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jueves, 10 de abril de 2014

La pequeña mortaja

Tenía una madre un niñito de siete años, tan guapo y tan adorable, que nadie podía contemplarlo sin hacerle el bien, y también ella lo quería más que a ninguna otra cosa en el mundo. Sucedió, sin embar­go, que enfermó de repente y el buen Dios se lo llevó. No hubo consuelo para la madre, que lloraba día y noche. Mas a poco de haber sido enterrado, el niño se mostraba de noche en aquellos lugares en donde en vida había comido y jugado. Si la madre llora­ba, lloraba el niño también; y cuando llegaba la ma­ñana, había desaparecido. Pero cuando ya la madre no podía cesar de llorar, apareció en la noche vistien­do la pequeña mortaja blanca con que había sido co­locado en el ataúd, con su corona en la cabeza. Se sentó en la cama a los pies de ella y dijo: «Ay, ma­dre, deja de llorar de una vez, que no me puedo dormir en mi ataúd; pues mi pequeña mortaja no se acaba de secar, de tantas lágrimas que derramas sobre ella.» Se sobresaltó la madre al oír esto y ya no lloró más. Y a la noche siguiente el niñito volvió, con una lucecita en la mano, y dijo: «Lo ves, ahora ya pronto se secará mi camisita, y tendré paz en mi tumba.» Entonces la madre encomendó al buen Dios su sufrimiento y lo soportó con silencio y paciencia, y el niño ya no regresó, sino que durmió en su ca­mita subterránea.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038

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