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jueves, 10 de abril de 2014

El buen negocio

Un campesino había llevado su vaca al mercado y la había vendido por siete escudos. De regreso, tuvo que pasar junto a un estanque, y oyó ya desde lejos cómo las ranas croaban: «ok, ok, ok, ok.» «Sí», se dijo para sí, «también éstas lo proclaman hasta los campos de avena; pero son siete, los que he obte­nido, y no ocho.» Cuando llegó al borde de la charca, les dijo: «¡Qué bichos más estúpidos sois! ¿Es que no lo sabéis? Siete escudos son, y no ocho.» Mas las ranas insistieron en su: «ok, ok, ok, ok». «Bien, si no me creéis, os lo puedo contar otra vez», y sacando el dinero del bolsillo, contó los siete escudos moneda a moneda. Las ranas, sin embargo, no hicieron mu­cho caso de sus cuentas y retornaron a su: «ok, ok, ok, ok». «Vaya», exclamó el campesino muy enfada­do, «si pretendéis saberlo mejor que yo, contadlo vosotras mismas», y les arrojó el puñado de monedas al agua. Quiso quedar a la espera, hasta que ellas acabaran de contar y le confirmaran su opinión, mas las ranas, obcecadas, continuaron chillando: «ok, ok, ok, ok», y tampoco le devolvieron el dinero. Perma­neció aguardando un buen rato, hasta que empezó a anochecer y había de regresar a casa. Entonces re­prendió a las ranas y les gritó: «Salpicadoras de agua, cabezotas, bichos de ojos saltones, la boca la tenéis muy grande, para chillar y chillar hasta que a uno le duelan los oídos, pero sois incapaces de contar siete escudos. ¿Os pensáis que voy a seguir esperando hasta que acabéis de contar?» Habiendo dicho esto, se alejó, pero las ranas continuaban croan­do: «ok, ok, ok, ok». Esto le hizo emprender el ca­mino de regreso aún más enfadado.
Pasado un tiempo, adquirió nuevamente una vaca, que sacrificó. Si, según sus cálculos, podía vender bien la carne, obtendría tanto dinero como hubieran valido las dos vacas, pudiendo disponer de la piel por añadidura. Cuando llegó con la carne a la ciudad, vio una jauría de perros que habían concurrido ante sus puertas. Un gran galgo parecía dirigirlos. Este comenzó a saltar en torno a la carne, olisqueándola y ladrando: «Trae, trae, trae, trae.» Como no cesaba de ladrar, el campesino le dijo: «Sí, sí, ya veo que me dices `trae, trae', porque quieres que te dé la car­ne. Pero sería imbécil si te la diera.» El perro sólo respondió: «Trae, trae.» «¿No te lo comerás, y la cuidarás de tus camaradas?» «Trae, trae», dijo el perro. «Bien, si insistes en ello, te la daré, ya que te conozco y sé a qué amo sirves. Pero una cosa te diré: en tres días tendré que haber recibido mi dinero, pues, de lo contrario, te vas a arrepentir.» Acto se­guido descargó la carne y emprendió el camino de regreso. Los perros se echaron sobre ella y ladraban con fuerza: «Trae, trae.» El campesino, que lo oyó desde lejos, se dijo: «Ahora todos le están pidiendo un poco; pero el grande me la cuidará.»
Cuando transcurrieron los tres días, el campesino pensó: «Esta noche tendrás el dinero en el bolsillo», y se sentía muy satisfecho. Pero nadie acababa de llegar para pagarle. «No se puede confiar en nadie», exclamó, y cuando, por fin, se le acabó la paciencia, fue a la ciudad a ver al carnicero y reclamar su di­nero. El carnicero lo tomó por una broma, pero el campesino dijo: «Fuera bromas, lo que quiero es mi dinero. ¿Es que el perro grande no os trajo entera la vaca que sacrifiqué y le entregué hace tres días?» Entonces el carnicero se enfadó y, agarrando una escoba, lo echó a la calle. «Espera», dijo el campesi­no, «que todavía queda justicia en este mundo.» Se dirigió hacia el palacio real, donde pidió ser recibido. Fue conducido hasta el rey, quien, sentado junto a su hija, le preguntó qué le ocurría. «Ay», dijo él, «las ranas y los perros me han quitado lo que es mío, y el carnicero me ha hecho cobrar con un palo», y conti­nuó refiriéndole en detalle cómo había sucedido todo. Ello hizo que la hija del rey prorrumpiera en sonoras carcajadas, y el rey se dirigió así a él: «Justicia no te puedo dar aquí, pero recibirás, en contrapartida, a mi hija por esposa. Nunca, ni en toda su vida, se había reído como hoy, y yo se la tengo prometida a quien despertara sus risas. Puedes dar gracias a Dios por tu suerte.» «Oh», respondió el campesino, «pero si yo no la quiero; tengo ya esposa en mi casa, con la que me sobra y basta. Cuando regreso a casa, es como si tuviera una en cada esquina». Enfureció entonces el rey y dijo: «Eres un impertinente.» «Ay, mi rey», contestó el campesino, «tampoco le podéis pedir peras al olmo». «Aguarda», el rey replicó, «que recibirás lo que mereces. Ahora márchate, pero re­gresa en tres días y cobrarás quinientos».
Según se encaminaba hacia la puerta el campesino, la guardia le dijo: «Has logrado que la hija del rey se riera, te habrán dado algo valioso.» «Así lo creo», contestó el campesino, «quinientos me han de ser pagados». «Escucha», díjole el soldado, «dame una parte. ¿Qué vas a hacer tú con tanto dinero?» «Tra­tándose de ti», dijo el campesino, «recibirás doscien­tos. Preséntate ante el rey dentro de tres días y te serán pagados». Un judío, que merodeaba por las cercanías, siguió al campesino, le agarró por la cha­queta y dijo: «Válgame Dios, cuán afortunado sois. Voy a cambiaros el dinero a moneda pequeña, pues ¿qué vais a hacer con los escudos enteros?» «Tres­cientos, judío», dijo el campesino, «te puedo dar todavía, dentro de tres días te serán entregados por el rey». Alegróse el judío del beneficio y le entregó la suma en moneda fraccionaria, con un valor sensiblemente inferior. Transcurridos los tres días, el cam­pesino, siguiendo las órdenes del rey, se presentó ante él. «Quitadle la chaqueta», dijo éste, «que reci­birá sus quinientos». «Ay», exclamó el campesino, «a mí ya no me pertenecen, doscientos he regalado a la guardia, y trescientos me ha cambiado el judío; no me corres-ponde, en justicia, nada». En esto llega­ron el soldado y el judío, que recibieron los corres­pondientes golpes. El soldado los aguantó paciente­mente, pues ya conocía el sabor de aquello. El judío, en cambio, hizo grandes aspavientos y emitió hon­das quejas, preguntando si eran esos los escudos prometidos. Hubo el rey de reírse por causa del campesino, y como todo el enfado se le había disipa­do, así habló: «Como ya has perdido tu recompensa, antes de que te fuera concedida, te haré recibir algo a cambio. Ve a mi cámara del tesoro y coge tanto dinero como quieras.» El campesino no dejó que se lo repitiera y se llenó los bolsillos al máximo de su capacidad. Después marchó a una taberna para con­tar el dinero. El judío le había seguido sigilosamente y escuchó cómo murmuraba para sí: «Ahora sí que me ha jugado una treta este pillo rey. Si me hubiera dado el dinero de su propia mano, entonces sabría cuánto es lo que tengo, y si lo que por las buenas he cogido, no porque cogido es lo más adecuado.» «Dios nos libre», dijo el judío para su coleto, «¡con qué des­precio habla de nuestro rey! Iré a denunciarlo veloz­mente, así me darán una recompensa y le castigarán a él por añadidura». Cuando el rey supo de las mur­muraciones del campesino, montó en cólera e hizo que el judío fuera en busca del infractor. Fue el judío a donde el campesino estaba y le dijo: «Debéis ir rápidamente hasta el rey, sin perder un momento.» «Yo sé cómo hay que hacer las cosas», respondió el campesino, «dejadme que antes me haga un traje nue­vo. ¿Es que piensas que un hombre de mi fortuna puede ir con estos andrajos?». Cuando el judío vio que no había manera de mover al campesino sin otro traje, y temiendo que la ira del rey se apacigua­ra, con lo cual se quedaría él sin recompensa y el campesino sin castigo, le dijo: «Quiero, de tanta amis­tad como os profeso, prestaros un hermoso traje. ¡Qué no ha de hacer el hombre por amor a un seme­jante!» Consintió el campesino y, tras ponerse el traje del judío, se marchó. Acusó el rey al campesino de las difamaciones que el judío había referido. «Ah», exclamó el campesino, «lo que un judío diga es siem­pre mentira, no hay palabra cierta que salga de su boca. Este tipo sería capaz de decir que llevo puesto su traje». «¿Qué pretende con esto», gritó el judío, «¿es que no es mío el traje? ¿No os lo he prestado por pura amistad, para que podáis comparecer ante el rey?» Cuando el rey oyó esto, dijo: «A uno de los dos es seguro que el judío ha engañado, al campe­sino o a mí», e hizo que cobrara algo más en duros golpes. El campesino, en cambio, marchó con su buen traje y su buen dinero hacia su casa, diciendo: «Esta vez he acertado.»

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038

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