El recuerdo más
vivaz de mis tiempos estudiantiles -dijo el doctor sonriendo a la evocación- no
es el de varios amorcillos y lances parecidos a los que puede contar todo el
mundo, ni el de ciertas mejillas bonitas cuyas rosas embalsamaron mis sueños.
Lo que no olvido, lo que a cada paso veo con mayor relieve, es... la tertulia
de mi tía Gabriela, doncella machucha, a quien acompañaban todas las tardes
otras tres viejas apolilladas, igualmente aspirantes a la palma sobre el ataúd.
Reuníanse las
cuatro, según he dicho, por la tarde, pues de noche las cohibían miedos,
achaques y devociones, en el gabinetito, desde cuyas ventanas se divisaban los
ricos ajimeces góticos y los altos muros de la catedral; y yo solía abandonar
el paseo, a tal hora lleno de muchachas deseosas de escuchar piropos, para
encerrarme entre aquellas cuatro paredes vestidas de un papel rameado que fue
verde y ya era blancuzco, sentarme en la butaca de fatigados muelles, anchota y
blandufa, al cabo también anciana, y recibir de una mano diminuta, seca,
cubierta por la rejilla de un mitón negro, palmadita suave en el hombro,
mientras una cascada voz murmuraba:
De las
solteronas, Candidita era la más joven, pues no había cumplido los sesenta y
tres. Según las crónicas de los remotos días en que Candidita lozaneaba, jamás
descolló por su belleza.
Siempre tuvo el
ojo izquierdo algo caído y las espaldas encorvadas en demasía. Lo que en ella
pudo agradar fue su seráfica condición. Poseía Candidita en relación con su
nombre de pila, alta dosis de credulidad y buena fe. Cuanta paparrucha
inverosímil se me antojase inventar, la tragaba Candidita sin esfuerzo; en
cambio, no había quién la convenciese de la realidad de picardía ninguna. Su
alma rechazaba la maledicencia como se rechaza un elemento extraño, de
imposible asimilación. Yo me divertía infinito disputando con Candidita cuando
se negaba a dar crédito a maldades notorias.... y al hacerlo sentía germinar en
mi corazón una especie de ternura, un misterioso respeto por la inocente, que
sin quitarse su traje de merino negro y sus zapatos de oreja, subiría al cielo
al momento menos pensado.
Mi tía Gabriela,
en cambio, era sagaz, lista como una pimienta. Su vida retirada, en una
soñolienta ciudad de provincia le impedía conocer a fondo el mundo, y acaso
exageraba las trastadas y gatuperios que en él se cometen, pero acercándose a
la realidad y juzgando mil veces con maligno acierto. Preciada de su linaje,
con pergaminos y sin talegas, la tía Gabriela era una señora a la vez modesta e
imponente, chapada a la antigua, de alma más enhiesta que un lanzón; las otras
tres solteronas parecían sus damas de honor antes que sus amigas.
Doña Aparición
era la curiosidad de aquel museo arqueológico. Hermosa y mundana en sus
verdores, conservaba, a los setenta y seis, golpes de coquetería y manías de
adorno que hacían fruncir los labios a mí tía Gabriela, tan majestuosa con su
liso hábito del Carmen. El peluquín de doña Aparición, con bucles y sortijillas
de un rubio angelical; su calzado estrecho; sus guantes claros de ocho botones;
sus trajes de seda a rayas verde y rosa; sus abanicos de gasa azul y el grupo
de flores artificiales que prendía graciosamente su mantilla, nos daban harto
que reír.
Como estaba
semiciega y casi sorda, y la vestía su fámula, a lo mejor traía la peluca del
revés, o en la nariz el toque de carmín de las mejillas o los guantes uno lila
y otro pajizo; y como padecía de gota, el cepo de las botitas prietas llegaba a
mortificarla tanto, que mi tía le prestaba unas holgadas pantuflas. En caso tal
exclamaba infaliblemente doña Aparición: ¡«Jesús! Nunca me pasó cosa igual. Un
pliegue de la media me desolló el talón... Es un fastidio tener tan fino el
cutis.»
No sería doña
Peregrina, la cuarta solterona, la que se impusiese torturas para presumir de
pie. Al contrario: se declaraba sans façon. Reducida a mezquina
orfandad, compraba en los ropavejeros sus manteletas color de ala de mosca. Por
lo demás, era mujer de empuje y brío, alta, gruesa, de una frescura rancia -si
es lícito expresarse así-, viva de ojos y arrebatada de color, amiga de la
broma, pero gazmoña a ratos, siempre dentro de la nota del buen humor y la
marcialidad.
¡Cómo me festejaban
esas cuatro señoras! Hay sitios adonde vamos atraídos, no por nuestro gusto,
sino por el que damos a los demás. Diez años haría tal vez que las solteronas
no veían de cerca un semblante juvenil. Mi presencia y mi asiduidad eran un
rasgo de galantería de incalculable precio, que halagaba la nunca extinguida
vanidad sentimental de la mujer. El mozo que quiera ganar buen nombre, sea
amable con las viejecitas, con las desechadas, con las retiradas del juego. Las
muchachas nada agradecen. Aquellas cuatro inválidas, con su manso charloteo, me
crearon una reputación fabulosa de discreto, de galán, de simpático, de
estudioso. A su manera, me allanaban el camino de una lúcida posición y de una
boda brillante. En los exámenes yo podía contestar mal o bien, que segura tenía
la nota: tal labor subterránea hacían mis solteronas con los catedráticos. En
mi salud no cesaban de pensar «Vienes descolorido, Gabriel... ¿Qué tienes? ¡Ojo
con las bribonas!» Y me enviaban remedios caseros, y piperetes y vinos
cordiales, y reliquias milagrosas, y hasta sábanas, por si las de la posada no
eran «de confianza» y «bien lavaditas».
A fin de animar
la tertulia, se me ocurrió leer en alto versos y novelas románticas. Auditorio
semejante no lo ha soñado ningún lector. Diríase que, para escuchar, hasta la
respiración suspendían. Según avanzaba la lectura, crecía el interés. Una
indignación, cómica a fuerza de ser ingenua, contra los traidores; un terror
vivísimo cuando los buenos iban a caer en las emboscadas de los malos; un gozo
pueril cuando la virtud salía triunfante... Las exclamaciones me interrumpían.
«Ese pillo ¿se equivoca y toma el veneno? ¡Castigo de Dios!» «¡Ay, que si
Gontrán entra en el bosque, encuentra al otro con el puñal! ¡Que no entre, que
no entre!» «Jesús; al fin le da la puñalada!» «¡Infame!» «¿Ve usted cómo el
niño que robó el titiritero era hijo de una princesa?» etcétera. En los
episodios vehementes, cuando los amantes se dicen ternezas al claror de la
luna, las solteronas se deshacían. Un leve sonrosado animaba las mejillas
amarillentas; se humedecían los áridos ojos; los encogidos pechos anhelaban;
aparecíase el bello fantasma de la lejana juventud, y un aura dulce y tibia
agitaba un momento aquellos espíritus resignados, como el aire primaveral agita
el polvo de una tierra seca y estéril.
Llegó el plazo
en que yo tenía que emprender mi viaje a la corte, para cursar el doctorado. Di
la noticia a mis solteronas, y aunque no podía sorprenderlas, no fue menor el
efecto que produjo. Mi tía Gabriela, sin perder el compás de la dignidad, se
puso temblona y me advirtió, en frases que revelaban verdadera ternura, que era
preciso excusar a los viejos si se afectaban en las despedidas, porque no
estaban seguros de volver a ver a los que partían. Doña Peregrina manoteó, protestó,
bufó, me insultó y, al fin se echó a llorar como una fuente. Doña Aparición
suspiró, alzó la vista al cielo y dijo, haciendo monerías: «Un joven de estas
prendas..., naturalmente, ¡va a lucir en la corte! Mañana recibirá usted un
alfiler de esmeraldas..., qué fue de mi papá.» Por su parte, Candidita, guardó
silencio, y a poco se levantó asegurando que tenía que hacer una visita
urgente. Aproveché el pretexto para abreviar la escena; salí con ella, la ayudé
a ponerse el mantón y le ofrecí el brazo por la escalera de peldaños
carcomidos.
De repente, en
el primer descanso, escuché un ahogado sollozo; unos brazos endebles me
rodearon el cuello y una cara fría como la nieve se pegó a mis barbas.
Comprendí de súbito.... y, créanlo ustedes, ¡me quedé más volado y más
compadecido que si viese a mi propia madre de rodillas ante mí! Noté que
Candidita pesaba como pesan los cuerpos inertes; la supuse desmayada y la
arrimé al balaustre, tartamudeando lleno de piedad: «Adiós, adiós; ya sabe que
se la quiere.» Mas como no me soltaba, me encontré ridículo y la rechacé... Al
hacerlo, me pareció que estaba degollando a una ovejuela enferma, y la lástima
me obligó a volver atrás y corresponder al abrazo de Candidita con una caricia
rápida y violenta, amorosa en el aspecto, filial y santa en la intención.
Después eché a correr, y salí a la calle resulto a no volver por la tertulia...
¡Ah, eso sí! La caridad tiene sus límites...
«El Imparcial», 20 abril 1896.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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