Hija única de
cariñosos padres, que la habían criado con blandura, sin un regaño ni un
castigo, Martina fue la alegría del honrado hogar donde nació y creció. Cuando
se puso de largo, la gente empezó a decir que era bonita, y la madre, llena de
inocente vanidad, se esmeró en componerla y adornarla para que resaltase su
hermosura virginal y fresca. En el teatro, en los bailes, en el paseo de las
tardes de invierno y de las veraniegas noches, Martina, vestida al pico de la
moda y con atavíos siempre finos y graciosos, gustaba y rayaba en primera línea
entre las señoritas de Marineda. Se alababa también su juicio, su viveza, su
agrado, que no era coquetismo, y su alegría, tan natural como el canto en las
aves. Una atmósfera de simpatía dulcificaba su vivir. Creía que todos eran
buenos, porque todos le hablaban con benevolencia en los ojos y mieles en la
boca. Se sentía feliz, pero se prometía para lo futuro dichas mayores, más
ricas y profundas, que debían empezar el día en que se enamorase. Ninguno de
los caballeretes que revoloteaban en torno de Martina, atraídos por la juventud
y la buena cara, unidas a no despreciable hacienda, mereció que la muchacha
fijase en él las grandes y rientes pupilas arriba de un minuto. Y en ese
minuto, más que las prendas y seducciones del caballerete, solía ver Martina
sus defectillos, chanceándose luego acerca de ellos con las amigas. Chanzas
inofensivas, en que las vírgenes, con malicioso candor, hacen la anatomía de
sus pretendientes, obedeciendo a ese instinto de hostilidad burlona que
caracteriza el primer período de la juventud.
Así pasaron tres
o cuatro inviernos; en Marineda empezó a susurrarse que Martina era delicada de
gusto, que picaba alto y que encontrar su media naranja le sería difícil.
Sin embargo, al
aparecer en la ciudad el capitán de Artillería Lorenzo Mendoza, conocióse que
Martina había recibido plomo en el ala. Lorenzo Mendoza venía de Madrid: era
apuesto, cortés, reservado, serio, más bien un poco triste, aunque en sociedad
se esforzaba por parecer ameno y expansivo; su vestir y modales revelaban el
hábito de un trato escogido y de un respeto a sí mismo que no degeneraba en
fatuidad ni en afectación; sin que presumiese de buen mozo, era en extremo
simpática su cara morena, de oscura barba y facciones expresivas. Con todo
esto, hay más de lo necesario para sorber el seso a una niña provinciana, hasta
sin pretenderlo, como,-en efecto, no lo pretendía Mendoza al principio. Las
bromas de los compañeros, la fama de «picar alto» de Martina y también su
atractivos y gracias, su belleza en plena florescencia entonces impulsaron a
Mendoza a acercársele, a preferir su conversación y, poco a poco, a cortejarla.
El pintor que
quisiese trazar una personificación de la dicha, pudo tomar a Martina por
modelo en aquella época deliciosa en que creía sentir que su sangre circulaba
como río de néctar y su corazón se iluminaba como ardiente rubí en la perpetua
fiesta de sus esperanzas divinas.
Al ocupar
Lorenzo la silla libre al lado de la muchacha, ésta se ponía alternativamente
roja y pálida; sus oídos zumbaban, brillaban sus ojos, enfriábanse sus manos de
emoción; y a las primeras palabras del capitán, un gozo embriagador fijaba en
la boca de Martina una sonrisa como de éxtasis.
Rara vez dejan
de provocar envidia estas felicidades, y más cuando no se ocultan, como no
ocultaba la suya Martina, que no veía razón para esconder un sentimiento puro y
legítimo. Si no fue la envidia, fue la curiosidad la que escudriñó el pasado de
Mendoza, como se registra una casa para encontrar un arma oculta y herir con
ella. Y averiguose sin gran esfuerzo -porque casi todo se sabe, aunque se sepa
truncado y sin ilación lógica que Mendoza, al venirse, había cortado una de
esas historias pasionales, borrascosas, largas, complicadas; un imposible
adorado y funesto, de esos lazos que obligan a huir a los confines del mundo y
que, elásticos a medida de la ausencia, no siempre se rompen por mucho que se
estiren. Con la falta de penetración que caracteriza al vulgo, opinaban los
curiosos de Marineda que Mendoza habría olvidado inmediatamente a su tirana, la
cual, sobre costarle desazones y amarguras sin cuento, ni era niña ni hermosa.
Al lado de aquel capullo, de aquella Martina cándida y radiante como un amanecer
y que llevaba en sus lindas manos un caudal, ¿qué podía echar de menos el
bizarro capitán de Artillería?
Así y todo,
almas caritativas se deleitaron en enterar de la historia vieja al padre de
Martina, seguros de que él, solícito e inquieto, a su hija se lo había de
contar. No se equivocaban; una noche, en el paseo del terraplén, a la hora en
que la salitrosa brisa del mar refresca el rostro y vigoriza el ánimo, y en que
la música militar, sonora y vibrante, cubre la voz y sólo permite el cuchicheo
íntimo y dulce de los enamorados, Martina preguntó lealmente y Lorenzo contestó
turbado y sombrío... ¿Quién se lo había dicho?... Tonterías. Eran cosas
pasadas, bien pasadas; muertas y bien muertas. Mendoza no comprendía ni por qué
las recordaba nadie, ni a santo de qué las sacaba a relucir Martina... Y ella,
alzando los ojos llenos de lágrimas y relucientes de pasión, sonriendo de aquel
modo extático suyo, olvidando el lugar donde se encontraban, murmuró
hondamente:
Conmovido, sin
darse cuenta de lo que hacía, Mendoza se inclinó y buscando disimuladamente la
mano de la muchacha y estrechándola con apretón furtivo entre el remolino de
los paseantes, que encubre tales expansiones, le murmuró al oído:
Pronto se repuso,
porque la alegría puede trastornar, pero hace daño rara vez; y de allí a dos
semanas, la boda de Martina y de Mendoza era noticia oficial, y se sabía el
encargo del equipo y galas, y se discutía el mobiliario y alojamiento de los
novios.
Se fijó la ceremonia
para fines de septiembre. ¿Qué falta hacía esperar? El amor que está en sazón
debe cogerse como la fruta madura. Iban llegando cajones con ropa blanca,
trajes de seda, capotitas, estuches de joyas. En la sala de los padres de
Martina servía de escaparate ancha mesa; amigas y amigos venían, contemplaban,
aprobaban censuraban y salían contentos, displicentes o taciturnos, según su
carácter más o menos generoso. Martina, todas las mañanas arrancaba
triunfalmente una hoja del calendario, cortado ya por la fecha de la boda. ¡Qué
pocas hojas faltan! ¡Diez.... ocho.... una semanita no más! Este domingo es el
último de soltera.... cuatro días... Mañana... Sí, mañana; a las ocho; ahí
están el vestido blanco, los guantes blancos, el abanico, el azahar que llegó
de Valencia y que embalsama el ambiente. Lorenzo venía por la noches a hacer
tertulia a su novia y se mostraba galán, aunque siempre grave.
La víspera de la
boda, Martina le esperaba, como de costumbre, en el gabinetillo. La madre, que
vigilaba sus coloquios, no creyó que aquella noche fuese preciso hacer
centinela: ocupada en quehaceres múltiples, dejó sola a su hija. Y Martina, en
vez de alegrarse, sintió de pronto una pena agobiadora, inmensa, una desolación
sin límites, un miedo horrible a algo que no se explicaba ni se fundaba en nada
racional. Tardaba ya Mendoza. Sonó la campanilla y, por instinto, Martina se
lanzó a la escalera. El criado le presentó una carta que acababa de traer «el
asistente del señorito». ¡Una carta! Las piernas de Martina parecían de
algodón; creyó que nunca podría andar el trecho que separaba la antesala del
gabinete. Se acercó a la lámpara, rompió el sobre, leyó... Antes que sus ojos
la había leído su corazón, fiel zahorí.
Aquellas
excusas, aquellas forzadas frases de cariño, aquella mentiras con que se
pretendía paliar la infame deserción, las presentía Martina desde una hora
antes. Y los motivos de la repentina marcha bien sabía Martina que no eran los
que fingía la carta, sino otros, que no podían decirse; pero que explicaban a
la vez el viaje y la continua tristeza, invencible, misteriosa, de su futuro...
Llamábale otra vez el abismo; resucitaba lo que sin duda no había muerto.
Martina cayó desplomada en el sofá; no lloraba, gemía bajito, como quien
reprime la queja de mortal dolor. Sin embargo, la misma violencia del golpe, la
indignación -mil sentimientos confusos- la impulsaron a levantarse, tomar un
fósforo, pegar fuego a la carta, abrir la ventana y echar a volar las cenizas,
cual si temiera que la delatasen. Buscando luego a sus padres, les declaró con
voz firme y serena que había renunciado por su gusto y deliberadamente, a
casarse con Lorenzo Mendoza, al cual no volverían a ver más, porque salía
aquella noche en el tren correo hacia Madrid.
Poseían los
padres de Martina una casa de campo no muy distante de la ciudad, y en ella se
ocultaron con su hija para dejar disiparse la primera polvareda de la deshecha
boda. Allí pasaron el invierno; Martina parecía contenta. Le hablaron de viajes
a la corte, al extranjero; rechazó la idea con disgusto. Vino la primavera, y
ya no pensaron en dejar la residencia campestre. Al acercarse el otro invierno
preguntaron a Martina, y pidió, por favor, encarecidamente, un año más de
soledad.
La misma escena
se repitió al siguiente; los padres empezaron a impacientarse; les parecía que
ya era hora de que su hija volviese al mundo y se le buscase otro novio formal
y auténtico, que borrase de su memoria lo pasado. Mas en esto aconteció que
enfermaron los viejos, y con distancia de pocos días se los llevó el sepulcro:
al padre, una fiebre reumática, y a la madre, un inveterado padecimiento del
corazón. Martina, sola ya, de luto riguroso, negose a recibir pésames, a
admitir consuelos de amigas, y se encerró más que nunca entre las paredes de su
tapia y entre los árboles de su solitaria finca. Corrió algún tiempo. En
Marineda ya apenas se hablaba de Martina. Los más la creían maniática. No la
trataba nadie.
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Una tarde resonó
el aldabón de la portalada con los golpes que daba un jinete, que regía un
caballejo castaño. El hortelano salió a abrir, y contestó la frase sacramental:
la señora no estaba, y, además, no acostumbraba recibir visitas.
-Dígale usted
-objetó el jinete apeándose- ¡que es don Lorenzo Mendoza!... Puede ser que
entonces...
A los diez
minutos volvía el hortelano con respuesta negativa, terminante. Mendoza bajó la
cabeza e hizo ademán de volver a montar. De pronto, como si variase de parecer
y obedeciese a una inspiración súbita, arrollando al hortelano, cruzó la
puerta, se metió patio adentro, subió una escalera exterior tapizada de
madreselvas, que daba acceso a la casa, y entró en una sala oscura, de vidriera
entornada, silenciosa. Oyó un grito de mujer; fue derecho a donde sonaba y
estrechó a Martina en los brazos. No hubo palabras; todo se expresó con
halagos, inarticulados sones, caricias insensatas por parte de él; primero,
rechazadas, débilmente, y pagadas, luego. Después vinieron las excusas, los
ruegos, las explicaciones que Mendoza dio casi de rodillas y ella oyó trémula,
desfallecida, reclinada la cabeza en el hombro del suplicante. Y siguieron las
promesas, los juramentos, las protestas de enmienda y lealtad, los plazos de
ventura que Mendoza desarrollaba risueño, enclavijando sus dedos en los de
Martina, que no oponían resistencia. La noche caía; la luna llena se alzaba
blanca y apacible; la madreselvas exhalaban su balsámico aroma. Los antiguos
novios eran ya amantes; la primavera se trocaba en estío, y el enajenado
Mendoza no echó de ver que Martina, en medio de su delirio, a veces gemía muy
bajo, como quien reprime la queja de mortal dolor, como había gemido años antes
al recibir la carta de despedida.
A la mañana siguiente,
cuando despertó Mendoza, no vio a Martina..., la llamó a voces y no contestó
nadie. Por fin acudieron los criados; sabían que su ama se había marchado
tempranito, pero ignoraban adónde.
En Marineda se
supo sin asombro, a la semana siguiente, que Martina vivía reclusa, como
«señora de piso», en un convento de Compostela. Lo que nunca se divulgó fue que
hubiera adoptado tal resolución para evitar el sonrojo de sentirse morir de
felicidad cerca de «aquel» que un día la engañó y vendió.
Cuento de amor
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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