¡Pero, señor, si él no
lo negaba, si ya sabía que tenía razón su mujer! ¿Que la plaza estaba por las
nubes? ¡Claro! ¿Que todo costaba el doble de lo que valía tres años atrás?
¡Cierto! ¿Que un padre con tres hijos de pocos años y de muchos dientes, no
podía consagrarse al arte poco lucrativo, aunque muy honroso, de hacer charadas
en verso, ora improvisadas, ora discurridas
si tenían intríngulis? Corriente. En
todo eso estaba él, y ya había escrito tres cartas al señor López, el diputado,
pidiéndole un destino; por cierto que López no le había contestado a ninguna...
Pero que se respetase su vocación. ¡Qué mal hacía él a nadie descifrando
logogrifos y discurriendo otros muchos más complicados! La vocación no se
discute. Él había nacido para aquel género de literatura y había que dejarle en
paz o lo echaba todo a rodar, y se comía a sus propios hijos con dientes y
todo, como el dios Saturno de la mitología.
Su primer hijo era hija
y se llamaba Paz, pero Bustamante la llamaba mi primera; y a Gil, que seguía, le llamaba mi segunda y a María de la
O , mi tercera.
-Bustamante -le dijo
una noche su mujer, que le llamaba por el apellido y ya estaba hasta el moño de
charadas, es necesario que vaya s a
Madrid y le saques a López una credencial aunque sea de las entrañas.
-Sí, esposa mía, estoy
conforme; me trasladaré a la capital, veré a López y si no me da eso, le pondré
en los Pasatiempos del Eco de los Pósitos como chupa de dómine
con esta charadita, que se me ha ocurrido ahora:
mi segunda pega bien,
y mi todo es un mal hombre
que me la pega también.
-¡Bustamante! Para no
decir más que tonterías... más vale que te duermas. (Estaban en el lecho
nupcial).
-Bueno, esposa mía,
pues en tal caso, la solución en el número próximo; quiero decir que hasta
mañana.
Y dio media vuelta y se
quedó dormido.
* * *
Pocos días después
llegaba a Madrid nuestro Bustamante, que se llamaba Miguel Paleólogo, según él,
aunque lo de Paleólogo no estaba en el calendario y sí en la historia
bizantina. Pero creía Bustamante que Paleólogo era el apellido de un San Miguel
no Arcángel. De todas maneras, él llegó a Madrid en el tren correo, a las ocho
de la mañana.
Su mujer le había
recomendado que fuese a parar a la misma fonda de López, aunque le costase muy
caro este lujo. El propósito de doña Pascuala era que su Miguel, su Bustamante,
como ella decía, se agarrase a los faldones del diputado desde el ser de día
hasta las altas horas de la noche, que eran para doña Pascuala las diez. Prometió
Miguel a su esposa hacerlo como ella pedía, pero en cuanto llegó a la corte,
donde no había estado hacía diez años, le entró mucho miedo a todo lo grande, y
la fonda cara se le apareció como un Medina
Zara, como un palacio de cristal, y el diputado López como un sátrapa de siete colas (apéndices que él
atribuía a los sátrapas).
No se atrevió a entrar
en la gran fonda y dio al cochero las señas de la de Pep ito
Rueda, un estudiante de su pueblo, más andaluz que su padre, que era de Utrera.
Pep ito Rueda era muy amigo de
Bustamante, que le doblaba la edad; pero consistía el aquel de la amistad en
que ambos eran de genio alegre y amigos de la literatura, cada uno según sus
posibles. Pep ito mojaba algo en
varios periodiquitos satíricos de la corte. Escribía unas crónicas del Senado
llamando animales a todos los senadores desde el marqués de la Habana para abajo, y, es
claro, el director del periódico le quitaba de las crónicas los insultos, que
él llamaba las ocurrencias, y además
no le pagaba.
Con la influencia que
se ha visto que Rueda tenía en la prensa, había conseguido publicarle a
Bustamante más de una charada en los diarios y revistas de Madrid. Bustamante
estaba muy agradecido a Rueda, por más que también por su propio mérito tenía
Miguel de par en par abiertas las
columnas de varios periódicos. Esta frase, que repetía sin cesar, parecíale
muy elegante y fue grande su asombro cuando en cierta ocasión le convencieron
de que las columnas no tenían para qué abrirse y menos de par en par. Lo cierto
era que él desde el pueblo había empezado a mandar la solución de la charada y del logogrifo y hasta del salto
de caballo al Almacén de las modas,
al Correo elegante, a La
Camelia , periódicos de señoritas, y al Eco de los Pósitos. Al principio, aunque
la solución fuese la que él decía, no le contestaban los periódicos, pero
después... ¡Ah! Qué emoción tan pura, tan intensa la suya cuando leyó por vez
primera en el Eco de los Pósitos lo
siguiente: -«Correspondencia particular. Sr. D. M. P. B. Ha acertado usted. El todo
es Carratraca, pero los versos de
usted no se pueden publicar, porque el chiste que V. emplea al descifrar
algunas sílabas no es del gusto del público moderno».
es defecto personal,
y mi segunda primera
ante una moza con
sal...
Así empieza tu charada
y veo con claridad
que prima y segunda es boba
y así, puedo continuar.
Tercia y segunda es cantante
-pero escribiéndolo mal.
¿Y prima y cuarta se come?,
pues no me diga V. más.
El todo es una estación...
Bobadilla... claro está».
No ocultaba Bustamante
que le costaba mucho trabajo hacer estos versos y otros por el estilo, y si no
se hubieran inventado los ripios los hubiera inventado él para salir de tamaños
apuros. Y aquí me permitiré una digresión a la retórica y poética de este
literato de su pueblo, digresión útil porque pinta la manera de matar versos que
tienen muchos escritores de cabeza de partido. Bustamante, considerando que el
escribir versos era operación que hacía sudar y llegaba a calentar la cabeza,
creía, lleno de lógica, que el mayor mérito de un verso (vulgo poesía) estaba en que fuera muy grande; cuantos más
renglones mejor. ¿No tiene más mérito un andarín que anda cinco horas sin
descansar que otro que sólo ande tres horas? ¿No apuestan los andarines a quién
aguante más? Así era Bustamante, un poeta de resistencia; y así creía él que
debían ser los poetas. El cambiar de metro se le antojaba una abdicación. Nada
de redondillas (que además nunca le salían a derechas), romance y tente tieso;
pero romance con un solo asonante (él no lo llamaba así) aunque fuese más largo
el verso que de Gibraltar a Madrid.
Ahora sí, eso de que
habían de estar mal los romances si caían en copla completa (consonante) le
parecía a Miguel una barbaridad, con permiso de Ruedita. El que las palabras
acabasen con las mismas letras, exactamente, ¿no era mérito mayor?, ¿no tenía
más dificultad?, pues cuantos más consonantes en el romance, mejor. Sin saber
por qué, prefería los romances agudos, porque el recurso de los verbos en
infinitivo (si era en a, e o i
el romance) le parecía muy útil, y cuando no bastaba eso, valía aquello de: Zas, ya, ¡tras!, ¡ah!, ¡quia!, ¡voto va!,
pues, ¡eh!, ¡pardiez!, en fin, grano de anís, ¡por San Gil!, y otras
interjecciones y frasecillas por el estilo.
Bustamante, como íbamos
diciendo, en vez de ir a la fonda de López buscó la posada de Rueda y
sorprendió al literato estudiante en el lecho, tres horas escasas después de
haberse acostado el autorcillo satírico, que trasnochaba, por no ser menos que
otros.
-¿Quién está ahí?
-gritó asustado Rueda, que tenía la mala costumbre de cerrar su cuarto por
dentro.
-¡Soy yo! -le respondió.
Mi primera en el pentagrama, mi segunda un senador, (si se le pone una
diéresis) de varias obras autor.
Quería decir
Mi-Güell... y Renté.
-¡Arriba, perezoso!
-gritó el del pueblo, dejando una maleta sobre la cómoda, una manta de viaje
sobre la mesa de escritorio, un paraguas sobre una silla y la sombrerera sobre
la cama.
Rueda no protestó: pero
no quería levantarse; le hacía daño madrugar.
-¿Cómo se entiende?
¡Arriba!
Y ¡cataplum!, el
robusto autor de charadas cogió el colchón por una punta, dio un tirón y Pep ito vino al suelo. No había manera de ofenderse.
Así las gastaban allá. La verdad era que el empingorotado López no hubiera
sufrido una broma de este calibre.
Almorzaron juntos y
temprano, después de lavarse y cepillarse el del pueblo. Se le ajustó lo más
barato que se pudo un cuarto con vistas a un pasillo que comunicaba, aunque no
directamente, con una galería, y allí se acomodó el buen provinciano que tenía
la convicción de que en Madrid todos viven así, apretados y a oscuras, y por
esto no se quejó. ¡Para lo que él pensaba parar en casa!
-¿El café lo tomaremos
con esos señores, por supuesto? -dijo después de almorzar Bustamante, que había
encontrado el vinillo bueno y no se lo había escatimado por aquello de que lo
mismo pagaba bebiendo mucho que bebiendo poco.
Esos señores eran los redactores
del Bisturí, periódico en que a la
sazón escribía el empecatado Rueda. Los redactores del Bisturí eran varios estudiantes -in partibus infidelium, de la facultad de Medicina.
El Bisturí hablaba de política,
de teatros, de todo, y especialmente tenía por objeto desacreditar -si tanto
podía, a los altivos catedráticos de San Carlos
que osaban dejar suspensos a los malos estudiantes, aunque fuesen periodistas.
Rueda era el único redactor no técnico
como él decía, del periódico. Se le había buscado por su gran fama de escritor
satírico y por sus ideas materialistas, demostradas en varios ataques
humorísticos al culto y al clero. Esto último no le gustaba a Bustamante,
fervoroso creyente, aunque no fanático, porque en él la religión era una
necesidad de artista; creía por temperamento; sin un ideal no comprendía
la existencia. Y al decir esto, suspiraba mirando una guitarra que también
había traído consigo. En fin, lo mejor era la tolerancia, y él perdonaba de
buen grado a los señores redactores del Bisturí
su falta de principios religiosos, en gracia a la sección de «Charadas y
acertijos» que publicaban en la cuarta plana.
-Bueno, pues entonces
iré yo antes a ver a ese López, que tiene que sacarme un destino. Espérame tú
en el café, y yo iré a eso de las dos para que me presentes a esos jóvenes ilustres.
Salieron de casa juntos
y en la Puerta
del Sol se separaron. Bustamante bajó por la calle del Arenal. Iba hacia la
casa de López como si lo llevasen al matadero; se paraba ante todos los
escaparates. En la vidriera de un café vio colgados de un cordel varios
periódicos. El Bisturí estaba entre
ellos. Sintió cierto orgullo. ¡Él, que acababa de llegar del pueblo, era amigo
de los que escribían aquel papel impreso! ¡Había almorzado con uno de los
redactores! El viejecillo que vendía los papeles no pudo notar la sonrisa de
lástima con que le estaba mirando Miguel Paleólogo. Compró El Bisturí y entró en el café. ¡Qué diablo! Tiempo había de ver al
señor López, que después de todo, no escribía en los papeles ni hablaba en el
Congreso ni era tan gran personaje como creía su mujer.
-¿Qué quiere el
señorito? -le preguntó un mozo distraído. Bustamante quiso cerveza. Mala hora
para tomar cerveza, pero no encontró en su memoria bebida más propia de un
literato, como él era sin duda y cada vez más.
-¿Quién sabe -pensaba,
mientras ponía cara de vinagre a la cerveza que tragaba, quién sabe? Acaso mis
relaciones literarias me sirvan mejor que López para mi pretensión. Donde menos
se piensa... Y esta prensa satírica... influye mucho. Tal ministro que se ríe
de todas las minorías, tiembla ante una caricatura o ante unos versitos
satíricos de pie quebrado. Es muy posible que El Bisturí tenga más influencia que López.
Y para matar el tiempo
en vez de ir a visitar al diputado, pidió papel y pluma y se puso a
escribir.
No a su mujer, no.
Escribió el nombre y apellido de los ministros y comenzó a manchar el pliego
con versos, encima de los cuales puso: Anagramas
políticos.
Así esperó la hora de
ser presentado a los satíricos del Bisturí.
Cuando Miguel Paleólogo
Bustamante llegó al café en que se reunían los redactores de El Bisturí, que era el Suizo Nuevo, ya
los ilustres periodistas, satíricos como diablos, estaban alrededor de una mesa
discutiendo, como de costumbre. Rueda los había enterado de las condiciones
físicas y morales de su colaborador el de
las charadas, y como notara que sus compañeros insistían en tener en muy
poco al mísero provinciano, para hacerle valer recurrió a una mentira que le
pareció inocente. Les dijo que era rico, y muy capaz, si allí halagaban su
vanidad, de subvencionar El Bisturí,
que se moría de hemotisis.
La presentación se hizo
con solemnidad. Rueda estuvo en ella muy digno y serio como un introductor de
embajadores. Era el muchacho andaluz de la clase de los sosos y tristones, y en
su candidez, vecina de la pobreza de espíritu, propendía a mirar todas las
cosas por el lado serio, que podían no tener siquiera.
Bustamante no trató ni
un momento de ocultar que estaba conmovido, realmente conmovido.
En él las impresiones
fuertes se traducían en un sudor copioso y de mal tono que bajaba por la frente
hasta el tejado de cejas y pestañas; en una sonrisa de barro cocido, toscamente
modelado, y en un ceceo tartajoso que inspiraba compasión, quitando al más
cruel las ganas de burlarse.
Los redactores de El Bisturí supieron apreciar en lo que
valía la humildad del provinciano, y después de significar que era ya de la
mesa, que se le admitía allí como un ingenio colaborador, siguieron las
disputas interrumpidas.
Bustamante colocó su
taza de café en una esquina de la mesa, juzgando que harto honor era para él
disponer de tan reducido espacio; se sentó al sesgo, para tomar menos sitio, y
se juró en el fondo de su «fuero interno» pagar todo el gasto aquel día. Oía y
callaba, y decía a todos con la cabeza que sí, que era como ellos asegu raban, aunque se contradijeran. De vez en
cuando, si la discusión se acaloraba y no temía ser oído ni visto, se acercaba
a su amigo Rueda y le decía en voz baja, casi por señas a veces:
-¿Quién es
este?
-Este que habla tan
bien, ¿quién es? -preguntó primero, señalando a un joven alto, de barba negra,
de buena figura, pero insulso de expresión, lacio y repugnante, porque se hacía
vivaracho y gracioso cuando la pereza meridional estaba pintada en todo él
pidiendo a voces silencio, reposo, vida de vegetal, nada de excita-ciones
cerebrales.
-¿Ese? Ese es una
notabilidad -respondió de buena fe Rueda, al oído de Miguel. Es Merengueda, que
ha escrito ya un artículo en Los Lunes de
El Imparcial, unos versos en La Ilustración
y todo lo que ha querido en La Raza Latina y La
Moda Libre.
Paleólogo se volvió
para contemplar a Merengueda a su talante.
-Sí, sí, me suena
-dijo.
Merengueda era el
redactor principal de El Bisturí,
escribía los artículos de fondo, que tenían que ser muy intencionados, sátiras
como cantáridas, y de un estilo muy alegre, familiar y... vamos, barbián como
decían ellos.
Merengueda (que se
llamaba Narciso), tenía la desdichada habilidad de asimilarse (frase suya)
todas las muletillas de moda en los periódicos festivos que él admiraba e
imitaba. Como en los artículos de esos periódicos no solía haber más gracia que
la de un estilo plebeyo, chabacano, desaliñado y caprichoso, plagado de
idiotismos necios, de giros y vocablos puestos en uso por una moda irracional,
poco trabajo le costaba al satírico de El
Bisturí parecerse hasta igualarlos a los humoristas de otros papeles muy
leídos y acreditados. Por lo cual los amigos de Merengueda le tenían por un
Fígaro en ciernes.
Para comenzar su
artículo tenía siempre una muletilla que usaba sin conciencia de ella, creyendo
que cada vez se le ocurría por la primera y que tenía gracia y originalidad.
«Pues, señor, el
gobierno nos quiere hacer felices, y... ¡nada!, hay que dejarle pasar con la
suya; porque, lo que digo yo, señores...». Así empezaba un día el artículo.
Y otro día: «Pues,
señor; que el gobierno se quiere quedar con nosotros».
Y otro: «Pues, señor;
que el gobierno es un barbián».
Y cuando no era pues señor era decididamente.
Aquello de empezar por decididamente se le antojaba a Meren-gueda
un recurso del mejor gusto, porque parecía como que se seguía hablando... de lo
que no se había hablado todavía.
A estas y otras
tonterías del satírico, que debía vender dátiles, las llamaban sus admiradores
«sencillez, naturalidad, facilidad».
-¡Qué fácil es el
estilo de Merengueda! -decían.
Y sí era fácil, ¡como
que así puede escribir cualquiera! Las ideas del redactor en jefe (pero sin
subordinados) de El Bisturí corrían
parejas con su estilo. Pensaba a la moda, y con la misma desfachatez y
superficialidad con que escribía. Era materialista, o mejor positivista... Que
no se le hablase a él de metafísica; la metafísica había hecho su tiempo, decía con un horroroso galicismo.
Había otro redactor de El Bisturí que se pintaba solo para
criticar a todos los autores y artistas del mundo.
Era el primer envidioso
de España, y en su consecuencia se le hizo crítico del periódico. Lo mismo
hablaba y escribía de teatros, que de novelas, de poesía lírica, de historia,
de filosofía, de legislación, de pinturas, de música, de arquitectura y diablos
coronados.
Se llamaba Blindado y
lo estaba contra todos los ataques de la vergüenza que no conocía. Hablaba en
el Ateneo, donde se reía de Moisés y de Krause. Para censurar un libro que tratase
materia desconocida para él (cualquier materia), comenzaba por enterarse de la
ciencia respectiva por el mismo libro, y después de deberle todos sus
conocimientos sobre el asunto, insultaba al autor, en nombre de la ciencia
misma y le daba unas cuantas lecciones aprendidas en su libro. Si el caso era
criticar un cuadro, recurría al tecnicismo de la música, y hablaba de la escala
de los colores, del tono, de una especie
de melodía de los matices, de las
desafinaciones, de las fugas de color; pero si se trataba de música, entonces
recurría a los términos de la pintura, y decía que en la ópera o lo que
fuese, no había claro-oscuro, que la voz del tenor era blanca, azul o violeta,
que las frases no estaban bien matizadas, que la voz no tenía buen dibujo, etc.,
etc. Todo lo decía al revés. También era positivista.
Los demás redactores de
El Bisturí eran de las mismas trazas.
Para ellos no había eminencia respetable, trataban al Himalaya como al cerrillo de San Blas.
-Ese Campoamor está
chocho -decía uno.
-¡Don Federico Rubio!
¡Don Federico Rubio! Un buen cirujano, pero no es profundo, y además es poco
atrevido.
-¡Encinas! Encinas
comparado conmigo es como un arbusto, como oleaster.
-¡En España no hay
poetas!
-¡En España no hay
médicos!
-¡En España no hay chicha...!
-¡Ni limoná!
Bustamante oyendo estos
y otros disparates, y con algunas copas de cognac en el cuerpo, estaba como
quien ve visiones y muy colorado. Se limpiaba el sudor del robusto cuello con
el pañuelo y pensaba:
-¡Señor, si tan poco valen
Campoamor, Encinas, Rubio... qué poquita cosa debe de ser mi señor López el
diputado...! Decididamente no voy a visitarle. Aquí hay que darse tono.
Y acercándose a Rueda
otra vez, le dijo en voz baja:
-Oye, tú, ¿qué opinan
estos señores de López... el diputado de allá...?
Lo oyó Merengueda y
gritó:
-¡Valiente animal!
-¿Quién? -preguntó
Blindado.
-López, el andaluz.
-¡Oh, qué bruto!
-¡Qué zángano!
-¡Un paquidermo!
-¡Un rinoceronte!
Bustamante se puso como
un pavo y dijo con tono humilde:
-No crean ustedes...
también allá le tenemos por un mequetrefe... Yo no pienso pagarle la visita.
¡Es un avestruz!
-¡Un dromedario!
-repitió el coro.
-Eso le decía yo a mi
mujer... ¡Un dromedario!
Aquella tarde lo pagó todo, como se había ofrecido, el
colaborador de las charadas.
Protestaron por fórmula
algunos de los presentes, el mozo vaciló breve rato y por fin cobró.
Notó Bustamante que en
aquel momento todos le miraron a él con respeto, con asombro pudiera decirse,
y, mientras se ponía muy colorado, sintió una vanidad infinita.
A la puerta del casino
se despidieron algunos redactores del Bisturí.
Paleólogo bajó por la calle de Alcalá con Rueda, Blindado y el satírico
Merengueda.
Tomaron una manuela cerca de la Cibeles y como sardinas en
banasta se fueron a pasear al Retiro.
Bustamante no conocía
el paseo de coches, y al llegar a la explanada, cerca del invernadero, donde se
abre el horizonte como si allí debajo estuviera el Océano, al ver los perfiles
de los coches de lujo destacarse sobre el cielo azul, se sintió en un mundo mejor y se le figuró que no
mucho, pero algo, se fijaba en él la atención de todos aquellos señores y
señoras que se dejaban arrastrar a paso de tortuga, tan serios, tan silenciosos
como si el ceremonioso paseo fuera parte de una solemnidad religiosa, del dios
del lujo y de la moda.
Cada vez se le iba
subiendo más humo a la cabeza, y con esto y el mareo de la cerveza y el cognac
y el ruido y movimiento de los coches, se puso medio borracho, muy contento,
sin saber por qué, y empezó a ver visiones; se le imaginaba que Merengueda y
Blindado eran dos grandes literatos que iban llamando la atención, y que él,
que les había pagado el café y los acompañaba en aquel simón descubierto, también iba camino de ser un personaje.
Y tal es la perversidad
humana y tanto deslumbran las grandezas de la tierra, que Miguel Paleólogo tuvo
que reprocharse el criminal pensamiento de pesarle que allá en el pueblo
quedasen una esposa y varios hijos, como otros tantos eslabones de una cadena y
ser un hombre en aquel Madrid, como Merengueda y Blindado lo eran seguramente.
Pero Miguel no tardó en
desechar tan repugnantes ideas y sentimientos y experimentó en breve la
saludable y moral reacción de un cariño tierno y acendrado a los pedazos de su
alma que había dejado en Andalucía. Entonces preguntó a Rueda (que iba a su
lado, sentado en la ceja de la asendereada manuela):
-¿Cuánto costaría poner
casa en Madrid, con mujer y tres hijos?
-Hombre... un Potosí.
En Madrid la vida es muy cara...
-Sí, ya sé... ¿pero cuánto?
-Además... todo es
relativo...
-Sí, ya sé... ¿pero
crees tú, que... con veinte mil reales al año...?
-¡Absurdo! -gritó
Merengueda, que en aquel momento saludaba a un señor que lucía un carruaje de
mucho lujo, lacayos de librea oficial y un soberbio tronco.
-¿Quién es ese?
-preguntó por lo bajo Miguel a Rueda.
-El ministro de la Gobernación -contestó Pep ito con afectada sencillez, como si a cada
momento saludasen ellos a un ministro.
-Ni con treinta mil, si
es que quiere usted comer principio, puede vivir en Madrid -añadió Merengueda,
como dando más importancia a la conversación que al incidente del saludo
ministerial.
-Ya metí yo la pata
-pensó Miguel, ¡cómo ha de parecerle bastante dinero mil duros a un hombre a
quien saluda con la mano y sonriéndose el ministro de la Gobernación !
-En rigor, eso mismo le
decía yo al diputado López -continuó Bustamante, mintiendo como un bellaco; él
me decía que bastaría aquí un destino de veinte a veinticuatro... pero yo le
contesté que menos de dos mil duros... nada.
-¡Y eso para vivir con
hambre! -advirtió Rueda.
-¡Lo absurdo es poner
casa! -dijo Blindado.
-Aquí no se debe vivir
con familia y menos con casa puesta, a no ser millonario... porque entonces se
puede tener otra casa fuera de casa.
Rueda rió la gracia.
Merengueda dijo sonriendo:
-No está mal.
Y Miguel Paleólogo tuvo
la virtud de pueblo de no comprender el chiste.
-¡Qué barbián es ese
Paco! -dijo Merengueda, que deseaba volver a lo del saludo del ministro.
-¿Qué Paco? -preguntó
Bustamante.
-Romero Robledo.
La mayor gloria de
Merengueda era haber dado la mano cinco o seis veces al señor Romero Robledo:
había tenido también el honor de que el ministro en persona le hubiera pedido
cierto artículo diciendo:
-Pollo, quiero ver ese
palo que V. me pega en El Bisturí...
Creo que tiene mucha gracia y a mí me gusta ver el talento, aunque sea en el
enemigo...
Aquel acontecimiento no
era sólo gloria de Merengueda, sino de toda la redacción. ¡El ministro sabía
que El Bisturí le había dado un palo!
Desde entonces siguió
pegándole... pero con palo dulce; le llamaba guapo, barbián, buen amigo,
generoso, feliz mortal, etc., etcétera.
Cuando oyó todo esto
del ministro, Miguel se hinchó de satisfacción y por poco tira de su asiento
al pobre Rueda.
-¿Y diga V.; en qué
número... salió ese palo? -preguntó Bustamante temblando de emoción.
-En el 24... sí, en el
24 creo...
¡Oh, felicidad! En el
24 precisamente venía un logogrifo suyo cuya solución era Vercingétorix.
¡Era posible que el
ministro hubiese leído el logogrifo! ¡Qué honor! ¡Qué diría su mujer cuando lo
supiese! Miguel recordó las picardías enigmáticas que había escrito por la
mañana en el café y se prometió atenuar los insultos en verso que dirigía al de
Gobernación.
Y es más, cuando el
coche del ministro volvió a pasar junto a la manuela del Bisturí, Bustamante, sin que lo notasen sus amigos, saludó al señor
Romero Robledo con un saludo zurdo y vergonzante, pero lleno de abnegación y
desinterés; el ministro no le contestó porque no le vio siquiera. Iba
sonriendo, eso sí, pero no a él, no a Paleólogo, sino al universo mundo.
Blindado no trataba a
ningún ministro.
Le apestaba la
política... Pero también tuvo su saludo interesante.
Una señora de unos
cuarenta años, que iba sola en una carretela con escudo nobiliario, triste,
aburrida se animó al ver a Blindado, se irguió y le saludó
con el abanico y con la gracia del mundo.
Blindado saludó con las
líneas quebradas que usaban entonces los pollos elegantes.
Rueda guiñó el ojo a
Merengueda, que se puso pálido de envidia.
Miguel, temiendo ser
indiscreto, no preguntó nada, pero admiró, desde otro punto de vista, al
afortunadísimo Blindado, que no sólo era un gran crítico, sino que se veía
saludado de aquel modo por marquesas muy elegantes, aunque jamonas.
-Decididamente -pensó
Bustamante imitando el estilo de Meren-gueda, estos muchachos son notabilidades
y El Bisturí es un periódico de
fuste. ¡Oh! ¡Si no hay como la prensa satírica!
Ya cerca del oscurecer
se apearon frente al Suizo.
Miguel inmediatamente
se acercó al cochero, se impuso y pagó.
-¡De ningún modo...!
-No puede ser...
-¡Cobre usted! -gritó
con energía el provinciano, aludiendo al duro que había entregado al asturiano
del pescante (perífrasis que prefiero a llamarle automedonte).
-Esti duro non me paez buenu, señuritu...
En efecto, aquel duro
era falso, si bien no era el mismo que le había entregado Miguel.
De buena gana hubiera
discutido la cuestión Paleólogo, pero le pareció ridículo tener allí a sus
ilustres amigos detenidos, llamando la atención por tan poca cosa. Podían pasar
el ministro y la marquesa y enterarse. ¡De ningún modo lo consentiría él!
Dio otro duro y el
cochero le devolvió una peseta.
El escéptico Blindado
cuando ya la manuela había desaparecido, tuvo una duda.
-Mire V. esa peseta...
¡Esa sí que será falsa probablemente...!
Miguel tuvo pronto la
seguridad de que era falsa en efecto.
Blindado sonrió con
amargura... y cierta satisfacción.
Y Miguel, olvidando
aquel par de duros pensó admirado:
-¡Cómo conoce este
hombre el corazón humano! Así él seduce marquesas y despelleja autores.
En aquel instante se le
ocurrió a Blindado el siguiente galicismo:
-¿Si comiéramos en el
Inglés?
La proposición fue
aprobada por unanimidad, pero se le impuso una condición a Bustamante: que no
había de pagar él por todos.
-¡A la inglesa!
-exclamó Ruedita.
-¡A la inglesa!
-repitió Blindado con menos fervor.
-Bueno, señores, no se
hable de eso -respondió Paleólogo, sonriendo con malicia, que daba a entender
su oculto pensamiento: pagarlo él todo. Estaba decidido a hacer carrera por
allí, por la prensa satírica, y no vacilaba en sacrificar un billete de cien
pesetas, que destinaba a aquella comida magna. Él había oído decir que muchos
ricachos de pueblo se habían hecho hombres en Madrid sin más que dar banquetes
a los personajes. Pues él quería hacer lo mismo.
Subieron a los
comedores, buscaron un gabinete para cuatro cubiertos y el mozo les preguntó,
con un aire de gran señor que desorientó a Bustamante:
-¿Cubierto?
Rueda y Merengueda se
miraron vacilantes, pero Blindado, águila en ciertos asuntos, sobre todo en el
conocimiento del corazón humano, como había pensado muy bien Bustamante, se
apresuró a decir:
-¡No, hombre, no! Trae
la lista.
A Miguel le extrañó que
Blindado tutease al camarero de las patillas, y se dijo: -Estos hombres audaces
son los que suben. ¡Cuánto daría yo por atreverme a tutear a ese... señor mozo!
El comedor en que
estaban tenía su diván y espejo rectangular, de cajón en semejantes lugares
comunes. Pero a Bustamante le pareció aquello un lujo superior a los propios
merecimientos. El diván ancho y bien mullido le parecía un incentivo demasiado
fuerte de la voluptuosidad. Cuando le dijeron que allí se comía con amiguitas y que aquellos nombres
inscritos en el espejo con diamantes eran de las palomas torcaces que solían
acudir al reclamo de una buena mesa, Paleólogo sintió vacilar el edificio de
sus creencias morales de provinciano morigerado. Ya desde su pueblo traía el
proyecto vago, indeciso, de ser infiel a su esposa una sola vez, no por nada,
sino por ver de todo, por saber lo que había adelantado la civilización en
cierto ramo que en su tiempo estaba muy atrasado. Aquel diván y aquel espejo le
recordaron su plan en boceto de infidelidad transitoria.
Trajo el camarero la
lista, que estaba en francés de folletín traducido.
Blindado puso el
tarjetón en manos de Miguel diciendo:
-Que escoja el señor;
es su derecho de forastero.
Miguel se puso colorado
y el consabido sudorcillo de las situaciones apuradas comenzó a inundarle el
cogote.
Él había traducido
francés, en otra época, había leído el Telémaco
y algo del Gil Blas... Pero temía que
la lengua del vecino imperio, como él llamaba a Francia, y eso que hacía
algunos años de la caída de Napoleón, temía que la lengua del vecino imperio se
le hubiese ido de la memoria.
Lo primero que vio fue
la lista de los vinos, porque había empezado por el reverso.
Pidió tres o cuatro châteaux, por lo pronto. Después se
limpió el sudor con el pañuelo y volvió a la carga. Todo lo que veía tenía
nombre de vino; además lo decía arriba: Vins,
y esto significaba vinos o él había olvidado el francés. -Pues, señor -pensaba
entre congojas, ¿si será moda ahora emborracharse con toda clase de vinos y no
comer?
-Señores -dijo en voz alta,
esto me parece demasiado egoísmo; a mí me gusta de todo, escojan ustedes.
Entonces Blindado tomó
la lista, le dio la vuelta y pidió de lo más suculento y sabroso, nombrándolo
en francés y preguntando a cada plato a Miguel:
-¿Le gusta a V. esto?
El otro aprobaba sin
entender palabra. ¡Diablo de francés! Aquello no era lo que él había leído en
el Telémaco... écrevisse... asperges. El sabio Fenelón no decía palabra de estas
cosas. Indudablemente, las lenguas cambiaban, como todo. Afortunadamente él, Miguel
Paleólogo, se tenía por hijo de su siglo y estaba dispuesto a comer todos
aquellos que se le antojaban neologismos franceses, y hasta dispuesto a
pagarlo.
Se comió bien; con los
mariscos se ensañó Blindado, que tenía proyectos trascendentales. Comieron
ostras, langosta, langostinos, calamares, todo ello regado con los vinos
correspondientes. A mitad de comida, Miguel, que había perdido el miedo y se
ahogaba en sudor, tuteó al mozo para decirle:
-Oye, tú, ¿hay
encendida por ahí alguna estufa?
El mozo sonrió, dando a
entender que comprendía el chiste. Miguel creía en la estufa oculta.
-La estufa la tienes tú
aquí, troglodita -dijo Blindado,
dando una palmadita familiar en el abdomen, respetable al fin, de Bustamante.
Y acercándose al oído
del provinciano le dijo algo que le obligó a mirar al diván con ojos llenos de
lujuria.
-¿Odaliscas, eh? ¡Ah,
pillín! -gritó entre carcajadas grotescas el hombre de las charadas.
-¡Cuidado! -dijo
Ruedita, en voz baja, a Blindado.
-¿Por qué?
-Porque me lo vas a emborrachar
de veras.
-¿Y qué?
-¡No hay que abusar!
-advirtió con gravedad de borracho prudente Meren-gueda, que comía y bebía más
que todos y estaba muy pálido.
Muy bien le pareció a
Bustamante lo de tomar helado antes de terminar la comida; era cosa nueva para
él semejante intermedio, pero lo reputó excelente.
-¡Y mi mujer -pensaba,
que nunca da leche merengada a los chiquillos si no han hecho antes la
digestión! ¡Qué preocupaciones hay en los pueblos!
-¡Preocupaciones!
-siguió reflexionando. ¡Quién sabe, después de todo, si esto de la fidelidad
conyugal será también una preocupación! Después de todo, la moral es relativa,
como decía hoy este talentazo de Blindado en el café.
-¿Odaliscas, eh? ¿Con
que odaliscas? -repitió en voz alta, riendo como un fauno.
-¡Hola, no le ha caído
en saco roto! -dijo el crítico, que aproximó su silla a la de Miguel.
Hablaron en voz baja.
Rueda y Merengueda
conferenciaron también.
A los dos les daba la
borrachera por la prudencia. Rueda decía:
-¡Esto es abusar! Ese
Blindado cree que por venir de provincias es tonto mi amigo... ¡Quiere
explotarle y degradarle...!
-¡Es un cínico! ¡Esta
comida le va a costar un dineral! ¡Ha pedido de lo mejor! -respondió
Merengueda, serio y sin perder bocado.
-¿A quién le va a
costar un dineral?
-A Blindado... ¿Pues a
quién? Ya que él la pidió así, que la pague; yo no traigo aquí más que dos
duros...
-¡Pues lo menos nos
sube a cinco por barba!
-¡Y ese otro bestia ha
pedido tanto vino...!
-¡Y caro...! Yo traigo
seis pesetas.
-¡Pues que pague
Blindado!
-¿Con qué?
-¡Qué sé yo!, con las
costillas... ¡yo no pago! -y Merengueda comía, serio, taciturno, pálido,
olvidado de que era un humorista de fondos
políticos.
Blindado, levantando el
gallo, decía:
-¿Pues qué duda tiene?
La moral es relativa... tienes razón, Miguelito; has coincidido con Pascal;
verdad aquí... error al otro lado de los Pirineos. El hombre es naturalmente
lascivo, el pudor en la mujer, una convención... Las mujeres de unas islas...
las islas... las islas... en fin.
Más allá de las islas
Filipinas.
Pues bien, las mujeres
de allí se arrojan al agua para acercarse a nado a las naves de los europeos y
ofrecerles su cuerpo a cambio de abalorios, pañuelos de seda y otras
baratijas...
-¡Así se abrió España
al cartaginés! -observó Bustamante, satisfecho de haber colocado oportunamente
una cita de primeras letras.
Blindado y Miguel
Paleólogo quedaron en que la moral era relativa y en ir aquella noche a visitar
a varias damas de las Camelias, irredimibles y hasta empeñadas.
Cuando llegó la hora de
pagar, Bustamante se impuso. Estaba bastante borracho para no admitir
competencia. Gritó, insistió en pagar él solo, cuando ya nadie le llevaba la
contraria. Entregó, sin saber lo que hacía, un billete de cien pesetas, y el
camarero le devolvió unas cuantas en una bandeja plateada. La bandeja deslumbró
a Paleólogo, que se guardó aquellas creyendo que eran un dineral.
-¡La propina, hombre!
-le advirtió Blindado.
-¡Ah, caballero, usted
dispense...! Toma -añadió, recordando que debía llamar de tú al mozo. Y le dio
un reluciente Amadeo.
-¿A dónde vamos?
-preguntó Rueda en la calle.
-¡Hombre! Vamos a ver a
esas señoras... amigas de... -dijo como pudo Miguel.
-No -observó Blindado,
has de saber, compadre, que en la alta
sociedad no reciben tan temprano. Ahora vamos al Real. Allí verás marquesas
llanas y populares que no vacilan en codearse con cualquiera. Iremos al
paraíso, que es donde están esas marquesas de incógnito. Nuestro traje no nos
permite presentarnos en las butacas; los palcos por asiento son cursis... Vamos
al paraíso.
-Sí, sí, vamos.
Miguel había oído en su
pueblo que en el paraíso se juntaba lo mejor de Madrid; que iba allí cada
marquesa y cada duquesa, así, como quiera, de trapillo. A él se lo había dicho
un gobernador de provincia, que también asistía al paraíso cuando era
gobernador cesante, y no se avergonzaba; iba, también, como un cualquiera.
Rueda y Merengueda, que
tenían la borrachera antipática de la prudencia, dejaron solos a Blindado y
Paleólogo.
-¡Nos lavamos las manos!
-dijo Rueda.
-Eso es -añadió
Merengueda, no queremos ser responsables de las picardías de ese tuno.
Rueda hablaba de pedir
una satisfacción a Blindado al día siguiente. Le había secuestrado al amigo, al
probable protector de El Bisturí.
Miguel llegó con su
nuevo Mentor madrileño al paraíso del Real.
-Sobre todo no seas
tímido -le había dicho Blindado, por la escalera, que no se acababa nunca. No
seas tímido; aquí todo se hace al vapor, el amor inclusive. Siéntate junto a
una chica guapa, que probablemente será hija de un título. Oprímala usted; si
ella resiste al palo... písela usted el pie. (Volvía a darle tratamiento de
usted.)
-¿Y si ella está en el
banco inferior?
-Entonces le pisa usted
una mano... Es decir, eso no; en fin, la topografía dirá a usted cómo y cuándo
ha de pisar o tocar, o lo que sea.
-Sentémonos aquí, que
se domina el escenario.
-No, señor, eso es
cursi. No hay que ver, sino oír. Los inteligentes, los críticos nos sentamos
aquí abajo.
Paleólogo siguió a su
amigo a los bancos inferiores. Se sentaron en la sombra. Desde allí no se veía
más que el cielo mitológico y la gradería paradisíaca. Pronto comenzó la
orquesta a hacer temblar el aire. Se trataba del Rienzi, de Wagner. Paleólogo estaba aturdido con tal estrépito, y
grande fue su asombro al ver levantarse a todos los de aquel banco, que eran,
sin duda, los inteligentes, y gritar como energúmenos, enseñando los puños y
los bastones a los dioses del techo:
-¡Más tambores! ¡Faltan
tambores! ¡Se defrauda al público! ¡Más tambores!...
-¡Más tambores! ¡Dios
mío! -pensaba Paleólogo. ¿Para qué querrán tanto parche estos caballeros?
Lo que es no
entenderlo: él creía que sobraban tamborileros. No tardó en olvidarse del arte
para no pensar más que en una joven rubia que tenía cerca de sí, a su espalda,
la cual ya le pisaba los faldones del chaquet.
Era muy blanca y muy relamida, y Bustamante la tuvo por duquesa desde la
primera mirada con que ella se dignó favorecerle, al volver él la cabeza para
contemplarla. De mirada en mirada, el provinciano iba perdiendo la poca cabeza
que le quedaba, y sin encomendarse al diablo (que a Dios no había de ser), se
atrevió a pisar un pie diminuto, de la duquesita; pero se lo pisó con la mano, que todo era pisar, tratándose de
Paleólogo. No había otro modo. Calló la niña y no retiró aquella monada, que
tenía entre dedos gordos y blandos el atrevido lugareño.
-¡Esto es hecho! -pensó
Paleólogo. Aventura tenemos. La duquesa de Pinohermoso, pongo por pino, se ha
prendado de mí... Perdone mi mujer, pero esto honra a la familia. Además, la
moral es relativa y en Madrid es cursi andarse con repulgos.
Y atreviéndose más,
tocó el elástico de la bota de la duquesa (que traía botas con elástico).
Todavía calló la aristócrata.
A Miguel le daba
vueltas el paraíso delante de los ojos... Se ahogaba... no sentía más que una
audacia sin límites... Puso la mano sobre un tobillo redondo, tentador... y
acto continuo creyó que le habían roto la espina dorsal, merced a un puntapié
que la duquesa tuvo a bien aplicarle, salva la parte, con toda la energía de su
pudor sobresaltado.
La duquesita le llamó
sin vergüenza y mal cabayero y le
preguntó retóricamente que por quién la había tomado, añadiendo que si
estuviese allí su papá... Pero estaba la mamá, que llamó a Alfredito, un novio
para la niña, sentado un poco más arriba. Alfredito desafió in continenti al provinciano, entre los
siseos del público. En el escenario andaban a sablazos con gran estrépito
también. Miguel aceptó el reto sin ver, oír ni entender; creía que estaba loco,
y escapó de aquellos bancos perseguido por los silbidos del público
inteligente. En el entreacto, Blindado salió en busca de Miguel, le dijo que no
valía la pena abroncarse por tan
poco. Aquella señorita no era duquesa, sino hija de un empleado en consumos,
una cursi de las pocas que se deslizaban entre la buena sociedad del paraíso.
Por eso ella había gritado. Cuando diera con una verdadera señora, vería
Paleólogo cómo no se quejaba por mucho que él se insinuara.
Sin embargo, Bustamante
se juró a sí mismo no insinuarse más, y se fue a los bancos altos de la
izquierda (del espectador), para contemplar a su gusto a la familia real, que
estaba en frente, allá abajo, en su palco de diario. Tomó unos gemelos de
alquiler y embelesado admiraba al rey, a la reina y a las infantas. Un profundo
sentimiento de amor a la monarquía y a la dinastía le embargaba el alma; la
música hacía mayor su entusiasmo. El rey tomó unos gemelos muy grandes, paseó
la mirada por el teatro, y... ¡oh, placer! se le antojó mirar hacia arriba...
¡Paleólogo creyó que le miraba a él y que le miraba con fijeza!... No, no debía
de ser a él... ¡pero sí... era a él!... En rigor, no era un desconocido, así,
en absoluto, para Su Majestad. Al pasar el tren real por el pueblo, siendo
Paleólogo concejal, había saludado a Su Majestad en la plataforma del wagón...
y el rey se había sonreído e inclinado la cabeza... como ahora... También
se sonreía ahora.
-¡Oh, no cabe duda, es
a mí!
Y Paleólogo saludó a S.
M., que ni siquiera veía al ex concejal.
El entusiasmo dinástico
le duró hasta el final de la ópera. Contemplando estaba a sus anchas, con los
ojos metidos por los cristales de los gemelos, cómo la familia del monarca se
despedía del público, a los acordes de la
marcha real, cuando oyó dos silbidos a su lado, muy cerca y toses y otros
ruidos subversivos... Volvió la cabeza indignado, ardiendo en celo monárquico y
se encontró con un guardia de orden público que, sujetándole por el cuello de
la camisa le intimó la rendición de su persona con todos sus derechos
ilegislables.
-Todos los de este
banco... desde aquí... hasta aquí... ¡presos!
-¡Pero, señor!...
-¡Silencio!
Y la autoridad, en
forma de media docena de polizontes, llevó al mísero Paleólogo a la prevención,
en compañía de otros seis malhechores, todos estudiantes menos él.
-¡Blindado! -gritaba
Miguel al bajar aquella escalera que había subido lleno de ilusiones.
Pero Blindado no
aparecía.
Durmió en la prevención
el mísero Bustamante. Así pasó su primera noche en Madrid.
Y al día siguiente,
tuvo que salir desterrado a Guadalajara, con
otros estudiantes.
Los primeros días de su
destierro en Guadalajara se aburrió mucho Miguel Paleólogo. Su carácter de víctima de nuestras disensiones políticas,
le tenía muy orgulloso y descontentadizo. Hablaba poco con la patrona, nada en
la mesa, iba al café y pedía su veneno correspondiente por señas, y sin decir
una palabra pagaba.
Empezó a escribir sus
memorias para entretener sus ocios.
Un extracto de aquel
diario nos ahorrará muchos párrafos de soporífera narración.
Copio:
«Guadalajara es un
poblachón que yace bajo el poder de un militarismo invasor.
»No se ve más que
capotes azules y franjas de pantalón partidas en dos.
»Me han presentado en
el café a varios caballeros alumnos de la Academia de Ingenieros. Simpatizamos.
»Presentación en el
Casino. No hay más que caballeros alumnos. Un joven toca el piano... con los
tacones y las espuelas.
»Me va gustando
Guadalajara. Los paisanos me llaman ya el ingeniero,
por mis relaciones con el elemento militar. Después de todo, los ejércitos
permanentes son una necesidad.
»Velita, que es el
diablo y además una cosa que llaman aquí perdigón,
es mi íntimo amigo.
»Velita me aconseja que
enamore a doña Nicolasa, que ignora mi estado. Cierto que la moral es relativa,
como decía muy bien Blindado, pero, ¿y si don Serapio, el hermano de doña
Nicolasa, averigua mis planes y me desloma?
»¡Dios mío!, ¡en buena me he metido! ¡Un
desafío con doña Nicolasa!, lo que yo me temía. Leo lo escrito y enmiendo: el
desafío no es con doña Nicolasa sino con don Serapio, su hijo, digo, su
hermano. No sé lo que me escribo. ¿Por qué sería doña Nicolasa tan sensible y
yo tan calavera y tan... tan... tarantán? ¡A buena hora mangas verdes!, después
del burro muerto...
»Leo lo de mangas
verdes y no lo borro porque me he propuesto escribir en estilo familiar y decir
todo lo que siento, confesar mis debilidades y darme bombo siempre que lo
merezca, como lo hacía J . J . Rousseau.
»Me he portado bastante
bien sobre el terreno. Don Serapio me pidió una explicación y yo se la di por
consejo de Velita. Pagué la cena para todos aquellos señores y ya no se hablará
más del asunto. Pero permítaseme consagrar un suspiro a la memoria de estos
amores efímeros y dulces, y a la de su víctima propiciatoria, como creo que se
dice, aunque no estoy seguro. ¡Ay, pobre Nicolasa!
»¡Gra n éxito! En la tertulia de las de Pintiparado
hemos representado charadas Velita y yo, con acompañamiento de caballeros
alumnos y señoritas de la localidad y de Marchamalo. Yo he representado varias
fábulas de Esopo. Dicen que el asno lo figuraba tan bien que no me faltaba más
que rebuznar. No, y yo hubiera rebuznado, pero la charada clásica debe ser
muda.
»Me ha llamado a su
despacho el señor gobernador. Tengo un poco de miedo, aunque poco. ¿Será por lo
de doña Serapia, digo, Nicolasa (¡ingrato!) o será por causas políticas?
»Era por causas
políticas. Mis charadas de El Bisturí
me han comprometido. Se me sigue causa en rebeldía y el gobernador me entrega
al juez, que me entregará a la guardia civil.
»¡Yo sí que voy a
entregarla de esta!
»¡La gloria es un
martirio! La Academia
en masa me ampara y pide al gobernador casi amotinada, que aplace mi prisión...
pero a mí no me llega la camisa al cuerpo. Esos caballeros alumnos, cuya buena
intención agradezco, pueden empeorar mi causa.
»El gobernador acaba de
acceder a la petición de los ingenieros y se dará en el teatro esta misma
noche una función a mi beneficio. Yo representaré charadas y haré de hijo en Verdugo y sepulturero. Después, saldré
entre civiles del teatro. Definitivamente, soy un mártir de las ideas y un
genio. Lo de genio no se lo diré a nadie por ahora, pero lo soy...
»Necesito coordinar mis
ideas... ¡Qué emociones!... El teatro lleno de uniformes... la escena llena...
de roses... En cuanto yo exclamé:
Yo derribo una cabeza
siempre del primer hachazo...
los caballeros alumnos,
como otros tantos caballeros energú-menos, se levantaron, locos de entusiasmo,
y a gritos, a palmadas, hasta sablazos creo, improvisaron la ovación más
descomunal de todos los siglos, por lo menos de todos los siglos en que ha
habido ingenieros militares. ¡Qué entusiasmo! El tablado se cubrió de roses,
después se cubrió de caballeros alumnos. Velita me quiso ahogar en un abrazo.
»Me sacaron en
procesión por las calles.
»El gobernador mandó a
los civiles para rescatarme... Palos, sablazos, tiros... ¡qué sé yo! Dormí en
el calabozo de la
Academia. Aquello fue una equivocación, pero dormí dentro del
fuero militar.
»Al día siguiente
comparecí ante el director de la ilustre escuela. Era un brigadier medio ciego,
muy ordenancista y de muy malas pulgas. Me llamó caballero alumno y me mandó
arrestado, mientras se me formaba sumaria. Creyó que era yo ingeniero. No me
permitió sacarle de su error y fui arrestado en nuevo calabozo.
»Ocho días después,
salíamos desterrados para Andalucía 'varios alumnos de la Academia de ingenieros
militares, entre ellos el Sr. D. Miguel Paleólogo Bustamante, complicado en otras
causas políticas'. Al menos así lo decía La
Correspondencia.
»Yo me encontré, de
justicia en justicia, entregado a la de mi pueblo. Entré en mis lares en
calidad de estudiante, periodista y caballero alumno de ingenieros, desterrado
por causas políticas.
»Mi mujer, mis hijos
lloran conmigo en el destierro, algo menos penoso por las dulzuras del hogar.
»Como sigo cesante, el
pan, el poco pan que comemos es negro. ¡El negro pan del destierro!
»Toda mi familia, todos
mis vecinos, se esfuerzan por consolarme... pero ¡ay!, en vano, mi llanto es
inagotable.
»Por mucho que ellos
quieran endulzar mi amargura, yo no dejaré de ser una víctima de nuestras
disensiones políticas.
»¡Soy un desterrado!
»Cierto que esta es mi
esposa, estos mis hijos, esta mi casa, este mi lecho, este mi gorro, mi
inveterado gorro de dormir...
»Pero, ¿y el sol de la
patria?
»PALEÓLOGO».
Oviedo, 1884.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
No hay comentarios:
Publicar un comentario