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jueves, 10 de abril de 2014

El ataud de cristal

Que nadie afirme que un pobre sastrecillo no pue­de llegar muy lejos, ni hacerse incluso merecedor de elevados honores; para ello basta que dé con la oca­sión adecuada y, por encima de todo, que la suerte le acompañe. Iba una vez un sastrecillo hábil y ga­lante de peregrinación, y el azar le llevó a un gran bosque, en el que, como desconocía el camino, se perdió. Cayó la noche, y no le quedó otra alternativa sino buscar entre toda esa soledad espantosa un lu­gar donde pasar la noche. Es indudable que el suave musgo le habría deparado un buen lecho, mas bastaba el temor ante los animales salvajes para inquietarle gravemente; así que, por fin, hubo de decidirse a per­noctar en lo alto de un árbol. Buscó una encina gran­de, subió hasta la copa y dio gracias a Dios por via­jar provisto de su plancha de hierro, pues, de lo con­trario, el viento, que soplaba por encima de las co­pas de los árboles, se lo habría llevado consigo.
Tras haber permanecido algunas horas sumido en la oscuridad, sin haberse librado de algunos temores y estremecimientos, vislumbró una luz que brillaba a una corta distancia. Pensando que bien pudiera tra­tarse de una vivienda humana, en donde, desde luego, habría de encontrar mejor acomodo que encarama­do a las ramas de un árbol, se bajó del mismo con cautela y orientó sus pasos en dirección a la luz. Lla­mó a la puerta con todo valor, y ésta se abrió. Al res­plandor de la luz que brotaba del interior, vio a un hombrecillo viejo y gris, que vestía un traje com­puesto de una mezcla abigarrada de trapos multico­lores. «¿Quién sois, qué deseáis?», le interrogó con voz ronca. «Soy un pobre sastre», le respondió, «a quien la noche ha cogido de sorpresa en estos salva­jes parajes. Por ello os suplico insistentemente que me permitáis quedarme en vuestra cabaña hasta ma­ñana.» «Sigue tu camino», le contestó el viejo con tono malhumorado, «que no quiero saber nada de vagabundos. Búscate un acomodo en otra parte.» Una vez dichas estas palabras, quiso volver a entrar en su casa, mas el sastre le agarró de una punta del traje, y sus ruegos resultaron tan conmovedores, que, al fin, el viejo, que no era tan malo como quería ha­cer ver, dejó que le reblandeciera el corazón y le ad­mitió en su cabaña, donde le ofreció de cenar, y lue­go le asignó en una esquina una cama que no estaba nada mal.
No precisó el cansado sastrecillo que le arrullaran lo más mínimo, sino que durmió plácidamente hasta la mañana siguiente; tampoco habría tenido prisa en levantarse, si no hubiera sido sobresaltado por un estrépito colosal. A través de las delgadas paredes de la casita penetraban gritos intensos y fuertes bra­midos. El sastre, que se vio dominado por una valen­tía insospechada, se incorporó de un salto y, tras ves­tirse muy apresuradamente, salió corriendo de la casa. Entonces contempló cómo muy cerca de allí había un enorme toro negro y un hermoso ciervo en­zarzados en la más cruenta pelea. Se embestían el uno al otro con gran furia, tanta, que el suelo tem­blaba bajo el vigor de sus pisadas, mientras que sus gritos resonaban en el aire. Durante largo tiempo pa­reció imposible predecir quién iba a ser el vencedor; finalmente, el ciervo le clavó a su adversario la cor­namenta en, el cuerpo, ante lo cual el toro, bramando horriblemente, se derrumbó y, una vez en el suelo, fue rematado con otra embestida del ciervo.
El sastre, que había asistido a la batalla lleno de asombro, continuaba aún inmóvil cuando el ciervo corrió hacia él a todo galope. Antes de que pudiera escapar, le enganchó con su gran cornamenta, levan­tándole en vilo. No tuvo el sastre mucho tiempo para darse cuenta de lo que estaba ocurriendo; pues el animal emprendió una veloz carrera a través de bos­ques y roquedas, de montañas y valles, de praderas y espesuras. El se agarraba con ambas manos a los extremos de la cornamenta, dejando todo lo demás al capricho del destino. La sensación que le embar­gaba no era otra sino la de que iba volando. Por fin, el ciervo se detuvo ante una pared de roca, dejando caer al sastrecillo con gran suavidad. Este, más muer­to que vivo, necesitó un buen rato para recuperarse del susto. Cuando hubo, en cierta medida, recobrado el buen sentido, el ciervo, que se había quedado es­perando a su lado, propinó con su cornamenta un golpe tal a una puerta situada en la roca, que ésta se abrió. De ella salieron grandes llamaradas, a las que siguió una espesa humareda, envuelto en la cual el ciervo se sustrajo a su vista. No sabía el sastre qué hacer, ni qué camino emprender, a fin de salir de aquel desierto y volver a un lugar entre humanos. Mientras estaba así parado e indeciso, oyó una voz que, procedente de la roca, le decía: «Entra sin nin­gún miedo, que no se te hará daño alguno.» El titu­beó, mas impulsado, sin embargo, por un poder se­creto, obedeció a la voz y, tras cruzar la puerta de hierro, fue a parar a una sala inmensamente espacio­sa, cuyo techo, suelo y paredes consistían en bloques de piedra brillantes y tallados, en los que se habían grabado infinidad de símbolos que a él le eran desco­nocidos. Contempló todo ello muy sorprendido, y cuando estaba a punto de volver a salir, volvió a es­cuchar la voz, que le dijo: «Colócate sobre la losa que está en el centro de la sala, y entonces te aguar­dará gran fortuna.»
Su arrojo había ya crecido hasta el punto de rea­lizar lo que la voz le ordenaba. La piedra comenzó a ceder bajo sus pies, y descendió lentamente a las profundidades. Cuando volvió a detenerse, el sastre miró a su alrededor. Estaba en una sala de dimensio­nes idénticas a las de la anterior. Mas aquí había mucho más que contemplar y admirar. En las pare­des se habían practicado cavidades, que albergaban vasijas de cristal transparente, llenas de espíritus de colores y de un vapor azulado. En el suelo de la sala, situados uno junto al otro había dos grandes arcones de cristal, que despertaron su curiosidad de inmediato. Al asomarse a uno de ellos, descubrió que en el interior había un hermoso edificio, parecido a un castillo, circundado por dependencias auxiliares, establos y graneros, así como por una porción de otros elementos afines. Todo era pequeño, pero evi­denciaba un trabajo cuidadoso y extremadamente de­licado, como si una mano artesana lo hubiera tallado con la mayor precisión.
No había apartado sus ojos de la contemplación de tan curiosos objetos, si la voz no se hubiera vuel­to a dejar escuchar. Esta le requería para que se die­ra la vuelta y fijara la atención en el arcón de cristal que tenía enfrente. Cómo aumentó su estupefacción, al vislumbrar dentro de él a una muchacha de gran belleza. Parecía estar inmersa en el sueño, y estaba envuelta en una larga cabellera rubia como si de un manto valioso se tratara. Tenía los ojos firmemente cerrados, pero la vivacidad del color en su semblan­te, así como una cinta que la respiración movía de un lado a otro, no dejaban dudar de que estaba viva. Contempló el sastre a la hermosa mujer con el co­razón palpitante. De pronto, ella abrió los ojos y, al verle, sufrió un sobresalto que la hizo estremecerse de alegría. «¡Santo cielo!», exclamó, «¡mi salvación se acerca! Rápido, rápido, ayúdame a salir de esta prisión; si corres el cerrojo que sella este ataúd de cristal, estaré liberada.» Obedeció el sastrecillo sin perder un minuto, y ella no tardó en levantar la tapa de cristal y salir del ataúd. Inmediatamente corrió hacia una esquina de la sala, donde se envolvió en un amplio manto. Entonces se sentó sobre una pie­dra, e invitó al joven a que se acercara, dándole un beso amistoso en la boca. Después dijo: «Eres mi salvador, el añorado durante tanto tiempo. El cielo misericordioso te ha conducido hasta mí, poniendo fin a mis padecimientos. En el mismo día en que és­tos concluyen ha de iniciarse tu suerte. Tú eres el esposo que me ha designado el cielo, y yo te amaré y te cubriré con todos los bienes terrenales, para que vivas en dicha imperturbable toda tu existencia. Mas ahora siéntate, y escucha la historia de mi destino.
»Soy hija de un rico conde. Mis padres murieron cuando yo era todavía muy niña, y encomendaron mi tutela, en su testamento, a mi hermano mayor, con quien me he criado. Nos amábamos tan tiernamente, y era tanta la coincidencia de nuestro modo de pen­sar y de nuestras inclinaciones, que los dos tomamos la determinación de no casarnos nunca, sino perma­necer unidos hasta el fin de nuestras vidas. Nunca faltaba compañía en nuestra casa; los vecinos y los amigos nos visitaban con frecuencia, y nuestra hos­pitalidad era calurosa para con todos por igual. Así, no es de extrañar que llegara un día un desconocido a caballo a nuestro castillo, expresándonos la impo­sibilidad de llegar hasta la siguiente población, pues ya la noche estaba cercana. Con gran cortesía cedi­mos a su petición y le concedimos permiso para pa­sar allí la noche. Durante la cena, él nos entretuvo con su conversación y sus anécdotas variadas, que eran sumamente atractivas. Tanto agrado halló mi hermano en él, que le rogó permaneciera con noso­tros unos cuantos días más, a lo que él accedió no sin algunas vacilaciones previas. Era ya muy tarde cuando nos levantamos de la mesa. Se le asignó una habitación al desconocido, y yo corrí, cansada como estaba, a sumergirme en la suave placidez del col­chón. Estaba apenas un poco adormecida, cuando me despertaron los tonos de una música delicada y adorable. Como no podía comprender de dónde pro­cedían, quise llamar a mi ayuda de cámara, que dor­mía en la habitación adyacente a la mía. Mas para mi sorpresa mayúscula, sentí como si una pesadilla gra­vitara sobre mi pecho, como si un poder extraño me hubiera arrebatado el habla. Era por completo incapaz de articular el sonido más leve. En esto, ob­servé cómo el desconocido entraba portando una lámpara en mi habitación, que se encontraba con las dos puertas cerradas con llave. Se me acercó y me dijo que, gracias a ciertos poderes mágicos que tenía a su disposición, había hecho resonar aquella música adorable con intención de despertarme, y que ahora acababa de atravesar todas las cerraduras, a fin de ofrecerme su corazón y su mano. Mi aversión a sus poderes mágicos, sin embargo, era tan grande, que no le honré con respuesta alguna. Durante un tiempo permaneció inmóvil, probablemente con áni­mo de aguardar una respuesta favorable. Mas cuando yo insistí en mi silencio, declaró lleno de ira que se vengaría, que ya habría de encontrar los medios para castigar mi soberbia, dicho lo cual volvió a abando­nar la habitación. Pasé la noche presa de graves in­quietudes, y no pude coger el sueño hasta la madru­gada. Cuando desperté, fui presurosa en busca de mi hermano, para ponerle en antecedentes de lo que ha­bía acaecido. Mas no logré encontrarle en su habita­ción, y el sirviente me dijo que, al amanecer, había salido a caballo para cazar en unión del desconocido.
»A mi mente acudieron oscuros presagios. Me vestí velozmente y mandé que ensillaran mi mejor caballo. Acompañada sólo por un criado, marché a todo ga­lope en dirección al bosque. El criado se cayó con su caballo y no podía seguirme, pues el caballo se había partido una pata. Seguí mi camino sin detener­me, y, pocos minutos más tarde, vi al desconocido cabalgando hacia mí, llevando a un hermoso ciervo amarrado con una soga. Le pregunté dónde había de­jado a mi hermano y cómo había capturado ese cier­vo, de cuyos ojos yo veía brotar grandes lagrimones. En lugar de responderme, prorrumpió en una carca­jada estentórea. Enfurecida en grado sumo ante su comportamiento, desenfundé una pistola y la disparé contra aquel monstruo. Pero la bala rebotó en su pecho y fue a atravesar la cabeza de mi caballo. Yo caí a tierra, mientras el desconocido murmuraba unas palabras que me hicieron desvanecerme.
»Cuando recobré el conocimiento, me encontré en esta cripta subterránea, dentro de un ataúd de cris­tal. Volvió el hechicero a comparecer una vez más, para decirme que había convertido a mi hermano en un ciervo. Mi castillo, con todo cuanto lo rodeaba, estaba, disminuido de tamaño, encerrado en el otro arcón de cristal, mientras que nuestra servidumbre, transmutada en vapor, quedaba cautiva en unos fras­cos de cristal. Prosiguió afirmando que, en caso de que yo estuviera ahora dispuesta a cumplir sus de­seos, no le costaría ningún esfuerzo volver a trans­formar todo a su estado anterior, pues sólo tenía que abrir las vasijas, para que todo recobrara sus formas naturales. Mi respuesta fue tan parca en pa­labras como la vez primera. Desapareció entonces, dejándome cautiva en mi prisión, sumida en un pro­fundo letargo. Entre las imágenes que recorrieron mi alma, había una que era consoladora: la de un hombre joven que se presentaba para liberarme. Y hoy, al abrir los ojos, te contemplo a ti y veo mi sueño realizado. Ayúdame a completar lo que tam­bién ocurría en esa historia. Lo primero es que co­loquemos el arcón de cristal que contiene mi casti­llo sobre aauella ancha losa.»
La piedra apenas tuvo que soportar el peso, co­menzó a levantarse junto con la muchacha y el jo­ven, traspasando la abertura que había en el techo de la sala superior, a través de la cual pudieron llegar con facilidad al espacio abierto. Allí, la muchacha levantó la tapa. Era un prodigio contemplar cómo el castillo, las casas y los patios se dilataban y cre­cían, adoptando a gran velocidad sus proporciones reales. Después regresaron a la cueva subterránea e hicieron que la piedra izara los frascos que estaban llenos de vapor. En cuanto la muchacha los hubo des­tapado, el vapor azulado comenzó a salir y se trans­formó en hombres vivos, que la muchacha reconoció como sus criados y sirvientes. Su alegría aumentó considerablemente cuando su hermano, que al matar al toro había acabado con el hechicero, salió cami­nando del bosque con su figura humana. En ese mis­mo día, la muchacha, cumpliendo su promesa, ofre­cía ante el altar su mano al afortunado sastrecillo.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038

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