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jueves, 10 de abril de 2014

Apolo en pafos - Cap. VI

Seguí al dios, a escondidas, entre las matas del sagrado bosque, cuyas últimas ramas, verdes y graciosas, se mecían sobre los rizos blancos de las ondas. Apolo y Venus desaparecieron un momento de mi vista al rodear una peña que avanzaba sobre el mar entre espuma; pero fui audaz, seguí su camino, y acurrucado entre las piedras, como convenía a un mísero mortal en aquel trance, vi a los dioses transformados, ingentes, vestidos sólo de la luz de la tarde y del esplendor de su hermosura. Afrodita sin velos, Febo desnudo, dorado por los reflejos de sus propios rayos, sumergían los pies divinos en las aguas tranquilas que como cintas de plata y de púrpura enlazaban, enredándose en ellas, las plantas de los inmortales. La cabeza de Venus descansaba lánguida y graciosa en el pecho de Apolo, que con la frente erguida, iluminada, miraba con arrogantes llamaradas, en los ojos a lo más alto del cielo, buscando la frente de Zeos, su padre, para anunciarle sus desposorios con la madre del amor.
Moría la tarde majestuosamente; las brisas que se desataban del bosque perfumado, embalsamaban el aire; un ruiseñor cantaba desde el misterio de la espesura; el mar de acero bruñido se cubría, allá, cerca del horizonte, con un manto de púrpura; tras de la apoteosis de las nubes luminosas, manchadas con la sangre de oro del sol que acababa de estallar en aquella polvareda de luz, se extendía el camino de Hellas divina; y por Oriente, por donde ya ascendía la palidez del crepúsculo, el horizonte triste ocultaba las costas arenosas y bajas de Palestina.
-Sí, pensé; allí está la tierra cristiana, detrás de esas olas oscuras. Y como una imagen que brotara al conjuro de un pensamiento, vi un mendigo de traje talar que, sentado en la arena, olvidado de las magnificencias del cielo y de la hermosura del mar y de la isla, muy atento, al parecer, a lo que hacía, con la cabeza sumida en el pecho, trabajaba meditabundo en un tosco tapiz, que remendaba con groseros hilvanes.
Era un hombrecillo delgado, nervioso, de ojos ardientes, de párpados irritados, rojizos, de barba rala y enmarañada.
Al chasquido de un beso de Apolo en los labios de Afrodita, el viejo irguió la cabeza y se puso en pie de un salto, estremeciéndose, como preparándose contra un peligro.
Vio a los dioses desnudos, y sin escandalizarse, volvió a otro lado la mirada y preguntó:
-¿Quién sois?
Reparó Febo en el mendigo, y exclamó:
-Apolo y Venus.
-¡Ah! sí; los dioses falsos.
-Buen hombre, no hay dioses falsos; somos inmortales. Venimos del Olimpo. Y tú, ¿quién eres?
-¿Yo? Soy Pablo de Tarso, en Cilicia. Vengo de Antioquía; me embarqué en Seleucia y dejé mi nave en Salamina; he pasado por Cition y por Imatonta, y ahora descanso en Pafos. Mañana, otra vela me llevará a Panfilia, a la desembocadura del Cestro, y por el río subiré hasta Pergo...
-¿Y qué destino te conduce? ¿Por qué viajas?
-Predico a los gentiles. Voy a convertir al mundo.
-¿A qué religión?
-A la de Cristo.
-¡Bah! La religión de Cristo ya comenzó a ser predicada hace casi dos mil años.
-Ya lo sé. Fui yo mismo. Pero ahora empiezo otra vez. No me entendieron. Por aquí mismo pasé otra vez hace mil ochocientos años;  Bernabé venía conmigo; en estas costas, sobre las ruinas del templo de Afrodita, en Neapafos, predicamos y convertimos a muchos gentiles, entre ellos a Sergio Paulo... Después, inflamados en el amor de la buena nueva, volamos al Asia Menor... ¡hermosa vida! hambre, sed, prisiones, humillantes latigazos, todo lo sufrí contento; el Señor iba conmigo; yo era el apóstol de los gentiles; Jesús se me había aparecido; mi revelación era mía... Y el mundo fue cristiano. Pero de mala manera. No me comprendieron. Hay que empezar otra vez, y vuelvo por los mismos pasos a predicar de nuevo (a ver si ahora me entienden) el amor de Cristo.
-Pues mira cómo ha de ser, porque nosotros no hemos muerto, ni pensamos morir.
-No importa, repuso San Pablo encogiendo los hombros. No hace falta que muera nadie. Vosotros viviréis a vuestra manera.
-Pablo, ¡yo soy la poesía!
-Apolo, también yo.

 1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)

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