Es un informe verdadero, atestiguado por tantos que
ahora ninguno de los sabios e ilustrados lo niega, el que los ojos de la
serpiente tienen una propiedad magnética que hace que aquellos que caigan en su
persuasión se acerquen a pesar de su voluntad y perezcan
miserablemente por la mordedura de ese ser.
I
Tumbado cómodamente en un sofá, en bata y zapatillas,
Harker Brayton sonrió al leer la anterior frase del viejo libro de Morryster, Marvells
ofScience.
-Lo único que tiene de mara villoso
el asunto -dijo para sí mismo-, es que los hombres sabios e ilustrados de los
tiempos de Morryster creyeran esas tonterías que rechazan hasta los más
ignorantes de nuestra época.
Se produjo entonces una cadena de reflexiones, pues
Brayton era un hombre de pensamiento, e inconscientemente bajó el libro sin
alterar la dirección de la mirada. En cuanto el volumen estuvo por debajo de su
línea de visión, algo que había en una oscura esquina de la habitación atrajo
su atención sobre su entorno. Lo que vio en la sombra, debajo de la cama,
fueron dos pequeños puntos de luz que parecían separados entre sí por unos dos
centímetros. Un momento más tarde, algo -un impulso que no se le ocurrió
analizar, le hizo bajar de nuevo el libro y buscar lo que había visto antes.
Allí seguían, todavía, los puntos de luz. Daba la impresión de que se hubieran
vuelto más brillantes que antes, que resplandecieran con un brillo verdoso que
no había observado la primera vez. También pensó que debían haberse movido un
poco, que estaban algo más cerca. Sin embargo seguían todavía demasiado metidos
en la sombra como para revelar su naturaleza y origen a una atención
indolente, por lo que reanudó la lectura. De pronto, algo que había en el texto
le sugirió un pensamiento que le hizo sobresaltarse y dejar caer el libro por
tercera vez a un lado del sofá, de donde, al escapar de su mano, cayó al
suelo boca abajo. Levantándose a medias, Brayton fijó la mirada en la zona de
oscuridad que había bajo la cama, donde le pareció que los puntos de luz
brillaban con un fuego todavía mayor. Ahora su atención se había despertado
plenamente y su mirada era impaciente e imperativa. De esa manera vio, casi
directamente bajo la barandilla del pie de la cama, los anillos de una gran
serpiente... ¡los puntos de luz eran sus ojos! Su cabeza horrible, que
sobresalía del anillo interior y descansaba sobre el más exterior, se orientaba
directamente hacia él, pues la definición de la mandíbula ancha y brutal y de
la frente, semejante a la de un idiota, servía para mostrar la dirección de su
mirada maligna. Los ojos no eran ya simples puntos luminosos, pues parecían
tener en sí mismos un significado: un significado maligno.
II
Afortunadamente, una serpiente en el dormitorio de
una de las mejores casas de una ciudad moderna no es un fenómeno tan común que
convierta en algo totalmente innecesaria una explicación. Harker Brayton, un
soltero de treinta y cinco años, erudito, ocioso y algo atlético,
rico, famoso y de buena salud, había regresado a San Francisco de un viaje
realizado por todo tipo de países remotos y poco habituales. Sus gustos,
siempre un poco lujosos, se habían vuelto algo más exigentes tras largas
privaciones, por lo que incluso los recursos del Castle Hotel
resultaban inadecuados para su absoluta gratificación, razón por la que había
aceptado alegremente la hospitalidad de su amigo el distinguido científico
doctor Druring. La casa grande y anticuada del doctor Druring, situada en lo
que es ahora un oscuro barrio de la ciudad, tenía un aspecto exterior y visible
de orgulloso apartamiento. Claramente no se relacionaba con las edificaciones
contiguas de su alterado entorno, por lo que parecía haber desarrollado algunas
excentricidades surgidas directamente de su aislamiento. Una de ella era un
«ala» claramente irrelevante desde el punto de vista arquitectónico y no menos
rebelde en cuanto al propósito: pues se trataba de una combinación de laboratorio,
casa de fieras y museo. Allí era donde el doctor satisfacía el aspecto
científico de su naturaleza con el estudio de aquellas formas de la vida animal
que atraían su interés y se conformaban a sus gustos; que debe confesarse se
dirigían más bien hacia los de tipo inferior. Para que alguno de los superiores
resultara agradable a sus sentidos debía retener por lo menos algunas
características rudimentarias pertenecientes a los «dragones primigenios», como
era el caso de los sapos y las serpientes. Sus simpatías científicas eran
claramente reptilianas: amaba a los seres vulgares de la naturaleza y gustaba
de describirse a sí mismo como el Zola de la zoología. Como su
esposa e hijas no tenían la ventaja de compartir su curiosidad ilustrada con
respecto a las obras y costumbres de éstas, para nosotros, malhadadas
criaturas, habían sido excluidas con innecesaria austeridad de lo que él
llamaba el Serpentario, y condenadas a las compañías de sus semejantes, aunque
para suavizar los rigores de su destino, gracias a su gran riqueza había
permitido a los reptiles vivir en un entorno magnificente y brillar con
esplendor superior.
Arquitectónicamente y desde el punto de vista del
«amuebla-miento» el Serpentario gozaba de una severa simplicidad adecuada a las
circunstancias humildes de sus ocupantes, a muchos de los cuales, por razones
de seguridad, no se les podía conceder la libertad que es necesaria para el
gozo pleno del lujo, porque tenían la inquietante peculiaridad de estar vivos.
Sin embargo, en sus apartamentos tenían tan escasas restricciones personales
como resultaran compatibles con la protección que necesitaban frente a la
costumbre funesta de comerse unos a otros. Por lo demás, tal como Brayton había
sido solícitamente advertido, era más que una tradición el que algunos de
ellos, en diversos momentos, se encontraran en ciertas partes del lugar en las
que hubiera resultado bastante embarazoso explicar su presencia. Mas a pesar
del Serpentario y de sus extraordinarias asociaciones -a las que para ser
sinceros prestaba él muy poca atención, la vida en la mansión Druring le
resultaba a Brayton muy de su agrado.
III
Salvo un sobresalto y un simple estremecimiento de
desagrado, aquello no afectó demasiado al señor Brayton. Su primer pensamiento
fue el de tocar la campana para que viniera un criado; pero, aunque el cordón
de la campana colgara muy cerca de donde estaba, no hizo ningún movimiento
hacia él; pasó por su mente el pensamiento de que dicho acto le convertiría en
sospechoso de haber tenido miedo, lo que desde luego no había sido cierto.
Tenía una conciencia más aguda de la naturaleza incongruente de la situación
que de la sensación de verse afectado por sus peligros; aquélla resultaba
repugnante, pero absurda.
El reptil pertenecía a una especie con la que Brayton
no estaba familiarizado. Tan sólo podía conjeturar su longitud, pero en su
parte más visible el cuerpo del animal parecía tan grueso como su antebrazo.
¿En qué medida resultaba peligroso, si es que lo era? ¿Era una serpiente
venenosa? ¿Constrictora? Su conocimiento de las señales de peligro de la naturaleza
no le permitían saberlo; nunca había descifrado esos códigos.
Pero si el animal no era peligroso, al menos era
ofensivo. Y resultaba además, «por encontrarse fuera de lugar», una
impertinencia. La gema no era digna del engaste. Ni siquiera los gustos
bárbaros de nuestro tiempo y país, que han recargado las paredes de las
habitaciones con cuadros, el suelo con muebles, y los muebles con chucherías,
habían proporcionado un lugar adecuado para ese ejemplar de vida salvaje de la
selva. Además -¡y ese pensamiento
le resultaba insoportable!-, las exhalaciones de su aliento se mezclaban con
la atmósfera que él mismo estaba respirando.
Cuando aquellos pensamientos tomaron forma, con
mayor o menor definición, en la mente de Brayton, le obligaron a la acción. El
proceso podríamos denominarlo como consideración y decisión. Mediante él somos
sabios o imprudentes. Así es como la hoja marchita bajo una brisa otoñal muestra mayor o menor inteligencia que
sus semejantes cayendo sobre el suelo o sobre el lago. El secreto de la acción
humana es manifiesto: algo contrae nuestros músculos. ¿Tiene alguna importancia
el que demos el nombre de voluntad a esos cambios moleculares preparatorios?
Brayton se puso en pie y se dispuso a alejarse
despaciosamente de la serpiente, sin inquietarla si ello era posible, hasta
cruzar la puerta. Así se retiran los hombres de la presencia de lo grandioso,
pero lo grandioso es poder; y el poder es una amenaza. Sabía que podía caminar
hacia atrás sin equivocarse. Si el monstruo le seguía, el gusto del decorador
que había llenado las paredes de pintura también había colgado de ellas toda
una serie de armas orientales asesinas, de entre las que podría elegir una que
resultara conveniente a la ocasión. Entretanto, los ojos de la serpiente ardían
con una malevolencia más implacable todavía que antes.
Brayton levantó del suelo el pie derecho dispuesto a
dar un paso atrás; pero en ese mismo momento sintió una poderosa aversión a
hacerlo.
«Se me considera un hombre valiente -pensó-. ¿Es que
la valentía no es sino orgullo? ¿Por el hecho de que no haya nadie que
atestigüe la vergüenza, voy a retirarme?»
Se sostenía apoyando la mano derecha en el respaldo
de la silla, puesto que tenía el pie suspendido en el aire.
-¡Absurdo! -dijo en voz alta. No soy tan cobarde
como para tener miedo de que parezca estar atemorizado.
Levantó el pie un poco más, doblando ligeramente la
rodilla y posándolo en el suelo: ¡un par de centímetros por delante del otro!
No podía ni pensar cómo había sucedido aquello. El intento que hizo con el pie
izquierdo obtuvo el mismo resultado: también éste avanzó con respecto al
derecho. La mano aferraba el respaldo
de la silla; el brazo estaba recto, como si fuera a tirar de la silla hacia
atrás. Cualquier observador habría dicho que no deseaba perder ese punto de
asimiento. La cabeza maligna de la serpiente seguía sobresaliendo desde el
anillo interior, lo mismo que antes, al nivel del cuello. No se había movido,
pero ahora sus ojos eran como chispas eléctricas que irradiaran un número
infinito de agujas luminosas.
La tez del hombre había adquirido una palidez
cenicienta. Volvió a avanzar un paso, y otro más, arrastrando en parte la
silla, que cuando finalmente soltó cayó con estruendo sobre el suelo. El hombre
lanzó un gemido; la serpiente ni se movió ni emitió sonido alguno: pero sus
ojos eran dos soles deslumbrantes. El propio reptil quedaba totalmente oculto
por ellos. Emitían aros crecientes de colores fuertes y vivos que, en su mayor
expansión, desaparecían sucesivamente como pompas de jabón; parecían aproximarse
al rostro del hombre, pero poco después parecían encontrarse a una distancia
inconmensurable. Escuchó en algún lugar el latido continuo de un gran tambor,
con ráfagas intermitentes de una música lejana, inconcebible-mente dulce, como
los tonos de una arpa eolia [1].
Creyó que era la melodía del amanecer de la estatua de Memnon [2],
y creyó encontrarse en los juncos al lado del Nilo, escuchando con un sentimiento
de exaltación ese himno inmortal a través del silencio de los siglos.
Cesó la música; o más bien se convirtió, con una
graduación insensible a los sentidos, en el retumbar distante de una tormenta
que se aleja. Se extendía ante él un paisa je
que relucía bajo el sol y la lluvia, arqueado por un arco iris de colores vivos
que enmarcaba en su curva gigantesca cien ciudades visibles. A media distancia,
una serpiente enorme que llevaba una corona levantaba la cabeza por encima de
sus voluminosas convoluciones y le contemplaba con los ojos de su madre muerta.
De pronto aquel paisa je de encantamiento
pareció elevarse velozmente como el telón de un teatro y desapareció en el
vacío. Algo le dio un fuerte golpe en el rostro y el pecho. Había caído al
suelo y la sangre caía de su nariz rota y sus labios magullados.
Permaneció un tiempo atontado y aturdido, caído con el rostro sobre el suelo y
los ojos cerrados. Unos momentos después se recuperó y supo entonces que con la
caída, que le hizo apartar la mirada, había roto el hechizo que le retenía.
Supo que entonces, si mantenía apartada la mirada, podría retirarse, pero el
pensamiento mismo de que la serpiente estaba a muy poca distancia de su cabeza,
aunque no la viera -quizás a punto de saltar sobre él y anudar sus anillos
sobre su garganta- resultaba demasiado horrible. Levantó la cabeza, volvió a
mirar aquellos ojos funestos y de nuevo se convirtió en su esclavo.
La serpiente no se había movido y parecía haber
perdido en parte el poder que tenía sobre la imaginación del hombre; no se
repitieron las ilusiones magnificentes de los momentos anteriores. Bajo su
frente plana y sin cerebro los ojos negros, como dos gotas relucientes,
brillaban como al principio, con una inexpresable actitud maligna. Era como si
aquel animal, seguro ya de su triunfo, hubiera decidido no poner en práctica
más tretas para atraerle.
Se produjo entonces una escena terrible. El hombre,
yacente en el suelo a menos de un metro de su enemigo, levantó la parte
superior de su cuerpo sobre los codos, con la cabeza echada hacia atrás y las
piernas totalmente extendidas. Su rostro estaba blanquecino entre las manchas
de sangre; los ojos los tenía abiertos al máximo. Había espuma en sus labios
que le caía en forma de copos. Unas potentes convulsiones recorrían su cuerpo
obligándole a practicar ondulaciones casi ser-pentinas. Se dobló por la
cintura, fue cambiando las piernas de un lado al otro y a cada momento se
encontraba un poco más cerca de la serpiente. Presionaba el suelo con las
manos en un intento de retroceder, pero seguía avanzando constantemente sobre
los codos.
IV
El doctor Druring y su esposa estaban sentados en la
biblioteca. El científico se encontraba en un raro estado de buen humor.
-Mediante el intercambio con otro coleccionista,
acabo de obtener un espléndido ejemplar de ophiophagus -le dijo a su mujer.
-¿Y qué es eso? -preguntó ella con muy poco interés.
-¡Bendita sea mi alma, qué ignorancia tan profunda!
Querida mía, un hombre que tras casarse se entera de que su esposa no sabe
griego tiene derecho a divorciarse, la ophiophagus es una serpiente que
se come a las otras serpientes.
-Pues ojalá se coma todas las tuyas -contestó ella
cambiando con actitud ausente la dirección de la lámpara-. ¿Pero cómo las
consigue? Imagino que hechizándolas.
-No cambiarás nunca, querida -dijo el doctor con
afectada petulancia. Ya sabes lo que me irrita cualquier alusión a esa
superstición vulgar sobre la facultad de fascinación de las serpientes.
¡La conversación fue interrumpida por un poderoso
grito que sonó en la casa silenciosa como la voz de un demonio que gritara
desde una tumba! Y sonó y volvió a sonar con una terrible claridad. Se pusieron
en pie de un salto: el hombre, confundido; su esposa, pálida e incapaz de
hablar por el terror. Casi antes de que hubiera desaparecido el eco del último
grito, el doctor había salido de la habitación y subía las escaleras de dos en
dos escalones. En el corredor, frente a la habitación de Brayton, encontró a
varios criados que habían descendido del piso superior. Entraron juntos sin
llamar a la puerta. No tenía el pestillo echado y cedió fácilmente. Brayton
yacía muerto sobre el suelo, boca abajo. La cabeza y los brazos estaban
parcialmente ocultos por la barandilla del pie de la cama. Tiraron del cuerpo
hacia atrás y le dieron la vuelta. Tenía el rostro manchado de sangre y espuma,
los ojos totalmente abiertos, contemplando... ¡una visión terrible!
-Ha muerto de un ataque -observó el científico
doblando una rodilla y colocando una mano sobre el corazón del yacente.
Mientras se encontraba en esa posición, miró bajo la cama y añadió-: ¡Dios mío!
¿Cómo llegó eso hasta aquí?
Se metió bajo la cama, sacó la serpiente y la
arrojó, enroscada todavía, al centro de la habitación, donde con un sonido
apagado se deslizó por el suelo pulido hasta que chocó con la pared y se quedó
allí inmóvil. Era una serpiente disecada a la que le habían puesto como ojos
dos botones de zapato.
1.007. Briece (Ambrose)
[1] Arpa
cofia: instrumento musical compuesto por una caja sonora con seis u ocho
cuerdas afinadas en un mismo tono, y que producía los sonidos al ser expuesto a
una corriente de aire. (N. del T.)
[2] Memnon:
héroe de la guerra de Troya hijo de la diosa Aurora. A su muerte, la madre
consiguió que Zeus le otorgase la inmortalidad, aunque siguió humedeciendo el
mundo todas las mañanas con sus lágrimas (el rocío). Se le suponía enterrado en
diversos lugares y uno de ellos era una gigantesca estatua cuyas piedras, al
trepidar por el cambio de temperatura del amanecer, producían un sonido que se
pensaba era la respuesta de Memnon al llanto de su madre. (N. del T.)
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