
antes hablabais, se incline con todo el peso de su autoridad del lado de
aquellos exclusivistas que no quieren en el arte más que diversión y
pasatiempo, y dividen abstractamente las ocupaciones racionales de la vida, y
dejan toda la formalidad para unas, y toda la broma y jarana para otras.
Indigna es semejante separación, arbitraria, infecunda y fría de espíritus
poderosos y noblemente inspirados por el amor serio y profundo de la bella
santidad de las cosas; y no debieran los hombres que han sentido en el amor del
arte toda la dulzura del cáliz de la belleza, hacer coro a los que dicen que la
ciencia enseña y la poesía no; siendo así que la poesía todos sabemos cuál es,
y ciencia se llama a lo que no lo es, las más veces; porque no hay más ciencia
que la que consiste en el conocimiento evidente de la verdad, y no son libros
científicos los que lo son tan sólo por el propósito o el asunto, sino que han
de serlo por la verdad sistemática que hagan ver; mientras de la evidencia de
la poesía, allí donde la hay, sabemos por medios infalibles. Y lo verdadero
puede saberse poéticamente, así como con la mayor prosa del mundo se puede tragar el error. Y, sin que yo anuncie ahora
si se cumplirá o no la profecía de un poeta francés moderno, que dice que los
poetas volverán a encargarse algún día de enseñar el camino de la luz a los
hombres, si declaro que eso puede ser, porque en nada modifica a la verdad el
ser sabida poéticamente; y dirá más: así como siempre os quedaría algo por
saber de la esencia y cualidades de la naturaleza, mientras desconocierais la
existencia de la música, mientras no hubieseis oído sonar armoniosamente las
cosas, pues en la vibración sonora van misterios de la realidad de otra manera
incomunicables, del propio modo hay en la verdad un principalísimo aspecto que
sólo puede ser comprendido mediante el arte, esto es: en la expresión perfecta
de su poesía. -Y no digo más, porque ya las brisas me sisean pidiéndome
silencio para celebrar, todos callando y murmurando ellas, el divino misterio
de la tarde, cuando mi propia imagen, el sol de oro, se acerca a besar el
inflamado seno de Anfitrite. Sí, callemos, divinas hermanas: oigamos la
sosegada armonía de los cielos y la tierra, que en el silencioso ritmo de los
fenómenos naturales repetidos días y días, cantan el himno del amor perfecto,
cayendo el disco de fuego sobre el mar y rodando perezosa la tierra para
recibir sobre la húmeda espalda de las olas la caricia voluptuosa de la luz
mística del Poniente. Callad, sí, y oíd también el armonioso concierto de
vuestra propia idea con la idea divina que el mundo ante los ojos os revela; y
ved cómo todo, lo de dentro y lo de fuera, canta la misma oda y aspira a la misma
paz y se arroba embebecido en el mismo inefable amor. Musas, si amáis la
poesía, no riñáis, no alborotéis estas enramadas tranquilas, siendo espanto de
las aves y escándalo de la graciosa Eco; amad y comprenderéis, amad e
inspiraréis; tolerar es fecundar la vida. Y basta y sobra. Nadie diga de
esta agua no beberé; odio los vanos discursos y llevo un cuarto de hora
arengando a mis Musas; pero ya callo. Dispersémonos; tú, Afrodita, sígueme, que
tras aquella peña hemos de contemplar dignamente el postrer misterio del día.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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