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jueves, 10 de abril de 2014

El principe sin miedo

Erase una vez un príncipe que ya no se sentía a gus­to en la casa de su padre. Y como no le tenía miedo a nada, pensó: «Voy a salir al ancho mundo, con ello se me pasará el aburrimiento y podré contemplar cosas prodigiosas hasta la saciedad.» Así que se des­pidió de sus padres y partió, caminando de la maña­na a la noche sin importarle un ápice adonde le lle­varía el camino. Acertó a ir a parar ante la casa de un gigante, y como se hallaba tan cansado, se sentó en el umbral con intención de descansar un poco. Sus ojos vagaron de un lugar a otro, hasta que vio los juguetes del gigante tirados en el patio. Eran unas bolas enormes, así como unos bolos del tamaño de un hombre. Transcurridos unos instantes, le entra­ron ganas de jugar. Así que puso en pie los bolos y empujó las bolas en dirección a ellos, gritando y dan­do voces cuando los bolos se desplomaban, pues es­taba de un humor inmejorable. El gigante oyó el al­boroto, sacó la cabeza por la ventana y vislumbró a un hombre, no mayor que cualquier otro, y que, sin embargo, estaba jugando con sus bolos. «Gusanito», exclamó, «¿qué haces ahí jugando con mis bolos? ¿Cómo es que dispones de la fuerza necesaria?» Le­vantó el príncipe la vista, miró fijamente al gigante y le dijo: «Y tú, especie de armatoste, ¿te crees que eres el único con fuerza en los brazos? Yo puedo ha­cer todo lo que me apetezca.» Salió afuera el gigante, y tras observar el juego durante un rato, le dijo:
«Pero hombre, si en verdad tienes tales cualidades, ¿por qué no vas y me traes una manzana del árbol de la vida?» «¿Para qué la quieres?», inquirió el prín­cipe. «No la quiero para mí», le respondió el gigante, «pero tengo una novia que me la exige. Mucho he tenido que andar por el mundo sin lograr encontrar ese árbol.» «Pues ya lo encontraré yo», replicó el príncipe, «y no sé qué habría de impedirme coger la manzana.» «¿Pero te crees que es tan fácil la cosa?», le dijo el gigante, «el jardín, en el que se en­cuentra el árbol, está circundado de una verja de hierro. Ante esa verja hay animales salvajes, dispues­tos uno al lado del otro, a fin de vigilar el jardín e impedirle la entrada a cualquiera.» «A mí ya me de­jarán pasar», afirmó el príncipe. «Sí, aunque logres penetrar en el jardín y veas la manzana prendida en el árbol, no será tuya todavía. Un anillo estará col­gado ante la manzana. Por él habrás de pasar tu mano, si es que quieres alcanzar la manzana y arran­carla, cosa que, hasta ahora, a nadie le ha sido con­cedida.» «Pues yo lo conseguiré», concluyó el príncipe.
Se despidió del gigante, y atravesó montañas y va­lles, cruzando campos y bosques, hasta hallar, final­mente, el jardín prodigioso. Los animales estaban echados a su alrededor, pero mantenían las cabezas gachas y dormían. Tampoco se despertaron ante su aproximación, sino que él pudo pasar por encima de ellos, trepando, a continuación, por la verja hasta llegar felizmente al jardín. Allí, en mitad del jardín, se alzaba el árbol de la vida, y sus rojas manzanas resplandecían en las ramas. Escaló por el tronco ha­cia lo alto, y cuando se dispuso a agarrar una man­zana, se fijó en el anillo que pendía ante la misma. No tuvo dificultades, sin embargo, en pasar su mano a través de él y arrancar la manzana. El anillo se ce­rró, ciñéndole con fuerza el brazo, y él comenzó a percibir cómo un vigor extraordinario se abría paso por sus venas. Cuando, sin soltar la manzana, hubo descendido del árbol, no quiso trepar otra vez por la verja, sino que fue directamente hacia la gran puerta. Solamente tuvo que sacudirla un poco, para que se abriera con gran estruendo. Salió entonces del jardín, y uno de los leones, el que hacía guardia ante la puer­ta, se despertó y saltó tras él; mas no lo hizo movido por la furia y la ferocidad, sino que le siguió con hu­mildad, como se sigue a un amo.
El príncipe le llevó al gigante la manzana prometi­da y le dijo: «Lo ves, la cogí sin ningún trabajo.» Ale­gróse el gigante de que su deseo se hubiera cumplido tan pronto, y se apresuró a ir en busca de su novia para entregarle la manzana que ésta había solicita­do. Se trataba de una doncella hermosa y lista, y como no vio el anillo prendido en su brazo, le dijo: «No me creeré que has sido tú mismo quien ha co­gido la manzana hasta no ver un anillo en tu brazo.» Respondió el gigante: «Basta con regresar a casa para que lo tenga», pensando que no habría ningún proble­ma en arrebatarle violenta-mente al débil humano lo que éste no quisiera entregar por las buenas. Le re­clamó el anillo pues, pero el príncipe se negó. «Don­dequiera que esté la manzana, allí debe estar tam­bién el anillo», le dijo el gigante, «si no me lo das vo­luntariamente, tendrás que luchar conmigo por su posesión.»
El enfrentamiento se prolongó durante largo rato, mas el gigante no podía someter al príncipe, a quien la fuerza mágica del anillo le daba una inusitada energía. Se le ocurrió entonces una treta al gigante y dijo: «Con tanto luchar me ha entrado calor, y veo que a ti te pasa lo mismo. Propongo que vayamos al río para bañarnos y refrescarnos, antes de prose­guir.» El príncipe, que no sabía de engaños, fue con él hasta el agua, se quitó sus ropas junto con el anillo que llevaba en el brazo y saltó al agua. De inmediato, el gigante agarró el anillo y salió corrien­do con él. Mas el león, que había observado el robo, fue tras el gigante y le arrebató el anillo de un mor­disco, llevándoselo de vuelta a su amo. Se apostó el gigante entonces tras una encina, y cuando vio al príncipe ocupado en ponerse otra vez sus ropas, le atacó por sorpresa y le sacó los dos ojos.
Estaba ahora el pobre príncipe ciego y sin saber qué hacer. El gigante se le volvió a acercar y le cogió de la mano como si fuera alguien con intención de guiarle. Así, le condujo hasta la cima de una escarpada roca. Allí le hizo detenerse y pensó: «Sólo unos pasos más, y morirá despeñado. Entonces podré quitarle el anillo.» Pero el fiel león no había aban­donado a su señor. Así que le cogió por las ropas y, poco a poco, le hizo retroceder. Cuando el gigante volvió con intención de desvalijar al muerto, tuvo que comprobar que su argucia había sido inútil. «¿Pero es que no ha de haber manera de que este frágil humano sucumba?», se preguntó lleno de ira. Volvió a agarrar al príncipe y, por otro camino, le llevó de nuevo ante el abismo. Mas el león, que se había percatado de sus aviesas intenciones, sacó a su amo de apuros también en esta ocasión. Cuando ya estaban muy próximos al borde, el gigante soltó la mano del ciego con intención de dejarle allí solo; el león, sin embargo, dio un empujón al gigante, quien cayó al precipicio y se estrelló contra el suelo.
El fiel animal apartó una vez más a su amo del abismo, conduciéndole hasta un árbol, junto al cual fluía un arroyo claro. Allí el príncipe tomó asiento, mientras el león se echó a tierra, y, haciendo uso de su zarpa, le salpicó el rostro con agua. Apenas unas gotitas hubieron humedecido las cuencas de sus ojos, él se tornó capaz de ver de nuevo un poco, lo cual le permitió fijarse en un pajarillo que pasó volando muy cerca y se golpeó contra el tronco de un árbol. Ocurrido esto, se dejó caer al agua y se bañó en ella; después levantó directamente el vuelo y pasó entre los árboles, sin golpearse, como si hu­biese recobrado el bienestar. Reconoció entonces el príncipe la señal de Dios, y tras inclinarse sobre el agua, se lavó y se frotó con ella el rostro. Cuando volvió a ponerse en pie, sus ojos eran más claros y puros de lo que jamás hubieran estado antes.
Dio gracias a Dios el príncipe por la gran piedad que con él había tenido y prosiguió con su león en su recorrer el mundo. El destino le llevó hasta las puertas de un castillo que se hallaba encantado. Ante el umbral estaba una doncella de hermosa figura y rostro delicado, pero era completamente negra. Se dirigió a él y le dijo: «¡Ay!, si me pudieras librar del mal hechizo que cayera sobre mí.» «¿Qué he de hacer?», preguntó el príncipe. La doncella con­testó: «Debes pasar tres noches en el gran salón del castillo encantado, pero a tu corazón no debe llegar miedo alguno. Cuando te torturen del modo más espantoso, tú lo soportarás sin emitir un sonido. Si así lo haces, yo estaré salvada. La vida no te la pue­den quitar.» Entonces el príncipe respondió: «Nada temo, así que, con la ayuda de Dios, lo intentaré.» Entró, pues, alegremente en el castillo y, cuando oscureció, se sentó en el gran salón a esperar. Reinó la calma hasta la medianoche, cuando de súbito co­menzó un gran escándalo, y pequeños diablos co­menzaron a brotar de todas las esquinas y recodos. Hicieron como que no le veían y se sentaron en mitad del salón. Allí encendieron una fogata y co­menzaron a jugar. Cuando a uno le tocaba perder, decía: «Hay algo que no está bien, aquí hay alguien que no es de nuestro gremio, él es el culpable de que pierda.» «Aguarda, que ahora iré a por ti, a por el que está detrás de la estufa», exclamaba otro. El griterío aumentó cada vez más, de un modo tal que nadie habría podido soportarlo sin sobresaltarse. Mas el príncipe permaneció muy tranquilo y no sintió miedo alguno. Finalmente, los diablos aban­donaron su posición de un salto y cayeron sobre él, y eran tan numerosos que no podía deshacerse de ellos. Le arrastraron por el suelo, pellizcándole, pin­chándole, golpeándole y atormen-tándole, pero él no dejó que se le escapara ningún sonido. Hacia el ama­necer desaparecieron, y él estaban tan agotado, que apenas podía mover un miembro. Al rayar el día, sin embargo, la doncella negra entró a verle. En la mano portaba una pequeña botella, que contenía agua de la vida. Con ella le lavó, }, él no tardó en sentir cómo todos sus dolores se desvanecían. Un vigor nuevo se notaba palpitar en sus venas. Ella le dijo: «Ya has pasado una noche sin novedad, pero aún te restan otras dos.» Dicho esto, se alejó, y mientras se marchaba, él comprobó que sus pies se habían vuelto blancos. A la noche siguiente, los dia­blos retornaron e iniciaron de nuevo su juego. Se echaron encima del príncipe y le golpearon con fuerza muy superior a la de la noche anterior, hasta que su cuerpo quedó cubierto de heridas. Pero como soportó todo en silencio, hubieron de soltarle y, cuando los rayos rosas de la aurora empezaron a dejarse ver, la doncella compareció para curarle con agua de la vida. Una vez ella se hubo marchado, él se percató gozoso de que se había vuelto blanca hasta las puntas de los dedos. Ya solamente le quedaba por aguantar una noche, pero se trataba de la peor de todas. La banda de diablos regresó. «Aún sigues ahí», le gritaron, «te martirizaremos hasta que no puedas más.» Le acuchillaron y golpearon, arrojándole de un lado a otro y tirándole de los brazos y de las piernas como si se dispusieran a descuartizarlo. El soportó todo sin emitir ningún sonido. Por fin, los diablos desaparecieron; él, por su parte, quedó desvanecido e inmóvil. Ni tan siquiera pudo alzar la vista para ver a la doncella cuando ésta entró y le lavó con el agua de la vida. Mas de pronto se sintió libre de todo dolor, y recobró la fuerza y la vitalidad. Era como despertar de un sueño. Al abrir los ojos, vio a la doncella parada ante él, blanca como la nieve y tan hermosa como un día soleado. «Levántate», le dijo, «y agita tu espada sobre la escalera por tres veces; entonces el encanto se habrá desvanecido del todo.» Y cuando lo hubo hecho, el castillo entero quedó liberado, y la doncella era una rica princesa. Los sirvientes se acercaron para comunicar que la mesa había sido preparada ya en la sala, y que la comida estaba en la mesa. Entonces se sentaron, y comieron y bebieron juntos, y por la tarde la boda fue celebrada entre grandes muestras de alegría.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038

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