Era un balneario elegante,
pero no de esos en que la gente rica, antojadiza y maniática, cuida imaginarias
dolencias, sino de los que reciben todos los años, desde principios de junio,
retahílas de verdaderos enfermos pálidos y débiles, y donde, a la hora de la
consulta, se ven a la puerta del consultorio gestos ansiosos, enrojecidos
párpados y señoras de pelo gris, que dan el brazo y sostienen a señoritas
demacradas, de trabajoso andar. Para decirlo pronto: aquellas aguas convenían a
los tísicos.
Pared por medio estaban los
dos. «Ella», la niña apasionada y romántica, la interesante enfermita que,
indiferente a la muerte como aniquilamiento del ser físico, no la aceptaba como
abdicación de la gracia y la belleza; que a su paso por los salones, cuando los
cruzaba con porte airoso de ninfa joven, solía levantar un rumor halagüeño, un
murmuro pérfido de mar que acaricia y devora; y defendiendo hasta el último
instante su corona de encantos, que iba a marchitarse en el sepulcro, se
rodeaba de flores y perfumes, sonreía dulcemente, envolvía su cuerpo
enflaquecido en finos crespones de China y delicados encajes, y calzaba su pie
menudo de blanco tafilete, con igual coquetería que si fuese a dirigir alegre y
raudo cotillón. «El», el mozo galán, que había derrochado sus fuerzas vitales
con prodigalidad regia, des-preciando las advertencias de la tierna e inquieta
madre y la indicación hereditaria de los dos tíos maternos, arrebatados en lo
mejor de la edad, hasta que un día sintió a su vez el golpe sordo que le hería
el pecho y le disolvía lentamente el pulmón, avivando, en vez de extinguirlo,
el incendio que siempre había consumido su alma.
Pared por medio estaban los
dos sin conocerse ni saber que existían, y, sin embargo, el mal que los llevaba
a la tumba tenía idéntico origen; el mismo anhelo insaciable había atacado en
ellos las fuentes de la vida. Ella y él, fascinados por el propio sueño,
hicieron de la pasión el único ideal de la existencia y aspiraron a un amor
grande, profundamente estético, ardiente y resuelto como si fuese criminal;
noble y altivo como si fuese legítimo; puro a fuerza de
intensidad, abrasador a fuerza de pureza. Y como quien busca ave fénix o
talismán poderoso, habían buscado ambos la encantada isla de sus ensueños:
ella, entre los sosos incidentes del diario flirt; él entre los
episodios no menos vulgares de la calvatronería orgiástica; hasta que una serie
de decepciones tristes, cómicas o indignas, les arruinó la salud, dejando
intacto el tesoro de ilusiones y aspiraciones nunca satisfechas, la sed de amar
inextinta, más bien exacerbada por la calentura y la alta tensión nerviosa,
fruto del padecimiento.
¡Quién les dijera que allí,
detrás del tabique en cuyo papel de caprichosos dibujos hallaban maquinal
entretenimiento los aburridos ojos, se encontraba lo que habían buscado en
balde tanto tiempo, lo que necesitaban para asirse otra vez a la existencia!
Porque ya ni él ni ella
podían salir del cuarto, ni bajar las escaleras, ni comer en el comedor.
Postrados y exánimes, les traían el agua mineral en un vaso puesto boca abajo
sobre un platillo; últimamente, hasta no se atrevieron a beber, y el médico,
presintiendo fatal desenlace, advirtió que convendría atender al alma, señal
casi siempre funestísima para el pobre del cuerpo.
El y ella se prepararon a
recibir a Jesucristo con todo el agasajo que tal visita merece. No hubo fuerzas
humanas que les impidiesen vestirse y engalanarse como para un sarao. Ella se
lavó con esencias fragantes y jabones exquisitos, hizo peinar esmeradamente la
negra mata de pelo, se puso traje de blanco gro, y con sonriente coquetería
prendió en la mantilla sus agujas de turquesa; él atusó la bien recortada
barba, eligió la camisa más bruñida y tersa, el chaleco de mejor caída, y de
frac y corbata blanca esperó a su Dios. Y él y ella, al sentir en los labios la
sagrada partícula, gozaron un momento de emoción deliciosa; les pareció que la
efusión esperada en vano, el supremo arrobamiento del éxtasis vendría después
de despojada la vestidura carnal, cuando el alma, libre y dichosa, volase al
seno de su Criador...
Así fue que tuvieron unas
últimas horas edificantes, ejemplares, de un ardor místico sublime que hacía
derramar lágrimas a los que rodeaban el lecho. Sus palabras de esperanza
sonaban conmove-doras y misteriosas, dichas desde el borde de la huesa.
Hablaban del Cielo, y diríase que al nombrarlo lo veían ya; de tal suerte se
iluminaban sus ojos y resplandecía en sus rostros la beatitud y la fe que
transfigura.
A la misma hora
fallecieron, y sus espíritus se encontraron en el camino del otro mundo, antes
de tomar rumbos distintos, pues él se encaminaba al Purgatorio en forma de
llama rojiza, y ella al Cielo, convertida en ligero fueguecillo azul. Entonces
se vieron por primera vez, y, sorprendidos, detuviéronse a contemplarse. Como a
aquellas alturas todo se adivinaba, inmediatamente adivinaron de qué habían
muerto y la semejanza de sus destinos durante la vida terrenal. Y así como
comprendieron claramente que los dos habían muerto de plétora de pasión no
satisfecha ni entendida, advirtieron también con asombro que él era el alma
nacida para ella, y ella el corazón capaz de encerrar aquel amor infinito de
que él se sentía minado y consumido, como el árbol que todo se derrite en
gomas. Y lo mismo fue advertirlo que juntarse impetuosamente los dos espíritus,
mezclándose la llama rojiza con el fueguecillo azul, tan estrechamente, que se
hicieron una luz sola.
Y sucedió que, unidos ya,
él no pudo entrar en el Purgatorio por la parte que llevaba de Cielo, y ella
tampoco pudo ingresar en el Cielo por la parte que llevaba de Purgatorio. Él,
generoso, le propuso que se apartasen, yéndose ella a disfrutar la dichas del
Empíreo; mas ella prefirió seguir unida a él, aun a costa de la eterna
bienandanza; y desde entonces la luz anda errante, y los dos espíritus no
hallan otro nido para sus amores póstumos sino la extremidad del palo de algún
buque, donde los marinos los confunden con el fuego de Santelmo.
«El Imparcial», 21 agosto 1893.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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