La hermosísima Amparo
vivía, durante el invierno, en una ciudad no muy alegre del centro de España; y
por el verano, dejando a su marido atado a su empleo, se marchaba como una
golondrina a buscar tierra fresca, alegría, allá al Norte. Vivía entonces con
su madre, cuya benevolencia excesiva había pervertido, sin querer, el alma de
aquella moza garrida, desde muy temprano. La pobre anciana, que había empezado
por madre descuidada, de extremada tolerancia, acababa por ser poco menos que
la trotaconventos de las aventuras galantes de su hija, loca, apasionada y
violenta. Amparo, que había sido refractaria al matrimonio, porque prefería la flirtation cosmopolita
a que vivía entregada viajando por Francia, Suiza, Bélgica, Italia y España,
acabó, porque exigencias económicas la obligaron a escoger uno entre docenas de
pretendientes, por jugar el marido a cara y cruz, como quien dice. Era
supersticiosa y pidió consejo a no sé qué agüeros pseudopiadosos para elegir
esposo. Y se casó con el que la suerte quiso, aunque ella achacó la elección a
voluntad o diabólica, o divina: no estaba segura. Por supuesto que a su marido,
a quien dominaba por la seducción carnal y por la energía del egoísmo ansioso
de placeres, le impuso la obligación de mimarla como su madre había hecho; de
tratarla a lo gran señora; y según ella, las grandes señoras tenían que vivir
con gran independencia y muy por encima de ciertas preocupaciones morales,
buenas para las cursis de la clase media provinciana. Por culpa de este
tratado, bochornoso para el pobre director de la sucursal del Banco de la
ciudad de X, Amparo dedicaba el verano a la vida menos propia de una casada
honesta. Guardaba, es claro, ciertas formas... pero otras no; no era casta,
pero era cauta a veces. A su madre le exigía tolerancia para sus devaneos como
antes le había exigido muñecas, viajes, sombreros, cintas, teatros, bailes,
lujo y alegría. La vieja infeliz de buen grado hubiera puesto coto a las
locuras de su hija (locuras: nunca les dio peor nombre) pero ya era
tarde: su debilidad física ayudaba a su debilidad moral a ceder, a transigir, a
hacer la vista gorda. Una escena con Amparo la horrorizaba; estaba segura
de que precipitaría su muerte; la de la madre infeliz, enferma del corazón, sin
saberlo la hija.
Llegó un año en que Amparo,
en vez de adelantar el viaje al Norte algunos días, como era ya costumbre, lo
retrasó unas cuantas semanas. ¡Cosa más rara!, pensaba la madre. ¿Qué es lo que
detiene a esa loca en X? Por fin llegó Amparo. Se divirtió aquel año en las
playas de lujo y elegancia como otras veces, pero con menos afán; y, más hubo;
no, tuvo ninguna aventura seria, como las llamaba la
madre, siempre amiga del eufemismo.
Al mediar Septiembre
Amparo anunció que se volvía a sus cuarteles de invierno. Otros años tomaba por
verano gran parte de Otoño. ¡Cosa más rara!, pensaba la madre, dejándola
partir...
¿Qué era ello? Era que
Amparo había encontrado en X lo que nunca hubiera podido sospechar que existía
allí... Un género de adoración completamente nuevo, picante por lo
extraño; en fin, una manera de flirtation del todo desconocida para ella. Es
de advertir que Amparo usaba con poca exactitud el barbarismo flirtation pues
seguía denominando así la aventura más pecaminosa. Se trataba de una especie de
J o se f
que ni dejaba la capa ni se entregaba. Amparo no concebía que un hombre a quien
ella quisiera volver loco, se le resistiera. Menos concebía que se le
resistiera un hombre a quien ella, por relaciones íntimas de amistad entre las
respectivas familias, tenía ocasión frecuente de poner en graves apuros con
tentaciones de la soledad más insinuante... Y, por último, lo que le parecía
rematadamente imposible, era... la realidad que estaba tocando, que no se le
declarase, arrojándose a sus pies, loco, furioso de pasión, un hombre que la
veía todos los días, a quien ella ponía el más apretado cerco... y del que
podía asegu rar que la deseaba con
todas las potencias del alma concupiscente. Y este era el caso; y por este caso
extraordinario encontraba ya Amparo más interés y atractivo en su vida invernal de
X que en las alegrías locas del verano.
Se trataba del interventor
del mismo establecimiento que el marido de Amparo dirigía. Era Emilio Serrano,
joven todavía, casado, con tres o cuatro hijos, regular de figura, no
descuidado en el vestir; madrileño que se aburría en una provincia de tercer
orden; hombre de vida espiritual, amigo de libros, artes, filosofías y aun
teologías, que en X no tenía con quien hablar apenas de aquellas cosas
superiores.
Amparo, aunque no tenía de J o rge
Sand nada más que el latitudinarismo ético, que en ella no ofrecía las
explicaciones que había para el de la ilustre escritora, se creía mujer algo
superior, capaz de comprender cosas hondas y raras, si
acababan, apurada la cuenta, en placer y apasionamiento materiales.
Emilio Serrano era de los
que opinan que la única tentación seria es la Mujer. Fuera del
Arte, de la Filosofía ,
que en X no se podían cultivar más que a lo solitario, no había más que la Mujer. Lástima que
en la mayor parte de las circunstancias, el amor fuera fruta prohibida. Amparo
le pareció muy bien desde el primer día que la vio. A la segunda visita los dos
comprendieron que entre ellos tenía que haber algo, aunque ese algo acabara por
no ser nada. Esto de acabar así no era Amparo quien lo suponía posible, sino
Emilio, que había tenido muchos amoríos de cabeza, por el estilo. Su
imaginación necesitaba mucho más de esta clase de recreos que su corazón y sus
sentidos. Amparo no estaba acostumbrada a tener adoradores tan escogidos, por
lo que toca a los refinamientos espirituales. La novedad de aquellas cosas que
había en el mundo de las almas, de las ideas, la atraía; hasta en lo moral, en
el sacrificio, en la abstinencia reconocía ya que podía haber algo distinguido,
chic. ¡Y qué hombre era aquel Serrano! Era un
predicador, sin parecerlo; no era un hipócrita, pues no escondía sus
debilidades, pero daba a entender que para él había pecados y que había que
resistir las tentaciones. Esto último era de la más alta novedad para
Amparo, y por nuevo le gustaba. En fin, que aunque lo hubiera hecho apropósito,
según arte, Emilio no hubiera podido inventar nada mejor que aquel ten con ten,
para engolosinar a la señora del director del Banco.
Llegaron a tratarse con
gran intimidad; siempre estaban hablando en tercera persona de asuntos
de amor, de relaciones de mujeres casadas, de lo que podía la naturaleza y
de lo que podía el deber, etcétera, etc. A veces, es claro, la cosa se ponía
seria, se empezaba a prescindir de la tercera persona... pero
Emilio siempre se detenía a tiempo.
De sobra sabía ella que él
la deseaba; mil insinuaciones, miles y miles de miradas, gestos, entonaciones,
lo habían dicho todo; hasta contactos rápidos; pero cargados de sensaciones
fuertes, los tenían como ligados implícita-mente; mas declararse, lo que se
llama declararse
jamás. Hasta había dado a entender el interventor que a eso no
llegaría nunca. Y era el paso de chancillería indispensable, según Amparo, para
llegar a donde naturalmente, en su opinión, tenían que llegar esta clase de
asuntos.
«¡Hombre más raro! -No;
pero él caería».
-Unas veces, coqueterías
demasiado atrevidas: ¡otras veces conversaciones verdes, con pimienta; otras
desdenes, indiferencia, frialdad! Todo inútil. Emilio ni huía del peligro ni
perecía en él.
Al cabo Amparo supo en qué consistía el talismán de aquella
resistencia; por qué Emilio, que no era santo, ni casto, ni asceta, ni cosa que
lo valga, constantemente volaba alrededor de la llama sin quemarse las alas.
Hablaban de las
corazonadas, de las supersticiones. Amparo
desde su vida de colegiala, era supersticiosa, creía en agüeros; se hacía echar
las cartas, daba crédito a las mesas giratorias; y todo esto lo mezclaba ella
con la fe religiosa, con los avisos providenciales y otras cosas muy dignas de
respeto.
Y con este motivo, hablando
de las aprensiones
de cada cual, Emilio le dijo muy serio, devorándola con los ojos,
el secreto de aquella fortaleza con que él sabía huir del abismo, al llegar a
sus bordes.
«No, no es que sea un
santo; ni siquiera un hombre completamente honrado, pues éste no peca ni
siquiera con la intención; es otra cosa: es que vivo condenado al tormento de
sentir muy vivamente las tentaciones, de amar el pecado... y no poder caer en
él de una vez; ni gozo las delicias de la virtud, ni las del crimen. Cuando
usted se burla de mí dándome a entender que me tiene por frío, o por inocente,
o por tímido... o hasta por algo peor... ¡Qué
mal me entiende! ¡Qué injusta es conmigo! Lo que otros desean, yo lo deseo con
más fuerza que nadie; yo sabría gozar del fruto prohibido con más intenso
placer que cualquiera... pero... hay una barrera... moral... y al mismo tiempo
así... como... si dijéramos mecánica, infranqueable. Tengo la seguridad de que
no pasaré por encima de esta dificultad, de este obstáculo, nunca, aunque
después de pasada la ocasión, me irrite y desespere».
Amparo, anhelante, oía;
comprendía, es claro, todo lo que Emilio quería decir. ¿Qué obstáculo era
aquel? Por qué se hablaba de él con motivo de las aprensiones, de la
superstición, de miedo a los castigos providenciales? A ver, a ver; quería ella
conocer aquel enemigo para luchar con él cara a cara. Un obstáculo que podía
más que su hermosura, sus insinuaciones... ¡su amor propio! ¿Qué podría ser?
Lo supo; Emilio con
absoluta sinceridad y tono sencillo, que la encantaba, se lo explicó: era esto,
en resumen:
Se le había metido en la
cabeza... y en el corazón, que él no gozaría jamás de un gran placer, de una
gloria deslumbrante, del amor de una mujer muy apetecida, de una inmensa
riqueza, de un poderío enorme; pero que, en cambio, jamás tampoco, padecería el
tormento de una de esas desgracias terribles que hacen maldecir la existencia.
Tenía mucho miedo a los grandes dolores morales, porque sabía por experiencia
que su sensibilidad para esta clase de males era refinada, carne viva. Ahora,
decía, lo que me horroriza más es la muerte de un hijo. Solo pensando en la
agonía de uno de mis churumbeles... me pongo malo. Pues bien, como
si lo supiera por revelación particular, directa, creo firmemente que la Providencia me propone
este pacto: no perderás ningún hijo si no cometes ningún gran pecado; si no
matas, si no robas, si no engañas, si no ofendes el honor de un padre, de un
marido. Si te dejas vencer, si sucumbes, por gozar las delicias de la pasión
victoriosa, a una gran tentación... como otros muchos han sucumbido, perderás
un hijo, como otros muchos lo han perdido. Los he tenido enfermos, muy
enfermitos: y en los trances apurados siempre sentí el remordimiento de no huir
del mal, de no romper con la tentación... pero ofrecí siempre a Dios el
sacrificio de las grandes delicias del crimen; ofrecí vencerme siempre al
llegar a poner por obra mis ansias concupiscentes... y los hijos no se me han
muerto; han llegado al borde del sepulcro... pero siempre han vuelto a la vida.
¡Oh, no hay dogma para mí tan claro, tan cierto como éste: si yo gozo de lo que
más deseo, que es una mujer, de que no sé, de que no puedo huir; si llega a ser
mía... delicia infinita... se me muere un hijo, dolor infinito. Estoy seguro...
vendrá la enfermedad y no se dejará vencer como otras veces... no... vencerá
ella... morirá el hijo; porque satisfizo su pasión el padre.
-¡Qué aprensiones! ¡Qué
raro es usted!, -dijo Amparo, triste de repente, fría, seca. La habían hecho
entrever el mundo de las penas que son castigo; mundo que la horrorizaba, en
que jamás había querido pensar. ¡Qué cosas imaginaba aquel, hombre! Si la
pasión pecaminosa, satisfecha, debía traer consigo una desgracia inmensa, ¡qué
infierno la aguardaba a ella! Pero además, la muerte de otros
a ella no le parecía tan inmenso dolor. ¡Hombre más raro!
Pasó algún tiempo. Aquella
especie de impedimento
dirimente que se había descubierto apartó un poco de Emilio a
Amparo, que necesitaba, en amor, sacar las consecuencias, una vez sentadas las
premisas. Sin embargo, ni uno ni otro daban por concluida aquella extraña
manera de relaciones que los acercaba... uno a otro... pero no los juntaba.
Cuando más conocían que algo seguía habiendo entre ellos, era en las largas
ausencias. Se
echaban mucho de menos; y el
primer apretón de manos al volver a verse, hablaba de esto.
A Serrano se le murió un
hijo. El padre, con el dolor, cayó enfermo. Ya convaleciente, Amparo fue a verle, con su marido. Quedaron solos
aquellos buenos amigos, un momento. Los dos callaban. Amparo, aprovechando una
mirada de Emilio sonrió de esa manera que anuncia palabras solemnes, confianzas
íntimas:
Pobre Emilio, -dijo, ya ve
usted... de
todas maneras... se le ha muerto a usted uno.
No se puede creer en aprensiones.
Emilio poniéndose en pie,
con voz dulce, pero que a ella le pareció agria, helada, contestó:
-Amparo, sí: he perdido un hijo.
Como los pierden los malos... y los buenos. El pacto que yo creía un dogma...
era impío. Mi dolor es muy grande. Pero ¿sabe usted lo que mitiga mi pena?
Pensar que no padezco el suplicio infernal que sería haber caído en la tentación y creer que era yo, por mi pecado, quien
mataba a mi hijo. Lo que Dios me da a cambio de no gozar el crimen, no es la
vida de mis hijos, que no puede ser mía; sino la paz de mi conciencia... que es
lo único mío.
1.028. Alas «Clarin» (Leopoldo)
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