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jueves, 10 de abril de 2014

Apolo en pafos - Cap. II

-El pobre está un poco chiflado, dijo Hermes sonriendo; y después de sentarse sobre un triclinio, cruzó una pierna sobre la otra y se puso a apretarse los tornillos de las alas que le adornaban el talón de oro.
-No lo entiendo yo así, me atreví a decir. Más bien creo que hay un sentido profundo y como simbólico en las palabras y hasta en el humor de Apolo.
-Puede. Mercurio encogió los hombros, dando a entender que le interesaba poco la conversación y que nada sabía de símbolos.
Se oyó ruido de faldas. Por la puerta por donde había salido Apolo entró una dama vestida como una de esas inglesas que representan el hermafrodismo entre el pastor protestante y la monja callejera, y que tienen también algo del comisionista.
-Si tienes ganas de discutir, ahí está nuestra muy amada y puntillosa Polimnia, que no sabe hacer otra cosa.
Así dijo Mercurio, poniéndose en pie y saludando con afectación a la musa de la Retórica. La cual, con un gesto displicente, dio a entender a Hermes que le despreciaba.
Y por si no lo había entendido, exclamó:
-¡Mercachifle!
Fijó en mí sus ojos verdes con pintas, ojos de miope, cargados de lectura, ojos de esos que a todo hombre de letras, miope también y cansado de leer, deben de darle náuseas cuando los encuentre en el rostro de una mujer. Polimnia, aunque vestida más con sotana que con falda (pues de vestiduras griegas no hay que hablar, porque todos los dioses y diosas han adoptado la indumentaria europea moderna); digo que Polimnia, aunque nada elegante en el traje, era una hermosura clásica, algo ajada, eso sí, pero correctísima; ¡lástima que la palidez de la piel y la frialdad de la expresión en todas sus facciones, amén de la cargazón de los ojos, la hiciesen poco menos que de aspecto repulsivo! Sus gestos y ademanes eran hombrunos; pero pudiera decirse que no de hombre vigoroso, sino de enclenque varón de vida sedentaria, de bufete, enfermizo, nervioso. Lo peor era la mirada; cada vez que la clavaba en mí, se me figuraba estar examinándome de diez asignaturas a un tiempo, y además sentía la inexplicable aprensión de que la dama debía de estar mareada de tanto leer, condenada a dispepsia y jaqueca perpetuas. En presencia de Polimnia, toda idea de relación sexual parecía absurda; no sólo no se le atribuía sexo, sino que se experimentaba como un disparatado temor de haber perdido el propio; aberración que producía intenso malestar. A pesar de todo, aquella Musa inspiraba una profundísima compasión, no se sabe por qué.
Era antipática y atraía. Qui potest capere, capiat.
Polimnia me saludó con una leve inclinación de cabeza, y volviéndose hacia la puerta, dijo con voz estridente:
-¡Pase usted, caballero!
Y entró en el comedor D. Manuel Cañete.
-Ganimedes, avisa a Apolo, gritó la Musa.
Ganimedes, visiblemente contrariado, como dicen en las novelas, inclinó la cabeza y salió.
Sentóse la Musa en un tronos, y dirigiéndose a Cañete, que estaba ante ella de pies, exclamó:
-¿Es usted el crítico pulcro, atildado, castizo, clásico, académico?
-Señora, tanto honor...
-Lo que es usted, un covachuelista perdido para los expedientes.
(Estupefacción en Cañete.)
-Usted se cree literato... y en rigor no lo es. Usted ha leído libros y no sabe dónde. ¡Leer! ¡Leer! ¿Cree usted que basta con eso? El caso es entender, sentir, reflexionar con espontánea reflexión. Se juzga usted un crítico en libertad, y se ha pasado la vida entre las cuatro paredes de una jaula. Sobre todo, a usted le falta el sentido de lo bello, como a otros el del olfato; confunde usted la hermosura con la policía urbana. Para usted, una comedia ya es digna de recomendación en cuanto el autor no se propone envenenar a nadie... No me interrumpa usted. Basta de acusaciones generales, y vamos al grano.
Polimnia sacó de una cartera un libro de pocas páginas y se puso a leer en voz alta versos que, valga la verdad, tenían poco de agradables. Era aquello una comedia estrenada en Madrid en el teatro de la Princesa a fines de 1886, obra de un joven simpático, modesto, por lo menos hasta entonces, y digno de que la crítica no le engañase miserablemente alabándole un ensayo dramático plagado de incorrecciones, de intriga -si aquello era intriga- manoseada, casi pueril y de todo punto anodina por la manera de ser tratada. Ni aquel ensayo demostraba en el autor dotes de poeta dramático, ni se concebía cómo la crítica había podido seguir los impulsos de la benévola y descuidada gacetilla que había puesto por las nubes semejante cosa. Polimnia leía versos y más versos de un diálogo en el que era difícil -valga ahora también la verdad- seguir el pensamiento de los interlocutores, que se interrumpían mutuamente para decir a su vez frases cortadas por puntos suspensivos. Los ripios eran de tal calibre, que hacían reír al mismo Mercurio,  el cual solía prestar poca atención a las lucubraciones literarias. Abundaban las frases pedestres, de una vulgaridad molesta, repugnante, los dicharachos callejeros que no deben llevarse jamás al verso, y menos al del teatro; las pocas veces que el autor vencía en la lucha por el consonante, era no más para decir trivialidades en forma prosaica o en metáforas consistentes en ripios o en prendas de guardarropía, o todo junto. Abundaban las incorrecciones gramaticales, los solecismos más estupendos especialmente, y la propiedad de las palabras andaba por los suelos. Y con todo esto, aún había allí algo peor, y era la pobreza de concepto y de frase, y algo peor todavía, la insignificancia de todo aquello, la ausencia total de vida, la tristeza lóbrega que causa la buena voluntad haciendo esfuerzos inútiles por suplir el ingenio y la habilidad artística con recursos extraños a la naturaleza de la poesía. Polimnia, la Musa de la Retórica, no pensaba en aquel momento en el autor bien intencionado; trituraba la comedia, en los comentarios que iba haciendo, como si fuese ella, Polimnia, hembra sin entrañas. Y dicho sea en honor suyo, aquella hermosura fría de sus facciones tomaba expresión y calor de pasión noble y comunicativa, según se engolfaba en su discurso. Hasta Hermes comenzó a mirarla con interés. Cañete sonreía, con la cabeza un poco torcida, en señal de irónico respeto; parecía estar esperando una pausa de la irritada y elocuente Musa para meter la meliflua cucharada y anonadar a la diosa del Pindo, en buenas palabras, con los eufemismos de ordenanza y con la cortesía a que juzgaba acreedora a Polimnia por Musa y por hembra. Y vociferaba ella:
-¡En mí no hay encono de ningún género! ¿Por qué he de querer yo mal a este joven, a quien ni de vista conozco; que, según he oído decir, ha dado en otras ocasiones pruebas de discreción y buen gusto? ¿Que ha hecho una comedia mala? ¿Y qué? Una de tantas. Tampoco me irrito contra los gacetilleros, que no son más que un eco material de las galerías... en las que incluyo los palcos y las butacas. Mi cólera descarga sobre la crítica, sobre usted singularmente, Sr. Cañete, que, diciéndose representante de la censura ilustrada, concienzuda, basada en principios científicos, en severa disciplina retórica, en erudición escogida, en la sabia experiencia de lo selecto, en la parsimonia prudente y justiciera del crítico ducho en tales juicios y de sangre fría, gracias a los años, se ha dejado llevar como los demás por la corriente de la opinión impuesta, no se sabe cómo, ni a punto fijo por quién siquiera, y ha elogiado La fiebre del día, y ha pronosticado para su autor triunfos, laureles, y hasta ha copiado con fruición versos y más versos de la comedia infeliz, sin pararse a ver que lo mismo que copiaba era mala prosa disfrazada de poesía. Sr. Cañete, usted que habla de decadencia del arte y recuerda los tiempos de los Comellas a cada paso, ¿por qué un día y otro día elogia obras dramáticas incorrectísimas, anodinas, absurdas por lo insustanciales, símbolos de la nada artística? ¡Señor Cañete!...
La musa echaba espuma por la boca; y como se puso en pie de un salto y dio un paso hacia el crítico académico... Hermes y yo temimos que le quisiera pegar.
-Sosiéguese usted, señora, me atreví yo a decir; este caballero no lo ha hecho por mal.
-¿Y usted quién es?
-Señora, yo soy Clarín, el gran agradador de todos los Segismundos; y me gusta ver cómo va por la ventana el palaciego que lo merece; pero en esta ocasión, ni se trata de palaciegos, ni el caso es para tanto...
-¿Ha visto usted esta comedia?
-No, señora, yo no veo comedias nuevas hace algunos años, en buena hora lo diga, a no ser por rara excepción; y de alguna que vi me pesa, porque al autor le pareció mal que su obra no me hubiera parecido bien, ni medio bien; y me mandó dos padrinos para preguntarme si le había querido ofender, y yo le mandé otros dos  (porque hay que vivir con el mundo, y donde fueres haz lo que vieres) para que dijesen a los otros que no; que qué había de querer ofenderle; que Dios me librase. Ya ve usted, no se puede ver comedias.
-Pero al menos, ¿ha leído usted ésta?
-Sí, señora; el autor tuvo la amabilidad de mandármela al pueblo...
-¿Conoce usted al autor?
-De vista no; pero sé que es un buen muchacho, amante del arte, capaz de comprender que la crítica teatral en Madrid es cosa perdida. Si usted le llamara, y con buenos modos le fuera haciendo notar los defectos de su comedia...
-¿No cree usted que estará envanecido con los aplausos de estos señores?
-No lo creo; aunque no tendría nada de particular... porque tales han sido las alabanzas... Sin embargo, este caballero, a quien no tengo el honor de tratar, ha sido de los más parcos en el elogio.
-¿Cómo? ¿Le parece a usted poco lo que dijo?
-No, señora; me parece demasiado; pero otros han dicho mucho más.
-Pero esos tienen menos autoridad, y no están obligados, como éste, a saber lo que es escribir en verso...
-Señora, ¿se me permiten dos palabras? preguntó Cañete con una humildad, tal vez aparente, pero de todos modos de muy buen ver.
-Diga usted lo que quiera, pero sin imitar a los que imitan a los clásicos y sin rodeos y sin preámbulos... Porque esa es otra: escribe usted unos artículos que todo se vuelven introducción y decir qué es lo que vamos a hacer, y cómo lo vamos a hacer, a manera de opositor krausista... No, no señor; no consiento preliminares ni prolegómenos... ¡al grano!
-Pues bien, señora: ya que aquí se trata de un juicio en toda regla... comienzo por recusar al juez como mejor proceda en derecho y con el respeto debido; usted, señora, es la Musa de la retórica; pero aquí se trata de una comedia, y el juez competente es Talía...
-¡Alto el carro, señor mío! Aparte de que mi jurisdicción abarca los dominios de la mayor parte de mis hermanas, pues viene a ser el mío a manera de tribunal de alzada; en punto a comedias, yo puedo conocer de todo lo que al lenguaje y al estilo y a la forma métrica se refiere. Y aquí se me ocurre ponerme otra vez furiosa, recordando las mil sandeces que se escriben y publican por cien y mil majaderitos metidos a críticos y a autores respecto de la crítica al por menor, de la censura nimia, de la forma. ¿Qué quiere decir, tratándose de obras de arte en que la belleza se manifiesta en forma literaria, que  es nimia la cuestión del lenguaje y del estilo? Tanto valdría decir que un pintor no necesita saber dibujo ni entender de colores. Sólo a los profanos, a los bárbaros, se les puede permitir que hablen con tono despectivo de la forma literaria, del material de este arte. En ningún país civilizado se tiene por cosa secundaria, si se trata de verso, el ritmo y la rima, si la hay, ni los demás elementos formales de la poesía, ni tratándose de prosa se olvida la gramática o se pasa por alto, ni las leyes del bien decir se arrinconan. Burlarse de las figuras, v. gr., es mucho más fácil que saber cuáles son; cometer solecismos y barbarismos, mucho más llano que averiguar en qué consisten. No son artistas, no lo serán nunca, no pueden serlo los que no tienen el sentido y el sentimiento de la forma como inseparable del objeto artístico y esencial en él como lo más esencial.
El crítico que al llegar a estas cosas se dice: aquila non capit muscas, es un ostrogodo, un silingo, un alano, un suevo metido a Quintiliano, es un salvaje, mejor dicho... Usted, Sr. Cañete, está a la cabeza de los que debieran dedicarse a colaborar en el Alcubilla, recopilación administrativa, y que, sin embargo, a pesar de sus excepcionales condiciones para el caso, se dedican a juzgar, como ustedes dicen, obras puramente literarias, como la Academia de Ciencias Morales y Políticas juzga, y da informes de libros de texto.
Hay críticas de usted, Sr. Cañete, en que parece que va a presentar, para obtener la absolución del autor de quien habla, el certificado de buena conducta y la cédula de vecindad del acusado. Para usted, como para otros muchos, es una gracia del poeta que el personaje tal o cual sea simpático o antipático...
-Cuidado, Polimnia, que eso ya pertenece a la jurisdicción de Talía... se atrevió a decir Mercurio; no porque a él le importase la cuestión de competencia, sino por evitar el discurso de la Musa.
La verdad es que estábamos aturdidos con tanta charla.
Por fortuna, Apolo volvió a presentarse en aquel instante. Ya no estaba en mangas de camisa. Vestía cazadora corta, muy ajustada al cuerpo, de una tela para mí desconocida, de un color claro atrevido; pero que a él le sentaba bien. Era un real mozo, en efecto, lleno de vida, sanguíneo. Sonreía, sin duda de felicidad. ¡No lo extrañé! Del brazo izquierdo traía materialmente colgada a Venus, a la misma Afrodita en persona.
La cual, aunque os asombre, se parecería mucho a Sara Bernhardt, si Sara se convirtiese en una mujer hermosa y de buenas carnes, sin dejar de ser tal como es. Imaginaos ese milagro realizado, y así era Venus: su traje, de color de carne con polvos de arroz, era de corte semejante a los que suele lucir la gran cómica francesa, obra del capricho divino, forma talar de jitón griego, mezclada con pliegues y ondulaciones de coquetería moderna; en tal fruncido la línea pura defendía la honestidad, que un sesgo excéntrico y lúbrico convertía, por el contraste, en una picante expresión de latente lascivia; y a pesar de parecer el traje cortado y cosido por el más humano de los pecados capitales, la gracia y elegancia suprema del conjunto rescataban para el arte aquella divina estatua vestida, que sólo tenía de casta lo que tenía de bella.
Apolo y Venus, enlazados, apoyados suavemente uno en otro, hombro con hombro, inmóviles, no hacían más que sonreír y pasear la mirada distraída, llena de felicidad, de Cañete a Polimnia y de Polimnia a Cañete. Tal vez pensando en la dicha de amarse esperaban asistir a una riña de gallos como entremés gracioso de sus juegos de amor. Polimnia se había puesto de pies al ver entrar a Venus. Parecía una linterna apagada de repente; ya no brillaba en ella nada más que el reflejo indeciso del cristal de sus ojos, cargados de lectura. Seguía siendo hermosa, pero como la luna de día.
En cuanto a Cañete, ni más feo ni más guapo que antes, volvió los ojos al dios de Delfos implorando socorro.
Apolo así lo entendió, y benévolo, porque era feliz, exclamó:
-Polimnia, a lo que entiendo, este es el señor Cañete, un reincidente de mi mayor aprecio que yo te había destinado. Sí, Polimnia, el Sr. Cañete es para ti una buena proporción; si le otorgas tu mano, os pondré casa en Madrid, en la calle de Valverde. Hablaré a Cánovas para que se le dé a este caballero la Secretaría de la Academia... aunque haya que quitársela a Tamayo y Baus, para quien yo tengo reservados más altos destinos.
-Ni yo me caso con nadie, amado Apolo, ni el Sr. Cañete debe de estar dispuesto a casarse conmigo, ni en la calle de Valverde puede vivir Polimnia, la musa de la retórica, o sea el arte del bien decir.
-¡Señora! exclamó Cañete, metiendo dos dedos entre el cuello de la camisa y la bien señalada nuez. ¡Señora!...
-Señorita, dijo Apolo sonriendo.
-Concedido. Señorita, pude, mientras se trató de mi personalidad humilde, abstenerme, por respeto a las varias prerrogativas que en usted concurren, de contestar, siquiera fuese en legítima defensa, a los ataques durísimos de que he sido víctima; pude, y puedo, pasar en silencio ofensa tan grave como la de echarme a freír espárragos, que tanto vale mandarme a despachar expedientes en una oficina y a colaborar en una recopilación administrativa...
-¡Cómo! ¿Eso ha dicho Polimnia? gritó Apolo. ¡Oh, Sr. Cañete! Usted perdone... esta loca... esta... Polimnia, ¿cómo ha sido? ¡Qué apasionamiento! ¡Qué exageraciones! El Sr. Cañete, amiga mía, es un erudito que ha demostrado grandes conocimientos en varios... eso... en varios ramos del saber humano, y singularmente del saber académico. Yo... no recuerdo en este momento nada suyo... pero no importa, sé que es un erudito; me lo ha dicho Menéndez Pelayo, aunque no sé si en el seno de la confianza; pero él me lo ha dicho. Y este caballero... que es también español, acaso sepa... ¿Ha leído usted algo del Sr. Cañete, amigo... Cornetín?...
-Clarín...
-Eso, Clarín.
-Sí, señor; algo he leído... y aun algos...
-¿Y qué tal, eh? ¿Cosa rica, verdad?
Antes de contestar fijé la vista en el suelo, y me puse a dar vueltas al sombrero entre los dedos. Por fin, dije:
-Como útil... lo es algo de lo que ha hecho el Sr. Cañete... Debe haber de todo en literatura. Sus trabajos de erudito, dicen los inteligentes que son muy apreciables. Parece ser que sabe mucho de comedias antiguas, y aun de las modernas entiende más que cuatro o cinco gacetilleros que le hacen la competencia. Comparado con ellos es un águila...; pero comparado con un crítico de veras, lo que se llama crítico, que hasta tenga gusto y sepa distinguir el arte de todo lo demás, comparado con un crítico así... ya no es un águila, no, señor; pero siempre resultará que esta señorita, cuyos pies beso, ha estado demasiado fuerte con él... y con el autor de La Fiebre amarilla.
-Del día, rectificó Cañete.
-Corriente; de la fiebre de marras.
-¿Y qué fiebre es esa?
Hubo que enterar a Apolo de la comedia, y hasta se leyeron algunos versos. Y el dios Esminteo, que lanza a lo lejos sus saetas y que es benévolo con los escritores malos por cierto escepticismo muy largo de explicar, arrugó el ceño cuando oyó versos como estos:

    Es injusto hablar así
a quien mil veces te probó.

-¡Re-Jove! gritó; ese verso no puede pasar. Yo perdono muchas clases de pecados; pero en punto al metro y a la rima, hilo más delgado; Euterpe, Terpsícore y Erato son mis favoritas, y en todo lo que sea medida, ritmo, compás, igualdad  de sonidos y soltura de movimientos, soy tan exigente como en los días de mis buenos Homéridas.
-Oye, hijo de Latona, prosiguió la Musa, que era quien leía; oye lo que un amante le dice a su amada, pintándole el cuadro de su felicidad en la pobreza que les aguarda.

       Todos dirán:
-Mirad; esos se han casado
por amor; aún está vivo
ese afecto primitivo
que hemos supuesto agotado,
y en tanto nosotros dos
en nuestra casa estaremos,
y allí juntos viviremos
en paz y en gracia de Dios.

-¡Ave María Purísima! interrumpió Apolo, olvidándose de que era pagano.

    -¡Qué veladas! ya verás
cómo a la luz del quinqué
a tu lado escribiré,
mientras que tú bordarás.
-¡Bien bordado! exclamó el de Claros.

    -Y en aquel instante no
se oirá en nuestro aposento.

-Ese verso es como las Súplicas, cojo.
 
más que el leve movimiento
del péndulo del reló,
y el de nuestros corazones
que henchidos del mismo afán,
seguramente tendrán
iguales palpitaciones.

-¿Qué te parece? preguntó Polimnia triunfante.
-¡Acaba!

    -Entonces te diré aquellas
palabras dulces y hermosas
que expresan tan grandes cosas
aún siendo tan breves ellas.

-¿Eh?
-¡Acaba!

    -Mientras que tendré apoyada
en la mano la mejilla
y el codo sobre la silla
donde te encuentres sentada.

-¡Rayos y truenos! ¡Por las barbas de mi Padre! ¿Y eso se escribe y se aplaude en Castilla, en Madrid, en aquellos teatros donde hablaron aquellos poetas cuya lengua era digna de los dioses? ¡Donde quiera que se encuentre, sentado o de pie, a ese poeta, cójasele y tráiganle a mi presencia!...
-¡Calma, calma! dijo Polimnia sonriendo, serena y compasiva. El poeta no tiene la culpa de esto.
-¿Cómo que no?
-No, Apolo, no; él hace lo que ve, sigue el camino que le señalaron; los críticos le han dicho que eso estaba bien; ha oído alabar en otros tamañas atrocidades, escándalos de dicción semejantes, y se ha dejado llevar por el ejemplo y el mal gusto. El no saber gramática es pecadillo venial para la censura del día, y a los versos rastreros, zafios, ramplones, prosaicos y desmadejados, cacofónicos y cursis, nadie, o casi nadie, les conoce los defectos; y se llama naturalidad y sencillez la vulgaridad y hasta la chocarrería, la insipidez y la insignificancia. Al poetastro que zurce redondillas atrabiliarias, de aleluya, y romances de ciego, se le aplaude porque huye del lirismo impropio del teatro.
Los críticos de ahora no tienen gusto, ni oído, ni lectura sana y abundante; son incapaces de coger al vuelo en el estreno un solecismo o un verso cojo, o un hiato. Así como no hay en Madrid verdaderos críticos de pintura, porque no los hay metidos de veras en el arte y sus misterios, tampoco los hay para la poesía, que les parece a los más una antigualla inverosímil, con la que hay que transigir por ahora.
-¡Fuego en ellos! Razón tienes, Polimnia; la culpa no es del pobre mozo que escribiendo comedias malas no hace mayor mal que otros tantos; la culpa es de la crítica que se precia de sensata e instruida y de gusto, y aplaude tales adefesios.
-Vamos a ver, Sr. Cañete: ¿es esto castellano? dijo Polimnia, y leyó:

    -Pero ¿murmuran las gentes?
-Unos a otros se desdicen.

¿Puede esto pasar? ¿Cabe desdecirse... unos a otros? ¿Le puedo yo desdecir a usted, ni usted a mí?
Y ¿qué dignidad de lenguaje es esta?

-Pero la voz general.
-Da a usted un bombo pasmoso...
...............................................
que despilfarra el dinero
por darles en los hocicos.

-¡Basta! gritó Apolo; en mi presencia no se puede leer cosa así. Pasemos a otro asunto.
-Pero conste, prosiguió Polimnia, que si he hablado tanto y con semejante calor de esta infeliz comedia, no ha sido por ensañarme con el autor, joven simpático y capaz de escribir de otra manera... Si esta obra por sí no tiene importancia suficiente para que nosotros pensemos siquiera en que existe, por accidente tiene la importancia de haber sido piedra de escándalo, materia de absurdos elogios, en los que han demostrado notoria incompetencia y falta de aprensión multitud de críticos incapaces.
-Bueno, bueno; doblemos la hoja.

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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