Vivía en tiempos remotos una vieja reina, que era
hechicera. Su hija era la muchacha más hermosa que había bajo el sol. Pero no
pensaba en otra cosa la vieja que en el modo de atraer a los hombres a su
perdición. Y cuando se acercaba un pretendiente, ella decía que quien deseara a
su hija habría de resolver antes un enigma, o morir. Muchos hubo que, cegados
por la belleza de la doncella, osaron intentarlo; mas no podían llevar a cabo
lo que la vieja les ordenaba, y entonces sí que no había piedad: tenían que
arrodillarse y eran decapitados. El hijo de un rey, que también había oído de
la gran belleza de la doncella, le dijo a su padre: «Dejadme marchar, pues
quiero solicitar su mano.» «Jamás», contestó el rey; «si te vas, lo haces hacia
la muerte». Entonces el hijo se postró, enfermo de muerte, y permaneció en tal
estado durante siete años, sin que pudiera ayudarle médico alguno. Cuando su
padre vio que no quedaban esperanzas, le dijo con el corazón lleno de tristeza:
«Parte, pues, y prueba fortuna, que yo no sé de qué otro modo ayudarte.» En
cuanto hubo oído esto, el hijo se levantó del lecho, recobró la salud y se puso
en camino alegremente.
Acaeció, cuando cabalgaba por una landa, que vio desde
lejos algo que yacía en el suelo, parecido a una gran pila de heno. Al
acercarse, logró distinguir que se trataba de la barriga de un hombre que se
había acostado. La barriga, sin embargo, se asemejaba a una pequeña montaña. El
gordo, cuando vislumbró al viajero, se levantó y le dijo: «Si necesitáis a
alguien, tomadme a vuestro servicio.» Contestó el hijo del rey: «¿Y qué voy a
hacer yo con un hombre tan aparatoso?» «Oh», díjole el gordo, «esto apenas es
nada; cuando me estiro a gusto, soy tres mil veces más gordo». «Si ello es
cierto», dijo el hijo del rey, «puedo necesitarte. Ven conmigo». Entonces el
gordo marchó al lado del hijo del rey, y pasado un rato, encontraron a otro,
que yacía sobre la tierra con una oreja pegada a la hierba. Preguntó el hijo
del rey: «¿Qué es lo que haces?» «Escucho», respondió el hombre. «¿Qué es lo
que escuchas con tanta atención?» «Escucho aquello que acontece ahora mismo en
el mundo, porque nada escapa a mis orejas, ya que incluso oigo crecer la
hierba.» El hijo del rey preguntó: «¿Qué oyes en la corte de la vieja reina,
aquella que tiene una hija tan hermosa, di?» Y el otro contestó: «Oigo zumbar
la espada que le corta la cabeza a un pretendiente.» Y dijo el hijo del rey:
«Puedo necesitarte, ven conmigo.» Siguieron así su camino, y vieron al rato dos
pies echados y también parte de una pierna, pero no podían vislumbrar el fin.
Cuando hubieron caminado un largo trecho, arribaron al cuerpo y, por fin, a la
cabeza. «Vaya», dijo el hijo del rey, «qué tipo tan larguirucho eres». «Oh»,
dijo el largo, «esto no es nada; cuando extiendo mis miembros del todo, soy
tres mil veces más largo y mayor que la montaña más alta del mundo. Si me queréis
admitir, he de serviros con gusto». «Ven conmigo», dijo el hijo del rey,
«puedo necesitarte». Siguieron su camino y encontraron a alguien sentado al
borde del camino con los ojos tapados. El hijo del rey le dijo: «¿Es que tienes
los ojos enfermos, que no puedes mirar a la luz?» «No», contestó el hombre,
«resulta que no debo quitarme la venda; porque aquello que miro con mis ojos
salta en pedazos, de tan poderosa que es mi mirada. Si ello os puede ser de
utilidad, gustosamente he de querer serviros».
«Ven conmigo», dijo el hijo del rey, «puedo necesitarte».
Siguieron su camino y encontraron a un hombre que permanecía echado y expuesto
de lleno al calor del sol; mas a la vez temblaba y todo su cuerpo se estremecía
de frío. «¿Cómo puedes tener frío», dijo el hijo del rey, «con este sol tan
caliente?» «Ay», le contestó el hombre, «soy de naturaleza muy distinta. Cuanto
más calor hace, es cuando yo paso más frío, y el aterimiento me recorre todos
los huesos; y cuanto más frío hace, tanto más padezco el calor; en medio del
hielo no puedo soportar el calor, ni el frío en medio del fuego». «Eres un tipo
extraordinario», dijo el hijo del rey, «pero si me quieres servir, ven
conmigo». Y de esta forma siguieron su camino y vieron parado a un hombre, que
estiraba el cuello, miraba en derredor y veía por encima de todas las
montañas. Díjole el hijo del rey: «¿Qué es lo que contemplas con tanto
interés?» El hombre respondió: «Tengo los ojos tan diáfanos, que puedo ver más
allá de bosques y campos, de valles y montañas, a través de todo el mundo.» Y
el hijo del rey le dijo: «Si así lo quieres, ven conmigo; pues me faltaba aún
alguien como tú.»
Pasado un tiempo, el hijo del rey y sus seis criados
entraban en la ciudad donde vivía la vieja reina. El no quiso dar a conocer su
identidad, pero dijo: «Si es vuestra voluntad darme a vuestra hija, estoy
dispuesto a realizar aquello que me encarguéis.» La hechicera se alegró de que
un joven tan atractivo hubiera vuelto a caer en sus redes y dijo: «Por tres
veces habrás de llevar a cabo lo que yo te ordene. Si lo logras en cada
ocasión, podrás convertirte en esposo y señor de mi hija.» «¿Con qué debo empezar?»,
preguntó él. «Has de traerme hasta aquí un anillo, que he dejado caer en el
mar Rojo.» Regresó entonces el hijo del rey al lugar donde estaban sus criados
y les dijo: «El primer obstáculo no es pequeño, pues he de sacar un anillo del
mar Rojo. Ved si me podéis aconsejar.» Entonces habló el de los ojos diáfanos:
«Voy a ver dónde se encuentra», echando una ojeada mar abajo. Y dijo: «Ahí
está, colgado de una piedra puntiaguda.» El largo les llevó hasta allá y dijo:
«No me costaría sacarlo, si pudiera ver dónde está.» «Si es ése el único
problema», exclamó el gordo, y se tendió en el suelo, aplicando su boca al
agua; de inmediato las olas se precipitaron adentro como si de un precipicio
se tratase, y se bebió todo el mar hasta que éste quedó tan seco como un prado.
El largo se agachó sin esfuerzo y sacó el anillo con la mano. Mucho se alegró
el hijo del rey de tener el anillo en su poder, y se lo llevó a la vieja. Esta,
muda de asombro, tuvo que decir: «Sí, ciertamente es el anillo auténtico. Has
tenido fortuna en superar el primer obstáculo. Pero ahora viene el segundo.
Mira, allí en ese prado delante de mi castillo están pastando trescientos
bueyes gordos. Te los has de zampar con pelos, huesos y cuernos; y abajo en la
bodega se encuentran trescientas barricas de vino, que te has de beber de
acompañamiento. Si queda un solo pelo de los bueyes, o del vino una sola gota,
tu vida me pertenecerá.» Díjole el hijo del rey: «¿No me puedo traer invitados?
A nadie le gusta comer sin otros comensales.» La vieja sonrió con malicia y
respondió: «Un invitado puedes tener, para que te haga compañía, pero ninguno
más.»
Volvió entonces el hijo del rey con sus criados y le
dijo al gordo: «Hoy vas a ser mi invitado y podrás comer hasta hartarte.»
Entonces al gordo se le abrió el apetito y se comió los trescientos bueyes, sin
dejar un solo pelo, y preguntó si había algo más de tomar que el desayuno. El
vino se lo bebió directamente de las barricas, sin que precisara vaso alguno,
teniendo cuidado de beberse hasta la última gota. Una vez acabada la comida, el
hijo del rey fue a ver a la vieja y le dijo que había superado el segundo obstáculo.
Ella se asombró aún más y dijo: «Nadie ha llegado hasta aquí con anterioridad,
pero aún queda el tercer obstáculo», y pensaba, «no te me vas a escapar, y
acabarás perdiendo la cabeza». «Esta noche», dijo, «llevaré a mi hija a tu
aposento, y tú la rodearás con tu brazo. Cuando así estéis sentados juntos,
cuídate de no dormirte; a las doce en punto me presentaré, y si ya no está en
tus brazos, habrás perdido». El hijo del rey pensó: «Esta tarea es fácil, ya
me encargaré de mantener los ojos abiertos.» Llamó, sin embargo, a sus criados
y les refirió lo que la vieja le había contado. Y les dijo: «Quién sabe la
argucia que se esconde detrás de todo esto. Hay que tener precaución, haced
guardia y cuidad de que la doncella no vuelva a salir de mi aposento.» Cuando
cayó la noche, llegó la vieja con su hija y la condujo hasta los brazos del
hijo del rey. Entonces el largo se enroscó en torno a ellos formando un
círculo, mientras que el gordo se colocaba ante la puerta, de manera que no
hubiera ser viviente que pudiera entrar. Así permanecieron sentados ambos. Mas
la luna resplandecía a través de la ventana posándose en su rostro, para que
él pudiera apreciar su extraordinaria belleza. No hacía otra cosa que
contemplarla, lleno de amor y alegría, y el cansancio no acudía a sus ojos.
Esto duró hasta las once. Entonces la vieja lanzó un hechizo sobre todos
ellos, que les obligó a dormirse, y en ese mismo momento desapareció también la
doncella.
Durmieron así pesadamente hasta las doce menos cuarto,
momento en que el hechizo expiraba, y volvieron a despertarse todos. «Por
todos los santos del cielo», exclamó el hijo del rey, «ahora sí que estoy
perdido». También los leales criados comenzaron a lamentarse, pero el de los
oídos finos dijo: «Callad todos, que quiero escuchar.» Y se paró a escuchar un
momento, para decir al rato: «Está sentada en una roca a trescientas horas de
aquí y se lamenta de su destino. Sólo tú puedes hacer algo, larguirucho. Si te
pones en pie, estás allí dando unos cuantos pasos.» «En efecto», contestó el
larguirucho, «pero el de los ojos potentes me tiene que acompañar, para que podamos
quitar de en medio a la roca». Entonces el larguirucho montó sobre sus hombros
al de los ojos vendados, y en un instante, como en un abrir y cerrar de ojos,
estaban ante la roca que buscaban. De inmediato el larguirucho le quitó al
otro la venda de los ojos. Este echó apenas un vistazo, y la roca saltó en mil
pedazos. Tomó el larguirucho entonces a la doncella en sus brazos, la trajo de
vuelta en un santiamén e hizo lo mismo con igual celeridad con su camarada.
Así, antes de que dieran las doce, se hallaban todos sentados como al principio
y se sentían despiertos y de buen humor. Cuando fueron las doce, la vieja
hechicera se acercó despacio, con una expresión burlona en el rostro, como si
fuera a decir: «Ahora sí que es mío», creyendo que su hija se encontraba en la
roca a trescientas horas de distancia. Pero cuando vio a su hija en brazos del
hijo del rey se asustó y dijo para sí: «Este es alguien que puede más que yo.»
Mas no podía oponer ningún reparo y le tenía que conceder la doncella. Pero
entonces le dijo a ella al oído: «Sobre ti cae la vergüenza de tener que
obedecer al pueblo bajo y no poder elegir un esposo a tu gusto.»
El orgulloso corazón de la doncella entonces se llenó
de ira y ardía en deseos de venganza. A la mañana siguiente hizo que juntaran
trescientas fanegas de madera y le dijo al hijo del rey que los tres
obstáculos estaban salvados, pero que no estaría dispuesta a ser su esposa en
tanto no se encontrara alguien dispuesto a sentarse entre la leña y soportar el
fuego. Pensaba ella que ninguno de sus criados se dejaría quemar por servirle y
que, movido por su amor por ella, él mismo se sentaría allí; de tal manera
ella quedaría libre. Los criados, sin embargo, dijeron: «Todos nosotros hemos
hecho algo, sólo el friolero falta por colaborar, a él le toca ahora», y le
sentaron encima de la pira, a la que prendieron fuego. Comenzó a arder la leña,
y siguió ardiendo durante tres días, hasta que toda se hubo consumido. Cuando
las llamas se extinguieron, encontraron al friolero sentado entre las cenizas,
tiritando como una hoja al viento y diciendo: «Jamás en toda mi vida había
tenido que soportar una helada tan terrible. Si hubiera durado más, me habría
congelado.»
Ahora ya no se abría ninguna otra perspectiva, la
hermosa doncella tenía que tomar al desconocido joven por esposo. Mas cuando
se dirigían a la iglesia, dijo la vieja: «No puedo soportar la ignominia», y
envió un ejército tras ellos, con órdenes de que mataran todo lo que se les
pusiera por delante y le devolvieran a su hija. El de los oídos finos, sin embargo,
había aguzado sus sentidos y percibido las conversaciones secretas de la vieja.
«¿Qué hacemos ahora?», le preguntó al gordo. Pero éste sabía a qué atenerse, y
escupió una o dos veces, tras el coche en que iban, parte del agua del mar que
se había bebido. Entonces se formó un lago enorme, en donde las tropas se
quedaron detenidas y se ahogaron. Cuando la hechicera se hubo enterado de esto,
envió a sus jinetes encorazados, pero el de los oídos finos escuchó el batir de
sus armaduras y le quitó a su compañero la venda de los ojos. Este miró al enemigo
con un poco de fuerza y los hizo añicos como si de cristal se tratara. Así
pudieron proseguir su marcha sin más dificultades. Una vez ambos habían sido
bendecidos en la iglesia, los seis criados se despidieron de su amo diciendo:
«Vuestros deseos se han cumplido, ya no nos necesitáis. Queremos continuar
nuestro camino y probar fortuna en otros lugares.»
A una media hora del castillo había un pueblo, ante el
que un hombre cuidaba un rebaño de cerdos. Cuando llegaron hasta ellos, él le
dijo a su esposa: «¿Quiéres saber quién soy? No soy el hijo de ningún rey, sino
un pastor de cerdos, y el que está ahí con el rebaño, ése es mi padre. También
nosotros dos estaremos con él, ayudándole con el trabajo.» Entonces se hospedó
con ella en la posada y en secreto les dijo a los posaderos que durante la
noche la despojaran de sus reales vestimentas. Al despertar ella a la mañana
siguiente, no tuvo nada que ponerse. La posadera le dio una falda vieja y un
viejo par de medias de lana, actuando a la vez como si se tratara de un gran
regalo, y diciendo: «Si no fuera por vuestro esposo, ni siquiera os lo habría
dado.» Entonces ella pensó que él era en verdad un pastor de cerdos, y mientras
cuidaba con él el rebaño pensaba: «Esto es lo que me tengo merecido, por mi
altivez y mi orgullo.» Duró esto durante ocho días, y ella ya no lo podía
soportar por más tiempo; tenía los pies completamente doloridos. Pasaron
entonces unas personas y le preguntaron si sabía quién era su esposo. «Sí»,
respondió ella, «es un pastor de cerdos, y acaba de salir para hacer un
pequeño negocio con unas sogas.» Pero ellos dijeron: «Venid con nosotros, que
os llevaremos hasta él», y la condujeron hasta donde se alzaba el castillo. Y
cuando ella entró en el salón, allí estaba su esposo con ropajes reales. Mas
ella no le reconoció, hasta que él la abrazó cálidamente, besándola mientras
decía: «Mucho he tenido que padecer por ti, también tú has tenido que padecer
por mí.» Fue entonces cuando la boda se celebró con todo su esplendor, y nada
le gustaría más al que esto cuenta que haber estado allí presente.
1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038
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