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jueves, 10 de abril de 2014

Repuncel

Una vez, hace mucho tiempo, vivía un hombre con su esposa, y ambos deseaban en vano tener un hijo.
En la parte trasera de la casita en que vivían había una ventana desde la que podía verse un hermosísimo jar­dín rebosante de flores y de frutos.
Pero el jardín estaba cercado y la pared era tan alta, que nadie se atrevía a franquearla. Además, esta hermosa posesión pertenecía a una hechicera de inmenso poder y temida de todo el mundo.
Un día estaba la mujer mirando desde su ventana al jardín vecino, cuando vió en él plantados unos rábanos tan frescos, verdes y apetecibles, que al punto le entraron unas furiosas ganas de comérselos.
Desde entonces este deseo le atormentaba a diario y, como sabía que no podía ser satisfecho, acabó por poner­se enferma de pena. Y cayó en una extrema debilidad.
Esto asustó mucho a su marido, que le preguntó :
-¿Qué tienes, esposa mía?
Y la esposa contestó:
-¡Ay, marido mío! Si no puedo comerme algunos de los rábanos que hay en el járdín vecino, de fijo moriré.
Su marido, que la quería mucho, se dijo: "Antes que consentir que mi esposa muera iré a buscarle unos cuantos rábanos, cueste lo que cueste".
De modo que tan pronto como obscureció, escaló la cerca del jar­dín de la bruja y, arrebatando pre­cipitadamente un puñado de rába­nos, los llevó a su mujer, la cual. llena de alegría, se hizo una apeti­tosa ensalada con ellos.
Sin embargo, los rábanos le pa­recieron tan buenos y tan sabrosos, que al día siguiente tuvo el deseo de comer más y su marido se vió obligado a prometerle nuevamente que le iría a buscar unos cuantos.
Se preparó, pues, y por la no­che escaló la tapia del jardín ma­ravilloso, dispuesto a llevarse una buena brazada; pero su terror fué extraordinario al encontrarse con la Bruja de manos a boca.
-¿Cómo te atreves -le dijo mirádolo con el ceño terriblemente fruncido, -cómo te atreves a escalar mi jardín para venir a robarme los rábanos? ¡Caros los vas a pagar!
-¡Ay! -replicó el hombre, muy asus­tado. 
-Perdóname, buena mujer, pues he obrado así impulsado por la necesidad. Por­que has de saber que mi esposa vió tus rá­banos desde su ventana y tuvo tales deseos de comerlos, que habría muerto si no le hu­biera llevado unos cuantos.
Entonces la Bruja rechinó los dientes y dijo:
-Puesto que tu mujer tiene ese antojo, llévate todos los rábanos que quieras y sálvala, pero en cambio me ha­béis de dar vuestro hijo cuando nazca. Y yo le cuidaré como si fuese su verdadera madre.
El pobre hombre, apremiado por la necesidad, consin­tió en ello y se llevó los rábanos. Pero cuando meses más tarde nació una niña, la Bruja se presentó a buscarla y se la llevó.
Repuncel, que así se llamaba la recién nacida, creció has­ta hacerse la más hermosa muchacha del mundo y, cuando cumplió los doce años, la Bruja la encerró en lo alto de una torre que estaba en medio de un bosque, la cual no tenía ni escalera para subir ni puerta para entrar y sí úni­camente una ventanita junto al tejado.
Cuando la Bruja quería entrar en la torre, gritaba des­de abajo:

-¡Repuncel! ¡Repuncel!
¡Échame tus trenzas!

Porque Repuncel tenía el cabello muy hermoso y muy largo, y tan fino y dorado como el oro. Y tan pronto como oía la voz de la hechicera, desataba sus trenzas y abrien­do la ventana las dejaba caer a fin de que la Bruja pudie­se subir agarrándose a ellas.
Algunos años más tarde, sucedió que el hijo del rey, paseándose por el bosque, llegó ante la torre sin puerta. Y, una vez allí, oyó cantar tan dulcemente, que permaneció embobado escuchando. Era Repttncel, que cantaba a fin de distraerse en su soledad.
El hijo del rey hubiera querido ver de buena gana a la cantora, pero aunque buscó la entrada de la torre o tina ventana siquiera, no pudo encontrarla.
Al fin se volvió a su palacio; pero la canción le había conmovido mucho y todos los días volvía al bosque a la misma hora, para escucharla.
Y un día que estaba oyendo cantar a Repuncel, escon­rlido debajo de un árbol, vió a la Bruja llegar y oyó stu ílamada:

-¡Repuncel! ¡Repuncel!
¡Éclame tus trenzas!

Entonces Repuncel echó sus trenzas y la Bruja subió a la torre.
-¿Es esta la escalera que se emplea para subir? -se dijo el príncipe, intrigado.
-Yo también quiero probarla. Y al día siguiente se presentó ante la torre y dijo:

-¡Repuncel! ¡Repuncel!
¡Echame tus trenzas!

Entonces cayeron las largas trenzas y el príncipe subió agarrándose a ellas.
Repuncel se asus­tó mucho cuando, en vez de la Bruja, vió entrar a un hombre, pues no había visto ninguno en su vida, pero el príncipe no era solamente un guapo muchacho, si­no, además, muy amable y gentil. Ha­bló a la muchacha amorosamente y le dijo de qué modo se había conmovido su corazón al oírla can­tar, hasta el punto de no poder vivir sin verla,
Entonces Repuncel ya no tuvo más miedo y cuando el príncipe le preguntó si quería ser su esposa, respondió que sí y añadió:
-Estoy dispuesta a casarme conti­go pero no sé de qué modo salir de aquí.
Mas después de reflexionar un mo­mento Repuncel, dijo:
-Cada vez que vengas a verme, trae contigo una madeja de seda y yo iré cons­truyendo con ella una escalera. Cuando esté lista bajaré por ella y tú me llevarás en tu caballo.
Entonces convinieron que nunca se verían más que de noche, ya que la Bru­ja sólo venía durante el día.
Todo hubiese ido bien si un día Re­puncel no hubiese dicho inocentemente a la Bruja:
-Dime, madre, ¿cómo tardas tanto en subir siendo así que el príncipe está arriba en un momento?
-¡Aaaah, malvada! -exclamó la hechicera.
-¿Qué es lo que oigo? A pe­sar de haberte separado de todo el mun­do, todavía me has engañado.
Entonces agarró los hermosos cabellos dorados entre sus manos ganchudas y, cogiendo después unas tijeras, ¡ris! ¡rás!, le cortó las largas trenzas, que cayeron al suelo. Después, como tenía el corazón muy duro se apoderó de la muchacha y la condujo a una gran desierto, en donde la dejó abandonada a fin de que muriese de hambre y de sed.
Luego la bruja volvió a la torre y, al llegar la noche, sujetó las trenzas de Repuncel en la aldaba de la ventana, de modo que cuando el príncipe vino y gritó llamando:

-¡Repuncel! ¡Repuncel!
¡Échame tus trenzas!,

la hechicera las dejó caer.
Entonces el príncipe subió ligero, como acostumbraba, pero al llegar arriba, en vez de su amada Repuncel, encontró a la Bruja, que le estaba mirando con ojos feroces y malignos.
-¡Aaaah! -dijo.
-¿Buscas a tu querida esposa, eh? El hermoso pajarillo ya no está en el nido, pues el gato se lo ha llevado y ahora te arañará en los ojos. Repunce; está perdida para ti y nunca más la volverás a ver.
El príncipe, al oír estas palabras, perdió el sentido y, en su extravío, cayó de espaldas por la ventana de la torre abajo. No se mató del golpe, pero los espinos le aguje­rearon los ojos y quedó ciego.
Desde entonces vagó por el bosque sin alimentarse de otra cosa que de bayas y raíces, y no aplacó su sed más que con el agua de los arroyos. Mientras tanto, no cesaba de llorar y lamentarse por la pérdida de su adorada es­posa.
De este modo fué caminando, caminando, hasta que a1 cabo de unos años la casualidad le llevó al desierto en el que la Bruja había dejado a Repuncel, la cual vivía allí desde entonces, pobre y tristemente.
El príncipe, al oír una voz conocida, se acercó poco a poco, y Repuncel, que le reconoció, le abrazó llorando. Dos de sus lágrimas mojaron los ojos del príncipe, quien reco­bró la vista al instante.
En seguida cogió a su esposa y volvió con ella a su reino, en donde fué recibido con grandes demostraciones de alegría y allí vivieron mucho tiempo contentos y felices.
En cuanto a la Bruja, desapareció y nunca se supo más de ella.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 039

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