Don Casto Avecilla había pasado del
Archivo de Fomento, pero sin ascenso, a la dirección de Agricultura, y de todos
modos seguía siendo un escribiente, el más humilde empleado de la casa. Los porteros, cuyo
uniforme envidiaba don Casto, no por la vanidad de los galones, sino por el
abrigo de paño, despreciábanle soberana-mente. Él fingía no comprender aquel
desprecio, creyéndose superior en jerarquía a tan subalternos personajes,
siquiera ellos cobrasen mejor sueldo y tuvieran gajes que a don Casto ni se le
pasaban por las mientes, cuanto más por los bolsillos. Cuando se le preguntaba
a condición de su nuevo empleo, decía con la mayor humildad y muy seriamente
que estaba en pastos, palabra con que él sintetizaba, por no sé qué
clasificación administrativa, la tarea a que consagraba el sudor de su frente.
Era una tarde de las primeras frías
de Octubre. El concienzudo Avecilla terminaba la copia de una minuta
conceptuosa escrita por el oficial de su mesa, y mientras limpiaba la pluma en
la manga de percal inherente a su personalidad oficinesca, sonreía a la idea de
un proyecto que desde aquella mañana tenía entre ceja y ceja. Almorzaba don
Casto en la oficina y sin vino, por lo común, pero aquel día un compañero aragonés
habíale dado a probar un Valdiñón que de Zaragoza le enviaron los suyos, y don
Casto, que no solía probarlo, con una sola copa se había puesto muy contento, y
hasta la tinta la veía de color de rosa. Y por cierto que decía: -¿Quién ha
traído esta tinta tan clara? Es bonita para cartas de lechuguinos, pero no es
propia de la dignidad del Estado-. Porque es bueno advertir de paso, que
Avecilla, muchos años después de haber comenzado su vida burocrática, había
averiguado que lo que él había llamado el Gobierno siempre, no era precisamente
quien le pagaba ni a quien él servía; supo, en
suma, que existía una entidad
superior llamada Estado, y que el Estado, es decir, yo, usted, el vecino,
todos los ciudadanos, en suma, eran
los verdaderos señores, pero no como particulares, sino en cuanto entidad Estado. Saber esto y engreírse el Sr. Avecilla
fue todo uno. Desde entonces, se creyó una ruedecilla de la gran máquina, y
tomó la alegoría mecánica tan al pie de la letra, que casi se volvía loco
pensando que si él caía enfermo, y se paraba, por consiguiente, en cuanto rueda
administrativa, las ruedecillas que engranaban con él, se pararían también, y
de una en otra, llegaría la inacción a todas las ruedas, inclusive las más
grandes e interesantes. Muchas veces, cuando salía el buen escribiente a paseo
con su cara mitad y con su querida Pepita, hija única, de diecisiete años, iba
pensando cosas así. Reparaba con pena el color de ala de mosca de la mantilla
de su mujer; bien comprendía que el abrigo de Pepilla era raquítico, muy corto
y atrasado de moda y desairado; y ¡qué lástima!, precisamente la chiquilla
tenía un cuerpo hecho a torno. Pero por muy bien torneado que tuviera el
cuerpo, cuando apretaba el frío no había más remedio que recurrir al abrigo
desairado y tristón. Los pobres no siempre pueden lucir la hermosura. -Para ver
a Pepilla hay que verla cosiendo en su guardilla -pensaba el padre-, cosiendo
en su guardilla, en verano, en enaguas, con un pañuelo de percal al cuello, la
camisilla algo descotada, sudando gotitas muy menudillas por el finísimo
cuello... y canta que cantarás... En invierno, la ropa mal hecha y no siempre
hecha para ella, le roba a la vista algunos encantos... Pero todas estas
tristezas que iba pensando por el paseo el señor don Casto se le olvidaban como
cosa baladí, cuando volvía a parar mientes en su propia personalidad administra-tiva.
-En cuanto a mí -decía, soy un
miembro intrínseco de la sociedad de que formo parte. Y se detenía un momento,
y dejaba que madre e hija siguieran un poco adelante, para contemplarse a su
sabor en su calidad de miembro integrante (que era lo que él quería decir con
lo de intrínseco) de la sociedad de que formaba parte. Llevaba siempre a
paseo un gabán ruso, de color de pasa, del más empecatado género catalán que
fue en el mundo protegido de aranceles. Ocho duros decía don Casto que había
sido el precio de tan hermosa prenda, pero esto era una de las pocas
mentirijillas que él creía necesario decir en holocausto al decoro. El gabán había costado cinco duros y ya se
había reenganchado varias veces, pues más de seis años atrás había cumplido el
servicio y merecido la
absoluta. Decía don Casto que no el Gobierno, sino los
particulares eran los que debían proteger la industria nacional.
-¿Que cómo? -declamaba en su
oficina, dando un puñetazo, no muy fuerte, al pupitre (en ausencia del oficial).
¿Que cómo? Es muy sencillo; usando, como yo uso siempre, géneros españoles -y
señalaba con el dedo índice de la mano derecha a su gabán ruso colgado de
humilde percha; y en esta actitud permanecía mucho tiempo. No es el Estado, no,
como entidad, el que debe cuidar las industrias; somos nosotros los que debemos
consumir constante-mente, y cueste lo que cueste, los productos nacionales.
Así se hermana la libertad con la prosperidad nacional. Es preciso
confesar que Avecilla, aunque modesto por condición, sentía gran orgullo al
contemplarse inventor de esta graciosa componenda del libre cambio y el
proteccionismo. Leía los periódicos, y al llegar el verano solía encontrar noticias
como esta: «Los duques de las Batuecas han sido para Biarritz».
-¡Fuego en ellos! -gritaba don
Casto; esta nobleza, esta respetable nobleza, sí, muy respetable, por otra
parte, no conoce sus intereses: ¡así se protege la prosperidad nacional! Ir al
extranjero... dejar allí todo el dinero de la nación... no, en mis días, no iré
yo a vestirme al extranjero. ¿Pues y las modas? ¿Y las señoritas que encargan
sus trajes a París? Aborrecía don Casto Le
bon marché y Le Printemps con
toda su alma, tanto, que una vez que le hablaron del Barbero de Beaumarchais:
-¡No me hablen de ese comerciante!
-gritó tomando al poeta por el comercio parisiense. Mi hija no encarga, no, sus
vestidos a esos establecimientos, que viste a la española, y como española...
lo mismo que su padre.
Decía antes que iba D. Casto con su
mujer y con su hija a paseo, y que las dejaba adelantarse un poco para
considerar su personalidad jurídico-administrativa a sus anchas. Esas
palabrejas compuestas, separadas por un guión, le encantaban; cuando empezó a
saber de ellas, que no hacía mucho, las extrañó bastante, y creía que no era
castellana esa concordancia de lírico-dramática, por ejemplo.
-Será lírica-dramática -sostenía D.
Casto; pero cuando se convenció de que era lírico-dramática y democrático-monárquica,
encontró un encanto especial en esta clase de vocablos, y a cada momento los
usaba, bien o mal emparejados.
Considerando, pues, su
personalidad, o dígase entidad, que lo mismo le daba a él,
jurídico-administrativa, D. Casto sentía lo que se llama pasmos y hasta llegaba
al deliquio. Tenía soberbia imaginación; cuantas metáforas y alegorías andan
por los lugares comunes de la retórica periodística y parlamentaria, tomábalas
al pie de la letra
Avecilla y veía los respectivos objetos en la forma material
del tropo. V. gr.: el equilibrio de los poderes se lo figuraba él en forma de
romana; el rey o jefe del Estado, o sea poder moderador (nombre que daba a S.
M.), era el que tenía el peso; y no por falta de respeto, ni menos por mofa,
sino por inevitable asociación de ideas, se le representaba como poder
moderador el carbonero de la calle de Capellanes, su amigo, todo negro de
tiznes, pero imparcial y justo; el poder judicial era el fiel; el poder
legislativo estaba colgado de los ganchos, y el ejecutivo era la pesa. Pensando en
la arena candente de la política se le aparecía la plaza de toros en un día de
corrida en Agosto y desde tendido de sol. En cuanto a él, D. Casto Avecilla,
era, como dejo dicho, una rueda de la máquina administrativa, siquiera fuese
una rueda del tamaño de un grano de mostaza. No por esto se afligía, pues sabía
que no por ser tan pequeña era esta ruedecilla menos importante que las otras.
Tan al pie de la letra tomaba esto de la rueda, que dos o tres veces que tuvo
tercianas soñó que tenía dientes por todo el cuerpo, y delirando dijo a su
mujer: -Dejad todas esas medicinas; lo que yo necesito es aceite, que me unten,
que me den la unción y veréis cómo corro.
Iban delante su mujer y su hija
Pepita, y él quedábase atrás, como ya dije dos veces; poníase el sol en el
ocaso, como suele; los celajes de grana, inmenso incendio en el horizonte,
daban a la fantasía de don Casto inspiración para sus sueños administrativos;
él llevaba en la cabeza una epopeya burocrática; sentíase crecer; dentro de él,
por una especie de panteísmo oficinesco, veía la esencia de cuanto es el
Estado, en sus ramos distintos, pero enlazados. -Que me muero yo ahora, de
repente -pensaba-, pues no sólo dejo en la miseria a esas dos pobres mujeres,
sí que también (este giro lo había aprendido en un periódico) sí que también, y
esto es lo más interesante, por mí se detiene el general movimiento del bien
concertado mecanismo del Estado; se para esta ruedecilla, y se debe quedar en
el lecho; acto continuo se detiene la rueda inmediata superior; el oficial, al
detenerse esta, tropieza y también se detienen los demás oficiales y
escribientes del negociado... -y de una en otra llegaba a ver detenidas todas
las direcciones del ministerio, y detenido el ministerio de Fomento, parábase
el de Gobernación et sic de cæteris...
¡Qué importancia la mía! -exclamaba abrochándose el gabán para que una
pulmonía no viniese a interrumpir el juego de las instituciones. ¡Qué
importancia!. Y mirando al sol que se escondía, no se creía inferior por su
destino al astro rey; pues si por él vivía la república ordenada de nuestro
sistema planetario, en el orden sociológico era D. Casto no menos indispensable
que el luminoso rayo que se perdía... Todo es uno y lo mismo, había leído una vez,
creo que en Campoamor, y desde entonces sin entender este, que a su buen
sentido parecía un disparate, lo repetía en las grandes ocasiones, sobre todo
cuando le faltaban argumentos.
Vengamos al día en que había bebido
una copa de Valdiñón y estaba muy contento.
El oficial acababa de abandonar su
puesto, quedaban allí varios auxiliares y los escribientes.
-Yo sostengo que el teatro no es la
escuela de las costumbres -decía un joven auxiliar, que parecía oficial de
peluquero, y tenía una instrucción y un escepticismo de peluquero también.
-Yo al teatro voy a reírme y
nada más -exclamó un escribiente gordo y calvo que dormía más que escribía. Don
Casto levantó la cabeza, y mientras se desataba la manga de percal negro dijo,
porque creyó llegada la hora de decir algo:
-Caballeros, yo confieso que
prefiero las comedias de magia que encierran un fin moral. Cuando veo a la
virtud triunfante en lo que llaman los inteligentes la apoteosis, rodeada de
ángeles y alumbrada por luces de bengala, comprendo que el teatro, bien
entendido, es un elemento de educación y entra de lleno en la esfera que
llamaré artístico-administrativa, merced a los recursos de la literatura
lírico-dramática-escenográfica. Calló don Casto, convencido de que no en balde
había dicho tanta palabra compuesta. No replicaron los circunstantes que veían
en Avecilla el oráculo del negociado; y él, con paso majestuoso, con modestia
que sienta bien a la sabiduría, se fue derecho a su gabán, que estaba en la
percha de siempre, y bien envuelto en aquella querida prenda, salió de la
oficina diciendo:
-Buenas tardes, caballeros. Se le
había ocurrido una idea: que aquella noche debía llevar a su mujer e hija al teatro. A pesar de lo mucho y
bien que discurría don Casto en materias lírico-dramáticas, como él decía, era
lo cierto que en once años había visto dos veces el teatro Español por dentro.
No había visto más que La vida es sueño
y La redoma encantada.
-¡Cómo se va a alegrar Pepita! -iba
pensando camino de su casa. Este era el proyecto que le tenía preocupado hacía
algunas horas. ¡Ir al teatro toda la familia! Idea tentadora, pero que iba a
costar muy cara... En cambio, ¡qué alegría la de Pepita , tan sensible,
tan aficionada a la comedia! ¡Oh, el alegrón que con esta noticia dio don Casto
Avecilla a los suyos, artículo aparte merece, así como las vicisitudes de
aquella noche consagrada al arte! Estos despilfarros de los pobres, que llevan
la economía hasta el hambre, tienen un fondo de ternura que hace llorar.
Cosiendo está en casa doña Petra, la digna esposa de don Casto, bien ajena de
que el demonio tentador va a entrar diciendo, con heroico arranque de valor:
-¡Ea, vamos a echar una cana al
aire! ¡Pepa, esta noche al teatro!
-¡Una cana al aire! -gritará
Pepita, que tiene el pelo negro como la endrina. Las canas de los pobres son los ochavos.
Dejemos a don Casto colgado del cordón de la campanilla, jadeante, anhelando
comunicar a sus queridas esposa e hija
su resolución temeraria.
-¡Tilín, tilín, tilín!... -Es él -dice Pepita
levantándose.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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