Conocí que
era mi hombre, quiero decir, mi dios, en que almorzaba una tortilla de hierbas.
Una asidua y larga observación me ha hecho adquirir la evidencia de que todos
los personajes a quien cualquier periodista noticiero quiere sacar las palabras
del cuerpo, se dejan sorprender siempre almorzando tortilla de hierbas, o, a
todo tirar, huevos fritos. Ignoro la ley que preside a este fenómeno constante;
apunto el hecho y prosigo.
Almorzaba
tortilla de hierbas el dios Esminteo, el que lanza a lo lejos las saetas de su
arco de plata. Buenos sudores me había costado dar con él. Al fin le tenía
frente a frente, a dos varas, sentado en una especie de drifos o clismos con pies
de madera en forma de tenazas abiertas, delante de una mesa ricamente servida a
la europea moderna, sin que hubiera allí nada que no pudiera ofrecer Lhardy, a
no ser un queso helado de ambrosía legítima que estaba diciendo comedme. Miento: también había en una
caja de latón una substancia amarillenta que, según después supe, era foie-gras de poeta quintanesco degollado
en el momento crítico de inflarse para cantar al mar, o al sol, o a Padilla, o
a Maldonado... o al inventor del hipo. Alrededor de la mesa había varios tronos y lechos o clinas vacíos. Apolo almorzaba sólo aquel día, porque se había
levantado tarde. Cuando yo entré en el comedor estaba el dios de Delfos sin más
compañía que la de Ganimedes, que J úpiter
había prestado a Venus por unos días, mientras ella pasaba con sus huéspedes
una temporada en Pafos. Ganimedes vestía casaca con los colores y las armas de
Afrodita; los colores eran: carne con polvos de arroz y vivos escarlata; las
armas tan indecorosas, que no se puede decir a un público cristiano y moderno
cuál símbolo allí se ostentaba rapante en campo de gules. En cuanto al dios de
Ténedos, estaba en mangas de camisa y lucía tirantes; por cierto, que uno,
desprendido, le caía por detrás hasta el suelo. El pantalón, corto y estrecho
por abajo era del mejor paño inglés. Los zapatos, de punta cuadrada, eran de
charol y tenían lazos. Se le veían unos calcetines de color de oro viejo con
lunares negros. La camisola, blanca, reluciente y muy planchada, lucía cuello
muy alto, con picos doblados. Era un guapo mozo, en fin; tal como le conocemos
todos. Si Crises, su sacerdote, le hubiera visto en tal momento, declararía que
no había pasado día por él.
Yo entré con
el sombrero en la mano, con paso tardo, y, valga la verdad, un tanto turbado.
Al atravesar el umbral recordó de repente que en mi niñez, en mi adolescencia y
en mi primera juventud había escrito miles de miles de versos, no tan malos
como decían mis enemigos, que conocen de ellos una pequeña parte, pero al cabo
capaces de sacar de sus casillas al dios de la poesía, aunque fuera éste de un
natural menos irascible del que en efecto le caracteriza, como dicen ahora los
estilistas.
En aquel
momento creía que se me llamaba y emplazaba para eso, para condenarme a garrote
vil por poetastro; pero el rostro risueño y bondadoso del dios de Claros, y su
mirada límpida y cariñosa me tranquilizaron en seguida. Sin duda, pensé ya
sereno, debe de ser para otra cosa, porque mis delitos poéticos ya han
proscrito.
Apolo
inclinó la cabeza con cierta afectación, imitando a su padre J úpiter, como tuve ocasión de observar después; y
con una mano blanca, larga, fina, de uñas rosadas y abarquilladas, largas y
limpias, me indicó que tomase asiento a su lado, en un drifos que acercó Ganimedes sonriendo. Por cierto que el tal
Ganimedes (entonces yo no sabía quién era) se me antojó, por su carilla frescachona
y sin asomo de barba, de una expresión infantil, enojosa a la larga, se me
antojó, digo, un genio prematuro de esos que suelen asomar
la cabeza en el Ateneo de Madrid cada jueves y cada martes.
Apolo, con
el bocado en la boca y siempre sonriendo, me miró, dispuesto, se conocía, a
decir algo, en vista de que yo no decía nada, en cuanto le pasara aquello del
gaznate.
-¿Conque
usted es el señor?...
-Clarín,
para servir a V. M. O. (Vuestra majestad olímpica.)
-¡Oh! tanto
bueno por aquí... Clarín, Clarín, el Sr. Clarín, vaya, vaya...
En el modo
de decir todo esto, se conocía que Apolo no sabía o no recordaba quién era yo.
Entonces, ¿para qué me ha llamado? pensé.
-¿Y a qué
debo el honor?... prosiguió el dios.
-V. M. O...
-Apee usted
el tratamiento; llámeme usted de usted, y yo le llamaré a usted de tú.
-Corriente.
Como usted me ha llamado por medio de
una citación en forma, que tuvo que firmar un vecino por no estar yo en casa...
-¡Una
citación! ¡Una citación mía!... Esas son cosas de He rmes.
-¿De quién?
-De
Mercurio, que le hace la rosca a Temis.
-¿A Themis?
-No, hijo,
no; a Temis, sin h, en buen castellano. Pues sí; Mercurio obsequia a Temis y
quiere tenerla contenta y todo me lo envuelve en papel sellado y en forenses
fórmulas. ¿Conque te han citado?
¡Y yo que te
tomaba por un reporteur, por un
noticiero de periódico que venía a tirarme de la lengua! Vaya, vaya. Conque una
citación. Vamos a ver, y qué has robado, ¿alguna novelilla, eh?
-Señor, yo
soy incapaz...
-Eso es una
excusa ciertamente.
-¿El qué?
-El ser
incapaz. Es claro, el que es incapaz de crear, roba; es natural.
-Señor, no
nos entendemos. Digo que soy incapaz de robar nada a nadie.
-Bueno,
llamémoslo plagiar.
-Tampoco;
no, señor, yo no admito el plagio.
-Pues
entonces, ¿por qué se te cita?
-Eso es lo
que yo ignoro. Lo que puedo decir es que se me ha hecho venir de justicia en
justicia buscando a V. M. O.
-Apea...
-Bien,
buscándole a usted. Primero al He licón;
no estaba usted; después a lo más alto del Olimpo; J uno
nos echó de allí a escobazos, diciendo que era usted un perdido como su padre,
y que andaría probablemente a picos pardos. Por cierto que la diosa lucía unos
brazos de rechupete y unos ojos como puños...
-Ya sabes
que He ra no me puede ver.
-¿Quién?
-Juno,
hombre. Nos aborrece a mí y a mi buena madre Latona, de quien está celosa como
un poeta lírico.
-Después me
llevaron al Pindo y al Parnaso, y nada, no parecía usted. Se alargó el viaje y
estuvimos en Delfos y en Ténedos, ¡qué sé yo! por fin encontramos a Baco, que
se estaba emborrachando en medio del mar Egeo, a bordo de una trïera. Los remos batían pausadamente
las olas de color de vino tinto; había contraste, el Sudeste y el Sudoeste,
alias el Euro, y el Noto, formaban espuma de púrpura sobre el lomo de las rizadas
ondas.
-Vamos, ya
sé por qué es la citación. Tú debes de ser un novelista cursi, de esos que lo
describen todo, venga o no a cuento...
-No, señor,
todo lo dicho es pura broma; yo no soy de esos. El caso es que Baco me dijo que
le había visto a usted pasar por aquellas nubes escalonadas, de amaranto y oro,
que iban deslizándose en procesión ciclópea hacia el abismo de fuego de
Occidente; y dijo, otrosí, que le acompañaban las Musas y Mercurio. Le
preguntamos que adónde iría usted, y nos contestó que a dar la vuelta al mundo,
para amanecer en Chipre, donde le aguardaba Venus en su bosquete de Pafos;
Venus, con quien usted, mal que pesara a Marte y a Vulcano, estaba ahora
metido. Metido dijo.
-Ese
Dionisos nunca ha tenido educación; al fin, bárbaro.
-Y aquí
hemos venido; los alguaciles quedan a la puerta y yo aguardo mi sentencia, si
bien quisiera saber antes la culpa; pero no se apure usted por eso, porque
español soy, periodista he sido en tiempo de conservadores, y entiendo mucho de
llevar palos sin conocerles la filosofía.
-Pues, hijo,
si no vienes ni por plagiario, ni por prosista descriptivo, deben de haberte
tomado por otro. A ver, Ganimedes, manda que busquen a Mercurio (sale
Ganimedes); y a ti, mientras tanto, para quitarte el susto, te daré tierra.
-¡Cómo
tierra, señor! (Poniéndome en pie, lívido.)
-Un vaso de
tierra, hombre.
-Prefiero el
Valdepeñas...
-Pero fíjate
en que el tierra aquí es... Chipre.
-No me hacía
cargo. Venga tierra. (Bebo.)
Entró He rmes, buen mozo también, con todos los atributos
de su cargo, y Apolo le preguntó, con tono de mal humor, por qué se me había
detenido y citado, y lo demás que se había hecho conmigo.
A lo que
Mercurio dijo:
-Este caballero se ocupa en escribir y publicar unos folletos
literarios en que, como Dios le da a entender, pretende examinar, burla
burlando, o serio como un colchón, según sople el viento, los productos
literarios de su país, y aun algunos de los más notables del extranjero. ¿No es
esto?
-Eso y más
me propongo; v. gr...
-Es el caso
que el último folleto de este señor se titula Cánovas y su tiempo, y el tercero...
-Que ya está
en prensa...
-El tercero
no debe hablar de Cánovas, porque dicen las Musas que ya están hartas de
Monstruo y que corre más prisa decir algo de las novedades literarias del país.
Para esto se le ha llamado, para mandarle dejar en prensa, por ahora, la
segunda parte de las aventuras literarias del cantor de Elisa o Luisa, y dar a
luz cosa de más variedad y de actual interés.
-¿Dónde
están ahora las Musas? preguntó Apolo, limpiándose los labios con la
servilleta. (Es de notar que en cuanto He rmes
nombró a las Nueve, en el rostro del hijo de Latona se pintó una expresión de
tedio y antipatía.)
-¡Las Musas!
dijo Mercurio; están cantando un coro en el gineceo.
-¿Un coro, eh?
¡Estoy de Musas hasta aquí! exclamó Apolo, volviéndose a mí con tono
confidencial y señalando con la mano la mitad de la frente, para indicar hasta
dónde estaba de Musas. ¿Conque un coro? Si parecen el ejército de la salvación, o, como dijo un traductor español, la armada de la salud. Ahí vendrán; ya
verás qué fachas. Todas parecen inglesas literatas, sensibles a los encantos
del arte y de la virtud... ¡Puf! ¡Dios nos libre de las mujeres instruidas y esteticistas, y por contera pías y
castas! Y no puedo huir de ellas; así no se me logra aventura. Entra ellas y mi
hermanita la casta diva, Diana
cazadora, me han hecho mal de ojo, y por su culpa perdí a Dafne y maté a J acinto, y me puse en ridículo en mil empresas
amorosas. ¡Ya se ve! No hay mujer ni diosa que se entregue a un dios acompañado
de nueve basbleues, que vienen a ser
como nueve cuñadas literatas. ¡Re-J úpiter! Aquí me tienes, hombre, en casa de
Venus, en la preciosa villa que ha
levantado sobre las escondidas ruinas de su templo de Pafos la sin par
Afrodita; pues fue en vano que quisiera
escapar por unos días a la vigilancia y a las sabidurías de las nueve hermanas
que Zeos, mi padre, confunda. Venus me había invitado a mí solo, es natural;
pues a pesar de decir en la carta que me mandó por Iris: «Amigo Apolo, te
espero en Pafos, donde pienso pasar una temporada; tráete a Mercurio, si sus
muchas ocupaciones se lo consienten; pero nada de Musas, ya sabes que me
empalagan; además, supongo que tú también desearás perderlas de vista por algún
tiempo; si queremos cantar, ya cantaremos bajito tú y yo solos», etc., etc. a
pesar de este desaire manifiesto, aquí las tienes a todas ellas... a todas, sin
excepción del marimacho de Urania la cosmógrafa, ni siquiera de la insoportable
catedrática Polimnia, jamona insoportable, Licurga de mis pecados, capaz de
hacer ascos al plato más sabroso si en el menu
aparece con una falta de ortografía. Las menos malas son Euterpe, y Erato y
singularmente Terpsícore; las demás... ¡fuego en ellas! Café, Ganimedes.
Yo miraba
espantado al divino orador, y pasaba los ojos de él a Mercurio, como pidiendo a
éste una explicación de lo que oía. Notó He rmes
el gesto, porque guiñome un ojo, y disimuladamente llevó a una sien un dedo,
dando a entender que al dios Esminteo le faltaba un tornillo.
-¿Qué opinas
tú de las hembras literatas y sabihondas?
-Señor,
contesté un poco turbado; yo... creo... que... subjetiva-mente... no le falta
motivo a V. M.
-¡Qué
majestad, ¡hombre! Vaya una majestad que no puede echar una cana al aire sin ofender
los castos oídos y los castos ojos de nueve coristas del ejército de la
salvación... ¡Todas son cuákeras! El Parnaso se ha convertido en una capilla
protestante; el Olimpo ya no es la mansión de los dioses alegres, ni Cristo que
lo fundó; ahora, a un poeta, aunque sea un dios, le piden la cédula de comunión
o un ejemplar de la Biblia sin notas, según los gustos. La castidad ha matado a
la inocencia. Un crítico francés ha combatido a Víctor Hugo, después de muerto
el poeta, llamándole viejo verde; ha querido quitarle gloria, atribuyéndole
vicios; se confunde el arte con la policía; a mí, a mí, con ser quien soy, se
me espía, se me siguen los pasos; y en esta misma quinta alegre y risueña,
donde parece que todo debiera ser inocente juego, cándido placer, armoniosa
amistad, abandono místico, aquí hay un infierno de intrigas y murmuraciones,
delaciones y sospechas, y se habla de acusarme ante mi padre para que otra vez
me vea cuidando bueyes en los apriscos del rey Admeto. ¿Y todo por qué? Porque
Venus me gusta más que Minerva; porque me aburren los negocios literarios,
según los entienden hoy los dioses y los hombres, y prefiero vivir con Venus,
cantando bajito a su lado, como ella dice.
Ya sabes que
el dios Momo, cierto día de asamblea celestial, me condenó, con la autoridad de
J úpiter, a escoger entre mis varias
profesiones de adivino, citarista y médico; pues bien: yo escogí la cítara;
pero, según se han puesto las cosas, ya reniego de la elección, y casi estoy
decidido a colgar la lira y a dedicarme a una especialidad cualquiera del arte
de curar. Si no fuera por lo que me apestan los literatos que abusan de la
fisiología y de la terapéutica y de la patología, médico me declaraba... En
fin, no sé lo que me digo; pero lo que juro es que Venus vale más y merece más
considera-ciones que todas las Musas juntas.
Dijo, y
poniéndose en pie de un brinco, arrojó con ímpetu la servilleta sobre el
mantel, dio un puntapié al taburete, que no sólo en Madrid se llama así cuando
es asiento sin brazos ni respaldo (diga lo que quiera la Academia), se abrochó
el tirante que colgaba de un solo botón, y salió del comedor, gritando:
-¡Vuelvo!
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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