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jueves, 10 de abril de 2014

Los seis criados

Vivía en tiempos remotos una vieja reina, que era hechicera. Su hija era la muchacha más hermosa que había bajo el sol. Pero no pensaba en otra cosa la vieja que en el modo de atraer a los hombres a su perdición. Y cuando se acercaba un pretendiente, ella decía que quien deseara a su hija habría de resolver antes un enigma, o morir. Muchos hubo que, cega­dos por la belleza de la doncella, osaron intentarlo; mas no podían llevar a cabo lo que la vieja les or­denaba, y entonces sí que no había piedad: tenían que arrodillarse y eran decapitados. El hijo de un rey, que también había oído de la gran belleza de la doncella, le dijo a su padre: «Dejadme marchar, pues quiero solicitar su mano.» «Jamás», contestó el rey; «si te vas, lo haces hacia la muerte». Entonces el hijo se postró, enfermo de muerte, y permaneció en tal estado durante siete años, sin que pudiera ayu­darle médico alguno. Cuando su padre vio que no quedaban esperanzas, le dijo con el corazón lleno de tristeza: «Parte, pues, y prueba fortuna, que yo no sé de qué otro modo ayudarte.» En cuanto hubo oído esto, el hijo se levantó del lecho, recobró la salud y se puso en camino alegremente.
Acaeció, cuando cabalgaba por una landa, que vio desde lejos algo que yacía en el suelo, parecido a una gran pila de heno. Al acercarse, logró distinguir que se trataba de la barriga de un hombre que se había acostado. La barriga, sin embargo, se asemejaba a una pequeña montaña. El gordo, cuando vislumbró al viajero, se levantó y le dijo: «Si necesitáis a alguien, tomadme a vuestro servicio.» Contestó el hijo del rey: «¿Y qué voy a hacer yo con un hombre tan aparatoso?» «Oh», díjole el gordo, «esto apenas es nada; cuando me estiro a gusto, soy tres mil veces más gordo». «Si ello es cierto», dijo el hijo del rey, «puedo necesitarte. Ven conmigo». Entonces el gor­do marchó al lado del hijo del rey, y pasado un rato, encontraron a otro, que yacía sobre la tierra con una oreja pegada a la hierba. Preguntó el hijo del rey: «¿Qué es lo que haces?» «Escucho», respondió el hombre. «¿Qué es lo que escuchas con tanta aten­ción?» «Escucho aquello que acontece ahora mismo en el mundo, porque nada escapa a mis orejas, ya que incluso oigo crecer la hierba.» El hijo del rey preguntó: «¿Qué oyes en la corte de la vieja reina, aquella que tiene una hija tan hermosa, di?» Y el otro contestó: «Oigo zumbar la espada que le corta la cabeza a un pretendiente.» Y dijo el hijo del rey: «Puedo necesitarte, ven conmigo.» Siguieron así su camino, y vieron al rato dos pies echados y también parte de una pierna, pero no podían vislumbrar el fin. Cuando hubieron caminado un largo trecho, arri­baron al cuerpo y, por fin, a la cabeza. «Vaya», dijo el hijo del rey, «qué tipo tan larguirucho eres». «Oh», dijo el largo, «esto no es nada; cuando extiendo mis miembros del todo, soy tres mil veces más largo y ma­yor que la montaña más alta del mundo. Si me que­réis admitir, he de serviros con gusto». «Ven conmi­go», dijo el hijo del rey, «puedo necesitarte». Si­guieron su camino y encontraron a alguien sentado al borde del camino con los ojos tapados. El hijo del rey le dijo: «¿Es que tienes los ojos enfermos, que no puedes mirar a la luz?» «No», contestó el hombre, «resulta que no debo quitarme la venda; porque aquello que miro con mis ojos salta en pedazos, de tan poderosa que es mi mirada. Si ello os puede ser de utilidad, gustosamente he de querer serviros».
«Ven conmigo», dijo el hijo del rey, «puedo necesi­tarte». Siguieron su camino y encontraron a un hombre que permanecía echado y expuesto de lleno al calor del sol; mas a la vez temblaba y todo su cuerpo se estremecía de frío. «¿Cómo puedes tener frío», dijo el hijo del rey, «con este sol tan caliente?» «Ay», le contestó el hombre, «soy de naturaleza muy distinta. Cuanto más calor hace, es cuando yo paso más frío, y el aterimiento me recorre todos los huesos; y cuanto más frío hace, tanto más padezco el calor; en medio del hielo no puedo soportar el calor, ni el frío en medio del fuego». «Eres un tipo extraordinario», dijo el hijo del rey, «pero si me quie­res servir, ven conmigo». Y de esta forma siguieron su camino y vieron parado a un hombre, que esti­raba el cuello, miraba en derredor y veía por encima de todas las montañas. Díjole el hijo del rey: «¿Qué es lo que contemplas con tanto interés?» El hombre respondió: «Tengo los ojos tan diáfanos, que puedo ver más allá de bosques y campos, de valles y mon­tañas, a través de todo el mundo.» Y el hijo del rey le dijo: «Si así lo quieres, ven conmigo; pues me faltaba aún alguien como tú.»
Pasado un tiempo, el hijo del rey y sus seis cria­dos entraban en la ciudad donde vivía la vieja reina. El no quiso dar a conocer su identidad, pero dijo: «Si es vuestra voluntad darme a vuestra hija, estoy dispuesto a realizar aquello que me encarguéis.» La hechicera se alegró de que un joven tan atractivo hubiera vuelto a caer en sus redes y dijo: «Por tres veces habrás de llevar a cabo lo que yo te ordene. Si lo logras en cada ocasión, podrás convertirte en esposo y señor de mi hija.» «¿Con qué debo empe­zar?», preguntó él. «Has de traerme hasta aquí un ani­llo, que he dejado caer en el mar Rojo.» Regresó en­tonces el hijo del rey al lugar donde estaban sus criados y les dijo: «El primer obstáculo no es pe­queño, pues he de sacar un anillo del mar Rojo. Ved si me podéis aconsejar.» Entonces habló el de los ojos diáfanos: «Voy a ver dónde se encuentra», echando una ojeada mar abajo. Y dijo: «Ahí está, colgado de una piedra puntiaguda.» El largo les llevó hasta allá y dijo: «No me costaría sacarlo, si pudiera ver dónde está.» «Si es ése el único problema», ex­clamó el gordo, y se tendió en el suelo, aplicando su boca al agua; de inmediato las olas se preci­pitaron adentro como si de un precipicio se tratase, y se bebió todo el mar hasta que éste quedó tan seco como un prado. El largo se agachó sin esfuerzo y sacó el anillo con la mano. Mucho se alegró el hijo del rey de tener el anillo en su poder, y se lo llevó a la vieja. Esta, muda de asombro, tuvo que decir: «Sí, ciertamente es el anillo auténtico. Has tenido fortuna en superar el primer obstáculo. Pero ahora viene el segundo. Mira, allí en ese prado delante de mi cas­tillo están pastando trescientos bueyes gordos. Te los has de zampar con pelos, huesos y cuernos; y abajo en la bodega se encuentran trescientas barricas de vino, que te has de beber de acompañamiento. Si queda un solo pelo de los bueyes, o del vino una sola gota, tu vida me pertenecerá.» Díjole el hijo del rey: «¿No me puedo traer invitados? A nadie le gusta comer sin otros comensales.» La vieja sonrió con malicia y respondió: «Un invitado puedes tener, para que te haga compañía, pero ninguno más.»
Volvió entonces el hijo del rey con sus criados y le dijo al gordo: «Hoy vas a ser mi invitado y po­drás comer hasta hartarte.» Entonces al gordo se le abrió el apetito y se comió los trescientos bueyes, sin dejar un solo pelo, y preguntó si había algo más de tomar que el desayuno. El vino se lo bebió directa­mente de las barricas, sin que precisara vaso alguno, teniendo cuidado de beberse hasta la última gota. Una vez acabada la comida, el hijo del rey fue a ver a la vieja y le dijo que había superado el segundo obs­táculo. Ella se asombró aún más y dijo: «Nadie ha llegado hasta aquí con anterioridad, pero aún queda el tercer obstáculo», y pensaba, «no te me vas a es­capar, y acabarás perdiendo la cabeza». «Esta noche», dijo, «llevaré a mi hija a tu aposento, y tú la rodea­rás con tu brazo. Cuando así estéis sentados juntos, cuídate de no dormirte; a las doce en punto me pre­sentaré, y si ya no está en tus brazos, habrás per­dido». El hijo del rey pensó: «Esta tarea es fácil, ya me encargaré de mantener los ojos abiertos.» Llamó, sin embargo, a sus criados y les refirió lo que la vieja le había contado. Y les dijo: «Quién sabe la argucia que se esconde detrás de todo esto. Hay que tener precaución, haced guardia y cuidad de que la donce­lla no vuelva a salir de mi aposento.» Cuando cayó la noche, llegó la vieja con su hija y la condujo hasta los brazos del hijo del rey. Entonces el largo se enroscó en torno a ellos formando un círculo, mien­tras que el gordo se colocaba ante la puerta, de ma­nera que no hubiera ser viviente que pudiera entrar. Así permanecieron sentados ambos. Mas la luna res­plandecía a través de la ventana posándose en su ros­tro, para que él pudiera apreciar su extraordinaria belleza. No hacía otra cosa que contemplarla, lleno de amor y alegría, y el cansancio no acudía a sus ojos. Esto duró hasta las once. Entonces la vieja lan­zó un hechizo sobre todos ellos, que les obligó a dormirse, y en ese mismo momento desapareció también la doncella.
Durmieron así pesadamente hasta las doce menos cuarto, momento en que el hechizo expiraba, y volvie­ron a despertarse todos. «Por todos los santos del cielo», exclamó el hijo del rey, «ahora sí que estoy perdido». También los leales criados comenzaron a lamentarse, pero el de los oídos finos dijo: «Callad todos, que quiero escuchar.» Y se paró a escuchar un momento, para decir al rato: «Está sentada en una roca a trescientas horas de aquí y se lamenta de su destino. Sólo tú puedes hacer algo, larguirucho. Si te pones en pie, estás allí dando unos cuantos pa­sos.» «En efecto», contestó el larguirucho, «pero el de los ojos potentes me tiene que acompañar, para que podamos quitar de en medio a la roca». Entonces el larguirucho montó sobre sus hombros al de los ojos vendados, y en un instante, como en un abrir y cerrar de ojos, estaban ante la roca que busca­ban. De inmediato el larguirucho le quitó al otro la venda de los ojos. Este echó apenas un vistazo, y la roca saltó en mil pedazos. Tomó el larguirucho entonces a la doncella en sus brazos, la trajo de vuel­ta en un santiamén e hizo lo mismo con igual celeri­dad con su camarada. Así, antes de que dieran las doce, se hallaban todos sentados como al princi­pio y se sentían despiertos y de buen humor. Cuando fueron las doce, la vieja hechicera se acercó despa­cio, con una expresión burlona en el rostro, como si fuera a decir: «Ahora sí que es mío», creyendo que su hija se encontraba en la roca a trescientas horas de distancia. Pero cuando vio a su hija en brazos del hijo del rey se asustó y dijo para sí: «Este es alguien que puede más que yo.» Mas no podía oponer ningún reparo y le tenía que conceder la don­cella. Pero entonces le dijo a ella al oído: «Sobre ti cae la vergüenza de tener que obedecer al pueblo bajo y no poder elegir un esposo a tu gusto.»
El orgulloso corazón de la doncella entonces se llenó de ira y ardía en deseos de venganza. A la mañana siguiente hizo que juntaran trescientas fa­negas de madera y le dijo al hijo del rey que los tres obstáculos estaban salvados, pero que no estaría dispuesta a ser su esposa en tanto no se encontrara alguien dispuesto a sentarse entre la leña y soportar el fuego. Pensaba ella que ninguno de sus criados se dejaría quemar por servirle y que, movido por su amor por ella, él mismo se sentaría allí; de tal ma­nera ella quedaría libre. Los criados, sin embargo, dijeron: «Todos nosotros hemos hecho algo, sólo el friolero falta por colaborar, a él le toca ahora», y le sentaron encima de la pira, a la que prendieron fuego. Comenzó a arder la leña, y siguió ardiendo durante tres días, hasta que toda se hubo consu­mido. Cuando las llamas se extinguieron, encon­traron al friolero sentado entre las cenizas, tiritando como una hoja al viento y diciendo: «Jamás en toda mi vida había tenido que soportar una helada tan te­rrible. Si hubiera durado más, me habría conge­lado.»
Ahora ya no se abría ninguna otra perspectiva, la hermosa doncella tenía que tomar al desconocido jo­ven por esposo. Mas cuando se dirigían a la iglesia, dijo la vieja: «No puedo soportar la ignominia», y envió un ejército tras ellos, con órdenes de que ma­taran todo lo que se les pusiera por delante y le devolvieran a su hija. El de los oídos finos, sin em­bargo, había aguzado sus sentidos y percibido las conversaciones secretas de la vieja. «¿Qué hacemos ahora?», le preguntó al gordo. Pero éste sabía a qué atenerse, y escupió una o dos veces, tras el coche en que iban, parte del agua del mar que se había be­bido. Entonces se formó un lago enorme, en donde las tropas se quedaron detenidas y se ahogaron. Cuando la hechicera se hubo enterado de esto, envió a sus jinetes encorazados, pero el de los oídos finos escuchó el batir de sus armaduras y le quitó a su compañero la venda de los ojos. Este miró al ene­migo con un poco de fuerza y los hizo añicos como si de cristal se tratara. Así pudieron proseguir su marcha sin más dificultades. Una vez ambos habían sido bendecidos en la iglesia, los seis criados se des­pidieron de su amo diciendo: «Vuestros deseos se han cumplido, ya no nos necesitáis. Queremos con­tinuar nuestro camino y probar fortuna en otros lugares.»
A una media hora del castillo había un pueblo, ante el que un hombre cuidaba un rebaño de cerdos. Cuando llegaron hasta ellos, él le dijo a su esposa: «¿Quiéres saber quién soy? No soy el hijo de ningún rey, sino un pastor de cerdos, y el que está ahí con el rebaño, ése es mi padre. También nosotros dos estaremos con él, ayudándole con el trabajo.» Entonces se hospedó con ella en la posada y en secreto les dijo a los posaderos que durante la noche la despo­jaran de sus reales vestimentas. Al despertar ella a la mañana siguiente, no tuvo nada que ponerse. La po­sadera le dio una falda vieja y un viejo par de me­dias de lana, actuando a la vez como si se tratara de un gran regalo, y diciendo: «Si no fuera por vues­tro esposo, ni siquiera os lo habría dado.» Entonces ella pensó que él era en verdad un pastor de cerdos, y mientras cuidaba con él el rebaño pensaba: «Esto es lo que me tengo merecido, por mi altivez y mi orgullo.» Duró esto durante ocho días, y ella ya no lo podía soportar por más tiempo; tenía los pies com­pletamente doloridos. Pasaron entonces unas perso­nas y le preguntaron si sabía quién era su esposo. «Sí», respondió ella, «es un pastor de cerdos, y aca­ba de salir para hacer un pequeño negocio con unas sogas.» Pero ellos dijeron: «Venid con nosotros, que os llevaremos hasta él», y la condujeron hasta donde se alzaba el castillo. Y cuando ella entró en el salón, allí estaba su esposo con ropajes reales. Mas ella no le reconoció, hasta que él la abrazó cálidamente, be­sándola mientras decía: «Mucho he tenido que pa­decer por ti, también tú has tenido que padecer por mí.» Fue entonces cuando la boda se celebró con todo su esplendor, y nada le gustaría más al que esto cuenta que haber estado allí presente.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038

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