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jueves, 10 de abril de 2014

Historia del joven que quiso temblar

Un padre tenía dos hijos. El mayor era inteligente, diestro y sabía gobernarse bien en cualquier asunto, pero el más joven tenía pocas luces. No aprendía nada y no comprendía nada: en fin, que parecía tonto.
Los que le conocían no podían menos de pensar :
-He aquí un muchacho que será una carga para su familia.
Cuando había que hacer algo, siempre era el mayor el encargado de ello. Pero si el trabajo era al atardecer o por la noche y había que pasar por cerca del cementerio o de cualquier otro sitio lúgubre, decía temblando :
-¡Oh, padre ! No me haga usted ir, porque tengo miedo.
O bien cuando por la noche, sentados todos junto al hogar, se explicaban esas historias que hacen poner la carne de gallina, exclamaba:
-¡Dios mío, qué asustado estoy!
El hijo menor, en cambio, se quedaba tan fresco y no comprendía ni podía explicarse tales temores.
-¡Todo el mundo se asusta, todo el mundo tiembla y yo no sé todavía lo que es miedo! -acostumbraba decir muy mohino.
Cierto día le dijo su padre:
-Oye. Eres ya un muchachote fornido y es preci­so que empieces a aprender un oficio para ganarte la vida.
-Padre -respondió el pequeño.
-De buena gana haré lo que usted quiera. De modo que, para empezar, aprenderé a temblar, pues es esta una cosa acerca de la cual no tengo la menor idea.
El hermano mayor sonrió al oírle y se dijo:
-¡Dios mío, qué animal es mi hermano! No hará nunca nada de provecho.
El padre suspiró y dijo:
-Ya aprenderás a temblar, no tengas cuidado. Pero no es eso lo que te ayudará a ganar el pan.
El sacristán de la parroquia fué un día a visitarles. El padre aprovechó la ocasión para con­tarle la pena que le causaba con sus tonterías su hijo menor, el cual no aprendía nada, no sabía nada y no servía para maldita la cosa.
-Figúrese que cuando le digo que debería aprender algo para ganarse la vida, me con­testa que quiere aprender a tem­blar.
-Si no es más que eso repuso el sacristán -enviádmelo, que yo le enseñaré.
El ofrecimiento agradó al padre, que hubiera querido a su hijo un poco me­nos simple.
El sacristán llevó al muchacho a su casa y le encargó de tocar las campanas. Algunos días después de su llegada le ordenó subir al campa­nario al filo de la me­
-¡Ahora veremos dianoche y tocar, si aprendes a temblar! -se dijo muy regoci­jado el sacristán.
Y, después de dis­frazarse con un trapo blanco, subió al campa­nario.
Cuando el joven se halló arriba y se dispu­so a tirar de las cuer­das, vió una forma blanca en la escalera.
-¿Qué quieres tú? -preguntó.
Pero el fantasma ni respondió.
-iHala! Responde o lárgate -dijo el jo­ven, pues aquí nada tienes que hacer.
Pero el sacristán continuó inmóvil para hacer creer al joven que se trataba de un aparecido.
-Bueno -dijo el muchacho.
-¿Qué quieres? Si eres un hom­bre honrado, habla; de lo contra­rio, te tiraré de cabeza por la es­calera.
-Todo eso son baladronadas. No se atreverá a hacerlo-se dijo el sacristán.
Y continuó más que un poste.
Entonces el joven le interpeló por tercera vez y, viendo que tampoco res­pondía, tomó carrera y le dió un empujón formida­ble, por efecto del cual cayó el sacristán por las escaleras abajo.
Por fortuna, después de bajar rodando unos cuantos escalones, se detuvo en un descansillo y allí quedó desmayado.
En cuanto el joven tocó las campanas, bajó del cam­panario, fué a acostarse sin decir una palabra y no tardó en dormir tranquilamente.
La mujer del sacristán esperó durante mucho rato a su marido, pero viendo que no volvía tuvo miedo y fué a despertar al joven.
-¿No sabes si le ha sucedido algo a mi marido? -preguntó.
-Ha subido al campanario antes que tú.
-No -dijo el joven.
-No lo he visto. Pero en cam­bio he visto un gran bulto blanco en la escalera, y como el tal no quería ni responder ni marcharse, le he dado un empujón. Si era él, lo sentiría mucho.
La mujer subió al campanario a toda prisa y encontró en la escalera a su marido con una pierna rota. Lo llevó a la cama y después corrió aa ver al padre del muchacho, gritando:
-El tonto de vuestro hijo acaba de causar una gran desgracia. Ha precipitado a mi marido por la escalera del campanario y le ha roto una pierna. ¡Llévese usted inme­diatamente a ese bribón!
El padre, aterrado, corrió a buscarle a la cama, en la que seguía durmiendo y, después de propinarle unos cuan­tos cachetes, le dijo, muy enfadado:
-¿Qué has hecho? Seguramente es el demonio tu ins­pirador.
-Padre, escúcheme -dijo el muchacho.
-Soy inocen­te. El sacristán estaba esta noche en la escalera disfrazado como si tuviera malas intenciones. Yo no sabía que era él y por tres veces le rogué que se fuera antes de tirarle por la escalera.
-¡Vamos! -repuso el padre.
-Está visto que no me has de dar nunca más que disgustos. Vete de mi lado; no quiero verte más.
-Bueno -dijo el joven, esperad a que sea de día y me iré por el mundo a fin de aprender a temblar. Así tendré un oficio que me servirá para ganarme la vida.
-Aprende lo que quieras -dijo el padre, pues todo me será igual. Aquí tienes cincuenta duros y vete a reco­rrer el mundo, pero no digas a nadie ni quién eres ni el nombre de tu padre; estoy avergonzado de ti.
-Lo haré como decís, padre.
Se guardó los cincuenta duros en el bolsillo y apenas amanz!ció echó a andar camino real adelante, sin dejar dce murmurar mientras caminaba.
-¡Si por lo menos aprendiese a temblar!... ¡Si por lo menos aprendiese a temblar!...
Un poco más adelante encontró a un hombre e hicie­ron el camino juntos. Al pasar cerca de un patíbulo, el caminante, que ya estaba harto de oírle repetir lo mismo, le dijo:
-Fíjate en esa horca en donde hay siete ladrones col­gados. Pasa la noche con ellos y seguramente aprenderás a temblar.
-Si no es más difícil que eso -dijo el joven, cosa hecha. De modo que vuelve mañana por la mañana y, si he aprendido a temblar, te daré los cincuenta duros que poseo.
Se instaló al pie de las horcas y esperó la noche. Como hacía un poco de frío, encendió fuego. Sin embargo, hacia medianoche el frío aumentó de tal modo, que tenía que pasearse y dar patadas en el suelo para entrar en calor. Entonces se dijo:
-Si yo, que estoy cerca del fuego, me hielo... ¡cómo estarán los de ahí arriba!
Y como tenía buen corazón, acercó la escalera del pa­tíbulo y descolgó uno tras otro a los siete ahorcados. Des­pués añadió leña al fuego y los colocó alrededor de la ho­guera para que se calentaran. Sin embargo, los muertos continuaban, claro está, inmóviles y el fuego prendía en sus vestidos.
-¡Cuidado! -gritó el joven.
-¡U os cuidáis vosotros mismos u os vuel­vo a colgar!
Pero como los ahorca­dos, naturalmente, no oían sus palabras, continuabar. callados y "dejaban" que se les quemase la ropa. Entonces, nuestro héroe se enfadó mucho y les dijo:
-¡Puesto que sois tan holgazanes, peor para vos­otros! No quiero quemar­me en vuestra compañía.
Y los volvió a colgar.
Después se extendió junto al fuego y se dur­mió hasta la mañana si­guiente.
Su amigo el caminante volvió entonces y le dijo:
-¡Ahora ya debes de saber temblar!
-De ninguna manera -respondió el joven.
-Nadie ha venido a enseñarme. Los mozos esos de ahí arriba no han abierto la boca en toda la noche, y cuando los he acercado al fuego para que entrasen en calor, se dejaban que­mar la ropa sin decir palabra.
El hombre vió que no tendría los cincuenta duros y se marchó por su camino, diciendo:
-En mi vida he visto un tío más bruto.
En cuanto al joven, continuó andando en la misma dirección, sin dejar de murmurar:
-¡Si por lo menos aprendiese a temblar!... ¡Si por lo menos aprendiese a temblar!...
Un carretero le oyó y se acercó para preguntarle:
-¿Cómo te llamas?
-No lo sé.
-¿Qué hace tu padre?
-No puedo decirlo.
-Pero, en fin, ¿qué es lo que murmuras sin cesar?
-Que quisiera saber temblar, pero nadie me enseña.
-Déjate de tonterías y vente conmigo si quieres dor­mir a cubierto.
El joven siguió al carretero y de este modo llegaron a una posada, en la cual contaban pasar la noche. Sin em­bargo, al entrar en ella el joven empezó otra vez con su letanía y dijo en voz alta:
-¡Si por lo menos aprendiese a temblar!... ¡Si por lo menos aprendiese a temblar!...
El posadero le oyó, se puso a reír y dijo:
-Si de verdad deseas temblar, voy a proporcionarte una buena ocasión.
-Bueno. Deja eso -dijo su mujer.
-Más de un temerario ha perdido ya la vida y sería una lástima que por tu culpa este pobre muchacho no pudiese volver a ver la luz del día.
-Lo de menos son las dificultades de la empresa -dijo el joven,  pues que recorro el mundo sólo para aprender a temblar.
Y molestó tanto al posadero, que al fin tuvo que con­tarle que no lejos de allí se encontraba un castillo encan­tado, en donde bastaba pasar tres noches para saber tem­blar.
El rey del país había prometi­do al que se atreviese a realizar la aventura la mano de su hija, que era la más bella princesa del mun­do. El castillo contenía enormes te­soros guardados por los malos espí­ritus, tesoros que pertenecerían a aquel que supiese apoderarse de ellos. Numerosos eran los jóvenes que habían tentado la aventura, pero ninguno había salido con bien de ella.
Al día siguiente, por la mañana, el joven se presentó ante el rey y le declaró que deseaba pasar las tres noches consabidas en el castillo maldito.
El rey le estuvo mirando du­rato y, como su aspec­to le gustó, le dijo:
-Te permito lle­var contigo tres obje­tos al castillo.
-Ah, ¿sí? -dijo el joven.
-Pues en­tonces, que me den es­labón, pedernal y leña para hacer fuego, un torno de tornero y un banco de cincelador, con cuchillo.
El rey estuvo con­forme y le hizo llevar todo esto al castillo, du­rante el día.
El joven fué allí al atardecer; encendió fuego en la sala y, poniendo junto a sí el banco de cincelar, se sentó en el banco de tornero.
-¡Ah, si por fin pudiese temblar!... -dijo en voz alta.
-Pero me da el corazón que tampoco hoy he de aprender.
Hacia medianoche añadió leña al fuego y, mientras so­plaba para reanimarlo, oyó de pronto voces que salían de un rincón.
-¡Miau! ¡Miau! ¡Qué frío tenemos!
-Pues no sois poco tontos -dijo el joven sin inmu­tarse.
-Si tenéis frío, acercaos al fuego y os calentaréis.
Apenas hubo acabado de hablar, dos enormes gatos, dando un salto pro­digioso fueron a co­locársele uno a cada lado y le miraron ferozmente con sus inflamados ojos.
En cuanto se hubieron calentado, dijeron:
-¿Y si jugásemos a las cartas, amigo?
-¿Por qué no? -dijo él.
-Pero antes de jugar con­viene que me enseñéis las patas.
Los gatos le tendieron las garras, que eran formidables.
-¡Uy, qué uñas más largas! -dijo el joven.
Es­perad un poco, que os limaré.
Y cogiendo a los dos gatos por la piel del cuello, los puso en el banco de cincelar y les sujetó las patas en la prensa de modo que no pudieran moverse.
-Vuestras patas -les dijo, me han hecho pasar las ganas de jugar con vosotros.
Los mató y después los tiró por la ventana al foso del castillo, que estaba lleno de agua.
Iba a volver a sentarse junto al fuego; cuando de todas partes surgieron gatos negros y perros rojos, que lleva­ban puestos collares de hierro candente. Llegaron tantos y tantos, que pronto no supo en dónde ponerse. Los reciérn llegados gritaban de un modo espantoso y trataban de des­hacer la hoguera tirando por todas partes los tizones.
Durante un rato el joven se divirtió viendo aquello, pero al fin acabó por cansarse y, empuñando el cuchillo, se lanzó sobre sus importunos huéspedes, gritando :
-¡Atrás, canalla!
Algunos huyeron, pero a los demás los mató y tiró por la ventana.
Hecho el trabajo, se volvió al fuego, lo reanimó y se calentó en él. Pero como debía de ser muy tarde, los pár­pados se le volvieron muy pesados y tuvo unas ganas fu­riosas de dormir.
Miró en torno y vió al otro extremo de la sala un gran lecho.
-He aquí lo que yo necesito -dijo alegremente.
Y se acostó.
Pero apenas hubo cerrado los ojos, cuando su cama se puso en movimiento y empezó a andar.
-Esto sí que es bonito -dijo el muchacho despertán­dose.
-¡Vamos, perezoso, al galope!
La cama empezó a correr como si de ella tiraran seis caballos y, después de una carrera desenfrenada por las escaleras y corredores del castillo, dió una serie de saltos y, ¡zas!, se volcó, dejando al muchacho envuelto en las sábanas y los colchones. Cuando se hubo desembarazado de todo aquello el joven, dijo:
-¡Ahora, que se eche en ella el demonio!
Y colocándose junto al fuego se acostó en el suelo, dur­miendo de un tirón hasta el día siguiente.
El rey fué al castillo por la mañana y, al verle tendida en el suelo, creyó que los aparecidos le habían matado.
-¡Qué lástima de muchacho!  dijo.
Pero el joven se despertó al oír estas palabras y con­testó:
-¡Bah! Todavía estoy vivo.
El rey maravillóse en extremo y le preguntó cómo ha­bía pasado la noche.
-Muy bien -dijo.
-Me he divertido bastante y me parece que me sucederá lo mismo en las dos noches pró­ximas.
Cuando volvió a la posada, el posadero quedó con un palmo de boca abierta.
-De veras que no pensaba volverte a ver -le dijo.
-¿Has aprendido por fin a temblar ?
-Por desgracia, no­respondió el joven.
-Y mucho me temo que no aprenda nunca.
Al ponerse el sol vol­vió al viejo castillo para pasar en él la segunda no­che. Encendió fuego y, después de sentarse en el torno, se puso a murmu­rar con su letanía acostum­brada:
-¡Ah, si yo pudiese aprender a temblar!...
Hacia medianoche oyó ruido. Primero, era sólo un murmullo; pero des­pués se fué acercando has­ta que se hizo más ftterte. Después hubo un silencio y, al cabo de un momen­to, el tronco de un hombre cayó por el hueco de la chimenea en medio de gritos terribles.
-¡Venga! -gritó a su vez el joven tubo.
-¡Venga, que falta la otra mitad!
Volvió a empezar el estrépito y la otra en medio de gritos y gemidos.
-Espera -dijo el joven a los pedazos; voy a animar el fuego a fin de que puedas calentarte.
En cuanto terminó volvióse y vió que los dos pedazos se habían juntado, con lo cual componían un hombretón de aspecto horrible. Se había sentado en el torno y le miraba fijamente.
-¡Hala! -dijo el joven.
-¡Fuera de mi sitio!
El hombretón quiso seguir sentado, pero el joven optó por no consentirlo y, empujándole violentamente, recupe­ró su banco. En seguida volvieron a caer hombres despe­dazados por la chimenea, los cuales, después de juntar sus pedazos en mitad de la sala, trajeron nueve tibias y dos cráneos y se dispusieron a jugar a los bolos con ellos. El joven, a quien este juego gus­taba mucho, quiso ser de la partida y pidió permiso para ello.
-Si tienes dinero, pue­des jugar -le dijeron.
-Tengo -dijo él.
-Pe­ro me parece que vuestras bo­las no son redondas.
Y cogiendo los cráneos los puso sobre el torno y lo hizo funcionar hasta que es­tuvieron bien redondeados.
-Así correrán mejor -dijo al terminar.
-Y ¡viva la alegría!
Jugó y perdió un poco, a pesar de su destreza, mas cuando tocaron las doce todo desapareció como por arte de magia.
Entonces, encogiéndose de hombros, se extendió en el suelo y durmió tranquila­mente.
Al día siguiente por la mañana, el rey volvió para informarse de lo que ha­bía sucedido durante la no­che.
-He jugado a los bolos -dijo el joven, y he per­dido unas perras.
-¿Pero no has tenido miedo, ni has temblado siquiera?
-No, Sola­mente me he di­vertido. ¡Ay, qué ganas tengo de saber lo que es temblar !
A la tercera noche, estaba otra vez sentado en su banco mientras decía amargamente :
-¡Ay, si solamente aprendiese a temblar!
A medianoche aparecieron ante él seis hombres gigan­tescos, que llevaban a cuestas un ataúd.
-¡Toma! -dijo el joven.
-Tal vez sea mi primo el que no conocía, que murió hace unos días.
Como los hombres habían dejado el ataúd en tierra, fue allí y, levantando la tapa, vió el cadáver de un hombre desconocido. Entonces le tocó la cara, que estaba fría como el mármol.
-Espera -dijo, voy a calentarte un poco.
Fué al fuego, se calentó las manos y las aplicó corrien­do sobre las mejillas del muerto. Pero éste continuaba frío.
Entonces el joven le sacó del ataúd, le condujo junto al fuego y empezó a frotarle los brazos para hacerle circular la sangre. Viendo que se cansaba en vano, se acordó de que dos personas acostadas en un mismo lecho se calenta­tan mejor. Puso, pues, el cadáver en la cama, le cubrió y se acostó a su lado.
Al cabo de un instante, el muerto se calentó y empezó a moverse.
-¡Ay, primo mío -dijo el joven, no sé que hu­biese sido de ti si no te llego a calentar !
-Ahora voy a estrangularte -dijo el muerto.
-¡Cómo! -exclamó el joven.
-¿Este modo tienes de agradecérmelo? Ya estás volviendo al ataúd, porque de seguro que no eres mi primo.
Y agarrándole de modo que no pudiese escapar, le vol­vió a meter en el ataúd del cual clavó la tapa para que no volviese a molestarle. Entonces volvieron a parecer los seis hombres y se lo llevaron.
-¡Vaya! -dijo el joven.
-Está visto que no puedo temblar y que decididamente no será aquí donde me en­señen.
En el mismo momento apareció un gigante de aspecto terrible y con una larguísima barba blanca.
-Joven tonto -dijo nada más al llegar.
-Ahora aprenderás, porque vas a morir.
-Poco a poco -dijo el joven.
-Aún falta que yo te dé mi consentimiento.
-No me importa tu consentimiento -dijo el monstruo.
-Despacito, despacito. No te alabes tanto. Por muy fuerte que tú seas, yo lo soy tanto como tú o acaso más.
-Vamos a verlo -dijo el viejo.
-Y si eres más fuerte, te dejaré tranquilo.
Le condujo a través de sombríos corredores hasta la herrería del castillo, en donde cogiendo un hacha, golpeó con ella tan fuertemente que enterró el yunque.
-Eso no es nada -dijo el joven. 
-Voy a hacerlo me­jor que tú.
Y recogiendo el hacha se dirigió a otro yunque, en don­de el viejo le siguió, a fin de darse perfecta cuenta de la potencia del golpe.
El joven aprovechó, para golpear, la madera en vez del hierro, gobernán-dose de modo que el filo del hacha, al caer, sujetase la barba del viejo. Una vez conseguido su intento, dijo:
-Prepárate. Ahora ya te tengo y eres tú el que vas a morir.
En seguida cogió una barra de hierro y empezó a golpear al viejo, quien le rogaba que cesa­se de golpearle a cambio de gran­des riquezas. En­tonces, el joven sacó el hacha y le dejó en libertad.
El gigante le condujo a u n a cueva, en donde le mostró tres co­fres llenos de oro.
-El uno es para los pobres -dijo, el otro para el rey y el tercero para ti.
En aquel ins­tante tocaron las oce y, como el viejo desapareció, el joven se encontró en medio de las más profundas tinieblas. Sin embargo, andando a tientas acabó por llegar a la sala del fuego, en donde se acostó.
Al día siguiente el rey fué a visitarle y le dijo:
-Ahora sí que ya debes de saber temblar.
-¡De ningún modo! -respondió el joven.
-Esta noche he visto a mi primo difunto y a un hombre de bar­ba blanca que me ha dado mucho dinero; pero aun no sé lo que es temblar.
El rey dijo:
-Has destruído el encantamiento que pesaba sobre el castillo y vas a casarte con mi hija.
-Todo esto está muy bien -repuso el joven, pero, en resumidas cuentas, que después de tantas promesas me he quedado sin saber temblar.
Los tesoros fueron sacados de la cueva y se celebró la boda, pero el joven rey, a pesar de lo mucho que quería a su esposa, no por eso dejaba de repetir:
-¡Si por lo menos aprendiese a temblar!... ¡Si por lo menos aprendiese a temblar!...
Esto acabó por molestar a la princesa. Mas su cama­rera le dijo:
-Déjemelo por mi cuenta, que ya le haré temblar yo.
Se hizo traer un cubo de agua lleno de pececillos y, por la noche, mientras el joven dormía, la princesa le destapó y la camarera le volcó encima el agua del cubo. Entonces los peces se pusieron a saltar por todo su cuerpo y el joven se despertó, diciendo:
-¡Aaaaay!... ¡Qué temblor y qué calofríos me dan, esposa mía! Brrrr... ¡Gracias a Dios que he aprendido a tembiar!

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 039


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