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jueves, 10 de abril de 2014

El tamborilero

Caminaba al anochecer un joven tamborilero solo por el campo, cuando llegó a un lago en cuya orilla descubrió tiradas tres pequeñas piezas de ropa blan­ca. «Qué tela tan fina», dijo, metiéndose una de las piezas en el bolsillo. Regresó a su casa, no volvió a pensar en su hallazgo y se metió en la cama. Cuando se disponía a dormirse, le pareció como si alguien le llamara por su nombre. Aguzó el oído y percibió una voz muy queda, que le decía: «Tamborilero, tam­borilero, despierta.» Como la noche era muy oscura, no podía ver a nadie, pero tenía la sensación de que una figura flotaba de un lado a otro de su cama. «¿Qué quieres?», preguntó. «Devuélveme mi camisa», respondió la voz, «la que me quitaste anoche a ori­llas del lago.» «Te la devolveré», dijo el tamborilero, «si me dices quién eres.» «Ay», replicó la voz, «soy la hija de un poderoso rey, pero he caído en poder de una bruja que me tiene retenida en la montaña de cristal. Todos los días he de bañarme en el lago en compañía de mis dos hermanas, pero sin mi cami­sa no me es posible volar de regreso. Mis hermanas se han marchado ya, mas yo he tenido que quedarme atrás. Te lo ruego, devuélveme mi camisa.» «Tranqui­lízate, pobre criatura», dijo el tamborilero, «que te la voy a devolver gustosa-mente.» La sacó de su bolsillo y se la ofreció a ella en la oscuridad. Esta la agarró apresuradamente y quería salir corriendo. «Aguarda un instante», dijo él, «acaso pueda ayudarte.» «Sólo me puedes ayudar si asciendes la montaña de cristal y me liberas del poder de la bruja. Mas a la montaña de cristal no llegarás, y aunque te aproximaras mu­cho a ella, no podrías escalarla.» «Puedo hacer todo aquello que me proponga», repuso el tamborilero, «siento compasión de ti y a nada temo. Mas no co­nozco el camino que conduce hasta la montaña de cristal.» «El camino va a través del gran bosque, en el que habitan los antropófagos», contestó ella, «más no me está permitido decirte.» Acto seguido oyó él cómo se alejó volando.
Rayaba el día cuando el tamborilero se puso en camino, con su tambor colgado en bandolera, y di­rigiéndose derecho y sin miedo hacia el interior del bosque. Cuando hubo caminado un tiempo sin haber vislumbrado a ningún gigante, pensó: «Tengo que despertar a estos dormilones», agarrando el tambor y tocando tal redoble, que los pájaros levantaron el vuelo de los árboles dando chillidos. No pasó mucho rato hasta que un gigante, que había estado durmien­do tumbado en la hierba, levantó su imponente es­tatura. Era tan alto como un pino. «Eh, tú, hombre­cillo», le gritó, «¿qué es eso de pasar por aquí to­cando el tambor y despertarme de mis mejores sue­ños?» «Toco el tambor», respondió él, «porque me siguen muchos miles de hombres, y he de indicarles el camino.» «¿Y qué es lo que quieren hacer aquí en mi bosque?», preguntó el gigante. «Quieren acabar contigo y limpiar al bosque de un monstruo como tú.» «Ya, ya», dijo el gigante, os pisotearé como si fuerais hormigas.» «¿Es que te crees poder hacer algo contra ellos?», inquirió el tamborilero, «si te agachas para agarrar a uno, se aleja de un salto y se esconde; y cuando tú te eches al suelo queriendo dormir, saldrán de todas las malezas y se te subirán encima. Cada uno dispone de un martillo de acero, y con él te abrirán la cabeza.» El gigante se desalen­tó y pensó: «Si me enfrento a este astuto gentío, bien pudiera ser que saliera perdiendo. A los lobos y a los osos puedo retorcerles el pescuezo, mas no tengo protección ante los gusanos de tierra.» «Escu­cha, pequeñajo», acabó por decir, «márchate y te pro­meto dejaros tranquilos a ti y a tus compañeros, y si aún te queda algún deseo, no tienes más que de­círmelo, que yo te lo cumpliré.» «Tienes largas pier­nas», dijo el tamborilero, «y puedes correr con más rapidez que yo, llévame a la montaña de cristal, y así daré a los míos las señas de retirada, para que te dejen en paz por esta vez.» «Acércate, gusano», dijo el gigante, «siéntate sobre mis hombros, te lle­varé adonde quieres.» Subióle el gigante arriba, y desde allí el tamborilero comenzó a hacer sonar su tambor todo lo fuerte que le era posible. Pensó el gi­gante: «Esta será la señal, para que el resto de las tropas se retiren.» Al cabo de un rato apareció otro gigante en mitad del camino, y el primero le pasó el tamborilero, que metió en su ojal. El tamborilero se agarró al botón, que tenía el tamaño de un sopera, con todas sus fuerzas y, divertido, echó una mirada en derredor. Llegaron entonces hasta donde estaba un tercer gigante, quien le sacó del ojal y le montó en el ala de su sombrero. El tamborilero paseó de arriba abajo mirando por encima de los árboles, y cuando vislumbró a gran distancia una montaña, pensó: «Esta es seguramente la montaña de cristal», como así era. Al gigante le bastó dar unos cuantos pasos, y en un instante habían llegado al pie de la montaña, donde el gigante le hizo descender. Recla­mó el tamborilero que le llevara hasta la cumbre de la montaña de cristal, pero el gigante rehusó con la cabeza, murmuró algo para su coleto y retornó al bosque.
Estaba ahora el pobre tamborilero ante la monta­ña, que era tan alta como si hubieran montado tres montañas una encima de la otra. Por añadidura era tan lisa como un espejo, sin que tuviera la menor idea de cómo subir hasta arriba. Inició la escalada, mas era inútil, pues resbalaba siempre volviendo al punto de partida. «Quién fuera pájaro en estas ocasiones», pensó, pero de qué servía desearlo, si por ello no le iban a crecer las alas. Estando sumido en estos pen­samientos y sin saber qué hacer, vio no lejos de sí a dos hombres que discutían violentamente. Se acer­có a ellos y notó que estaban en desavenencia por culpa de una silla de montar, que yacía en el suelo ante ellos. Cada uno de los dos la quería para sí. «Menudo par de bobos que estáis hechos», les dijo, «mira que discutir por una silla de montar para la que no tenéis caballo.» «La silla vale la discusión», contestó uno de los hombres, «quienquiera que se siente en ella y desee ir a cualquier lugar, aunque estuviera en el fin del mundo, aparece allí en el mis­mo instante en que pronuncia su deseo. La silla nos pertenece a ambos en comunidad, y es ahora mi turno de montarla, pero el otro no quiere permitirlo.» «Esta disputa tiene fácil solución», dijo el tambori­lero, alejándose un trecho y clavando una vara blan­ca en el suelo. Entonces regresó y dijo: «Corred aho­ra hacia la meta, y el que primero llegue será el que monte primero.» Ambos salieron disparados, pero apenas se habían alejado unos pasos, cuando ya el tamborilero estaba montado en la silla, indicando su deseo de subir a la montaña de cristal, y en un abrir y cerrar de ojos estaba allí. En lo alto de la montaña había una llanura, en la que se encontraba una vieja casa de piedra, y delante de la casa un gran estan­que lleno de peces. Detrás se alzaba un tupido bos­que. No vio ni a hombres ni a animales, todo estaba en calma, sólo el viento ululaba entre los árboles, y las nubes pasaban desfilando muy cerca de su cabe­za. Se acercó a la puerta y llamó. Cuando hubo to­cado por tercera vez, abrió una vieja de tez tostada y ojos rojos la puerta. Sobre su larga nariz cabalgaban unas gafas. Esta le miró con severidad y le preguntó que qué se le ofrecía. «La entrada, comida y un le­cho», respondió el tamborilero. «Tendrás todo eso», dijo la vieja, «si a cambio realizas tres trabajos.»
«¿Y por qué no?», replicó él, «el trabajo no me asus­ta, por muy pesado que sea.» La vieja le franqueó la entrada, le dio de comer y, por la noche, una buena cama. A la mañana siguiente, cuando el tamborilero hubo descansado, la vieja se quitó un dedal de su dedo esquelético, se lo entregó y dijo: «Ahora ponte a trabajar; ve al estanque que está afuera y vacíalo con este dedal; pero antes de que oscurezca tienes que haber terminado, y todos los peces, que están en el agua, tienen que haber sido clasificados y orde­nados según su clase y tamaño.» «Trabajo extraño es éste», dijo el tamborilero, pero se fue al estanque y comenzó a sacar el agua. Así estuvo toda la maña­na, pero qué se va a poder hacer con un dedal ante tal cantidad de agua, aunque se esté trabajando du­rante mil años. Al mediodía, pensó: «Esto no tiene salida, y es indiferente si trabajo o no. Salió enton­ces de la casa una muchacha, colocó un cestillo con comida a su lado y le dijo: «¿Qué haces ahí sentado con tanta tristeza, qué te sucede?» El la contempló y se dio cuenta de que era muy hermosa. «Ay», dijo, «no puedo llevar a cabo el primer trabajo, no sé qué va a ser de mí. Partí para buscar a la hija de un rey que ha de vivir por aquí, mas no la he encontrado; quiero seguir adelante.» «Quédate aquí», dijo la mu­chacha, «te voy a ayudar en tu aprieto. Estás cansa­do, apoya tu cabeza en mi regazo y duerme. Cuando despiertes de nuevo, el trabajo estará hecho.» El tam­borilero no dejó que se lo dijeran dos veces. En cuanto se le cerraron los ojos, ella hizo girar un ani­llo mágico y exclamó: «¡Arriba el agua, afuera los peces!» En un santiamén el agua se fue hacia arriba, como si de blanca niebla se tratase, y se alejó junto con las otras nubes, mientras que los peces chasquea­ron saltando a la orilla y se colocaron uno al lado del otro, ordenados según su clase y tamaño. Cuando el tamborilero despertó, vio para su sorpresa que todo estaba realizado. Mas la muchacha dijo: «Uno de los peces no está colocado en el lugar que le corresponde, sino situado aparte. Cuando la vieja venga esta noche y contemple que todo ha sido hecho según sus órdenes preguntará: «¿Qué hace aquí ese pez solo?» Arrójale entonces el pez a la cara y dile: «Este será para ti, vieja bruja.» Al anochecer se presentó la vie­ja, y cuando hubo formulado la pregunta, le lanzó el pez contra la cara. Ella hizo como si no se diera cuenta y no dijo nada, pero le miró con ojos mali­ciosos. A la mañana siguiente le dijo: «Ayer las co­sas te fueron demasiado fáciles, tengo que mandarte trabajos más difíciles. Hoy tienes que talar todo el bosque, partir toda la leña en tarugos y ordenarla por estéreos. Todo tendrá que estar concluido al ano­checer.» Le dio un hacha, un mazo y dos cuñas. Pero el hacha era de plomo, y el mazo y las cuñas de hoja­lata. Cuando empezó a trabajar, el hacha se le dobló y el mazo y las cuñas se le hundieron y quedaron in­servibles. El no sabía qué hacer, pero al mediodía la muchacha regresó con la comida y le consoló: «Pon tu cabeza en mi regazo», dijo, «y duérmete. Cuando despiertes, el trabajo estará hecho.» Hizo girar su anillo mágico y en ese mismo instante todo el bos­que cayó con gran estrépito. La madera se partía sola y se colocaba por estéreos; era como si gigantes invisibles llevaran a cabo el trabajo. Cuando desper­tó, la muchacha le dijo: «Lo ves, la madera está cor­tada y puesta por estéreos; sólo una rama queda. Mas cuando la vieja venga esta noche y pregunte lo que ocurre con la rama, dale un golpe con ella dicien­do: «Esta, bruja, será para ti.» La vieja llegó: «Ves», dijo, «lo fácil que era el trabajo, mas ¿para qué está ahí esa rama?» «Para ti, bruja», respondió él, dán­dole con ella un golpe. Pero ella hizo como si no lo sintiera, emitió una risa burlona y dijo: «Mañana temprano colocarás toda esta leña en un montón, le prenderás fuego y la quemarás.» Al amanecer se le­vantó y empezó a acarrear la leña, pero ¿cómo es posible que un solo hombre reúna la leña de todo un bosque? El trabajo no avanzaba. Mas la mucha­cha no le abandonó en sus apuros. Al mediodía le trajo su comida, y cuando la hubo consumido, colo­có su cabeza en el regazo y se durmió. Cuando des­pertó, toda la pira estaba ardiendo con una llama des­comunal, que extendía sus lenguas hasta el mismo cielo. «Escúcha-me», dijo la muchacha, «cuando ven­ga la vieja, te mandará hacer diversas cosas. Si ac­túas sin miedo y la obedeces, nada puede hacer con­tra ti; mas si te entra el miedo, el fuego te apresará y en él te quemarás. Al final, cuando hayas hecho todo, agárrala con las dos manos y arrójala en me­dio de las llamas.» Alejóse la muchacha y la vieja se acercó con sigilo. «Huf, que frío tengo», dijo, «pero éste es un fuego que arde bien, y me calienta estos viejos huesos, cosa que me alivia. Mas veo que allí queda un tarugo, que parece no querer arder. Ve y sácamelo. Una vez que hayas hecho esto quedarás libre y podrás marchar donde te plazca. Vamos, entra sin miedo.» El tamborilero no lo pensó dos veces, saltó al mismo centro de las llamas, pero éstas no le hicieron nada, ni siquiera lograron chamuscarle los cabellos. Sacó, pues, el tarugo y lo puso en el suelo. Apenas hubo la madera tocado la tierra, se transfor­mó, y ante él estaba la bella muchacha que le había ayudado en sus apuros. Y por las sedas y el oro que brillaban en su ropaje se dio buena cuenta de que era la hija de un rey. Pero la vieja soltó una risa enve­nenada y dijo: «Te crees que la tienes, pero todavía no es tuya.» Disponíase ella a marchar hacia la mu­chacha, cuando él agarró a la vieja con ambas ma­nos, la levantó en vilo y la arrojó al corazón del fuego. Las llamas se cerraron sobre ella, como si se alegra­ran de tener que devorar a una bruja.
Dirigió entonces su mirada al tamborilero la hija del rey, y al comprobar que era un joven bien pare­cido, y teniendo en cuenta que había puesto su vida en juego a fin de salvarla, le tendió su mano y dijo: «Todo lo has arriesgado por mí, pero también yo quiero hacer todo por ti. Si me prometes serme fiel, podrás ser mi esposo. Riquezas no nos han de faltar, pues nos basta con lo que la bruja fue juntando aquí.» Le condujo a la casa, donde hallaron cajas y más cajas, llenas de sus tesoros hasta los bordes. De­jaron sin tocar el oro y la plata, y se llevaron sólo las piedras preciosas. Ella no quiso permanecer por más tiempo en la montaña de cristal, así que él le dijo: «Siéntate conmigo en mi silla de montar, que bajare­mos volando como si fuéramos pájaros.» «No me gus­ta tu vieja silla», dijo ella, «sólo tengo que hacer girar mi anillo mágico para que estemos de vuelta en casa.» «Pues bien», dijo él, «colócanos entonces a las puertas de la ciudad.» Allí estaban al cabo de un segundo, cuando el tamborilero dijo: «Antes deseo ir a ver a mis padres para darles la noticia de lo acaecido, tú es­pérame aquí en este campo, que no tardaré en regre­sar.» «Ay», dijo la hija del rey, «te lo suplico, ten cuidado de no besar a tus padres, cuando llegues, en la mejilla derecha. Si lo haces, se te olvidará todo, y yo me quedaré en este campo sola y abandonada.» «¿Pero cómo voy a olvidarte?», dijo él, y le prometió por lo más sagrado volver en muy poco tiempo. Cuan­do entró en la casa de su padre, nadie supo de quién se trataba, de tanto que había cambiado, pues los tres días, que había pasado en la montaña de cristal, habían sido tres largos años. Entonces se dio a cono­cer, y llenos de alegría sus padres le abrazaron emo­cionados. Tan conmovido estaba su corazón, que les besó en ambas mejillas sin pensar en lo que la mu­chacha le había dicho. Mas en el mismo momento en que les daba el beso en la mejilla derecha, desapare­ció de su pensamiento la hija del rey. Vació sus bol­sillos y colocó a puñados las piedras preciosas más grandes sobre la mesa. Los padres no sabían qué ha­cer con tal riqueza. Entonces el padre construyó un magnífico castillo, rodeado de jardines, bosques y praderas, como si hubiera de albergar a algún prín­cipe. Y cuando lo tuvo terminado, la madre dijo: «He escogido una muchacha para ti, dentro de tres días se celebrará la boda.» El hijo se mostró satisfecho con todo ello y se dispuso a hacer lo que los padres querían.
La pobre hija del rey había permanecido largo rato a las puertas de la ciudad aguardando el regreso del joven. Cuando ya anochecía, dijo: «Es seguro que ha besado a sus padres en la mejilla derecha y que me ha olvidado.» Su corazón estaba lleno de tristeza, y deseó retirarse a una casita solitaria en mitad del bosque, para no regresar jamás a la corte de su pa­dre. Todos los días, al atardecer, marchaba a la ciu­dad y pasaba por la casa de él, mas éste ya no la re­conocía. Finalmente oyó decir a la gente: «Mañana se celebra su boda.» Entonces se dijo: «Voy a tratar de recobrar su corazón.» Cuando el primer día de los festejos iba a ser celebrado, hizo girar su anillo má­gico y dijo: «Un vestido que brille como el sol.» En el acto el vestido apareció ante sus ojos, y brillaba tanto como si hubiera sido tejido con los mismísimos rayos del sol. Cuando todos los invitados estaban reunidos, ella penetró en la sala. Todos se maravilla­ron ante el hermoso vestido, sobre todo la novia. Y como los vestidos hermosos eran su mayor placer, se dirigió a la desconocida y le preguntó si quería vendérselo. «No lo vendo por dinero», respondió ella, «pero si se me permite pasar la primera noche ante la puerta del aposento donde duerme el novio, estoy dispuesta a desprenderme de él.» No podía la novia contener su deseo y asintió, pero en el vino que al acostarse tomaba el novio le mezcló una bebida hip­nótica, gracias a la cual él cayó en un pesado sopor. Cuando el silencio reinó en la casa, la hija del rey se sentó ante la puerta del dormitorio, y abriéndola un resquicio, exclamó:

Tamborilero, tamborilero, escúchame,
¿es que del todo ya me has olvidado?
¿En la montaña de cristal conmigo no estuviste?
¿Tu vida no salvé ante la bruja?
¿Es que no me prometiste fidelidad?
Tamborilero, tamborilero, escúchame.

Pero todo resultó inútil, ya que el tamborilero no despertó, y a la mañana siguiente la hija del rey tuvo que marcharse sin haber conseguido nada. Al atardecer del segundo día, la muchacha hizo girar su anillo mágico y dijo: «Un vestido tan plateado como la luna.» Cuando de nuevo apareció en la fiesta con su vestido, que emitía destellos tan suaves como la luz de la luna, la codicia de la novia volvió a desper­tarse. Y tomó el vestido a cambio de conceder su permiso para que la muchacha pudiera pasar tam­bien la segunda noche a la puerta del dormitorio del novio. Entonces ella exclamó en el silencio de la noche:

Tamborilero, tamborilero, escúchame,
¿es que del todo ya me has olvidado?
¿En la montaña de cristal conmigo no estuviste?
¿Tu vida no salvé ante la bruja?
¿Es que no me prometiste fidelidad?
Tamborilero, tamborilero, escúchame.

Mas el tamborilero, aturdido por la bebida hipnó­tica, era imposible de despertar. A la mañana siguien­te, la muchacha regresó con tristeza a su casita en el bosque. Pero los invitados de la casa habían oído el lamento de la muchacha desconocida y le infor­maron de ello al novio. Le dijeron también que le había sido imposible escuchar nada porque le ha­bían suministrado una bebida hipnótica con el vino. Al atardecer del tercer día, la hija del rey hizo girar su anillo y dijo: «Un vestido tan resplandeciente como las estrellas.» Cuando con él se mostró en la fiesta, la novia se quedó fuera de sí de asombro; la riqueza del vestido sobrepasaba con mucho la de los anteriores. Sin poder dominarse, se dijo: «He de obtenerlo a toda costa.» La muchacha lo entregó, como los otros, a cambio de que le permitiera pasar la noche ante la puerta del novio. Este, por su par­te, no se bebió el vino que le fue ofrecido al ir a acostarse, sino que lo derramó detrás de la cama. Y cuando el silencio reinó en la casa, escuchó una voz muy tenue, que le llamaba:

Tamborilero, tamborilero, escúchame,
¿es que del todo ya me has olvidado?
¿En la montaña de cristal conmigo no estuviste?
¿Tu vida no salvé ante la bruja?
¿Es que no me prometiste fidelidad?
Tamborilero, tamborilero, escúchame.

De pronto recobró la memoria. «Ay», exclamó, «¿cómo he podido ser tan infiel?; mas la culpa es del beso, que con el corazón rebosante de alegría di a mis padres en la mejilla derecha, él ha sido el que me ha aturdido.» De un salto se levantó, tomó de la mano a la hija del rey y la condujo al lecho de sus padres. «Esta es mi verdadera novia», dijo, «si me caso con la otra, cometo una gran injusticia.» Los padres, al oír cómo había sucedido todo, dieron su consentimiento. Entonces se volvieron a encender las luces de la sala, sonaron tambores y trompetas, y se invitó a volver a amigos y parientes, para cele­brar así con gran júbilo la verdadera boda. La pri­mera novia conservó los hermosos vestidos como compensación y se dio por satisfecha.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038

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