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jueves, 10 de abril de 2014

El judio en el zarzal

Erase una vez un hombre rico, que tenía un sirvien­te trabajador y honrado. Por las mañanas era el pri­mero en levantarse, y por las noches el último en irse a la cama. Cuando quiera que surgía un trabajo des­agradable, del que nadie se quería encargar, él era siempre el primero en ofrecerse a hacerlo. No se quejaba tampoco, en fin, sino que se contentaba con todo y estaba siempre alegre. Cuando hubo transcu­rrido un año, su amo no le pagó sueldo alguno, pues pensaba: «Esto es lo más razonable; así me ahorro un dinero, y él no me abandona, sino que continúa fijo en su puesto.» Nada dijo ante esto el mozo, que trabajó durante el segundo año tan concienzudamen­te como durante el primero, y cuando al final del año volvió a quedarse sin paga, no protestó tampoco, sino que lo aceptó y continuó trabajando. Pasado el ter­cer año, el amo hubo de reflexionar, y aunque se me­tió la mano en el bolsillo, no sacó nada de él. Enton­ces el mozo, finalmente, se decidió a decirle: «Señor, he trabajado tres años honradamente para vos. Tened, pues, la bondad de darme lo que legalmente me co­rresponde. Tengo intención de marcharme y salir a conocer mejor el mundo.» El avaro le respondió: «Sí, mi querido mozo, me has servido infatigablemen­te; por ello serás recompensado generosa-mente», y, volviendo a meter la mano en el bolsillo, le pagó al mozo tres perras gordas, una por una: «Aquí tienes, una perra gorda por cada año de trabajo, ésta es una paga grande y abundante, como sólo se obtiene al servicio de muy pocos señores.» El buen mozo, que no sabía mucho de dineros, guardó su capital mien­tras pensaba: «Ahora sí que tienes los bolsillos re­pletos. ¿Para qué preocuparse y matarse a realizar más trabajos pesados?»
Así que tomó el camino y subió y bajó montañas, cantando y brincando en prueba de su libertad e in­dependencia. Ocurrió, al pasar junto a unos matorra­les, que apareció un pequeño hombrecillo, quien se dirigió así a él: «¿Adónde vas con esa alegría a cues­tas? Ya, ya veo que no te sobran las preocupaciones.» «¿Para qué habría de estar triste?», replicó el mozo, «si soy rico, pues llevo la paga de tres años en el bolsillo.» «¿A cuánto asciende tu fortuna?», le pre­guntó el hombrecillo. «¿Que cuánto tengo? Tres pe­rras gordas, en metálico, bien contadas.» «Escucha», le dijo el enano, «yo soy un pobre hombre necesitado, regálame las tres perras. Ya no puedo trabajar, mas tú eres joven y no te ha de costar ganarte el pan.» Y como el mozo tenía buen corazón y sintió compa­sión por el hombrecillo, le hizo entrega de sus tres perras y dijo: «En el nombre de Dios, a mí no me han de faltar.» Entonces el hombrecillo le contestó: «Como veo tu buen corazón, voy a concederte tres deseos, uno por cada perra, que te serán cumplidos.» «Vaya», exclamó el mozo, «así que tú eres un hechi­cero. Bien, si así ha de ser, quiero, en primer lugar, una cerbatana, con la que acierte a todo lo que apun­te; en segundo lugar, un violín que, si lo toco, obli­gue a todos los que lo escuchen a bailar a su son; en tercer lugar deseo que si le pido a alguien un fa­vor, me lo tenga que conceder.» «Todo eso será tuyo», replicó el hombrecillo, y, metiendo la mano en el ma­torral, para sorpresa de cualquiera, agarró el violín y la cerbatana que estaban ya allí dispuestos, tal y como si hubieran sido encargados con anterioridad. Se lo entregó todo al mozo diciendo: «Pidas el favor que pidas, nadie en el mundo se atreverá a negár­telo.»
«¿Qué deseas ahora, corazón?», se preguntó el mozo a sí mismo, y prosiguió su camino con ánimo inme­jorable. No tardó en encontrarse a un judío que lle­vaba una larga barba de chivo. Estaba parado escu­chando el canto de un pájaro, que se hallaba muy alto subido a la copa de un árbol. «¡Qué divino milagro!», estaba exclamando, «el que un animal tan chico ten­ga una voz tan atronadoramente poderosa. ¡Ay si pu­diera ser mío! ¡Ay quién fuera capaz de verter sal sobre su cola!» «Si eso es todo lo que deseas», le dijo el mozo, «el pájaro estará abajo en un momento.» Apuntó con cuidado y le dio en el plumaje, de forma que el pájaro cayó dentro de un zarzal. «Ve, bribón», le dijo al judío, «y sácate el pájaro de ahí.» «Bien, señor», repuso el judío, «ya que le habéis atinado con tanta fortuna, iré a por él», y, tras echarse al sue­lo comenzó a introducirse en el zarzal. Cuando ya se hallaba dentro del mismo, el tedio sobrevínole al buen mozo; así que tomó su violín y comenzó a to­car. Simultáneamente, el judío empezó a levantar las piernas y a dar pequeños saltos. Y cuanto más toca­ba el mozo, mejor le salía al otro el baile. Mas las es­pinas le desgarraron el harapiento traje, le peinaban su barba de chivo y le pinchaban y le picaban por todo el cuerpo. «¡Pero bueno!» , exclamó el judío, «ya está bien de música. Dejad, señor, de tocar el violín, pues no deseo bailar.» Mas el mozo no cesaba, pen­sando: «Bastante has pinchado y explotado a la gen­te; el zarzal no te dará mejor trato.» Y, así, la música arreció, hasta hacer al judío saltar cada vez más alto, de tal suerte que los fragmentos de su traje se quedaban enganchados en las espinas. «Ay, ay», se lamentó el judío, y propuso: «Os daré, señor, lo que queráis, a condición de que dejéis de tocar, os daré una bolsa llena de oro.» «Si llega a tanto tu genero­sidad», dijo el mozo, «bien que puedo dejar de tocar. Mas no debo dejar de admirar lo garboso de tu baile, pues tiene gran personalidad.» Dicho esto, tomó la bolsa y siguió su camino.
El judío quedó inmóvil, siguiéndole con la vista, y no articuló palabra hasta que el mozo estuvo bien lejos y lo hubo perdido de vista. Entonces comenzó a gritar desgañitándose: «¡Músico miserable, violinis­ta de taberna! ¡Aguarda a que te atrape a solas! Te daré una paliza que no olvidarás, ¡bandido, tú sí que no vales una perra!», y continuó así soltando todos los improperios y amenazas que se le iban ocurrien­do. Cuando se hubo desahogado un poco y se sintió mejor, marchó corriendo a la ciudad, a ver al juez: «Señor juez, ¡ay, ay! Ved cómo en plena carretera me ha asaltado un hombre sin escrúpulos, y en qué estado me ha dejado. Cualquier piedra del suelo se apiadaría de mí, pues tengo el cuerpo molido a pin­chazos y arañazos. Además, me ha robado todo lo que, pobre de mí, poseía, una bolsa llena de ducados, el uno más hermoso que el otro. ¡Por Dios, haced que metan a ese hombre en la cárcel! » El juez repli­có: «¿Fue un soldado quien te hizo eso con su sable?» «Dios nos libre», dijo el judío, «no tenía sable algu­no, pero sí una cerbatana que llevaba colgada a la espalda, así como un violín atado al cuello; el malhe­chor no tiene pérdida, es inconfundible.» Mandó el juez a su gente en pos de él, y el buen mozo, que ha­bía venido caminando con mucha lentitud, fue pren­dido, y con él la bolsa de oro. Cuando tuvo que com­parecer ante el tribunal, el mozo dijo: «No le he puesto al judío las manos encima. Tampoco le he quitado el dinero, sino que él me lo ofreció volunta­riamente a cambio de que dejara de tocar el violín, pues no podía soportar mi música.» «¡Dios nos li­bre!», chilló el judío, «este hombre es un mentiroso de tomo y lomo.» Mas el juez tampoco le creyó y dijo: «Es una mala justificación, ningún judío actua­ría de ese modo», y condenó al buen mozo, por haber cometido un atraco en plena carretera, a la pena de la horca. Cuando hasta allí le conducían, el judío se­guía gritándole: «Haragán, músico de perros, ahora te darán tu merecido.» Subió el mozo con toda tran­quilidad los peldaños al lado del verdugo, y, llegado al último escalón, diose la vuelta y se dirigió así al juez: «Os ruego me concedáis un favor, antes de que muera.» «Sí», le respondió el juez, «a menos que me pidas conservar la vida.» «No os pediré la vida», le replicó el mozo, «ruego que me sea permitido tocar mi violín en este postrer momento.» El judío se le­vantó y comenzó a armar un griterío de mil demo­nios: «Por el amor de Dios, no se lo concedáis, no se lo concedáis.» Sólo que el juez dijo: «¿Por qué no concederle este último capricho? Le será permitido, y no se hable más del asunto.» Tampoco se lo podía impedir a causa de la facultad que le había sido re­galada al mozo. Mas el judío exclamó: «¡Ay, ay! ¡Atad­me, atadme de una vez! » Tomó entonces el buen mozo el violín que llevaba al cuello, lo sostuvo convenien­temente y al primer movimiento de su arco, todos comenzaron a oscilar y a mecerse, el juez, los escri­banos y los alguaciles del juzgado; la cuerda se le cayó de las manos al que se disponía a amarrar al judío. Al segundo movimiento, todos alzaron las pier­nas, y el verdugo soltó al buen mozo y se preparó, a su vez, para iniciar el baile. Al tercer movimiento, todas las personas allí congregadas comenzaron a saltar y a bailar, y el juez y el judío estaban en pri­mera fila y ofrecían los mejores brincos. No tardó el baile en envolver a todo el mundo que, atraído por la curiosidad, se había acercado desde el mercado adyacente; allí bailaban tanto viejos como jóvenes, las personas obesas al igual que las delgadas. Inclu­so los perros, que se habían aproximado corriendo, se levantaron sobre sus patas traseras y participaron en el ajetreo general. Y cuanto más se prolongaba la música, más altos se tornaban los saltos de los danzantes, que tropezaban con las cabezas y comen­zaban a emitir gritos de dolor. Por fin el juez, con la voz entrecortada por la falta de aliento, le gritó: «Te regalo tu vida, pero deja ya de una vez de tocar.» El buen mozo se dejó convencer, bajó el violín y, tras colocárselo de nuevo al cuello, bajó de nuevo la es­calera. Se dirigió hacia el judío, quien, recostado en el suelo cuan largo era, hacía denodados esfuerzos por recobrar la respiración, y le dijo: «Bribón, con­fiesa ahora de dónde has sacado el dinero, si no quie­res que coja de nuevo mi violín y comience a tocar otra vez.» «Lo robé, lo robé», comenzó a gritar, «mas tú te lo ganaste en buena lid.» Mandó entonces el juez que condujeran al judío a la horca y ordenó que lo ejecutaran por ladrón.

1.018. Grimm (Jacob y Wilhem) - 038

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