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martes, 18 de junio de 2013

Mermelinda

Mermelinda era hermosa. Desde su primera juventud se admiraba su original belleza. Los hombres sin educación la desnudaban con los ojos y la mayoría de los muchachos quedaban hipnotizados cuando recibían un rayo directo de su iris color miel colada. ¡Me ha mirado! -se decía el afortunado- pero nunca pasaba de esas fugaces miradas.
Mermelinda estaba acostumbrada que la miraran pero, no podía dejar de sufrir una recaída en su espíritu. Otra chica después de años de ser el centro, ya estaría vacunada, pero Mermelinda no, Mermelinda con sus diecinueve era distinta.
-Me gustaría ser fea, Dios, ¿Por qué me hiciste guapa y no fea? se decía cuando se encontraba deprimida. -Quizás en otra ciudad las miradas de las gentes desprendan otro color. -Con estos pensamientos, decidió viajar a otras tierras, no sin antes explicar a sus padres y hermanos los motivos de su decisión. Mermelinda siempre tenía muy en cuenta las opiniones de sus familiares.
A Mermelinda le gustaba el Sol y por ello tomó la dirección de éste. - Caminaré en dirección de la estrella que me da luz y alegría. Además, así los días serán más largos. Cuando el Sol vaya a morir yo lo rescataré aunque solo sea unos instantes.
Por todas las ciudades, pueblos y aldeas por donde pasaba, se encontraba el mismo problema. Todos la miraban, y siempre de la misma forma. Precisamente la que más le podía herir.
Durante tres largos meses, recorrió playas llenas de gentes, otras desiertas. También atravesó montañas y valles, incluso mares pequeños, pero para su desgracia nada cambiaba. Cuando los dineros que su padre le dio al emprender tan esperanzado viaje, estaban a punto de acabársele, Mermelinda se dio cuenta de que nunca había ganado dinero. Sus padres jamás le habían enseñado esa lección. Asustada por su situación, decidió dar la espalda al Sol y regresar a la casa familiar. Prefería ser guapa y comer a ser fea y morirse de hambre.
-Como no me deprisa en llegar a casa de mis padres, moriré de hambre. -Pensaba inundándose de angustia.
Pasó un mes, dos meses, cuatro meses y Mermelinda recorría los caminos del regreso. Con los días su aspecto se había transformado. No por la falta de alimento, pues, atravesaba países ricos y siempre encontraba a alguien que le ofrecía algo, al verla tan desamparada.
Su figura, estilizada siempre, fue encogiéndose. En su cara aparecieron las primeras arrugas y en sus manos las primeras grietas.
Seis meses llevaba Mermelinda y todavía le faltaban dos para llegar a su antiguo hogar. -Dando la espalda al Sol se hacen más pesados los días.
-Pensaba recorriendo los caminos en soledad.
Su cara ya no estaba sonrosada como cuando partió. Ahora aparecía pálida, pues llevaba tiempo sin recibir el Sol en el rostro. Ya no era la misma. Su belleza se había evaporado. Pero, al fin, consiguió su propósito, ya que al cruzar la plaza que daba a la verja de la casa familiar, se apercibió que ya nadie le miraba. Los que antes la desnudaban con los ojos, ahora ni siquiera la despojaban de una horquilla y los jóvenes ya no se fijaban en sus ojos de color miel colada.
Las primeras semanas después de su regreso fueron realmente maravillosas para Mermelinda, pero, poco a poco, en su ya arrugado rostro dejaron de dibujarse figuras de alegría. A esto siguieron continuos llantos, para terminar aislándose en su dormitorio, sin querer saber de nadie.
Su madre, asustada, un día le preguntó.
-Mermelinda, hija ¿por qué estas así?, ¿Algo té pasa?. Cuéntame, yo te puedo ayudar.
-¡Madre!
Exclamo Mermelinda entre sollozos ya nadie me mira. Cuando salgo a la plaza ningún joven se interesa por mí. Vivo en la más profunda soledad y esto es muy triste, pues, acostumbrada a lo contrario, no puedo ahora, tomarlo como natural.
-Mermelinda hija, eso es lo que pretendías antes de partir.
-Si, madre, tienes razón, pero no es justo que me pase esto. Yo quería quitarme miradas, pero no todas.
-Decía con lágrimas en los ojos.
Al cabo de un tiempo, Mermelinda fue aceptando su destino, no sin sufrimiento. En su rostro arrugado, de vez en cuando, aparecían gestos de alegría y entonces apreciaba que alguna mirada se posaba en ella. Esto le hacía recordar su pasada belleza y le dolía. Pero, a pesar de todo recibía aquellos rayos sociales con verdadero frenesí.
Pasaron los años y Mermelinda seguía saliendo a la plaza en busca de miradas, pero nunca consiguió llevarlas a su intimidad.
Y así vivió en soledad hasta que la sombra de la muerte le cubrió.
Hoy, en una plaza, sembrada de naranjos, al atardecer se puede escuchar de boca de los lugareños esta triste historia, la historia de Mermelinda. La chica que fue ingrata con la naturaleza.

1.010. Mingo (Eusebius)

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