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jueves, 10 de abril de 2014

Los tres hermanos

Erase una vez un hombre que tenía tres hijos. Toda su fortuna consistía en la casa que habitaban, y los tres hijos deseaban convertirse en dueños de la misma a la muerte del padre. Mas éste amaba a los tres por igual, y no sabía qué hacer para no bene­ficiar a uno por encima de los otros dos. Tampoco quería vender la casa, pues había pertenecido a sus abuelos; de lo contrario la habría vendido y dividido el dinero entre los tres. Finalmente, se le ocurrió una solución y les dijo a sus hijos: «Salid al mundo y probad fortuna. Que cada uno aprenda su oficio; y el que, cuando regreséis, lleve a cabo la mejor muestra de sus habilidades, ése se quedará con la casa.»
Esto complació a los tres hijos. El mayor se pro­puso ser herrero, barbero el segundo y el tercero espadachín. Se pusieron de acuerdo en un plazo de tiempo, transcurrido el cual volverían a reunirse en casa, y emprendieron cada uno su camino. Ocurrió que los tres encontraron buenos maestros, y que todos aprendieron algo como está mandado. El he­rrero, a quien se le encargó herrar los caballos del rey, pensaba: «No puedo fallar, tuya será la casa.» El barbero solía afeitar a señores altamente distin­guidos, y abrigaba también la esperanza de que la casa fuera a parar a él. El espadachín recibió algún que otro golpe, mas apretaba los labios y no se dejaba amilanar, pues pensaba: «Si dejas que los golpes te amedrenten, la casa nunca será tuya.» Una vez que el plazo acordado hubo transcurrido, los tres volvieron a juntarse en casa con su padre. Mas no se les ocurría cuál podría ser la mejor ocasión de mostrar cada uno sus habilidades; así que se sen­taron a reflexionar. Cuando estaban situados de esta guisa, un conejo acertó a pasar corriendo por ese campo. «Vaya», dijo el barbero, «esto me viene como anillo al dedo.» Y tomando la bacía y el jabón, co­menzó a remover la espuma, aguardando a que el conejo pasara cerca de él. Después lo enjabonó en plena carrera y lo afeitó en las mismas condiciones, dejándole una bien recortada perilla, sin hacerle nin­gún corte ni causarle el más mínimo daño. «Esto sí que me gusta», dijo el padre, «si los otros no hacen un esfuerzo considerable, la casa será tuya.» No transcurrió mucho rato antes de que se acercara un caballero montado en un coche que venía a toda velocidad. «Ahora, padre, veréis lo que sé hacer», dijo el herrero, y corrió tras el coche, que seguía su marcha velozmente. En un abrir y cerrar de ojos le había quitado al caballo las cuatro herraduras y se las había sustituido por otras nuevas. «Eres todo un tipo», le dijo el padre, «conoces lo tuyo tan bien como tu hermano; en verdad no sé a quién darle la casa.» Entonces el tercero dijo: «Padre, dejadme también a mí haceros una demostración», y, como empezaba a llover, sacó su espada y la movió veloz­mente, dando golpes cruzados sobre su cabeza, de tal modo que no le tocó ni una gota. Y como la lluvia aumentó en intensidad y comenzó a llover a cántaros, manejó la espada con rapidez cada vez mayor, permaneciendo tan seco como si hubiera es­tado encerrado a cal y canto. Cuando el padre con­templó esto, lleno de admiración, dijo: «Tú has realizado la mejor exhibición, la casa es tuya.»
Los otros dos hermanos se mostraron satisfechos con tal decisión, tal y como habían prometido de antemano, y como se profesaban un gran afecto entre sí, continuaron viviendo juntos en la casa y trabajando en sus oficios respectivos. Y como eran unos expertos tan consumados y demostraban tal habilidad en lo suyo, llegaron a ganar mucho dinero. Así vivieron en comunidad hasta su vejez, y cuando uno de ellos enfermó y murió, los otros dos fueron presa de una amargura tal, que no tardaron tampoco mucho en caer enfermos y morir. Entonces, como los tres habían mostrado tanta habilidad y se habían querido tanto, fueron enterrados juntos en la mis­ma tumba.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038

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