-El pobre
está un poco chiflado, dijo He rmes sonriendo; y después de sentarse sobre un triclinio, cruzó una pierna sobre la
otra y se puso a apretarse los tornillos de las alas que le adornaban el talón
de oro.
-No lo
entiendo yo así, me atreví a decir. Más bien creo que hay un sentido profundo y
como simbólico en las palabras y hasta en el humor de Apolo.
-Puede.
Mercurio encogió los hombros, dando a entender que le interesaba poco la
conversación y que nada sabía de símbolos.
Se oyó ruido
de faldas. Por la puerta por donde había salido Apolo entró una dama vestida
como una de esas inglesas que representan el hermafrodismo entre el pastor
protestante y la monja callejera, y que tienen también algo del comisionista.
-Si tienes
ganas de discutir, ahí está nuestra muy amada y puntillosa Polimnia, que no
sabe hacer otra cosa.
Así dijo
Mercurio, poniéndose en pie y saludando con afectación a la musa de la
Retórica. La cual, con un gesto displicente, dio a entender a He rmes que le despreciaba.
Y por si no
lo había entendido, exclamó:
-¡Mercachifle!
Fijó en mí
sus ojos verdes con pintas, ojos de miope, cargados de lectura, ojos de esos
que a todo hombre de letras, miope también y cansado de leer, deben de darle
náuseas cuando los encuentre en el rostro de una mujer. Polimnia, aunque
vestida más con sotana que con falda (pues de vestiduras griegas no hay que
hablar, porque todos los dioses y diosas han adoptado la indumentaria europea
moderna); digo que Polimnia, aunque nada elegante en el traje, era una
hermosura clásica, algo ajada, eso sí, pero correctísima; ¡lástima que la
palidez de la piel y la frialdad de la expresión en todas sus facciones, amén
de la cargazón de los ojos, la hiciesen poco menos que de aspecto repulsivo!
Sus gestos y ademanes eran hombrunos; pero pudiera decirse que no de hombre
vigoroso, sino de enclenque varón de vida sedentaria, de bufete, enfermizo,
nervioso. Lo peor era la mirada; cada vez que la clavaba en mí, se me figuraba
estar examinándome de diez asignaturas a un tiempo, y además sentía la
inexplicable aprensión de que la dama debía de estar mareada de tanto leer,
condenada a dispepsia y jaqueca perpetuas. En presencia de Polimnia, toda idea
de relación sexual parecía absurda; no sólo no se le atribuía sexo, sino que se
experimentaba como un disparatado temor de haber perdido el propio; aberración
que producía intenso malestar. A pesar de todo, aquella Musa inspiraba una
profundísima compasión, no se sabe por qué.
Era
antipática y atraía. Qui potest capere,
capiat.
Polimnia me
saludó con una leve inclinación de cabeza, y volviéndose hacia la puerta, dijo
con voz estridente:
-¡Pase
usted, caballero!
Y entró en
el comedor D. Manuel Cañete.
-Ganimedes,
avisa a Apolo, gritó la Musa.
Ganimedes,
visiblemente contrariado, como dicen en las novelas, inclinó la cabeza y salió.
Sentóse la
Musa en un tronos, y dirigiéndose a
Cañete, que estaba ante ella de pies, exclamó:
-¿Es usted
el crítico pulcro, atildado, castizo, clásico, académico?
-Señora,
tanto honor...
-Lo que es
usted, un covachuelista perdido para los expedientes.
(Estupefacción
en Cañete.)
-Usted se
cree literato... y en rigor no lo es. Usted ha leído libros y no sabe dónde.
¡Leer! ¡Leer! ¿Cree usted que basta con eso? El caso es entender, sentir,
reflexionar con espontánea reflexión. Se juzga usted un crítico en libertad, y
se ha pasado la vida entre las cuatro paredes de una jaula. Sobre todo, a usted
le falta el sentido de lo bello, como a otros el del olfato; confunde usted la
hermosura con la policía urbana. Para usted, una comedia ya es digna de
recomendación en cuanto el autor no se propone envenenar a nadie... No me
interrumpa usted. Basta de acusaciones generales, y vamos al grano.
Polimnia
sacó de una cartera un libro de pocas páginas y se puso a leer en voz alta
versos que, valga la verdad, tenían poco de agradables. Era aquello una comedia
estrenada en Madrid en el teatro de la Princesa a fines de 1886, obra de un
joven simpático, modesto, por lo menos hasta entonces, y digno de que la
crítica no le engañase miserablemente alabándole un ensayo dramático plagado de
incorrecciones, de intriga -si aquello era intriga- manoseada, casi pueril y de
todo punto anodina por la manera de ser tratada. Ni aquel ensayo demostraba en
el autor dotes de poeta dramático, ni se concebía cómo la crítica había podido
seguir los impulsos de la benévola y descuidada gacetilla que había puesto por
las nubes semejante cosa. Polimnia leía versos y más versos de un diálogo en el
que era difícil -valga ahora también la verdad- seguir el pensamiento de los
interlocutores, que se interrumpían mutuamente para decir a su vez frases
cortadas por puntos suspensivos. Los ripios eran de tal calibre, que hacían
reír al mismo Mercurio, el cual solía prestar poca atención a las lucubraciones
literarias. Abundaban las frases pedestres, de una vulgaridad molesta,
repugnante, los dicharachos callejeros que no deben llevarse jamás al verso, y
menos al del teatro; las pocas veces que el autor vencía en la lucha por el
consonante, era no más para decir trivialidades en forma prosaica o en
metáforas consistentes en ripios o en prendas de guardarropía, o todo junto.
Abundaban las incorrecciones gramaticales, los solecismos más estupendos
especialmente, y la propiedad de las palabras andaba por los suelos. Y con todo
esto, aún había allí algo peor, y era la pobreza de concepto y de frase, y algo
peor todavía, la insignificancia de todo aquello, la ausencia total de vida, la
tristeza lóbrega que causa la buena voluntad haciendo esfuerzos inútiles por suplir
el ingenio y la habilidad artística con recursos extraños a la naturaleza de la
poesía. Polimnia, la Musa de la Retórica, no pensaba en aquel momento en el
autor bien intencionado; trituraba la comedia, en los comentarios que iba
haciendo, como si fuese ella, Polimnia, hembra sin entrañas. Y dicho sea en
honor suyo, aquella hermosura fría de sus facciones tomaba expresión y calor de
pasión noble y comunicativa, según se engolfaba en su discurso. Hasta He rmes comenzó a mirarla con interés. Cañete
sonreía, con la cabeza un poco torcida, en señal de irónico respeto; parecía
estar esperando una pausa de la irritada y elocuente Musa para meter la
meliflua cucharada y anonadar a la diosa del Pindo, en buenas palabras, con los
eufemismos de ordenanza y con la cortesía a que juzgaba acreedora a Polimnia
por Musa y por hembra. Y vociferaba ella:
-¡En mí no
hay encono de ningún género! ¿Por qué he de querer yo mal a este joven, a quien
ni de vista conozco; que, según he oído decir, ha dado en otras ocasiones
pruebas de discreción y buen gusto? ¿Que ha hecho una comedia mala? ¿Y qué? Una
de tantas. Tampoco me irrito contra los gacetilleros, que no son más que un eco
material de las galerías... en las que incluyo los palcos y las butacas. Mi
cólera descarga sobre la crítica, sobre usted singularmente, Sr. Cañete, que,
diciéndose representante de la censura ilustrada, concienzuda, basada en
principios científicos, en severa disciplina retórica, en erudición escogida,
en la sabia experiencia de lo selecto, en la parsimonia prudente y justiciera
del crítico ducho en tales juicios y de sangre fría, gracias a los años, se ha
dejado llevar como los demás por la corriente de la opinión impuesta, no se
sabe cómo, ni a punto fijo por quién siquiera, y ha elogiado La fiebre del día, y ha pronosticado
para su autor triunfos, laureles, y hasta ha copiado con fruición versos y más
versos de la comedia infeliz, sin pararse a ver que lo mismo que copiaba era
mala prosa disfrazada de poesía. Sr. Cañete, usted que habla de decadencia del
arte y recuerda los tiempos de los Comellas a cada paso, ¿por qué un día y otro
día elogia obras dramáticas incorrectísimas, anodinas, absurdas por lo
insustanciales, símbolos de la nada artística? ¡Señor Cañete!...
La musa
echaba espuma por la boca; y como se puso en pie de un salto y dio un paso
hacia el crítico académico... He rmes
y yo temimos que le quisiera pegar.
-Sosiéguese
usted, señora, me atreví yo a decir; este caballero no lo ha hecho por mal.
-¿Y usted
quién es?
-Señora, yo
soy Clarín, el gran agradador de todos los Segismundos; y me gusta ver cómo va
por la ventana el palaciego que lo merece; pero en esta ocasión, ni se trata de
palaciegos, ni el caso es para tanto...
-¿Ha visto
usted esta comedia?
-No, señora,
yo no veo comedias nuevas hace algunos años, en buena hora lo diga, a no ser
por rara excepción; y de alguna que vi me pesa, porque al autor le pareció mal
que su obra no me hubiera parecido bien, ni medio bien; y me mandó dos padrinos
para preguntarme si le había querido ofender, y yo le mandé otros dos
(porque hay que vivir con el mundo, y donde fueres haz lo que vieres) para que
dijesen a los otros que no; que qué había de querer ofenderle; que Dios me
librase. Ya ve usted, no se puede ver comedias.
-Pero al
menos, ¿ha leído usted ésta?
-Sí, señora;
el autor tuvo la amabilidad de mandármela al pueblo...
-¿Conoce
usted al autor?
-De vista
no; pero sé que es un buen muchacho, amante del arte, capaz de comprender que
la crítica teatral en Madrid es cosa perdida. Si usted le llamara, y con buenos
modos le fuera haciendo notar los defectos de su comedia...
-¿No cree
usted que estará envanecido con los aplausos de estos señores?
-No lo creo;
aunque no tendría nada de particular... porque tales han sido las alabanzas...
Sin embargo, este caballero, a quien no tengo el honor de tratar, ha sido de
los más parcos en el elogio.
-¿Cómo? ¿Le
parece a usted poco lo que dijo?
-No, señora;
me parece demasiado; pero otros han dicho mucho más.
-Pero esos
tienen menos autoridad, y no están obligados, como éste, a saber lo que es
escribir en verso...
-Señora, ¿se
me permiten dos palabras? preguntó Cañete con una humildad, tal vez aparente,
pero de todos modos de muy buen ver.
-Diga usted
lo que quiera, pero sin imitar a los que imitan a los clásicos y sin rodeos y
sin preámbulos... Porque esa es otra: escribe usted unos artículos que todo se
vuelven introducción y decir qué es lo que vamos a hacer, y cómo lo vamos a
hacer, a manera de opositor krausista... No, no señor; no consiento preliminares
ni prolegómenos... ¡al grano!
-Pues bien,
señora: ya que aquí se trata de un juicio en toda regla... comienzo por recusar
al juez como mejor proceda en derecho y con el respeto debido; usted, señora,
es la Musa de la retórica; pero aquí se trata de una comedia, y el juez
competente es Talía...
-¡Alto el
carro, señor mío! Aparte de que mi jurisdicción abarca los dominios de la mayor
parte de mis hermanas, pues viene a ser el mío a manera de tribunal de alzada;
en punto a comedias, yo puedo conocer de todo lo que al lenguaje y al estilo y
a la forma métrica se refiere. Y aquí se me ocurre ponerme otra vez furiosa,
recordando las mil sandeces que se escriben y publican por cien y mil
majaderitos metidos a críticos y a autores respecto de la crítica al por menor,
de la censura nimia, de la forma. ¿Qué quiere decir, tratándose de obras de
arte en que la belleza se manifiesta en forma literaria, que es
nimia la cuestión del lenguaje y del estilo? Tanto valdría decir que un pintor
no necesita saber dibujo ni entender de colores. Sólo a los profanos, a los
bárbaros, se les puede permitir que hablen con tono despectivo de la forma
literaria, del material de este arte. En ningún país civilizado se tiene por
cosa secundaria, si se trata de verso, el ritmo y la rima, si la hay, ni los
demás elementos formales de la poesía, ni tratándose de prosa se olvida la
gramática o se pasa por alto, ni las leyes del bien decir se arrinconan.
Burlarse de las figuras, v. gr., es mucho más fácil que saber cuáles son; cometer
solecismos y barbarismos, mucho más llano que averiguar en qué consisten. No
son artistas, no lo serán nunca, no pueden serlo los que no tienen el sentido y
el sentimiento de la forma como inseparable del objeto artístico y esencial en
él como lo más esencial.
El crítico
que al llegar a estas cosas se dice: aquila
non capit muscas, es un ostrogodo, un silingo, un alano, un suevo metido a
Quintiliano, es un salvaje, mejor dicho... Usted, Sr. Cañete, está a la cabeza
de los que debieran dedicarse a colaborar en el Alcubilla, recopilación administrativa, y que, sin embargo, a pesar
de sus excepcionales condiciones para el caso, se dedican a juzgar, como
ustedes dicen, obras puramente literarias, como la Academia de Ciencias Morales
y Políticas juzga, y da informes de libros de texto.
Hay críticas
de usted, Sr. Cañete, en que parece que va a presentar, para obtener la
absolución del autor de quien habla, el certificado de buena conducta y la
cédula de vecindad del acusado. Para
usted, como para otros muchos, es una gracia del poeta que el personaje tal o
cual sea simpático o antipático...
-Cuidado,
Polimnia, que eso ya pertenece a la jurisdicción de Talía... se atrevió a decir
Mercurio; no porque a él le importase la cuestión de competencia, sino por
evitar el discurso de la Musa.
La verdad es
que estábamos aturdidos con tanta charla.
Por fortuna,
Apolo volvió a presentarse en aquel instante. Ya no estaba en mangas de camisa.
Vestía cazadora corta, muy ajustada al cuerpo, de una tela para mí desconocida,
de un color claro atrevido; pero que a él le sentaba bien. Era un real mozo, en
efecto, lleno de vida, sanguíneo. Sonreía, sin duda de felicidad. ¡No lo
extrañé! Del brazo izquierdo traía materialmente colgada a Venus, a la misma
Afrodita en persona.
La cual,
aunque os asombre, se parecería mucho a Sara Bernhardt, si Sara se convirtiese
en una mujer hermosa y de buenas carnes, sin dejar de ser tal como es.
Imaginaos ese milagro realizado, y así era Venus: su traje, de color de carne
con polvos de arroz, era de corte semejante a los que suele lucir la gran
cómica francesa, obra del capricho divino, forma talar de jitón griego, mezclada con pliegues y ondulaciones de coquetería
moderna; en tal fruncido la línea pura defendía la honestidad, que un sesgo
excéntrico y lúbrico convertía, por el contraste, en una picante expresión de
latente lascivia; y a pesar de parecer el traje cortado y cosido por el más
humano de los pecados capitales, la gracia y elegancia suprema del conjunto
rescataban para el arte aquella divina estatua vestida, que sólo tenía de casta
lo que tenía de bella.
Apolo y
Venus, enlazados, apoyados suavemente uno en otro, hombro con hombro,
inmóviles, no hacían más que sonreír y pasear la mirada distraída, llena de
felicidad, de Cañete a Polimnia y de Polimnia a Cañete. Tal vez pensando en la
dicha de amarse esperaban asistir a una riña de gallos como entremés gracioso
de sus juegos de amor. Polimnia se había puesto de pies al ver entrar a Venus.
Parecía una linterna apagada de repente; ya no brillaba en ella nada más que el
reflejo indeciso del cristal de sus ojos, cargados de lectura. Seguía siendo
hermosa, pero como la luna de día.
En cuanto a
Cañete, ni más feo ni más guapo que antes, volvió los ojos al dios de Delfos
implorando socorro.
Apolo así lo
entendió, y benévolo, porque era feliz, exclamó:
-Polimnia, a
lo que entiendo, este es el señor Cañete, un reincidente de mi mayor aprecio
que yo te había destinado. Sí, Polimnia, el Sr. Cañete es para ti una buena
proporción; si le otorgas tu mano, os pondré casa en Madrid, en la calle de
Valverde. Hablaré a Cánovas para que se le dé a este caballero la Secretaría de
la Academia... aunque haya que quitársela a Tamayo y Baus, para quien yo tengo
reservados más altos destinos.
-Ni yo me
caso con nadie, amado Apolo, ni el Sr. Cañete debe de estar dispuesto a casarse
conmigo, ni en la calle de Valverde puede vivir Polimnia, la musa de la
retórica, o sea el arte del bien decir.
-¡Señora!
exclamó Cañete, metiendo dos dedos entre el cuello de la camisa y la bien
señalada nuez. ¡Señora!...
-Señorita,
dijo Apolo sonriendo.
-Concedido.
Señorita, pude, mientras se trató de mi personalidad humilde, abstenerme, por
respeto a las varias prerrogativas que en usted concurren, de contestar,
siquiera fuese en legítima defensa, a los ataques durísimos de que he sido
víctima; pude, y puedo, pasar en silencio ofensa tan grave como la de echarme a
freír espárragos, que tanto vale mandarme a despachar expedientes en una
oficina y a colaborar en una recopilación administrativa...
-¡Cómo! ¿Eso
ha dicho Polimnia? gritó Apolo. ¡Oh, Sr. Cañete! Usted perdone... esta loca...
esta... Polimnia, ¿cómo ha sido? ¡Qué apasionamiento! ¡Qué exageraciones! El
Sr. Cañete, amiga mía, es un erudito que ha demostrado grandes conocimientos en
varios... eso... en varios ramos del saber humano, y singularmente del saber
académico. Yo... no recuerdo en este momento nada suyo... pero no importa, sé
que es un erudito; me lo ha dicho Menéndez Pelayo, aunque no sé si en el seno
de la confianza; pero él me lo ha dicho. Y este caballero... que es también
español, acaso sepa... ¿Ha leído usted algo del Sr. Cañete, amigo...
Cornetín?...
-Clarín...
-Eso,
Clarín.
-Sí, señor;
algo he leído... y aun algos...
-¿Y qué tal,
eh? ¿Cosa rica, verdad?
Antes de contestar
fijé la vista en el suelo, y me puse a dar vueltas al sombrero entre los dedos.
Por fin, dije:
-Como
útil... lo es algo de lo que ha hecho el Sr. Cañete... Debe haber de todo en
literatura. Sus trabajos de erudito, dicen los inteligentes que son muy
apreciables. Parece ser que sabe mucho de comedias antiguas, y aun de las
modernas entiende más que cuatro o cinco gacetilleros que le hacen la
competencia. Comparado con ellos es un águila...; pero comparado con un crítico
de veras, lo que se llama crítico, que hasta tenga gusto y sepa distinguir el
arte de todo lo demás, comparado con un crítico así... ya no es un águila, no,
señor; pero siempre resultará que esta señorita, cuyos pies beso, ha estado
demasiado fuerte con él... y con el autor de La Fiebre amarilla.
-Del día, rectificó Cañete.
-Corriente;
de la fiebre de marras.
-¿Y qué
fiebre es esa?
Hubo que
enterar a Apolo de la comedia, y hasta se leyeron algunos versos. Y el dios
Esminteo, que lanza a lo lejos sus saetas y que es benévolo con los escritores
malos por cierto escepticismo muy largo de explicar, arrugó el ceño cuando oyó
versos como estos:
Es injusto hablar así
a quien mil veces te probó.
-¡Re-J o ve! gritó; ese verso no
puede pasar. Yo perdono muchas clases de pecados; pero en punto al metro y a la
rima, hilo más delgado; Euterpe, Terpsícore y Erato son mis favoritas, y en
todo lo que sea medida, ritmo, compás, igualdad de sonidos y soltura de
movimientos, soy tan exigente como en los días de mis buenos Homéridas.
-Oye, hijo de
Latona, prosiguió la Musa, que era quien leía; oye lo que un amante le dice a
su amada, pintándole el cuadro de su felicidad en la pobreza que les aguarda.
Todos
dirán:
-Mirad; esos se han casado
por amor; aún está vivo
ese afecto primitivo
que hemos supuesto agotado,
y en tanto
nosotros dos
en nuestra
casa estaremos,
y allí juntos viviremos
en paz y en gracia de Dios.
-¡Ave María
Purísima! interrumpió Apolo, olvidándose de que era pagano.
-¡Qué veladas! ya verás
cómo a la luz del quinqué
a tu lado escribiré,
mientras que tú bordarás.
-¡Bien
bordado! exclamó el de Claros.
-Y en aquel instante no
se oirá en nuestro aposento.
-Ese verso
es como las Súplicas, cojo.
más que el leve movimiento
del péndulo del reló,
y el de
nuestros corazones
que
henchidos del mismo afán,
seguramente tendrán
iguales
palpitaciones.
-¿Qué te
parece? preguntó Polimnia triunfante.
-¡Acaba!
-Entonces te diré aquellas
palabras
dulces y hermosas
que expresan
tan grandes cosas
aún siendo
tan breves ellas.
-¿Eh?
-¡Acaba!
-Mientras que tendré apoyada
en la mano
la mejilla
y el codo sobre la silla
donde te encuentres sentada.
-¡Rayos y
truenos! ¡Por las barbas de mi Padre! ¿Y eso se escribe y se aplaude en
Castilla, en Madrid, en aquellos teatros donde hablaron aquellos poetas cuya
lengua era digna de los dioses? ¡Donde quiera que se encuentre, sentado o de
pie, a ese poeta, cójasele y tráiganle a mi presencia!...
-¡Calma,
calma! dijo Polimnia sonriendo, serena y compasiva. El poeta no tiene la culpa
de esto.
-¿Cómo que
no?
-No, Apolo,
no; él hace lo que ve, sigue el camino que le señalaron; los críticos le han
dicho que eso estaba bien; ha oído alabar en otros tamañas atrocidades,
escándalos de dicción semejantes, y se ha dejado llevar por el ejemplo y el mal
gusto. El no saber gramática es pecadillo venial para la censura del día, y a
los versos rastreros, zafios, ramplones, prosaicos y desmadejados, cacofónicos
y cursis, nadie, o casi nadie, les conoce los defectos; y se llama naturalidad
y sencillez la vulgaridad y hasta la chocarrería, la insipidez y la
insignificancia. Al poetastro que zurce redondillas atrabiliarias, de aleluya,
y romances de ciego, se le aplaude porque huye del lirismo impropio del teatro.
Los críticos
de ahora no tienen gusto, ni oído, ni lectura sana y abundante; son incapaces
de coger al vuelo en el estreno un solecismo o un verso cojo, o un hiato. Así
como no hay en Madrid verdaderos críticos de pintura, porque no los hay metidos
de veras en el arte y sus misterios, tampoco los hay para la poesía, que les
parece a los más una antigualla inverosímil,
con la que hay que transigir por ahora.
-¡Fuego en
ellos! Razón tienes, Polimnia; la culpa no es del pobre mozo que escribiendo
comedias malas no hace mayor mal que otros tantos; la culpa es de la crítica
que se precia de sensata e instruida y de gusto, y aplaude tales adefesios.
-Vamos a
ver, Sr. Cañete: ¿es esto castellano? dijo Polimnia, y leyó:
-Pero ¿murmuran las gentes?
-Unos a
otros se desdicen.
¿Puede esto
pasar? ¿Cabe desdecirse... unos a otros? ¿Le puedo yo desdecir a usted, ni
usted a mí?
Y ¿qué
dignidad de lenguaje es esta?
-Pero la voz
general.
-Da a usted
un bombo pasmoso...
...............................................
que
despilfarra el dinero
por darles en los hocicos.
-¡Basta!
gritó Apolo; en mi presencia no se puede leer cosa así. Pasemos a otro asunto.
-Pero
conste, prosiguió Polimnia, que si he hablado tanto y con semejante calor de
esta infeliz comedia, no ha sido por ensañarme con el autor, joven simpático y
capaz de escribir de otra manera... Si esta obra por sí no tiene importancia
suficiente para que nosotros pensemos siquiera en que existe, por accidente
tiene la importancia de haber sido piedra de escándalo, materia de absurdos
elogios, en los que han demostrado notoria incompetencia y falta de aprensión
multitud de críticos incapaces.
-Bueno,
bueno; doblemos la hoja.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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