En cuanto pude, huí este
año del pueblo en que tengo ocupaciones de esas que atan como cadenas, y me
vine al retiro de mis veranos, al que voy teniendo más y más afición, según yo
me acerco al otoño de la vida.
Son las doce de la noche.
Todos duermen en mi casa. Las gallinas que ahí abajo, en el gallinero, se
rebullen, no velan; sueñan, a mi entender. Todo duerme también en el valle; y
allá arriba la luna, detrás de nubes tenues y compactas, alumbra no más como
lamparilla tras cristal opaco.
Para algunos optimistas
sería una felicidad que todos los hombres viéramos en la luna la lamparilla de
aceite que la Providencia ,
algunas noches, enciende en el cielo para que vele el sueño de sus hijos. Los
perros, esparcidos por las alquerías de todo este valle y del monte de
enfrente, y de la colina de castaños y robles que tengo a mi espalda, no deben
de compartir tal optimismo; porque todas las noches ladran a la luna, y esta
noche furiosos, como a una extranjera, como a un pordiosero vagabundo... Esto
de que los perros ladran a la luna, tal vez pudiera discutirse. Yo más bien
creo que ladran al miedo.
Pensando en ello, me
sorprende, como un pinchazo de pulga, el recuerdo del correo que he recibido
esta misma tarde. Un amigo me envía un número de cierta publicación que
contiene una epístola en tercetos, donde el famoso poeta 0,50 se descuelga, insultándome; llamándome, a deshora, poeta
detestable, clarín desafinado, etc, etc, y convidándome con la paja del trigo
que, al parecer, él y otros han cosechado. A tanto aticismo no se me ocurrió,
por lo pronto, contestación más explícita que la que da esa luna, triste sin
afectación, a los perros de todo estos contornos. El desdén de la luna me
encanta, por lo natural. ¡No oye a los perros! Pero yo, a mi pesar, y aunque
tarde por lo visto, he oído, por esta vez, los tercetos de 0,50. ¿Contestaré?
La cosa importa tan poco,
que otra vez me invaden la paz y el silencio de esta dulce noche de un J unio de mi tierra, húmedo y tibio, nebuloso, de un
gris perla constante en el cielo; de un verde oscuro en las marismas, claro en
los prados de tierra adentro, anaranjado y fresco en la punta de las ramas de
los castaños, cuya hoja asoma. Me invade este sosiego; y más a lo pagano que a
lo caritativo, perdono, sin pensar en él, al pobre 0,50, que no sabe lo que se hace.
Y en este momento se
detiene mi soñolienta mirada en aquel punto luminoso, que parece una estrella
caída, perdida en la oscuridad del follaje del castañar que, colina arriba,
sube a mi derecha, como un montón de tinieblas vencidas y rezagadas que
quisieran escalar el cielo, para disputar a la luna, medio dormida, el dominio
de esta noche brumosa.
Aquella luz, sumida en la
oscuridad de la derecha, es para mí familiar, en mis noches de contemplación
dulce, como en el cielo las estrellas favoritas. Pero ¡cuántas veces, lejos de
aquí, mirando la esfera, me dije con tristeza: Veo las mismas estrellas de
siempre... menos una, menos el rojo lucero, el viejo Marte de D. Mamerto
Cabranes!
A las seis o las siete en
invierno, a las diez en verano, enciende su planeta todas las noches el único
humanista que hay en todas estas tierras, muchas leguas a la redonda. Lo rojizo
de esa luz no proviene de la vejez del astro, aunque también es viejo, sino de
la mala calidad del petróleo con que Cabranes alimenta la llama de su quinqué
destartalado.
¡Mísero Cabranes! ¡Cuán
pobre, a pesar de su felicidad, que le viene de no vivir más que en el mundo de
sus ilusiones! Antes, claro, desde que recuerda haber velado el sueño de los
clásicos, allá en la remota niñez, por vez primera, siempre veló con aceite de
oliva; no se rindió a falsos adelantos, sino a la pobreza; y, por economía usa
ahora aceite mineral de lo más malo. Que paguen los ojos lo que el bolsillo no
puede.
Es para mí D. Mamerto
adorno vivo de esta querida soledad; y aún en los tiempos en que fui
desenfrenado panteísta, con el culto especial de los deliquios forestales,
estimé al sabio cuanto ignorado Escalígero de Tabaza, tanto o más que al más
pulido negrillo de los que orlan el riachuelo de enfrente, tanto o más que al
castaño que tengo al comenzar la cuesta del monte de casa, venerable patriarca
con barbas de raíces, que salen de la tierra para que en ellas se rasquen el
testuz las vacas perezosas, cuando vienen del pasto sacudiendo su música de
esquilas.
¡Rayo en las esquilas y en
el castaño! gritaría D. Mamerto, si esto oyese o leyera. No ama él,
ciertamente, esta naturaleza, que no cantó ningún poeta de los mayores, ni
siquiera de los imitadores felices. No; él no ve el campo. Para Cabranes el
campo está en su Virgilio, en su edición favorita sobre todo. Y si Dios, o los
dioses, no hubieran acabado por inventar, mediante los hombres, la égloga y el
poema didáctico, bien hubieran podido prescindir de emplear tantos días y
tantos esfuerzos en formar las frívolas maravillas del paisaje.
Todo ello no impide que la
salud de mi querido gramático sea para mí preciosa, y que el verle llenarse de
arrugas, y encorvarse, y ponerse triste a lo mejor, pese a Minerva, me llene el
alma de luto y me hable de la nada de las cosas; como cada vez que vuelvo a mi
aldea, me hablan de muerte y ausencia y olvido los arboles secos, los
derribados, los mal heridos por la poda, y otros accidentes de la vida del
campo que me hacen pensar que hasta la tierra se gasta y se cansa de dar
flores, como dijo el poeta; un poeta entero.
Ahora, contemplando la luz
que tantas noches contemplo y que me hace compañía desde allá lejos, pienso sin
querer:
-¿Qué hará esta noche
Cabranes? Acaso escribe versos. Versos en latín casi siempre. Algunas veces se
digna descender al romance, pero casi nunca al estilo llano. Si él creyese que
una elegía suya podía entenderla el cura de la parroquia mejor en español que
en latín (y en latín no la entiende), se cortaría la mano derecha. Es ésta una
mano que siempre se está cortando D. Mamerto; y no hay que hacerle caso en tal
punto, como tampoco en otros muchos, como cuando jura por la laguna Estigia, o
invoca a las Euménides.
Ello es que no vive en el
campo por su gusto; sin que esto quiera decir que no desdeñe la ciudad. Él
aventaja en esto, dice, a Horacio, su maestro, el cual en la campiña suspiraba
por Roma, y en Roma soñaba con su casa de campo; D. Mamerto desprecia el campo
y la ciudad desde la aldea; lo desprecia todo, no piensa en ello, y no ve en la
tierra más que el lugar que sirve para ir poniendo el pie...
Aguarde el poeta 0,50 si tardo en volver a él; es para mí
harto más interesante mi D. Mamerto de mi aldea, que uno de tantos
manipuladores hábiles del ritmo, batihojas de la rima de oro castellana. Además
0,50 no sabe latín (ni bien el
romance). ¡Vaya un personaje! diría D.Mamerto.
-El cual fue en su juventud
preceptor en un colegio de la capital; después auxiliar de un Instituto de la
costa; después concursó una cátedra de latín, que le dieron a un Commeleran
madrileño, y, por fin, hastiado de la lucha por la existencia, sin más arma que
las desinencias de verbos y nombres y unas cuantas partículas arrojadizas, se
retiró al lugar de su nacimiento, sin traer de la vida urbana más que un
levitón de alpaca negra. Aldeano era, aldeano volvió a ser; así como así, nunca
había perdido la costumbre de afeitarse toda la cara, que es larga, avellanada,
de color oscuro, y sin más cosa notable que una verruga o lunar cerca de un ojo
(del izquierdo), del cual lunar salen, como tres rayos, tres larguísimas
cerdas, que así se llaman, que vienen a parecer tres clavos que tiene el buen
señor metidos por la frente.
Uno a uno coge aquellos
pelazos D. Mamerto, con las puntas de los dedos manchadas de tabaco, y va
diciendo: «Por aquí me sale el griego, por aquí el latín, por aquí el hebreo.»
Pues de todo eso entiende; y para él una lengua, en siendo muerta, es cosa
rica. «Las lenguas no las comen crudas más que los antropófagos,» es una de sus
frases.
Él no labra la tierra, ni
entiende de eso; y antes se moriría de hambre, sub tegmine fagi; pero tiene derecho a que le den borona y malos
potajes de alubias, con más algo de leche, y un rincón de su cabaña, los dos
hermanos con quien vive, honrados labradores que tienen algunos terrones al
lado de los nuestros.
No sé si hubo partición o
no, o si la hubo y Mamerto cedió su legítima a cambio de que le mantuvieran
toda la vida que le quede para traducir a sus amores, los clásicos; pero sea
como sea, allí siempre hay paz, el arreglo doméstico marcha como una seda, y ni
con la cuñada (mujer del hermano mayor) ni con nadie; riñe jamás Cabranes, a
quien en casa y fuera de ella miran todos como una contribución llevadera, que
no les tocó más que a los de Chinto (los hermanos de Cabranes). Para Mamerto,
sus hermanos y vecinos son una especie de ganado mayor; para ellos, Mamerto es
el perro más inútil, pero más cristiano, de toda la comar ca.
Viven juntos, sin despreciarse siquiera, sin conocerse. Como yo quisiera vivir
con 0,50 y otros tales.
Mas... ya da la una el
reloj del cura, del mal romancista del cura; mañana temprano visitará a
Cabranes, y le propondré... ¡soberbia idea!... que se encargue de contestar, en
verso y todo, a la epístola de 0,50.
Y le haré un regalo, en monedas de plata, que valga lo menos 50 pesetas.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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