Translate

martes, 18 de junio de 2013

El reloj de john bartine

El relato de un médico

-¿La hora exacta? ¡Dios mío! ¿Por qué insiste, amigo? Uno creería... pero qué importa eso; es casi hora de irse a la cama. ¿Le sirve así? Aunque, mire: si tiene que poner el reloj en hora, tome el mío y véalo usted mismo.
Entonces separó el reloj (tremendamente pesado y muy anticuado) de la cadena y me lo entregó; luego se dio la vuelta y, cruzando la habitación, se dirigió hacia la estantería y empezó a examinar los lomos de los libros. Su nerviosismo y angustia evidentes me sor­prendieron; no parecían tener motivo. Después de poner en hora mi reloj por el suyo, me acerqué donde él estaba y dije:
-Gracias.
Mientras cogía el reloj y lo volvía a enganchar a su cadenilla observé que le temblaban las manos. Con una discreción de la que me enorgullecí en grado sumo, me aproximé lenta y perezosamente al aparador y me serví un poco de coñac y agua; luego, pidiéndole excusas por mi descuido, le rogué que tomara algo y, dejando que se sirviera él mismo tal y como teníamos por costumbre, volví a mi asiento junto al fuego. Una vez servido, se unió a mí junto al hogar tan tranquilo como siempre.
Este pequeño incidente tuvo lugar en mi aparta­mento, donde John Bartine estaba pasando la noche. Habíamos cenado juntos en el club y llegado a casa en coche; en resumen: todo había sido hecho del modo más prosaico. El por qué John Bartine tenía que interrumpir el orden natural y establecido de las cosas para llamar la atención con un alarde de emoción, al parecer para entretenerse, era algo que de ninguna manera podía entender. Cuanto más pensaba en ello, mientras sus brillantes dotes de conversación se enco­mendaban a mi falta de atención, más curiosidad me producía y, por supuesto, no tuve ninguna dificultad en convencerme de que tal sentimiento no era otra cosa que solicitud amistosa. Éste es el disfraz que la curiosidad adopta para eludir el resentimiento. Por eso, sin más ceremonia, arruiné una de las mejores frases de su menospreciado monólogo.
John Bartine -dije-, perdóneme si me equivoco, pero con los datos que tengo hasta ahora no puedo concederle el derecho a sufrir un ataque de nervios cuando le pregunto la hora. No puedo admitir que sea aceptable mostrar una misteriosa renuencia a consul­tar su propio reloj y a abrigar, en mi presencia y sin explicación, emociones dolorosas que están ocultas para mí y que no son de mi incumbencia.
Bartine no dio una repuesta inmediata a este absur­do discurso, sino que se quedó sentado mirando el fuego con preocupación. Temiendo haberle ofendido, estaba a punto de pedirle excusas y rogarle que olvidara el asunto cuando, tranquilamente, me miró a los ojos y dijo:
-Querido amigo, la ligereza de sus modales no atenúa en absoluto la terrible insolencia de su reque­rimiento; pero, afortunadamente, yo ya había decidi­do contarle lo que quiere saber, y ninguna manifesta­ción de su indignidad modificará mi decisión. Sea tan amable de prestarme atención y sabrá todo lo referente a ese asunto.
» Este reloj -dijo-, antes de que me fuera legado, perteneció a mi familia durante tres generaciones. Su primer propietario, el hombre que lo hizo, fue mi bisabuelo, Bramwell Olcott Bartine, un colono aco­modado de Virginia, y un Conservador tan leal como ningún otro: pasaba las noches sin dormir, tramando nuevas formas de maldecirla jefatura de Mr. Washing­ton e ideando nuevos métodos para ayudar y apoyar al buen rey Jorge. Un día este digno caballero tuvo la mala fortuna de realizar un servicio de capital impor­tancia para su causa, que no fue considerado legítimo por aquellos que sufrieron sus inconvenientes. Lo que importa no es de qué se trataba, sino que entre sus consecuencias secundarias se cuenta el arresto de mi ilustre antepasado, llevado a cabo una noche en su propia casa por las fuerzas rebeldes de Mr. Washing­ton. Se le permitió despedirse de su afligida familia, y luego desapareció en la oscuridad, que se lo tragó para siempre. Nunca se encontró el más mínimo indicio de su destino. Después de la guerra, ni una investigación diligente ni la oferta de grandes recompensas consi­guieron revelar la identidad de quienes le capturaron o algún hecho relacionado con su desaparición. Había desaparecido, eso es todo.
No sé qué fue, pero hubo algo en la actitud de Bartine, no en sus palabras, que me impulsó a pre­guntarle:
-¿Y cuál es su opinión del asunto, de su justicia?
-Mi opinión -exclamó acalorado, golpeando con el puño en la mesa como si estuviera jugando a los dados con una panda de pillos en un casino, ¡mi opinión es que fue un vil asesinato cometido por el maldito traidor, Washington, y por los granujas de sus rebeldes!
Durante unos minutos permanecimos en silencio: Bartine se dedicó a recuperar su temple y yo a esperar. Después pregunté:
-¿Y eso fue todo?
-No; hubo algo más. Unas semanas después de la detención de mi bisabuelo se encontró su reloj en el porche de la puerta principal de la casa. Estaba envuel­to en un papel de carta que llevaba escrito el nombre de Rupert Bartine, su único hijo, mi abuelo. Y ahora lo tengo yo.
Bartine hizo una pausa. Sus inquietos ojos negros, con un destello de luz roja en cada uno, reflejo del carbón candente, miraban fijamente el fuego. Parecía haberse olvidado de mí. La repentina sacudida de las ramas de un árbol detrás de una de las ventanas y, casi al mismo tiempo, el golpeteo de la lluvia contra el cristal, le devolvieron la consciencia de lo que le rodea­ba. Precedida por una ráfaga de viento, se había levan­tado una tormenta y, tras unos instantes, el continuo chapoteo del agua sobre la acera se hizo claramente perceptible. Realmente no sé por qué cuento este incidente, pero parecía tener un cierto significado y relevancia que actualmente soy incapaz de discernir. Al menos, añadía un elemento de seriedad, casi de solemnidad. Bartine prosiguió:
-Siento algo especial por este reloj, una especie de cariño hacia él. Me gusta tenerlo cerca aunque, en parte por lo que pesa y en parte por una razón que ahora le explicaré, casi nunca lo utilizo. La razón es la siguiente: cada noche, cuando lo llevo encima, siento un inexplicable deseo de abrirlo y consultarlo, incluso cuando no tengo ninguna razón especial para querer saber la hora. Pero si cedo a él, en el momento en que mi vista descansa sobre la esfera, me siento lleno de una misteriosa aprensión, de una sensación de calami­dad inminente. Y ésta se hace más y más insoportable a medida que se acercan las once en punto por este reloj; no importa la hora que realmente sea. Después, cuando las manecillas han pasado de las once, el deseo de mirar desaparece; me da exactamente igual. Enton­ces puedo consultarlo con la frecuencia que quiera, sin sentir más emoción que la que usted siente al consultar el suyo. Naturalmente me he acostumbrado a no mirar el reloj por la noche antes de las once; nada conseguiría inducirme a hacerlo. Su insistencia hace un momento me trastornó un poco. Siento lo que un consumidor de opio, supongo, sentiría si la ansiedad por su especial y particular infierno se viera reforzada por la oportu­nidad y el consejo.
» Bien, ésta es mi historia, y la he relatado en interés de su fútil ciencia; pero si alguna noche de aquí en adelante me ve llevando este maldito reloj y tiene el descuido de preguntarme la hora, le ruego que me dé permiso para ponerle en la tesitura de ser golpeado.
Su sentido del humor no me hizo gracia. Pude observar que al relatar su ensoñación se había sentido molesto de nuevo. Su sonrisa final era claramente horrible, y sus ojos habían evidenciado algo más que la primitiva inquietud; recorrían de un lado a otro la habitación sin objetivo aparente y me dio la impre­sión de que habían adoptado una expresión salvaje, semejante a la que a veces se observa en los casos de demencia. Quizás fuera sólo mi imaginación, pero de todos modos estaba convencido de que mi amigo se veía afectado por una monomanía de lo más singular e interesante. Sin ninguna disminución en mi afectuo­sa solicitud hacia él como amigo, al menos confío que así fuera, comencé a considerarle como paciente, y vi que tenía muchas posibilidades de estudiarlo con pro­vecho. ¿Por qué no? ¿Acaso no había descrito su enso­ñación en interés de la ciencia? Ah, pobre amigo, estaba haciendo por la ciencia más de lo que se imagi­naba: no sólo su historia, sino también él, eran prueba de ello. Tenía que curarle, si es que podía, claro, pero antes debía hacer un pequeño experimento psicológi­co; no, incluso el propio experimento podía suponer un paso en su recuperación.
-Bartine -le dije cordialmente-, eso es muy franco y amigable por su parte, y me siento muy orgulloso de su confianza. Realmente, es todo muy raro. ¿Le im­portaría enseñarme el reloj?
Lo sacó de su chaleco, con cadena y todo, y me lo pasó sin decir una palabra. La montura era de oro, muy gruesa y dura, y tenía unos grabados muy curiosos. Después de examinar detalladamente la esfera y obser­var que eran casi las doce, lo abrí por detrás y resultó interesante descubrir una caja interior de marfil, sobre la cual había un retrato en miniatura, pintado de aquel modo exquisito y delicado que estuvo tan de moda durante el siglo dieciocho.
-¡Caramba! -exclamé, mostrando un profundo pla­cer artístico-. ¿Cómo consiguió que le hicieran esto? Creía que la miniatura pintada sobre marfil era un arte perdido.
-Ése no soy yo -replicó con una sonrisa solemne-; es mi ilustre bisabuelo, el difunto caballero Bramwell Olcott Bartine, de Virginia. Entonces era más joven; de mi edad más o menos. Dicen que me parezco a él. ¿Usted qué cree?
-¿Que si se parece a él? ¡Desde luego! Aparte de las ropas, que suponía que usted había adoptado en honor al arte o por vraisemblance, por así decirlo, y de la ausencia del bigote, este retrato es el suyo en cada rasgo, detalle, y hasta en la expresión.
Nada más se dijo en aquel momento. Bartine cogió un libro de la mesa y empezó a leer. Yo seguía oyendo el incesante chapoteo de la lluvia en la calle. De vez en cuando se escuchaban pasos apresurados por las aceras; entonces unas pisadas más lentas y firmes se detuvie­ron ante la puerta. Será un policía, pensé, que busca refugio en la entrada. Las ramas de los árboles golpea­ban de un modo significativo, como si pidieran entrar, contra los cristales de las ventanas. Después de años y años de una vida más prudente y seria, lo recuerdo perfectamente.
Aprovechando que no me prestaba atención, cogí la anticuada llave que colgaba de la cadenilla y, girando hacia atrás las manecillas del reloj, lo retrasé una hora; luego cerré la caja, devolví a Bartine su propiedad y vi cómo se la guardaba.
-Creo que usted ha dicho -comencé, con una fingida indiferencia- que después de las once la visión de la esfera ya no le afecta. Como son casi las doce -añadí mirando mi reloj, quizás, si es que no toma a mal mis ganas de comprobarlo, podría mirarla ahora.
Sonrió en tono amistoso, sacó el reloj de nuevo, lo abrió e inmediatamente se puso en pie de un salto y soltó un gritó que el Cielo no ha tenido la compasión de permitirme olvidar. Sus ojos, de una negrura acre­centada de modo sorprendente por la palidez del rostro, se quedaron clavados sobre el reloj, que agarra­ba con ambas manos. Durante unos instantes perma­neció en esa actitud sin emitir sonido alguno; luego, con una voz que debería no haber reconocido como suya, exclamó:
-¡Maldición! ¡Faltan dos minutos para las once!
Yo me estaba preparando para un arrebato como ése; sin levantarme, repliqué con bastante tranquilidad: -Lo siento; debo de haber visto mal al poner mi reloj en hora por el suyo.
Cerró la tapa de golpe y se guardó el reloj en el bolsillo. Entonces me miró e intentó sonreír, pero le temblaba el labio superior y parecía incapaz de cerrar la boca. Después apretó las manos, también temblo­rosas, y se las metió en los bolsillos del chaqué. El espíritu valiente pugnaba claramente por dominar al cuerpo cobarde. El esfuerzo fue demasiado grande; Bartine, como si tuviera un ataque de vértigo, comen­zó a tambalearse de un lado a otro y, antes de que pudiera levantarme de la silla para sostenerle, las rodi­llas le fallaron, se inclinó violentamente hacia adelante y cayó de bruces. Me puse en pie para ayudarle a levantarse; pero cuando John Bartine se levante, todos lo haremos.
La autopsia no reveló nada especial; todos los órga­nos eran normales y estaban sanos. Sin embargo, cuando se preparó el cuerpo para el entierro, se le apreció un ligero círculo de color oscuro alrededor del cuello; al menos eso fue lo que me aseguraron varias personas que decían haberlo visto, si bien, basándome en mi propio conocimiento, no puedo afirmar que fuera verdad.
Tampoco puedo poner limitaciones a la ley de la herencia. No sé si, en el mundo espiritual, un senti­miento o emoción podrá sobrevivir al corazón que lo cobijó y buscar expresión siglos más tarde en una vida semejante. Ciertamente, si tuviera que imaginar el destino de Bramwell Olcott Bartine, debería suponer que fue ahorcado a las once de la noche y que le habían concedido varias horas para prepararse para el cambio.
En cuanto a John Bartine, mi amigo, mi paciente durante cinco minutos y, ¡que el Cielo me perdone!, mi víctima para la eternidad, no hay más que decir. Está enterrado, y su reloj con él; me encargué de eso. Que Dios acepte su alma en el Paraíso y el alma de su antepasado de Virginia si, claro está, realmente se trataba de dos almas.

1.007. Briece (Ambrose)

No hay comentarios:

Publicar un comentario