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jueves, 10 de abril de 2014

Juan el fuerte

Erase una vez un hombre y una mujer que tenían un único hijo, con quien vivían en un valle apartado en la más completa soledad. Cierto día, la madre decidió ir al bosque con idea de recoger ramas de pino, y se llevó al pequeño Juan, que sólo contaba dos años, consigo. Como estaban en plena primavera, y el niño mostraba la alegría que le causaba la pre­sencia multicolor de las flores, ella se fue adentrando con él cada vez más en la espesura. De súbito, dos bandidos salieron de un salto de detrás de un arbus­to y, agarrando a la madre y al niño, los condujeron al corazón del negro bosque, adonde nunca llegaba persona alguna, a no ser muy de año en año. La po­bre mujer suplicó con insistencia que la dejaran en libertad junto con su hijo, pero el corazón de los bandidos era como de piedra. De nada sirvieron ni ruegos ni imploraciones, sino que la obligaron vio­lentamente a seguir caminando con ellos. Tras ha­berse tenido que abrir camino a través de arbustos y espinas durante unas dos horas, fueron a parar ante una pared de roca en la que se hallaba inserta una puerta, a la que los bandidos llamaron y que no tardó en abrirse. Hubieron de atravesar una galería larga y oscura, hasta llegar, por fin, a una enorme caverna, iluminada por el fuego que ardía en el ho­gar. De las paredes colgaban espadas, sables, esco­petas y otras armas mortíferas, que se hacían eco del resplandor, y en el medio estaba situada una mesa negra, ante la que estaban sentados cuatro bandidos que comían y jugaban a las cartas, presididos por su capitán. Este se acercó, cuando vio a la mujer, y le habló; le dijo que mantuviera la calma y que no tuviera miedo, que no pensaban hacerle ningún daño; y que si se encargaba de las tareas domésticas y se ocupaba de mantener todo en orden, no lo habría de pasar del todo mal en compañía de ellos. Más adelan­te le ofrecieron algo de comer, y le mostraron una cama, en donde podría dormir con su hijo.
La mujer permaneció largos años viviendo con los bandidos, y Juan se tornó alto y fuerte. Su madre le contaba historias, y le enseñó a leer gracias a un vie­jo libro de caballerías que encontró en la cueva. Cuan­do Juan cumplió nueve años, cogió una rama de pino y se hizo con ella un garrote fuerte, que escondió detrás de la cama. Entonces fue adonde estaba su madre y le dijo: «Madre querida, ahora me dirás por fin quién es mi padre; quiero y debo saberlo.» La madre permaneció en silencio, sin querer decírselo, a fin de que el chico no sintiera nostalgia. También sabía que los malvados bandidos no dejarían marchar a Juan de ningún modo; por otro lado, el que Juan no fuera a conocer a su padre era una idea que casi le desgarraba el corazón. Por la noche, cuando los bandidos regresaron de su campaña de pillaje, Juan sacó su garrote y, colocándose ante el capitán, le dijo: «Ahora quiero saber quién es mi padre; y si no me lo dices en seguida, te derrumbaré de un garrotazo.» Rióse entonces el capitán y le propinó a Juan tal bo­fetada, que éste rodó por el suelo y fue a parar de­bajo de una mesa. Se incorporó de nuevo Juan, calló y pensó: «Voy a esperar un año más, antes de inten­tarlo de nuevo; acaso tenga más fortuna la próxima vez.» Cuando el año hubo transcurrido, volvió a sa­car su garrote. Mientras le quitaba el polvo, lo con­templaba y se dijo: «Es un garrote bueno y resisten­te.» Al anochecer, los bandidos regresaron a casa y comenzaron a beber vino, una jarra detrás de la otra, hasta que los ojos se les comenzaron a poner vidrio­sos. Agarrando nuevamente su garrote, Juan volvió a colocarse ante el capitán y quiso conocer la iden­tidad de su padre. También esta vez, el capitán le pegó una bofetada tan fuerte, que le mandó debajo de la mesa; pero no pasó mucho tiempo antes de que estuviera de nuevo en pie y comenzara a sacudir con el garrote al capitán y a los bandidos, que pronto no pudieron mover ni un miembro. La madre, que estaba parada en una esquina, se sintió muy impre­sionada por su fuerza y su valentía. Una vez Juan hubo terminado con su trabajo, fue hacia su madre y le dijo: «Como ves, esta vez he actuado en serio. Ahora he de saber también quién es mi padre.» «Que­rido Juan», le respondió su madre, «ven, nos pondre­mos en marcha y no cesaremos de buscar hasta que le encontremos.» Le arrebató al capitán la llave de la puerta de entrada, mientras que Juan iba en busca de un saco de los de harina, que llenó de oro, plata y todo lo que de valor encontró en la cueva, hasta que lo tuvo repleto, cargándoselo después sobre la espalda. Abandonaron la cueva, y cómo se le abrieron los ojos a Juan cuando, procedente de la oscuridad, pudo salir a la luz del día y contemplar el verdor del bosque, las flores y los pájaros, y el sol de la mañana resplandeciendo en el cielo. Se quedó parado, y no salía de su asombro, como si, de pronto, ya no estuviera seguro de nada. La madre buscó el camino que conducía a su casa, y tras varias horas de cami­nata, llegaron felizmente al valle solitario donde se encontraba su casita. El padre, que se hallaba sen­tado en el umbral, lloró de alegría cuando recono­ció a su mujer y se enteró de que Juan era su hijo, pues hacía mucho tiempo que los creía muertos a los dos. Juan, por su parte, aunque apenas tenía doce años de edad, le sacaba a su padre una cabeza ente­ra. Se encaminaron juntos hacia la salita; pero en cuanto Juan hubo depositado su saco sobre un ban­co, éste se quebró y, a continuación, también el suelo cedió, yendo el pesado saco a parar a las profundi­dades del sótano. «¡Dios nos libre!», exclamó el pa­dre, «¿pero qué es esto? Ahora nos has roto nuestra casita.» «No dejéis que eso os quite el sueño, queri­do padre», le respondió Juan, «pues ahí en ese saco hay más que suficiente para construir una casa nue­va.» Así que padre e hijo se pusieron a levantar una nueva casa sin mayor retraso; también adquirieron ganado y se hicieron con más tierras, a cuya adminis­tración se dedicaron. Juan se encargaba de arar los campos, y cuando él marchaba tras el arado y lo introducía en la tierra, los bueyes casi no tenían ni que tirar. Cuando llegó la primavera siguiente, le dijo a su padre: «Conservad todo el dinero, y haced que me hagan un bastón de un quintal de peso, para que pueda salir a conocer el mundo.» Cuando el bastón requerido estuvo terminado, abandonó la casa de su padre y emprendió la marcha, yendo a parar a un bos­que profundo y oscuro. Entonces oyó algo que crujía y resonaba. Tras echar un vistazo a su alrededor, se fijó en un pino, que se hallaba trenzado de arriba abajo como si de una cuerda se tratara. Al mirar hacia lo alto, vislumbró a un tipo de buena estatura que había agarrado el árbol y lo estaba retorciendo como si fuera una varita de mimbre. «¡Eh!», excla­mó Juan, «¿qué es lo que haces allí arriba?» El indi­viduo le respondió: «Ayer estuve juntando leña, y ahora quiero hacerme una soga para sujetarla.» «Esta sí que es buena», pensó Juan, «he aquí a un tipo con fuerza», y le dijo: «¿Por qué no lo dejas estar y te vienes conmigo?» El individuo descendió de lo alto, y resultó superar a Juan en estatura por una cabe­za, a pesar de que éste no tenía nada de bajo. «A partir de ahora, te llamarás Retuercepinos», le dijo Juan. Se pusieron ambos en camino, y escucharon lo que parecía una serie de golpes y martillazos. No tardaron en llegar hasta las proximidades de una poderosa pared de roca, ante la que había un gigan­te que separaba enormes bloques de roca a base de puñetazos. Cuando Juan le preguntó por sus intencio­nes, el gigante le contestó: «Cuando por la noche me dispongo a dormir, hay osos, lobos y otros bichos de esa especie que se me acercan, y empiezan a olis­quearme incesantemente, tanto, que me impiden conciliar el sueño; de ahí que quiera construirme una casa, para poder dormir a cubierto y descansar en paz.» «Ya lo creo que sí», pensó Juan, «éste también me ha de venir de perlas.» Y le dijo: «Deja ya de construir viviendas y vente conmigo, que te has de llamar Romperrocas.» Este accedió, así que los tres se pusieron a atravesar el bosque juntos. Dondequie­ra que se presentaban, las bestias salvajes se sobre­saltaban y salían de estampida ante ellos. Al atarde­cer llegaron hasta un viejo castillo abandonado, en el que entraron, echándose a dormir en un salón. Fue a la mañana siguiente, cuando Juan bajó al jardín, que se hallaba en estado completamente salvaje, lleno de espinas y matorrales. Mientras lo recorría tran­quilamente, un jabalí le embistió de repente; mas, agarrando su garrote, le propinó tal golpe, que el bicho se derrumbó de inmediato. Se lo echó entonces sobre la espalda, y lo subió al castillo. Allí lo atrave­saron con una barra, y se prepararon un asado, cosa que les puso de muy buen humor. Acordaron enton­ces que, a partir de ese momento, dos de ellos se en­cargarían cada día de salir a cazar, mientras que el otro permanecería en casa encargado de cocinar, nueve libras de carne para cada uno. Retuercepinos fue quien hubo de quedarse en casa el primer día, y Juan y Romperrocas salieron a cazar. Mientras Re­tuercepinos se hallaba entregado a la cocina, un hom­brecillo pequello, viejo, encogido, se dirigió hacia el castillo y le reclamó algo de carne. «Lárgate, mosqui­ta muerta», le replicó, «tú no necesitas carne alguna.» Mas cuál sería la sorpresa de Retuercepinos, cuando el hombrecillo pequeño e insignificante le atacó vio­lentamente y comenzó a golpearle con los puños. Su embestida fue tal, que Retuercepinos no supo defen­derse, y cayó al suelo, resoplando falto de aliento. Hasta que no hubo descargado en él su ira por com­pleto, el hombrecillo no se marchó. Cuando los otros dos volvieron de cazar, Retuercepinos no les contó nada del viejo hombrecillo, ni tampoco de los gol­pes que había recibido, pues pensaba: «Que ellos mismos, cuando les toque quedarse en casa, se las entiendan con el pequeño basilisco», llegando a sentir gran placer sólo con imaginárselo. Al día siguiente, el turno de quedarse en casa le correspondió a Rom­perrocas, a quien no le fueron las cosas mejor que a Retuercepinos; como tampoco quiso darle carne al hombrecillo, éste le dio una soberana paliza. Al ano­checer, cuando los otros dos hubieron regresado, Retuercepinos pudo comprobar lo que había tenido que atravesar su compañero; pero los dos no dije­ron una palabra, sino que pensaban: «También Juan ha de probar de este plato.» Juan, quien hubo de permanecer en casa al día siguiente, realizó sus fae­nas en la cocina como estaba mandado. Y cuando se encontraba vigilando el caldero, el hombrecillo se presentó, exigiéndole, sin más preámbulo, un pedazo de carne. Entonces Juan pensó: «Es un pobre enano, le daré un poco de mi ración, a fin de que los otros no salgan perdiendo», y le entregó lo que le pedía. Cuando el enano lo hubo consumido, volvió a exigir más carne, que el bondadoso Juan le dio igualmente, añadiendo que se trataba de un buen pedazo, con el que, sin duda, habría de contentarse. Mas el enano le reclamó por tercera vez. «Eres un sinvergüenza», le apostrofó Juan, negándose a ofrecerle nada más. Pretendió el malicioso enano entonces echársele en­cima, con intención de propinarle una tunda igual que a Retuercepinos y Romperrocas. Pero había to­pado con otro tipo de hombre. Sin apenas esforzarse, Juan le pegó unos cuantos golpes, que le hicieron rodar escaleras abajo. Quiso Juan correr en su per­secución, mas al intentarlo, tropezó con él y cayó cuan largo era. Una vez se hubo incorporado de nuevo, el enano le sacaba una delantera considerable. Se apresuró Juan en ir tras él, y le persiguió hasta el interior del bosque, donde observó cómo el enano se colaba en una sima que había entre las rocas. Em­prendió entonces Juan el regreso, habiéndose fijado con atención en la situación del lugar. Los otros dos, al llegar al castillo, se asombraron de encontrar a Juan de tan buen humor. El les contó cuanto había sucedido, ante lo cual ellos no fueron capaces de con­tinuar silenciando lo que les había ocurrido a ellos. Juan se rió y dijo: «Os lo tenéis bien merecido. ¿Por qué habéis sido tan tacaños con vuestra carne? Mas es una vergüenza que, siendo tan corpulentos, os hayáis dejado sacudir por un enano.» Se armaron, acto seguido, de un canasto y unas cuerdas, y los tres se dirigieron hacia la hendidura en la roca por la que el enano había desaparecido. Allí, hicieron que Juan descendiera metido en el canasto. Cuando éste llegó al fondo, encontró una puerta que, al abrirla, le permitió ver a una doncella muy hermosa; mas no, hermosa es poco: era tal su belleza que no se podría describir con palabras. Sentado junto a ella, el ena­no, que más bien parecía un macaco, le echó a Juan una sonrisa burlona. Ella, por su parte, estaba atada con unas cadenas, y era tan triste la mirada con que obsequió a Juan, que éste experimentó una gran com­pasión y pensó: «Debes liberarla del dominio de ese enano perverso.» Así que le dio un fuerte golpe con el garrote, a consecuencia del cual el enano se des­plomó sin vida. Las cadenas que ataban a la doncella cayeron de inmediato, y Juan quedó prendado de su hermosura. Ella le contó que era hija de un rey, y que un conde brutal la había secuestrado, apartán­dola de sus tierras, y la mantenía cautiva en aquella cueva por el desprecio con que ella le había tratado; el enano había sido nombrado su guardián por el conde, y le había hecho soportar toda suerte de ve­jámenes y sufrimientos. Colocó entonces Juan a la doncella en el canasto y mandó que la izaran. Volvió a descender el canasto, pero Juan, que desconfiaba de sus dos compañeros, pensó: «Ya una vez me han dado pruebas de su falsedad, no diciéndome una pa­labra del enano; quién sabe las intenciones que al­bergarán respecto a mí.» Así que depositó su garrote en el canasto, y ello fue para él unp gran suerte; por­que cuando el canasto estaba colgado a medio ca­mino, sus camaradas lo dejaron caer. Si Juan hubie­ra ido sentado en el interior, de seguro habría encon­trado la muerte. Mas ahora sí que no sabía cómo iba a salir de las profundidades; por mucho que cavila­ba y cavilaba, no daba con ninguna solución. «Es una lástima», se dijo, «que tengas que morirte de hambre aquí abajo.» Y mientras deambulaba, movido por es­tas consideraciones, de un lado a otro, fue de nuevo a parar a la celda en donde había estado la doncella. Allí vio que el enano llevaba un anillo luminoso y resplandeciente en el dedo. Se lo quitó y, tras colo­cárselo en su propio dedo, lo hizo girar. De pronto escuchó una especie de susurro sobre su cabeza. Cuan­do miró hacia arriba, descubrió a unos espíritus del aire que flotaban por encima de él. Estos le indica­ron que él era su señor, inquiriendo cuáles eran sus deseos. Al principio, Juan se quedó mudo de asom­bro; pasado éste, les ordenó que le transportaran arriba. Ellos obedecieron instantáneamente, y la sen­sación que sintió fue la de que volaba hacia las altu­ras. Mas al llegar arriba, no había ser humano alguno a la vista; tampoco en el castillo, adonde se dirigió a continuación, había nadie. Retuercepinos y Romperro­cas habían emprendido apresurada huida, llevándose consigo a la hermosa doncella. Mas Juan volvió a hacer girar el anillo, con lo cual se presentaron los espíritus del aire para comunicarle que sus dos com­pañeros se hallaban en el mar. Así que Juan empezó a correr y correr, y no paró hasta arribar a las ori­llas del mar. Desde allí divisó a lo lejos, sobre las aguas, una barquita en la que viajaban sus camara­das desleales. Preso de la ira más intensa y sin reflexionar lo más mínimo, se zambulló en el agua por­tando su garrote y comenzó a nadar. Mas el garro­te, que pesaba nada menos que un quintal, le arras­tró hacia la hondura, de tal manera que estuvo a punto de morir ahogado. Pero aún pudo hacer girar el anillo a tiempo, ante lo que los espíritus del aire aparecieron inmediatamente, llevándole hasta la bar­quita a la velocidad del rayo. Una vez allí, empezó a manejar el garrote y les dio su merecido a tan malos compañeros, tras lo cual los arrojó al agua. A con­tinuación se puso a remar, llevando a la hermosa doncella, quien se había visto asediada por grandes temores, hasta el país donde reinaban su padre y su madre. Allí se desposó con ella, acontecimiento que provocó una gran alegría en todos ellos.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038

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