El relato de un médico
-¿La hora exacta? ¡Dios mío! ¿Por qué insiste,
amigo? Uno creería... pero qué importa eso; es casi hora de irse a la cama. ¿Le
sirve así? Aunque, mire: si tiene que poner el reloj en hora, tome el mío y
véalo usted mismo.
Entonces separó el reloj (tremendamente pesado y muy
anticuado) de la cadena y me lo entregó; luego se dio la vuelta y, cruzando la
habitación, se dirigió hacia la estantería y empezó a examinar los lomos de los
libros. Su nerviosismo y angustia evidentes me sorprendieron; no parecían
tener motivo. Después de poner en hora mi reloj por el suyo, me acerqué donde
él estaba y dije:
-Gracias.
Mientras cogía el reloj y lo volvía a enganchar a su
cadenilla observé que le temblaban las manos. Con una discreción de la que me
enorgullecí en grado sumo, me aproximé lenta y perezosamente al aparador y me
serví un poco de coñac y agua; luego, pidiéndole excusas por mi descuido, le
rogué que tomara algo y, dejando que
se sirviera él mismo tal y como teníamos por costumbre, volví a mi asiento
junto al fuego. Una vez servido, se unió a mí junto al hogar tan tranquilo como
siempre.
Este pequeño incidente tuvo lugar en mi apartamento,
donde John Bartine
estaba pasando la noche. Habíamos cenado juntos en el club y llegado a casa en
coche; en resumen: todo había sido hecho del modo más prosaico. El por qué John Bartine
tenía que interrumpir el orden natural y establecido de las cosas para llamar
la atención con un alarde de emoción, al parecer para entretenerse, era algo
que de ninguna manera podía entender. Cuanto más pensaba en ello, mientras sus
brillantes dotes de conversación se encomendaban a mi falta de atención, más
curiosidad me producía y, por supuesto, no tuve ninguna dificultad en
convencerme de que tal sentimiento no era otra cosa que solicitud amistosa.
Éste es el disfraz que la curiosidad adopta para eludir el resentimiento. Por
eso, sin más ceremonia, arruiné una de las mejores frases de su menospreciado
monólogo.
John Bartine -dije-, perdóneme si me equivoco, pero con
los datos que tengo hasta ahora no puedo concederle el derecho a sufrir un
ataque de nervios cuando le pregunto la hora. No puedo admitir que sea
aceptable mostrar una misteriosa renuencia a consultar su propio reloj y a
abrigar, en mi presencia y sin explicación, emociones dolorosas que están
ocultas para mí y que no son de mi incumbencia.
Bartine no dio una repuesta inmediata a este absurdo
discurso, sino que se quedó sentado mirando el fuego con preocupación. Temiendo
haberle ofendido, estaba a punto de pedirle excusas y rogarle que olvidara el
asunto cuando, tranquilamente, me miró a los ojos y dijo:
-Querido amigo, la ligereza de sus modales no atenúa
en absoluto la terrible insolencia de su requerimiento; pero, afortunadamente,
yo ya había decidido contarle lo que quiere saber, y ninguna manifestación de
su indignidad modificará mi decisión. Sea tan amable de prestarme atención y
sabrá todo lo referente a ese asunto.
» Este reloj -dijo-, antes de que me fuera legado,
perteneció a mi familia durante tres generaciones. Su primer propietario, el
hombre que lo hizo, fue mi bisa buelo,
Bramwell Olcott Bartine, un colono acomodado de Virginia, y un Conservador tan
leal como ningún otro: pasaba las noches sin dormir, tramando nuevas formas de
maldecirla jefatura de Mr. Washington e ideando nuevos métodos para ayudar y
apoyar al buen rey Jorge. Un día este digno caballero tuvo la mala fortuna de
realizar un servicio de capital importancia para su causa, que no fue
considerado legítimo por aquellos que sufrieron sus inconvenientes. Lo que
importa no es de qué se trataba, sino que entre sus consecuencias secundarias
se cuenta el arresto de mi ilustre antepasado, llevado a cabo una noche en su
propia casa por las fuerzas rebeldes de Mr. Washington. Se le permitió despedirse de su
afligida familia, y luego desapareció en la oscuridad, que se lo tragó para
siempre. Nunca se encontró el más mínimo indicio de su destino. Después de la
guerra, ni una investigación diligente ni la oferta de grandes recompensas
consiguieron revelar la identidad de quienes le capturaron o algún hecho
relacionado con su desaparición. Había desaparecido, eso es todo.
No sé qué fue, pero hubo algo en la actitud de
Bartine, no en sus palabras, que me impulsó a preguntarle:
-¿Y cuál es su opinión del asunto, de su justicia?
-Mi opinión -exclamó acalorado, golpeando con el
puño en la mesa como si estuviera jugando a los dados con una panda de pillos
en un casino, ¡mi opinión es que fue un vil asesinato cometido por el maldito
traidor, Washington, y por los granujas de sus rebeldes!
Durante unos minutos permanecimos en silencio:
Bartine se dedicó a recuperar su temple y yo a esperar. Después pregunté:
-¿Y eso fue todo?
-No; hubo algo más. Unas semanas después de la
detención de mi bisa buelo se
encontró su reloj en el porche de la puerta principal de la casa. Estaba envuelto
en un papel de carta que llevaba escrito el nombre de Rupert Bartine, su único
hijo, mi abuelo. Y ahora lo tengo yo.
Bartine hizo una pausa. Sus inquietos ojos negros,
con un destello de luz roja en cada uno, reflejo del carbón candente, miraban
fijamente el fuego. Parecía haberse olvidado de mí. La repentina sacudida de
las ramas de un árbol detrás de una de las ventanas y, casi al mismo tiempo, el
golpeteo de la lluvia contra el cristal, le devolvieron la consciencia de lo
que le rodeaba. Precedida por una ráfaga de viento, se había levantado una
tormenta y, tras unos instantes, el continuo chapoteo del agua sobre la acera se
hizo claramente perceptible. Realmente no sé por qué cuento este incidente,
pero parecía tener un cierto significado y relevancia que actualmente soy
incapaz de discernir. Al menos, añadía un elemento de seriedad, casi de
solemnidad. Bartine prosiguió:
-Siento algo especial por este reloj, una especie de
cariño hacia él. Me gusta tenerlo cerca aunque, en parte por lo que pesa y en
parte por una razón que ahora le explicaré, casi nunca lo utilizo. La razón es
la siguiente: cada noche, cuando lo llevo encima, siento un inexplicable deseo
de abrirlo y consultarlo, incluso cuando no tengo ninguna razón especial para
querer saber la hora. Pero si cedo a él, en el momento en que mi vista descansa
sobre la esfera, me siento lleno de una misteriosa aprensión, de una sensación
de calamidad inminente. Y ésta se hace más y más insoportable a medida que se
acercan las once en punto por este reloj; no importa la hora que realmente sea.
Después, cuando las manecillas han pasado de las once, el deseo de mirar
desaparece; me da exactamente igual. Entonces puedo consultarlo con la
frecuencia que quiera, sin sentir más emoción que la que usted siente al
consultar el suyo. Naturalmente me he acostumbrado a no mirar el reloj por la
noche antes de las once; nada conseguiría inducirme a hacerlo. Su insistencia
hace un momento me trastornó un poco. Siento lo que un consumidor de opio,
supongo, sentiría si la ansiedad por su especial y particular infierno se viera
reforzada por la oportunidad y el consejo.
» Bien, ésta es mi historia, y la he relatado en
interés de su fútil ciencia; pero si alguna noche de aquí en adelante me ve
llevando este maldito reloj y tiene el descuido de preguntarme la hora, le
ruego que me dé permiso para ponerle en la tesitura de ser golpeado.
Su sentido del humor no me hizo gracia. Pude
observar que al relatar su ensoñación se había sentido molesto de nuevo. Su
sonrisa final era claramente
horrible, y sus ojos habían evidenciado algo más que la primitiva inquietud;
recorrían de un lado a otro la habitación sin objetivo aparente y me dio la
impresión de que habían adoptado una expresión salvaje, semejante a la que a
veces se observa en los casos de demencia. Quizás fuera sólo mi imaginación,
pero de todos modos estaba convencido de que mi amigo se veía afectado por una
monomanía de lo más singular e interesante. Sin ninguna disminución en mi
afectuosa solicitud hacia él como amigo, al menos confío que así fuera,
comencé a considerarle como paciente, y vi que tenía muchas posibilidades de
estudiarlo con provecho. ¿Por qué no? ¿Acaso no había descrito su ensoñación
en interés de la ciencia? Ah, pobre amigo, estaba haciendo por la ciencia más
de lo que se imaginaba: no sólo su historia, sino también él, eran prueba de
ello. Tenía que curarle, si es que podía, claro, pero antes debía hacer un
pequeño experimento psicológico; no, incluso el propio experimento podía
suponer un paso en su recuperación.
-Bartine -le dije cordialmente-, eso es muy franco y
amigable por su parte, y me siento muy orgulloso de su confianza.
Realmente, es todo muy raro. ¿Le importaría enseñarme el reloj?
Lo sacó de su chaleco, con cadena y todo, y
me lo pasó sin decir una palabra. La montura era de oro, muy gruesa y dura,
y tenía unos grabados muy curiosos. Después de examinar detalladamente la
esfera y observar que eran casi las doce, lo abrí por detrás y resultó
interesante descubrir una caja interior de marfil, sobre la cual había un
retrato en miniatura, pintado de aquel modo exquisito y delicado que estuvo tan
de moda durante el siglo dieciocho.
-¡Caramba! -exclamé, mostrando
un profundo placer artístico-. ¿Cómo consiguió que le hicieran esto? Creía que
la miniatura pintada sobre marfil era un arte perdido.
-Ése no soy yo -replicó con una sonrisa solemne-; es mi ilustre bisa buelo,
el difunto caballero Bramwell Olcott Bartine, de Virginia. Entonces era más
joven; de mi edad más o menos. Dicen que me parezco a él. ¿Usted qué cree?
-¿Que si se parece a él? ¡Desde luego! Aparte de las
ropas, que suponía que usted había adoptado en honor al arte o por vraisemblance,
por así decirlo, y de la ausencia del bigote, este retrato es
el suyo en cada rasgo, detalle, y hasta en la expresión.
Nada más se dijo en aquel momento. Bartine cogió un
libro de la mesa y empezó a leer. Yo seguía oyendo el incesante chapoteo de la
lluvia en la calle. De vez en cuando se escuchaban pasos apresurados por las
aceras; entonces unas pisa das más
lentas y firmes se detuvieron ante la puerta. Será un policía, pensé, que
busca refugio en la entrada. Las ramas de los árboles golpeaban de un modo
significativo, como si pidieran entrar, contra los cristales de las ventanas.
Después de años y años de una vida más prudente y seria, lo recuerdo
perfectamente.
Aprovechando que no me prestaba atención, cogí la
anticuada llave que colgaba de la cadenilla y, girando hacia atrás las
manecillas del reloj, lo retrasé una hora; luego cerré la caja, devolví a
Bartine su propiedad y vi cómo se la guardaba.
-Creo que usted ha dicho -comencé, con una fingida
indiferencia- que después de las once la visión de la esfera ya no le afecta.
Como son casi las doce -añadí mirando mi reloj, quizás, si es que no toma a
mal mis ganas de comprobarlo, podría mirarla ahora.
Sonrió en tono amistoso, sacó el reloj de nuevo, lo
abrió e inmediatamente se puso en pie de un salto y soltó un gritó que el Cielo
no ha tenido la compasión de permitirme olvidar. Sus ojos, de una negrura acrecentada
de modo sorprendente por la palidez del rostro, se quedaron clavados sobre el
reloj, que agarraba con ambas manos. Durante unos instantes permaneció en esa
actitud sin emitir sonido alguno; luego, con una voz que debería no haber
reconocido como suya, exclamó:
-¡Maldición! ¡Faltan dos minutos para las once!
Yo me estaba preparando para un arrebato como ése; sin
levantarme, repliqué con bastante tranquilidad: -Lo siento; debo de haber visto
mal al poner mi reloj en hora por el suyo.
Cerró la tapa de golpe y se guardó el reloj en el
bolsillo. Entonces me miró e intentó sonreír, pero le temblaba el labio
superior y parecía incapaz de cerrar la boca. Después apretó las manos, también
temblorosas, y se las metió en los bolsillos del chaqué. El espíritu valiente
pugnaba claramente por dominar al cuerpo cobarde. El esfuerzo fue demasiado
grande; Bartine, como si tuviera un ataque de vértigo, comenzó a tambalearse
de un lado a otro y, antes de que pudiera levantarme de la silla para
sostenerle, las rodillas le fallaron, se inclinó violentamente hacia adelante
y cayó de bruces. Me puse en pie para ayudarle a levantarse; pero cuando John Bartine
se levante, todos lo haremos.
La autopsia no reveló nada especial; todos los órganos
eran normales y estaban sanos. Sin embargo, cuando se preparó el cuerpo para el
entierro, se le apreció un ligero círculo de color oscuro alrededor del cuello;
al menos eso fue lo que me asegu raron
varias personas que decían haberlo visto, si bien, basándome en mi propio
conocimiento, no puedo afirmar que fuera verdad.
Tampoco puedo poner limitaciones a la ley de la
herencia. No sé si, en el mundo espiritual, un sentimiento o emoción podrá
sobrevivir al corazón que lo cobijó y buscar expresión siglos más tarde en una
vida semejante. Ciertamente, si tuviera que imaginar el destino de Bramwell
Olcott Bartine, debería suponer que fue ahorcado a las once de la noche y que
le habían concedido varias horas para prepararse para el cambio.
En cuanto a John Bartine, mi amigo, mi paciente durante cinco
minutos y, ¡que el Cielo me perdone!, mi víctima para la eternidad, no hay más
que decir. Está enterrado, y su reloj con él; me encargué de eso. Que Dios
acepte su alma en el Paraíso y el alma de su antepasado de Virginia si, claro
está, realmente se trataba de dos almas.
1.007. Briece (Ambrose)
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