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jueves, 10 de abril de 2014

El padrino muerte

Tenía un pobre hombre doce hijos, y había de tra­bajar día y noche sólo para poder darles el pan. Cuando el decimotercero vino al mundo, no supo, en su apuro, qué hacer y corrió hacia la gran carretera, con intención de pedirle al primero que encontrara que fuese su padrino. El primero que le salió al paso fue el buen Dios. Este ya sabía lo que al hombre le ocurría y le dijo: «Pobre hombre, me das pena, yo sostendré a tu hijo en el bautizo, cuidaré de él y lo haré feliz en este mundo.» Dijo el hombre: «¿Quién eres tú?» «Soy el buen Dios.» Entonces no te quiero de padrino», dijo el hombre, «tú regalas al rico y ha­ces pasar hambre al pobre». Así habló el hombre, que no sabía con cuánta sabiduría reparte Dios riqueza y pobreza. Así que se apartó de su Señor y continuó andando. Entonces se tropezó con el Diablo, quien le dijo: «¿Qué buscas? Si me tomas como padrino de tu hijo, le daré oro a montones y todos los placeres del mundo.» El hombre preguntó: «¿Quién eres tú?» «Soy el Diablo.» «Entonces no te quiero de padrino», dijo el hombre, «tú engañas y tientas a los hombres». Prosiguió su marcha. Entonces la Muerte, delgada como un palo, le salió al paso y le dijo: «Tómame como padrino.» Preguntó el hombre: «¿Quién eres tú? «Soy la Muerte, la que a todos iguala.» Entonces el hombre dijo: «Tú eres el que busco, te llevas tanto al rico como al pobre, sin distinción, tú serás mi padrino.» La muerte respondió: «Yo haré que tu hijo sea rico y famoso. Pues quien me tiene de ami­go no carece de nada.» Y el hombre dijo: «El domin­go que viene es el bautizo, preséntate a la hora convenida.» La Muerte compareció, como había pro­metido, y fue un buen padrino.
Cuando el muchacho tuvo cierta edad, el padrino se presentó y le invitó a acompañarle. Le llevó a un bosque, mostrándole una yerba que allí crecía y le dijo: «Ahora recibirás mi regalo de padrino. Te voy a convertir en un médico famoso. Cuando te llamen al lecho de un enfermo, apareceré para ti cada vez. Si me ves a la cabecera del enfermo, puedes hablar con confianza, y si le das a probar esta yerba, sa­nará. Mas si me ves a los pies del enfermo, dirás que nada hay que se pueda hacer, que ningún mé­dico del mundo podría curarle, y entonces será mío. Mas cuídate de usar la yerba contra mi voluntad, pues podría ir gravemente en tu contra.»
No pasó mucho tiempo antes de que el joven fuera el médico más famoso del mundo. «Sólo tiene que echar un vistazo al enfermo para saber si sanará o ha de morir», decían de él, y la gente le llamaba de aquí y de allá, le llevaba hasta los enfermos y le die­ron tanto oro, que pronto se hizo un hombre rico. Ahora bien, ocurrió que el rey se puso enfermo. Fue llamado el médico y preguntado si era posible la re­cuperación. Mas cuando llegó hasta el lecho, la Muer­te estaba colocada a los pies del enfermo, y no había ya yerba alguna que pudiera curarle. «Si por una vez pudiera oponerme a la Muerte con astucia», pensó el médico, «desde luego se enfadaría conmigo, pero como soy su ahijado, seguramente lo dejará pasar. Voy a intentarlo». Agarró así al enfermo y lo colocó en sentido inverso, de tal suerte que la Muerte fue a parar a la cabecera de la cama. Entonces le dio a probar la yerba, y el médico comprobó cómo el rey se recuperaba y sanaba al poco tiempo. Fue la Muerte hacia el médico, con cara enfadada y lúgu­bre, y, amenazándole con el dedo, le dijo: «Me has tomado el pelo. Por esta vez no te lo tendré en cuenta, ya que eres mi ahijado, pero si te atreves a repetirlo, te jugarás el cuello, ya que te llevaré a ti mismo.»
Poco después, la hija del rey cayó gravemente en­ferma. Era su única hija, y el rey lloró día y noche, hasta que sus ojos se cegaron. Hizo saber que quien lograra salvarla, se convertiría en su esposo y here­daría la corona. El médico, cuando llegó al lecho de la enferma, vio que la Muerte estaba a sus pies. Debería haber recordado el aviso de su padrino, pero la gran belleza de la hija del rey, así como la dicha de convertirse en su esposo, le abrumaron de tal forma que desechó todo ulterior pensamiento. No vio cómo la Muerte le lanzaba miradas furiosas, cómo levanta­ba la mano en vilo y le amenazaba con el descarnado puño. Levantó a la enferma y colocó sus pies allí donde había estado la cabeza. Entonces le dio la yerba, y en el acto sus mejillas enrojecieron y la vida volvió a palpitar en ella.
La Muerte, al ver que por segunda vez le habían desprovisto de lo que era suyo, se dirigió con pasos apresurados a donde el médico estaba y le dijo: «Has acabado, ahora te toca a ti.» Le agarró con su mano, fría como el hielo, con tanta fuerza que no se pudo resistir, conduciéndole a una cueva subte­rránea. Allí vio cómo había miles y miles de velas ardiendo en una sucesión de filas infinita, unas gran­des, otras medianas, otras pequeñas. En cada momen­to había algunas que se apagaban, mientras que otras comenzaban a arder por primera vez, de tal suerte que las llamitas, envueltas en una constante trans­mutación, parecían brincar de un lado a otro. «Ves», dijo la Muerte, «estas velas son las vidas de los hom­bres. Las más grandes pertenecen a los niños, las medianas a esposos en los mejores años de sus vidas, las más pequeñas pertenecen a viejos. Mas también los niños y la gente joven tienen, en ocasiones, sólo una pequeña velita.» «Enséñame la vela de mi vida», dijo el médico, pensando que sería aún bastante gran­de. La Muerte señaló un pequeño cabo, que estaba a punto de consumirse y dijo: «Lo ves, ahí está.» «Ay, querido padrino», dijo, asustado, el médico, «encién­deme una nueva, hazlo por mí, para que pueda dis­frutar de mi vida, y sea rey y esposo de la hermosa hija del rey». «No puedo», respondió la Muerte, «primero tiene que apagarse una, antes de que se encienda otra». «Pon entonces la vieja en una nueva, para que siga ardiendo, cuando aquélla se acabe», su­plicó el médico. Hizo la Muerte como si fuera a cumplirle su deseo, cogiendo una vela larga y nueva. Mas como quería vengarse, se despistó a propósito en el traslado y el cabo se cayó para apagarse. In­mediatamente, el médico se derrumbó y había caído ya en manos de la Muerte.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038

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