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jueves, 10 de abril de 2014

Los tres lenguajes

Vivía una vez en Suiza un viejo conde, que tenía un solo hijo. Este, sin embargo, era tonto y nada podía aprender. Entonces el padre le dijo: «Escucha, hijo mío, lograr que algo te entre en la cabeza me es muy difícil, lo intente como lo intente. Tienes que marcharte de aquí, te enviaré a un famoso maes­tro, para que lo intente contigo.» El muchacho fue enviado a una ciudad para él desconocida y perma­neció un año entero con su maestro. Transcurrido este tiempo, regresó a casa y el padre le preguntó: «Bien, hijo mío, ¿qué has aprendido?» «Padre, he aprendido lo que ladran los perros», respondió. «Dios nos libre», exclamó el padre, «¿es eso todo lo que has aprendido? Te enviaré a otra ciudad con otro maestro». Fue enviado el muchacho y permaneció con aquel maestro otro año completo. A su regreso, el padre volvió a preguntar: «Hijo mío, ¿qué has apren­dido?» El contestó: «Padre, he aprendido lo que ha­blan los pájaros.» Enfadóse mucho el padre y le dijo: «Oh desgraciado, has perdido un tiempo tan valioso para no aprender nada. ¿No te da vergüenza comparecer así ante mis ojos? Te enviaré con un tercer maestro, pero si esta vez no aprendes nada, ya no querré ser tu padre.» Volvió el hijo a pasar otro año completo con el tercer maestro, y cuando retornó a casa, el padre preguntó: «Hijo mío, ¿qué has aprendido?» El respondió: «Querido padre, este año he aprendido lo que croan las ranas.» Una gran ira llenó al padre, quien se levantó de un salto, convocó a sus hombres y les dijo: «Este ya no es mi hijo, yo le repudio y os ordeno que lo llevéis al bos­que y le deis muerte.» Se lo llevaron y, cuando te­nían que matarle, la compasión se lo impidió, y le dejaron marchar. Le cortaron a un ciervo la lengua y los ojos para poder llevarle al viejo las pruebas de su muerte.
El joven emprendió un peregrinaje, y, pasado cier­to tiempo, llegó a un castillo donde pidió le conce­dieran un lugar para pasar la noche. «Bien», dijo el señor del castillo, «si quieres pasar la noche en esa vieja torre, puedes hacerlo, pero te prevengo, corres un riesgo de muerte. Está llena de perros salvajes, que no cesan de ladrar y de aullar. A cier­tas horas tenemos que entregarles un hombre, que devoran en seguida». Toda la vecindad estaba sobre­cogida ante este hecho, pero nadie conocía un reme­dio. Mas el joven no tenía miedo y dijo: «Dejadme que vaya con los perros salvajes, y dadme algo que les pueda echar para que coman. A mí no me harán nada.» Tanto insistió en ello, que le dieron algo de comida para los animales feroces y le condujeron hasta la torre. Cuando entró, los perros no sólo no le ladraron, sino que movieron sus rabos muy amisto­samente, comieron lo que él les dio y no le hicieron el más mínimo daño. A la mañana siguiente apareció sano y salvo, para sorpresa de todos, y le dijo al señor del castillo: «Los perros me han descubierto en su lenguaje por qué habitan allí y causan daños a estas tierras. Están hechizados y han de cuidar de un gran tesoro que está oculto bajo la torre. No hallarán descanso hasta que éste sea encontrado. También me han dicho, en su propio lenguaje, qué hay que hacer para sacarlo.» Todos se alegraron al oír esto, y el señor del castillo dijo que quería adoptarle como hijo, si lograra hacer lo que decía. Volvió a bajar él, y como bien sabía lo que tenía que hacer, supo realizarlo con éxito y subir con un arcón lleno de oro. Ya no se volvieron a escuchar los aullidos de los perros. Habían desaparecido, y las tierras estaban libres de tal plaga.
Transcurrido un tiempo, se le ocurrió que deseaba ir a Roma. En el camino acertó a pasar al lado de un pantano, en el que las ranas saltaban y croaban. Escuchó atentamente, y cuando comprendió lo que decían, se tornó muy triste y pensativo. Finalmente llegó a Roma. El Papa se acababa de morir y los cardenales tenían graves dudas sobre quién debía ser su sucesor. Al fin se pusieron de acuerdo en nom­brar Papa a aquel en quien se revelara un signo de la divina providencia. Apenas estuvo decidido esto, y en ese mismo instante, el joven conde penetró en la iglesia, y dos palomas blancas que llegaron vo­lando se posaron en sus hombros sin moverse de ahí. Los cardenales reconocieron en ello la señal divina y le preguntaron si deseaba ser Papa. El esta­ba indeciso y no sabía si era digno de ello, pero las palomas le indicaron que aceptara y así dijo: «Sí.» Entonces fue ungido y consagrado. Con ello se había cumplido lo que en el camino oyera decir a las ra­nas, aquello que tan estupefacto le había dejado, el que él habría de llegar a ser Papa. Después tuvo que cantar misa y no sabía una palabra de ello, pero las dos palomas no abandonaron sus hombros y le dijeron todo al oído.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038

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