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jueves, 10 de abril de 2014

Apolo en pafos - Cap. V

Clío, la primera y más venerable de las Nueve, tenía sujeta a Caliope por el moño, y no quería soltar mientras la inspiradora de la poesía épica no confesase que la novela, género literario que los antiguos no dedicaron a ninguna musa en particular, pertenecía a quien inspiraba la historia que era ella, Clío.
Caliope juraba que primero se dejaría hacer tajadas que renunciar a la novela, que era cosa suya; y citaba, entre otras, la autoridad de don Luis Vidart.
En vano Polimnia quería poner paces vociferando que a ella correspondía dirimir la contienda; nadie le reconocía competencia, y Hermes, que se divertía mucho con el garbullo, atizaba la discordia diciendo:
-Yo creo que hay argumentos favorables a la pretensión de Clío, por más que no le faltan a Caliope razones en que apoyar su derecho; por lo cual, y no siendo aplicables al caso las reglas de la jurisprudencia para los conflictos entre dos derechos, no hay más remedio que recurrir a la ordalía, y que midan ambas Musas sus fuerzas; sea el moño de cada cual el símbolo de la novela, y la que se quede con el pelo de su enemiga en las manos, esa venza. Por lo pronto, la victoria se inclina del lado de Clío, que ya ha hecho presa... y ya se sabe aquello de beati possidentes.
Entonces fue cuando acudió Apolo al ruido; se le enteró de todo, y quiso oír a las partes, obligándolas previamente a renunciar a la manus injectio, es decir, haciendo que soltara Clío el moño de Caliope, y Caliope el polisson de Clío.
Había empezado la disputa con motivo de dos escritos recientes de literatos españoles, a saber, los artículos de Valera acerca del Arte de escribir novelas, publicados en la Revista de España, y las conferencias dadas por doña Emilia Pardo Bazán en el Ateneo, tituladas: La revolución y la novela en Rusia.
De uno y otro trabajo se había hecho lenguas Polimnia, que era quien los había leído; y había alabado en el de Valera la gallardía de la forma, la copia, la variedad y selección de la lectura, la originalidad de muchos juicios y la profundidad de la doctrina acá y allá esparcida, sin pretensiones de orden ni de rigor didáctico, pero con más alcance del que podían comprender lectores vulgares o distraídos. En cuanto a las conferencias de doña Emilia Pardo Bazán, declaraba Polimnia que ella las firmaría sin inconveniente, y alababa, sobre todo, la oportunidad del intento.
-¿Y qué dicen de la novela en cuanto género? había preguntado Hermes, que deseaba ver enzarzadas a Clío y a Caliope. ¿Dicen que pertenece a los dominios de vuestra hermana mayor, o al dominio de la poesía épica, o a ninguno de ellos?
-Nada dicen de eso; pero a lo que se deduce de la doctrina respectiva de uno y otro autor, según Valera, la novela no debe acercarse a la historia, pues ésta lleva la verdad por delante, y aquélla para nada la necesita; en cambio, la escritora coruñesa da tal importancia y carácter utilitario e influencia social a la novela, que lógicamente podría Clío sostener que, de ser este género según esa señora dice, es un modo de historia de la actualidad.
¡Aquí fue ella!... Las dos Musas que se disputaban la novela, comenzaron a gritar y a perorar, como procurando cada cual apagar las voces de la otra. Más altas sonaban las de Caliope; pero bien se conocía que Clío tenía aliento más largo y tardaría más en cansarse de vociferar sus excelencias y el derecho que la asistía.
Y así fue que, cuando ya la diosa de la poesía épica había callado por no poder más, la Musa de la Historia continuaba diciendo:
-Repito y repetiré cien veces que me importa mucho recabar mi jurisdicción sobre la novela, ya que éste es el género más comprensivo y libre de la literatura en los días que corren; y como no hay para la novela Musa determinada, yo debo ser quien la dirija; porque así como se ha dicho que la estadística es la historia parada, yo creo que la novela es la historia completa de cada actualidad, no habiendo, en rigor, entre la historia y la novela más diferencia que la del propósito al escribir, no en el objeto que es para ambas la verdad en los hechos. Regiones hay del arte en que novela e historia casi casi se confunden, y es allí donde el historiador y el novelista se propusieron fines poco menos que semejantes; así, como ejemplo de gran distancia entre la historia y la novela, podríamos citar un cronicón apelmazado y soso, escueto y pelado de la Edad Media, y compararle con Amadís de Gaula o con las Sergas de Esplandián; en el cronicón no hay más que la verdad monda y lironda de los hechos, sin arte, sin orden didáctico, sin propósito ideal; nada más que algunos hechos desnudos y de la realidad más superficial, de lo que cae en el campo de observación del más vulgar testigo de la vida ordinaria; en el libro de caballerías no hay más que fantasía, el valor de verdad se desprecia aun en su elemento más compatible con la invención, o sea en la verosimilitud; lo que menos importa es, no ya que aquello haya sucedido, sino que haya podido suceder; aquí, el único mérito que nada importa es el de la verdad y aun posibilidad de los hechos; en el cronicón, el único valor positivo es la realidad de los hechos apuntados. Pues ahora, el ejemplo contrario: la historia, según la entienden y escriben algunos grandes historiadores modernos que tienen facultades de filósofos y artistas, v. gr., Renan; y la novela, según la escribe Flaubert, y en cierto modo, según la escribe Freitag; en la Vida de Jesús, en Los Apóstoles el arte de resucitar la vida de nombres y tiempos remotos se vale de medios y tiene propósitos análogos a los que emplea en sus obras arqueológicas el autor de Salammbo y Herodias; y es de esperar que cuando el novelista se haya llegado a penetrar más todavía del fin educador de su arte, y el historiador comprenda mejor todavía los misteriosos infalibles recursos de la visión poética, para evocar la más aproximada imagen de la realidad pasada; es de esperar, digo, que entonces sean mayores las semejanzas de novela y de historia, y ha de estar a veces en muy poco, muy poco, la diferencia. Nada de esto se puede entender bien cuando no se tiene la fe profunda en la verdad y en su belleza; llegará un día en que será un crimen de lesa metafísica el pretender que pueda haber superior belleza a la de la realidad; la realidad es lo infinito, y las combinaciones de cualidades a que lo infinito puede dar existencia, ofrecen superiores bellezas a cuanto quepa que sueñe la fantasía e inspire el deseo. Y si a esto se me quiere objetar aprovechando aquel argumento de Hegel, que consistía en decir: El hombre es capaz de crear lo más bello, y esta no es idea impía, pues al fin el hombre será a su vez obra de Dios, y por ende Dios creador de lo más bello también, mediante su criatura, el hombre; si este argumento se quiere aprovechar transformándole y diciendo: Aunque la realidad en su infinidad puede producir incalculable belleza, como el hombre y su fantasía son parte de esa realidad, puede estar en la fantasía del hombre lo más bello entre toda la realidad bella; a eso contestaré que es una suposición gratuita el señalar a semejante parte infinitamente determinada del mundo real lo mejor de la realidad en cuanto belleza; pues quedan infinitas probabilidades en el resto del mundo a favor de otras cosas que pueden ser más bellas que los productos de la fantasía humana; y esto será lo más verosímil, pues el hombre sólo se mueve en esfera muy limitada, aun cuando más libremente sueña, y quedan  por fuera de la posibilidad de sus combinaciones fantásticas mundos de relaciones infinitas, cuya belleza él no puede sospechar siquiera. ¡Oh, no! La mayor belleza no la compone el sujeto soñador, que así pronto se agotaría el manantial de lo bello artístico; de fuera adentro, de la realidad a la fantasía, viene la savia del arte, y toda otra forma de vida es anuncio de muerte. La verdad, ese cielo abierto al infinito que tenemos ante estos estrechos agujeros de los ojos, es la fuente de belleza, y por eso la novela, la forma más libre y comprensiva del arte, se da la mano con la historia, penetra en sus dominios; y yo, Clío, que soy la Musa de Tucídides y de Plutarco, debo ser la Musa de Cervantes y de Manzoni.
-Todo eso estaría bien, amada Clío, interrumpió el crinado Febo, si no fuera un exclusivismo tan erróneo como todos los exclusivismos. Bien sabe Zeos, mi Padre, que me pesa dar lecciones de estética; pero no siento darlas de tolerancia, de espíritu expansivo. Sí es cierto que hay género de novela que viene casi a confundirse con la historia, así como hay modo de escribir historia que es obra de arte casi casi novelesco; no te niego que la verdad comporta más poesía, por comportar más belleza que cuanto cabe que invente el hombre, y esto por las razones que oscuramente has pretendido alegar; pero no toda la historia necesita ir por ese camino, ni, y esto sobre todo, la novela en general es como tú dices, pues ha habido, hay y habrá siempre novela puramente fantástica, aspiración de la idealidad, reflejo del puro anhelo, que será tan legítima como la más instructiva, profunda e histórica creación del novelista más concienzudamente enamorado de la realidad y su belleza. Por eso hubo, hay, y seguirá habiendo, novelas que, más que a Clío, se acerquen a Caliope, al poema épico. Pero así como digo esto y sostengo la legitimidad de aquellas fábulas que poco o nada se cuidan de respetar la verdad, o sólo respetan la verdad de un orden y olvidan la de otros, también aseguro que el gran interés que en los tiempos presentes alcanza la literatura novelesca, más se debe a las obras de los que en general llamaré realistas, que a las de sus contrarios, algunos ilustres. Y siento en el alma que un D. Juan Valera, orgullo mío, lince y ruiseñor en una pieza, en esos artículos acerca del Arte de escribir novelas, de que antes hablabais, se incline con todo el peso de su autoridad del lado de aquellos exclusivistas que no quieren en el arte más que diversión y pasatiempo, y dividen abstractamente las ocupaciones racionales de la vida, y dejan toda la formalidad para unas, y toda la broma y jarana para otras. Indigna es semejante separación, arbitraria, infecunda y fría de espíritus poderosos y noblemente inspirados por el amor serio y profundo de la bella santidad de las cosas; y no debieran los hombres que han sentido en el amor del arte toda la dulzura del cáliz de la belleza, hacer coro a los que dicen que la ciencia enseña y la poesía no; siendo así que la poesía todos sabemos cuál es, y ciencia se llama a lo que no lo es, las más veces; porque no hay más ciencia que la que consiste en el conocimiento evidente de la verdad, y no son libros científicos los que lo son tan sólo por el propósito o el asunto, sino que han de serlo por la verdad sistemática que hagan ver; mientras de la evidencia de la poesía, allí donde la hay, sabemos por medios infalibles. Y lo verdadero puede saberse poéticamente, así como con la mayor prosa del mundo se puede tragar el error. Y, sin que yo anuncie ahora si se cumplirá o no la profecía de un poeta francés moderno, que dice que los poetas volverán a encargarse algún día de enseñar el camino de la luz a los hombres, si declaro que eso puede ser, porque en nada modifica a la verdad el ser sabida poéticamente; y dirá más: así como siempre os quedaría algo por saber de la esencia y cualidades de la naturaleza, mientras desconocierais la existencia de la música, mientras no hubieseis oído sonar armoniosamente las cosas, pues en la vibración sonora van misterios de la realidad de otra manera incomunicables, del propio modo hay en la verdad un principalísimo aspecto que sólo puede ser comprendido mediante el arte, esto es: en la expresión perfecta de su poesía. -Y no digo más, porque ya las brisas me sisean pidiéndome silencio para celebrar, todos callando y murmurando ellas, el divino misterio de la tarde, cuando mi propia imagen, el sol de oro, se acerca a besar el inflamado seno de Anfitrite. Sí, callemos, divinas hermanas: oigamos la sosegada armonía de los cielos y la tierra, que en el silencioso ritmo de los fenómenos naturales repetidos días y días, cantan el himno del amor perfecto, cayendo el disco de fuego sobre el mar y rodando perezosa la tierra para recibir sobre la húmeda espalda de las olas la caricia voluptuosa de la luz mística del Poniente. Callad, sí, y oíd también el armonioso concierto de vuestra propia idea con la idea divina que el mundo ante los ojos os revela; y ved cómo todo, lo de dentro y lo de fuera, canta la misma oda y aspira a la misma paz y se arroba embebecido en el mismo inefable amor. Musas, si amáis la poesía, no riñáis, no alborotéis estas enramadas tranquilas, siendo espanto de las aves y escándalo de la graciosa Eco; amad y comprenderéis, amad e inspiraréis; tolerar es fecundar la vida. Y basta y  sobra. Nadie diga de esta agua no beberé; odio los vanos discursos y llevo un cuarto de hora arengando a mis Musas; pero ya callo. Dispersémonos; tú, Afrodita, sígueme, que tras aquella peña hemos de contemplar dignamente el postrer misterio del día.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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