Mermelinda era hermosa. Desde su primera juventud se
admiraba su original belleza. Los hombres sin educación la desnudaban con los
ojos y la mayoría de los muchachos quedaban hipnotizados cuando recibían un
rayo directo de su iris color miel colada. ¡Me ha mirado! -se decía el
afortunado- pero nunca pasaba de esas fugaces miradas.
Mermelinda estaba acostumbrada que la miraran pero,
no podía dejar de sufrir una recaída en su espíritu. Otra chica después de años
de ser el centro, ya estaría vacunada, pero Mermelinda no, Mermelinda con sus
diecinueve era distinta.
-Me gustaría ser fea, Dios, ¿Por qué me hiciste
guapa y no fea? se decía cuando se encontraba deprimida. -Quizás en otra ciudad
las miradas de las gentes desprendan otro color. -Con estos pensamientos,
decidió viajar a otras tierras, no sin antes explicar a sus padres y hermanos
los motivos de su decisión. Mermelinda siempre tenía muy en cuenta las
opiniones de sus familiares.
A Mermelinda le gustaba el Sol y por ello tomó la
dirección de éste. - Caminaré en dirección de la estrella que me da luz y
alegría. Además, así los días serán más largos. Cuando el Sol vaya a morir yo
lo rescataré aunque solo sea unos instantes.
Por todas las ciudades, pueblos y aldeas por donde
pasaba, se encontraba el mismo problema. Todos la miraban, y siempre de la
misma forma. Precisamente la que más le podía herir.
Durante tres largos meses, recorrió playas llenas de
gentes, otras desiertas. También atravesó montañas y valles, incluso mares
pequeños, pero para su desgracia nada cambiaba. Cuando los dineros que su padre
le dio al emprender tan esperanzado viaje, estaban a punto de acabársele,
Mermelinda se dio cuenta de que nunca había ganado dinero. Sus padres jamás le
habían enseñado esa lección. Asustada por su situación, decidió dar la espalda
al Sol y regresar a la casa familiar. Prefería ser guapa y comer a ser fea y
morirse de hambre.
-Como no me deprisa en llegar a casa de mis padres,
moriré de hambre. -Pensaba inundándose de angustia.
Pasó un mes, dos meses, cuatro meses y Mermelinda
recorría los caminos del regreso. Con los días su aspecto se había
transformado. No por la falta de alimento, pues, atravesaba países ricos y
siempre encontraba a alguien que le ofrecía algo, al verla tan desamparada.
Su figura, estilizada siempre, fue encogiéndose. En
su cara aparecieron las primeras arrugas y en sus manos las primeras grietas.
Seis meses llevaba Mermelinda y todavía le faltaban
dos para llegar a su antiguo hogar. -Dando la espalda al Sol se hacen más
pesados los días.
-Pensaba recorriendo los caminos en soledad.
Su cara ya no estaba sonrosada como cuando partió.
Ahora aparecía pálida, pues llevaba tiempo sin recibir el Sol en el rostro. Ya
no era la misma. Su belleza se había evaporado. Pero, al fin, consiguió su
propósito, ya que al cruzar la plaza que daba a la verja de la casa familiar,
se apercibió que ya nadie le miraba. Los que antes la desnudaban con los ojos,
ahora ni siquiera la despojaban de una horquilla y los jóvenes ya no se fijaban
en sus ojos de color miel colada.
Las primeras semanas después de su regreso fueron
realmente maravillosas para Mermelinda, pero, poco a poco, en su ya arrugado
rostro dejaron de dibujarse figuras de alegría. A esto siguieron continuos llantos,
para terminar aislándose en su dormitorio, sin querer saber de nadie.
Su madre, asustada, un día le preguntó.
-Mermelinda, hija ¿por qué estas así?, ¿Algo té
pasa?. Cuéntame, yo te puedo ayudar.
-¡Madre!
Exclamo Mermelinda entre sollozos ya nadie me mira.
Cuando salgo a la plaza ningún joven se interesa por mí. Vivo en la más
profunda soledad y esto es muy triste, pues, acostumbrada a lo contrario, no
puedo ahora, tomarlo como natural.
-Mermelinda hija, eso es lo que pretendías antes de
partir.
-Si, madre, tienes razón, pero no es justo que me
pase esto. Yo quería quitarme miradas, pero no todas.
-Decía con lágrimas en los ojos.
Al cabo de un tiempo, Mermelinda fue aceptando su
destino, no sin sufrimiento. En su rostro arrugado, de vez en cuando, aparecían
gestos de alegría y entonces apreciaba que alguna mirada se posaba en ella.
Esto le hacía recordar su pasada belleza y le dolía. Pero, a pesar de todo
recibía aquellos rayos sociales con verdadero frenesí.
Pasaron los años y Mermelinda seguía saliendo a la
plaza en busca de miradas, pero nunca consiguió llevarlas a su intimidad.
Y así vivió en soledad hasta que la sombra de la
muerte le cubrió.
Hoy, en una plaza, sembrada de naranjos, al
atardecer se puede escuchar de boca de los lugareños esta triste historia, la
historia de Mermelinda. La chica que fue ingrata con la naturaleza.
1.010. Mingo (Eusebius)
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