Caminaba al anochecer un joven tamborilero solo por el
campo, cuando llegó a un lago en cuya orilla descubrió tiradas tres pequeñas
piezas de ropa blanca. «Qué tela tan fina», dijo, metiéndose una de las piezas
en el bolsillo. Regresó a su casa, no volvió a pensar en su hallazgo y se metió
en la cama. Cuando se disponía a dormirse, le pareció como si alguien le
llamara por su nombre. Aguzó el oído y percibió una voz muy queda, que le
decía: «Tamborilero, tamborilero, despierta.» Como la noche era muy oscura, no
podía ver a nadie, pero tenía la sensación de que una figura flotaba de un lado
a otro de su cama. «¿Qué quieres?», preguntó. «Devuélveme mi camisa», respondió
la voz, «la que me quitaste anoche a orillas del lago.» «Te la devolveré»,
dijo el tamborilero, «si me dices quién eres.» «Ay», replicó la voz, «soy la
hija de un poderoso rey, pero he caído en poder de una bruja que me tiene
retenida en la montaña de cristal. Todos los días he de bañarme en el lago en
compañía de mis dos hermanas, pero sin mi camisa no me es posible volar de
regreso. Mis hermanas se han marchado ya, mas yo he tenido que quedarme atrás.
Te lo ruego, devuélveme mi camisa.» «Tranquilízate, pobre criatura», dijo el
tamborilero, «que te la voy a devolver gustosa-mente.» La sacó de su bolsillo y
se la ofreció a ella en la oscuridad. Esta la agarró apresuradamente y quería
salir corriendo. «Aguarda un instante», dijo él, «acaso pueda ayudarte.» «Sólo me
puedes ayudar si asciendes la montaña de cristal y me liberas del poder de la
bruja. Mas a la montaña de cristal no llegarás, y aunque te aproximaras mucho
a ella, no podrías escalarla.» «Puedo hacer todo aquello que me proponga»,
repuso el tamborilero, «siento compasión de ti y a nada temo. Mas no conozco
el camino que conduce hasta la montaña de cristal.» «El camino va a través del
gran bosque, en el que habitan los antropófagos», contestó ella, «más no me
está permitido decirte.» Acto seguido oyó él cómo se alejó volando.
Rayaba el día cuando el tamborilero se puso en camino,
con su tambor colgado en bandolera, y dirigiéndose derecho y sin miedo hacia
el interior del bosque. Cuando hubo caminado un tiempo sin haber vislumbrado a
ningún gigante, pensó: «Tengo que despertar a estos dormilones», agarrando el
tambor y tocando tal redoble, que los pájaros levantaron el vuelo de los
árboles dando chillidos. No pasó mucho rato hasta que un gigante, que había
estado durmiendo tumbado en la hierba, levantó su imponente estatura. Era tan
alto como un pino. «Eh, tú, hombrecillo», le gritó, «¿qué es eso de pasar por
aquí tocando el tambor y despertarme de mis mejores sueños?» «Toco el
tambor», respondió él, «porque me siguen muchos miles de hombres, y he de
indicarles el camino.» «¿Y qué es lo que quieren hacer aquí en mi bosque?»,
preguntó el gigante. «Quieren acabar contigo y limpiar al bosque de un monstruo
como tú.» «Ya, ya», dijo el gigante, os pisotearé como si fuerais hormigas.»
«¿Es que te crees poder hacer algo contra ellos?», inquirió el tamborilero, «si
te agachas para agarrar a uno, se aleja de un salto y se esconde; y cuando tú
te eches al suelo queriendo dormir, saldrán de todas las malezas y se te
subirán encima. Cada uno dispone de un martillo de acero, y con él te abrirán
la cabeza.» El gigante se desalentó y pensó: «Si me enfrento a este astuto
gentío, bien pudiera ser que saliera perdiendo. A los lobos y a los osos puedo
retorcerles el pescuezo, mas no tengo protección ante los gusanos de tierra.»
«Escucha, pequeñajo», acabó por decir, «márchate y te prometo dejaros
tranquilos a ti y a tus compañeros, y si aún te queda algún deseo, no tienes
más que decírmelo, que yo te lo cumpliré.» «Tienes largas piernas», dijo el
tamborilero, «y puedes correr con más rapidez que yo, llévame a la montaña de
cristal, y así daré a los míos las señas de retirada, para que te dejen en paz
por esta vez.» «Acércate, gusano», dijo el gigante, «siéntate sobre mis
hombros, te llevaré adonde quieres.» Subióle el gigante arriba, y desde allí
el tamborilero comenzó a hacer sonar su tambor todo lo fuerte que le era
posible. Pensó el gigante: «Esta será la señal, para que el resto de las
tropas se retiren.» Al cabo de un rato apareció otro gigante en mitad del
camino, y el primero le pasó el tamborilero, que metió en su ojal. El
tamborilero se agarró al botón, que tenía el tamaño de un sopera, con todas sus
fuerzas y, divertido, echó una mirada en derredor. Llegaron entonces hasta
donde estaba un tercer gigante, quien le sacó del ojal y le montó en el ala de
su sombrero. El tamborilero paseó de arriba abajo mirando por encima de los
árboles, y cuando vislumbró a gran distancia una montaña, pensó: «Esta es
seguramente la montaña de cristal», como así era. Al gigante le bastó dar unos
cuantos pasos, y en un instante habían llegado al pie de la montaña, donde el
gigante le hizo descender. Reclamó el tamborilero que le llevara hasta la
cumbre de la montaña de cristal, pero el gigante rehusó con la cabeza, murmuró
algo para su coleto y retornó al bosque.
Estaba ahora el pobre tamborilero ante la montaña,
que era tan alta como si hubieran montado tres montañas una encima de la otra.
Por añadidura era tan lisa como un espejo, sin que tuviera la menor idea de
cómo subir hasta arriba. Inició la escalada, mas era inútil, pues resbalaba
siempre volviendo al punto de partida. «Quién fuera pájaro en estas ocasiones»,
pensó, pero de qué servía desearlo, si por ello no le iban a crecer las alas.
Estando sumido en estos pensamientos y sin saber qué hacer, vio no lejos de sí
a dos hombres que discutían violentamente. Se acercó a ellos y notó que
estaban en desavenencia por culpa de una silla de montar, que yacía en el suelo
ante ellos. Cada uno de los dos la quería para sí. «Menudo par de bobos que
estáis hechos», les dijo, «mira que discutir por una silla de montar para la
que no tenéis caballo.» «La silla vale la discusión», contestó uno de los
hombres, «quienquiera que se siente en ella y desee ir a cualquier lugar,
aunque estuviera en el fin del mundo, aparece allí en el mismo instante en que
pronuncia su deseo. La silla nos pertenece a ambos en comunidad, y es ahora mi
turno de montarla, pero el otro no quiere permitirlo.» «Esta disputa tiene
fácil solución», dijo el tamborilero, alejándose un trecho y clavando una vara
blanca en el suelo. Entonces regresó y dijo: «Corred ahora hacia la meta, y
el que primero llegue será el que monte primero.» Ambos salieron disparados,
pero apenas se habían alejado unos pasos, cuando ya el tamborilero estaba
montado en la silla, indicando su deseo de subir a la montaña de cristal, y en
un abrir y cerrar de ojos estaba allí. En lo alto de la montaña había una
llanura, en la que se encontraba una vieja casa de piedra, y delante de la casa
un gran estanque lleno de peces. Detrás se alzaba un tupido bosque. No vio ni
a hombres ni a animales, todo estaba en calma, sólo el viento ululaba entre los
árboles, y las nubes pasaban desfilando muy cerca de su cabeza. Se acercó a la
puerta y llamó. Cuando hubo tocado por tercera vez, abrió una vieja de tez
tostada y ojos rojos la puerta. Sobre su larga nariz cabalgaban unas gafas.
Esta le miró con severidad y le preguntó que qué se le ofrecía. «La entrada,
comida y un lecho», respondió el tamborilero. «Tendrás todo eso», dijo la
vieja, «si a cambio realizas tres trabajos.»
«¿Y por qué no?», replicó él, «el trabajo no me asusta,
por muy pesado que sea.» La vieja le franqueó la entrada, le dio de comer y,
por la noche, una buena cama. A la mañana siguiente, cuando el tamborilero hubo
descansado, la vieja se quitó un dedal de su dedo esquelético, se lo entregó y
dijo: «Ahora ponte a trabajar; ve al estanque que está afuera y vacíalo con
este dedal; pero antes de que oscurezca tienes que haber terminado, y todos los
peces, que están en el agua, tienen que haber sido clasificados y ordenados
según su clase y tamaño.» «Trabajo extraño es éste», dijo el tamborilero, pero
se fue al estanque y comenzó a sacar el agua. Así estuvo toda la mañana, pero
qué se va a poder hacer con un dedal ante tal cantidad de agua, aunque se esté
trabajando durante mil años. Al mediodía, pensó: «Esto no tiene salida, y es
indiferente si trabajo o no. Salió entonces de la casa una muchacha, colocó un
cestillo con comida a su lado y le dijo: «¿Qué haces ahí sentado con tanta
tristeza, qué te sucede?» El la contempló y se dio cuenta de que era muy
hermosa. «Ay», dijo, «no puedo llevar a cabo el primer trabajo, no sé qué va a
ser de mí. Partí para buscar a la hija de un rey que ha de vivir por aquí, mas
no la he encontrado; quiero seguir adelante.» «Quédate aquí», dijo la muchacha,
«te voy a ayudar en tu aprieto. Estás cansado, apoya tu cabeza en mi regazo y
duerme. Cuando despiertes de nuevo, el trabajo estará hecho.» El tamborilero
no dejó que se lo dijeran dos veces. En cuanto se le cerraron los ojos, ella
hizo girar un anillo mágico y exclamó: «¡Arriba el agua, afuera los peces!» En
un santiamén el agua se fue hacia arriba, como si de blanca niebla se tratase,
y se alejó junto con las otras nubes, mientras que los peces chasquearon
saltando a la orilla y se colocaron uno al lado del otro, ordenados según su
clase y tamaño. Cuando el tamborilero despertó, vio para su sorpresa que todo
estaba realizado. Mas la muchacha dijo: «Uno de los peces no está colocado en
el lugar que le corresponde, sino situado aparte. Cuando la vieja venga esta
noche y contemple que todo ha sido hecho según sus órdenes preguntará: «¿Qué
hace aquí ese pez solo?» Arrójale entonces el pez a la cara y dile: «Este será
para ti, vieja bruja.» Al anochecer se presentó la vieja, y cuando hubo
formulado la pregunta, le lanzó el pez contra la cara. Ella hizo como si no se
diera cuenta y no dijo nada, pero le miró con ojos maliciosos. A la mañana
siguiente le dijo: «Ayer las cosas te fueron demasiado fáciles, tengo que
mandarte trabajos más difíciles. Hoy tienes que talar todo el bosque, partir
toda la leña en tarugos y ordenarla por estéreos. Todo tendrá que estar
concluido al anochecer.» Le dio un hacha, un mazo y dos cuñas. Pero el hacha
era de plomo, y el mazo y las cuñas de hojalata. Cuando empezó a trabajar, el
hacha se le dobló y el mazo y las cuñas se le hundieron y quedaron inservibles.
El no sabía qué hacer, pero al mediodía la muchacha regresó con la comida y le
consoló: «Pon tu cabeza en mi regazo», dijo, «y duérmete. Cuando despiertes, el
trabajo estará hecho.» Hizo girar su anillo mágico y en ese mismo instante todo
el bosque cayó con gran estrépito. La madera se partía sola y se colocaba por
estéreos; era como si gigantes invisibles llevaran a cabo el trabajo. Cuando
despertó, la muchacha le dijo: «Lo ves, la madera está cortada y puesta por
estéreos; sólo una rama queda. Mas cuando la vieja venga esta noche y pregunte
lo que ocurre con la rama, dale un golpe con ella diciendo: «Esta, bruja, será
para ti.» La vieja llegó: «Ves», dijo, «lo fácil que era el trabajo, mas ¿para
qué está ahí esa rama?» «Para ti, bruja», respondió él, dándole con ella un
golpe. Pero ella hizo como si no lo sintiera, emitió una risa burlona y dijo:
«Mañana temprano colocarás toda esta leña en un montón, le prenderás fuego y la
quemarás.» Al amanecer se levantó y empezó a acarrear la leña, pero ¿cómo es
posible que un solo hombre reúna la leña de todo un bosque? El trabajo no
avanzaba. Mas la muchacha no le abandonó en sus apuros. Al mediodía le trajo
su comida, y cuando la hubo consumido, colocó su cabeza en el regazo y se
durmió. Cuando despertó, toda la pira estaba ardiendo con una llama descomunal,
que extendía sus lenguas hasta el mismo cielo. «Escúcha-me», dijo la muchacha,
«cuando venga la vieja, te mandará hacer diversas cosas. Si actúas sin miedo
y la obedeces, nada puede hacer contra ti; mas si te entra el miedo, el fuego
te apresará y en él te quemarás. Al final, cuando hayas hecho todo, agárrala
con las dos manos y arrójala en medio de las llamas.» Alejóse la muchacha y la
vieja se acercó con sigilo. «Huf, que frío tengo», dijo, «pero éste es un fuego
que arde bien, y me calienta estos viejos huesos, cosa que me alivia. Mas veo
que allí queda un tarugo, que parece no querer arder. Ve y sácamelo. Una vez
que hayas hecho esto quedarás libre y podrás marchar donde te plazca. Vamos,
entra sin miedo.» El tamborilero no lo pensó dos veces, saltó al mismo centro
de las llamas, pero éstas no le hicieron nada, ni siquiera lograron chamuscarle
los cabellos. Sacó, pues, el tarugo y lo puso en el suelo. Apenas hubo la
madera tocado la tierra, se transformó, y ante él estaba la bella muchacha que
le había ayudado en sus apuros. Y por las sedas y el oro que brillaban en su
ropaje se dio buena cuenta de que era la hija de un rey. Pero la vieja soltó
una risa envenenada y dijo: «Te crees que la tienes, pero todavía no es tuya.»
Disponíase ella a marchar hacia la muchacha, cuando él agarró a la vieja con
ambas manos, la levantó en vilo y la arrojó al corazón del fuego. Las llamas
se cerraron sobre ella, como si se alegraran de tener que devorar a una bruja.
Dirigió entonces su mirada al tamborilero la hija del
rey, y al comprobar que era un joven bien parecido, y teniendo en cuenta que
había puesto su vida en juego a fin de salvarla, le tendió su mano y dijo:
«Todo lo has arriesgado por mí, pero también yo quiero hacer todo por ti. Si me
prometes serme fiel, podrás ser mi esposo. Riquezas no nos han de faltar, pues
nos basta con lo que la bruja fue juntando aquí.» Le condujo a la casa, donde
hallaron cajas y más cajas, llenas de sus tesoros hasta los bordes. Dejaron
sin tocar el oro y la plata, y se llevaron sólo las piedras preciosas. Ella no
quiso permanecer por más tiempo en la montaña de cristal, así que él le dijo:
«Siéntate conmigo en mi silla de montar, que bajaremos volando como si
fuéramos pájaros.» «No me gusta tu vieja silla», dijo ella, «sólo tengo que
hacer girar mi anillo mágico para que estemos de vuelta en casa.» «Pues bien»,
dijo él, «colócanos entonces a las puertas de la ciudad.» Allí estaban al cabo
de un segundo, cuando el tamborilero dijo: «Antes deseo ir a ver a mis padres
para darles la noticia de lo acaecido, tú espérame aquí en este campo, que no
tardaré en regresar.» «Ay», dijo la hija del rey, «te lo suplico, ten cuidado
de no besar a tus padres, cuando llegues, en la mejilla derecha. Si lo haces,
se te olvidará todo, y yo me quedaré en este campo sola y abandonada.» «¿Pero
cómo voy a olvidarte?», dijo él, y le prometió por lo más sagrado volver en muy
poco tiempo. Cuando entró en la casa de su padre, nadie supo de quién se
trataba, de tanto que había cambiado, pues los tres días, que había pasado en
la montaña de cristal, habían sido tres largos años. Entonces se dio a conocer,
y llenos de alegría sus padres le abrazaron emocionados. Tan conmovido estaba
su corazón, que les besó en ambas mejillas sin pensar en lo que la muchacha le
había dicho. Mas en el mismo momento en que les daba el beso en la mejilla
derecha, desapareció de su pensamiento la hija del rey. Vació sus bolsillos y
colocó a puñados las piedras preciosas más grandes sobre la mesa. Los padres no
sabían qué hacer con tal riqueza. Entonces el padre construyó un magnífico
castillo, rodeado de jardines, bosques y praderas, como si hubiera de albergar
a algún príncipe. Y cuando lo tuvo terminado, la madre dijo: «He escogido una
muchacha para ti, dentro de tres días se celebrará la boda.» El hijo se mostró
satisfecho con todo ello y se dispuso a hacer lo que los padres querían.
La pobre hija del rey había permanecido largo rato a
las puertas de la ciudad aguardando el regreso del joven. Cuando ya anochecía,
dijo: «Es seguro que ha besado a sus padres en la mejilla derecha y que me ha
olvidado.» Su corazón estaba lleno de tristeza, y deseó retirarse a una casita
solitaria en mitad del bosque, para no regresar jamás a la corte de su padre.
Todos los días, al atardecer, marchaba a la ciudad y pasaba por la casa de él,
mas éste ya no la reconocía. Finalmente oyó decir a la gente: «Mañana se
celebra su boda.» Entonces se dijo: «Voy a tratar de recobrar su corazón.»
Cuando el primer día de los festejos iba a ser celebrado, hizo girar su anillo
mágico y dijo: «Un vestido que brille como el sol.» En el acto el vestido
apareció ante sus ojos, y brillaba tanto como si hubiera sido tejido con los
mismísimos rayos del sol. Cuando todos los invitados estaban reunidos, ella
penetró en la sala. Todos se maravillaron ante el hermoso vestido, sobre todo
la novia. Y como los vestidos hermosos eran su mayor placer, se dirigió a la
desconocida y le preguntó si quería vendérselo. «No lo vendo por dinero»,
respondió ella, «pero si se me permite pasar la primera noche ante la puerta
del aposento donde duerme el novio, estoy dispuesta a desprenderme de él.» No
podía la novia contener su deseo y asintió, pero en el vino que al acostarse
tomaba el novio le mezcló una bebida hipnótica, gracias a la cual él cayó en
un pesado sopor. Cuando el silencio reinó en la casa, la hija del rey se sentó
ante la puerta del dormitorio, y abriéndola un resquicio, exclamó:
Tamborilero,
tamborilero, escúchame,
¿es que del
todo ya me has olvidado?
¿En la
montaña de cristal conmigo no estuviste?
¿Tu vida no
salvé ante la bruja?
¿Es que no
me prometiste fidelidad?
Tamborilero,
tamborilero, escúchame.
Pero todo resultó inútil, ya que el tamborilero no
despertó, y a la mañana siguiente la hija del rey tuvo que marcharse sin haber
conseguido nada. Al atardecer del segundo día, la muchacha hizo girar su anillo
mágico y dijo: «Un vestido tan plateado como la luna.» Cuando de nuevo apareció
en la fiesta con su vestido, que emitía destellos tan suaves como la luz de la
luna, la codicia de la novia volvió a despertarse. Y tomó el vestido a cambio
de conceder su permiso para que la muchacha pudiera pasar tambien la segunda
noche a la puerta del dormitorio del novio. Entonces ella exclamó en el
silencio de la noche:
Tamborilero,
tamborilero, escúchame,
¿es que del
todo ya me has olvidado?
¿En la
montaña de cristal conmigo no estuviste?
¿Tu vida no
salvé ante la bruja?
¿Es que no
me prometiste fidelidad?
Tamborilero,
tamborilero, escúchame.
Mas el tamborilero, aturdido por la bebida hipnótica,
era imposible de despertar. A la mañana siguiente, la muchacha regresó con
tristeza a su casita en el bosque. Pero los invitados de la casa habían oído el
lamento de la muchacha desconocida y le informaron de ello al novio. Le
dijeron también que le había sido imposible escuchar nada porque le habían
suministrado una bebida hipnótica con el vino. Al atardecer del tercer día, la
hija del rey hizo girar su anillo y dijo: «Un vestido tan resplandeciente como
las estrellas.» Cuando con él se mostró en la fiesta, la novia se quedó fuera
de sí de asombro; la riqueza del vestido sobrepasaba con mucho la de los
anteriores. Sin poder dominarse, se dijo: «He de obtenerlo a toda costa.» La
muchacha lo entregó, como los otros, a cambio de que le permitiera pasar la
noche ante la puerta del novio. Este, por su parte, no se bebió el vino que le
fue ofrecido al ir a acostarse, sino que lo derramó detrás de la cama. Y cuando
el silencio reinó en la casa, escuchó una voz muy tenue, que le llamaba:
Tamborilero,
tamborilero, escúchame,
¿es que del
todo ya me has olvidado?
¿En la
montaña de cristal conmigo no estuviste?
¿Tu vida no
salvé ante la bruja?
¿Es que no
me prometiste fidelidad?
Tamborilero,
tamborilero, escúchame.
De pronto recobró la memoria. «Ay», exclamó, «¿cómo he
podido ser tan infiel?; mas la culpa es del beso, que con el corazón rebosante
de alegría di a mis padres en la mejilla derecha, él ha sido el que me ha
aturdido.» De un salto se levantó, tomó de la mano a la hija del rey y la
condujo al lecho de sus padres. «Esta es mi verdadera novia», dijo, «si me caso
con la otra, cometo una gran injusticia.» Los padres, al oír cómo había
sucedido todo, dieron su consentimiento. Entonces se volvieron a encender las
luces de la sala, sonaron tambores y trompetas, y se invitó a volver a amigos y
parientes, para celebrar así con gran júbilo la verdadera boda. La primera
novia conservó los hermosos vestidos como compensación y se dio por satisfecha.
1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038
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