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jueves, 10 de abril de 2014

Avecilla - Cap. I

Don Casto Avecilla había pasado del Archivo de Fomento, pero sin ascenso, a la dirección de Agricultura, y de todos modos seguía siendo un escribiente, el más humilde empleado de la casa. Los porteros, cuyo uniforme envidiaba don Casto, no por la vanidad de los galones, sino por el abrigo de paño, despreciábanle soberana-mente. Él fingía no comprender aquel desprecio, creyéndose superior en jerarquía a tan subalternos personajes, siquiera ellos cobrasen mejor sueldo y tuvieran gajes que a don Casto ni se le pasaban por las mientes, cuanto más por los bolsillos. Cuando se le preguntaba a condición de su nuevo empleo, decía con la mayor humildad y muy seriamente que estaba en pastos, palabra con que él sintetizaba, por no sé qué clasificación administrativa, la tarea a que consagraba el sudor de su frente.
Era una tarde de las primeras frías de Octubre. El concienzudo Avecilla terminaba la copia de una minuta conceptuosa escrita por el oficial de su mesa, y mientras limpiaba la pluma en la manga de percal inherente a su personalidad oficinesca, sonreía a la idea de un proyecto que desde aquella mañana tenía entre ceja y ceja. Almorzaba don Casto en la oficina y sin vino, por lo común, pero aquel día un compañero aragonés habíale dado a probar un Valdiñón que de Zaragoza le enviaron los suyos, y don Casto, que no solía probarlo, con una sola copa se había puesto muy contento, y hasta la tinta la veía de color de rosa. Y por cierto que decía: -¿Quién ha traído esta tinta tan clara? Es bonita para cartas de lechuguinos, pero no es propia de la dignidad del Estado-. Porque es bueno advertir de paso, que Avecilla, muchos años después de haber comenzado su vida burocrática, había averiguado que lo que él había llamado el Gobierno siempre, no era precisamente quien le pagaba ni a quien él servía; supo, en suma, que existía una entidad superior llamada Estado, y que el Estado, es decir, yo, usted, el vecino, todos los ciudadanos, en suma, eran los verdaderos señores, pero no como particulares, sino en cuanto entidad Estado. Saber esto y engreírse el Sr. Avecilla fue todo uno. Desde entonces, se creyó una ruedecilla de la gran máquina, y tomó la alegoría mecánica tan al pie de la letra, que casi se volvía loco pensando que si él caía enfermo, y se paraba, por consiguiente, en cuanto rueda administrativa, las ruedecillas que engranaban con él, se pararían también, y de una en otra, llegaría la inacción a todas las ruedas, inclusive las más grandes e interesantes. Muchas veces, cuando salía el buen escribiente a paseo con su cara mitad y con su querida Pepita, hija única, de diecisiete años, iba pensando cosas así. Reparaba con pena el color de ala de mosca de la mantilla de su mujer; bien comprendía que el abrigo de Pepilla era raquítico, muy corto y atrasado de moda y desairado; y ¡qué lástima!, precisamente la chiquilla tenía un cuerpo hecho a torno. Pero por muy bien torneado que tuviera el cuerpo, cuando apretaba el frío no había más remedio que recurrir al abrigo desairado y tristón. Los pobres no siempre pueden lucir la hermosura. -Para ver a Pepilla hay que verla cosiendo en su guardilla -pensaba el padre-, cosiendo en su guardilla, en verano, en enaguas, con un pañuelo de percal al cuello, la camisilla algo descotada, sudando gotitas muy menudillas por el finísimo cuello... y canta que cantarás... En invierno, la ropa mal hecha y no siempre hecha para ella, le roba a la vista algunos encantos... Pero todas estas tristezas que iba pensando por el paseo el señor don Casto se le olvidaban como cosa baladí, cuando volvía a parar mientes en su propia personalidad administra-tiva.
-En cuanto a mí -decía, soy un miembro intrínseco de la sociedad de que formo parte. Y se detenía un momento, y dejaba que madre e hija siguieran un poco adelante, para contemplarse a su sabor en su calidad de miembro integrante (que era lo que él quería decir con lo de intrínseco)  de la sociedad de que formaba parte. Llevaba siempre a paseo un gabán ruso, de color de pasa, del más empecatado género catalán que fue en el mundo protegido de aranceles. Ocho duros decía don Casto que había sido el precio de tan hermosa prenda, pero esto era una de las pocas mentirijillas que él creía necesario decir en holocausto al decoro. El gabán había costado cinco duros y ya se había reenganchado varias veces, pues más de seis años atrás había cumplido el servicio y merecido la absoluta. Decía don Casto que no el Gobierno, sino los particulares eran los que debían proteger la industria nacional.
-¿Que cómo? -declamaba en su oficina, dando un puñetazo, no muy fuerte, al pupitre (en ausencia del oficial). ¿Que cómo? Es muy sencillo; usando, como yo uso siempre, géneros españoles -y señalaba con el dedo índice de la mano derecha a su gabán ruso colgado de humilde percha; y en esta actitud permanecía mucho tiempo. No es el Estado, no, como entidad, el que debe cuidar las industrias; somos nosotros los que debemos consumir constante-mente, y cueste lo que cueste, los productos nacionales.  Así se hermana la libertad con la prosperidad nacional. Es preciso confesar que Avecilla, aunque modesto por condición, sentía gran orgullo al contemplarse inventor de esta graciosa componenda del libre cambio y el proteccionismo. Leía los periódicos, y al llegar el verano solía encontrar noticias como esta: «Los duques de las Batuecas han sido para Biarritz».
-¡Fuego en ellos! -gritaba don Casto; esta nobleza, esta respetable nobleza, sí, muy respetable, por otra parte, no conoce sus intereses: ¡así se protege la prosperidad nacional! Ir al extranjero... dejar allí todo el dinero de la nación... no, en mis días, no iré yo a vestirme al extranjero. ¿Pues y las modas? ¿Y las señoritas que encargan sus trajes a París? Aborrecía don Casto Le bon marché y Le Printemps con toda su alma, tanto, que una vez que le hablaron del Barbero de Beaumarchais:
-¡No me hablen de ese comerciante! -gritó tomando al poeta por el comercio parisiense. Mi hija no encarga, no, sus vestidos a esos establecimientos, que viste a la española, y como española... lo mismo que su padre.
Decía antes que iba D. Casto con su mujer y con su hija a paseo, y que las dejaba adelantarse un poco para considerar su personalidad jurídico-administrativa a sus anchas. Esas palabrejas compuestas, separadas por un guión, le encantaban; cuando empezó a saber de ellas, que no hacía mucho, las extrañó bastante, y creía que no era castellana esa concordancia de lírico-dramática, por ejemplo.
-Será lírica-dramática -sostenía D. Casto; pero cuando se convenció de que era lírico-dramática y democrático-monárquica, encontró un encanto especial en esta clase de vocablos, y a cada momento los usaba, bien o mal emparejados.
Considerando, pues, su personalidad, o dígase entidad, que lo mismo le daba a él, jurídico-administrativa, D. Casto sentía lo que se llama pasmos y hasta llegaba al deliquio. Tenía soberbia imaginación; cuantas metáforas y alegorías andan por los lugares comunes de la retórica periodística y parlamentaria, tomábalas al pie de la letra Avecilla y veía los respectivos objetos en la forma material del tropo. V. gr.: el equilibrio de los poderes se lo figuraba él en forma de romana; el rey o jefe del Estado, o sea poder moderador (nombre que daba a S. M.), era el que tenía el peso; y no por falta de respeto, ni menos por mofa, sino por inevitable asociación de ideas, se le representaba como poder moderador el carbonero de la calle de Capellanes, su amigo, todo negro de tiznes, pero imparcial y justo; el poder judicial era el fiel; el poder legislativo estaba colgado de los ganchos, y el ejecutivo era la pesa. Pensando en la arena candente de la política se le aparecía la plaza de toros en un día de corrida en Agosto y desde tendido de sol. En cuanto a él, D. Casto Avecilla, era, como dejo dicho, una rueda de la máquina administrativa, siquiera fuese una rueda del tamaño de un grano de mostaza. No por esto se afligía, pues sabía que no por ser tan pequeña era esta ruedecilla menos importante que las otras. Tan al pie de la letra tomaba esto de la rueda, que dos o tres veces que tuvo tercianas soñó que tenía dientes por todo el cuerpo, y delirando dijo a su mujer: -Dejad todas esas medicinas; lo que yo necesito es aceite, que me unten, que me den la unción y veréis cómo corro.
Iban delante su mujer y su hija Pepita, y él quedábase atrás, como ya dije dos veces; poníase el sol en el ocaso, como suele; los celajes de grana, inmenso incendio en el horizonte, daban a la fantasía de don Casto inspiración para sus sueños administrativos; él llevaba en la cabeza una epopeya burocrática; sentíase crecer; dentro de él, por una especie de panteísmo oficinesco, veía la esencia de cuanto es el Estado, en sus ramos distintos, pero enlazados. -Que me muero yo ahora, de repente -pensaba-, pues no sólo dejo en la miseria a esas dos pobres mujeres, sí que también (este giro lo había aprendido en un periódico) sí que también, y esto es lo más interesante, por mí se detiene el general movimiento del bien concertado mecanismo del Estado; se para esta ruedecilla, y se debe quedar en el lecho; acto continuo se detiene la rueda inmediata superior; el oficial, al detenerse esta, tropieza y también se detienen los demás oficiales y escribientes del negociado... -y de una en otra llegaba a ver detenidas todas las direcciones del ministerio, y detenido el ministerio de Fomento, parábase el de Gobernación et sic de cæteris...  ¡Qué importancia la mía! -exclamaba abrochándose el gabán para que una pulmonía no viniese a interrumpir el juego de las instituciones. ¡Qué importancia!. Y mirando al sol que se escondía, no se creía inferior por su destino al astro rey; pues si por él vivía la república ordenada de nuestro sistema planetario, en el orden sociológico era D. Casto no menos indispensable que el luminoso rayo que se perdía... Todo es uno y lo mismo, había leído una vez, creo que en Campoamor, y desde entonces sin entender este, que a su buen sentido parecía un disparate, lo repetía en las grandes ocasiones, sobre todo cuando le faltaban argumentos.
Vengamos al día en que había bebido una copa de Valdiñón y estaba muy contento.
El oficial acababa de abandonar su puesto, quedaban allí varios auxiliares y los escribientes.
-Yo sostengo que el teatro no es la escuela de las costumbres -decía un joven auxiliar, que parecía oficial de peluquero, y tenía una instrucción y un escepticismo de peluquero también.
-Yo al teatro voy  a reírme y nada más -exclamó un escribiente gordo y calvo que dormía más que escribía. Don Casto levantó la cabeza, y mientras se desataba la manga de percal negro dijo, porque creyó llegada la hora de decir algo:
-Caballeros, yo confieso que prefiero las comedias de magia que encierran un fin moral. Cuando veo a la virtud triunfante en lo que llaman los inteligentes la apoteosis, rodeada de ángeles y alumbrada por luces de bengala, comprendo que el teatro, bien entendido, es un elemento de educación y entra de lleno en la esfera que llamaré artístico-administrativa, merced a los recursos de la literatura lírico-dramática-escenográfica. Calló don Casto, convencido de que no en balde había dicho tanta palabra compuesta. No replicaron los circunstantes que veían en Avecilla el oráculo del negociado; y él, con paso majestuoso, con modestia que sienta bien a la sabiduría, se fue derecho a su gabán, que estaba en la percha de siempre, y bien envuelto en aquella querida prenda, salió de la oficina diciendo:
-Buenas tardes, caballeros. Se le había ocurrido una idea: que aquella noche debía llevar a su  mujer e hija al teatro. A pesar de lo mucho y bien que discurría don Casto en materias lírico-dramáticas, como él decía, era lo cierto que en once años había visto dos veces el teatro Español por dentro. No había visto más que La vida es sueño y La redoma encantada.
-¡Cómo se va a alegrar Pepita! -iba pensando camino de su casa. Este era el proyecto que le tenía preocupado hacía algunas horas. ¡Ir al teatro toda la familia! Idea tentadora, pero que iba a costar muy cara... En cambio, ¡qué alegría la de Pepita, tan sensible, tan aficionada a la comedia! ¡Oh, el alegrón que con esta noticia dio don Casto Avecilla a los suyos, artículo aparte merece, así como las vicisitudes de aquella noche consagrada al arte! Estos despilfarros de los pobres, que llevan la economía hasta el hambre, tienen un fondo de ternura que hace llorar. Cosiendo está en casa doña Petra, la digna esposa de don Casto, bien ajena de que el demonio tentador va a entrar diciendo, con heroico arranque de valor:
-¡Ea, vamos a echar una cana al aire! ¡Pepa, esta noche al teatro!
-¡Una cana al aire! -gritará Pepita, que tiene el pelo negro como la endrina. Las canas de los pobres son los ochavos. Dejemos a don Casto colgado del cordón de la campanilla, jadeante, anhelando comunicar a sus queridas esposa e hija su resolución temeraria. 
-¡Tilín, tilín, tilín!... -Es él -dice Pepita levantándose.
-Él -repite la madre, y ninguna sospecha nada. ¡Abramos!

1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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