En la intersección de dos calles de esa parte de San
Francisco que se conoce de manera bastante genérica con el nombre de North Beach, hay un
solar vacío que está bastante más nivelado de lo que suele suceder con los
solares, vacíos o no, de esa zona. Sin embargo, inmediatamente detrás de él,
por el sur, el terreno adopta una empinada pendiente cuya cuesta se interrumpe
por tres terrazas cortadas en la roca blanda. Es un lugar para cabras y para
pobres, y varias familias de cada categoría lo han ocupado conjunta y
amistosamente «desde la fundación de la ciudad». Una de las humildes viviendas
de la terraza inferior resulta notable por su tosco parecido a un rostro
humano, o más bien al simulacro de éste que un muchacho podría recortar en una
calabaza, sin pretender ofender a los de su raza. Los ojos son dos ventanas
circulares, la nariz es una puerta, la boca una abertura provocada al quitar un
tablón inferior. La puerta no tiene escalones. Como rostro, la casa es
demasiado grande; como vivienda, demasiado pequeña. La mirada vacía y carente
de significado de sus ojos, sin pestañas ni cejas, resulta misteriosa.
A veces un hombre sale de la nariz, gira, pasa por
el lugar en donde debería estar la oreja derecha y, abriéndose camino por
entre la multitud de niños y cabras que obstruyen el estrecho sendero entre las
puertas de sus vecinos y el borde de la terraza, llega a la calle descendiendo
por un tramo de escaleras desvencijadas. Se detiene allí para consultar su
reloj y cualquier desconocido que acierte a pasar en ese momento se sorprenderá
de que un hombre semejante se interese por saber la hora que es. Una
observación más detenida demostraría que la hora del día es un importante
elemento en los movimientos de ese hombre, pues 365 veces al año sale
exactamente a las dos en punto de la tarde.
Una vez que se ha asegu rado
de que no se ha equivocado en cuanto a la hora, guarda el reloj y camina a paso
vivo hacia el sur, calle arriba, durante dos manzanas, gira a la derecha y al
acercarse a la esquina siguiente fija la mirada en una ventana alta de un
edificio de tres pisos que hay en su camino. Se trata de una estructura algo
deslucida, en su origen de ladrillo rojo, pero ahora grisácea. Se ve en ella,
bien a las claras, el contacto del tiempo y el polvo. Construida como vivienda,
ahora es una fábrica. No sé lo que se hace allí, pero supongo que las cosas que
se suelen hacer en una fábrica. Lo único que sé es que a las dos en punto de
todos los días, salvo los domingos, está llena de actividad y estruendo: la
sacuden los latidos de algún motor grande y se escuchan los gritos recurrentes
de la madera atormentada por la sierra. En la ventana en la que nuestro hombre
fija tan intensamente su mirada expectante no aparece nunca nadie; en realidad
el cristal tiene una capa tan grande de polvo que hace tiempo que dejó de ser
transparente. El hombre la mira sin detenerse, por lo que el giro de la cabeza
se va haciendo cada vez más pronunciado conforme va dejando atrás el edificio.
Al llegar a la esquina siguiente, gira a la izquierda, rodea la manzana y
regresa a un punto situado diagonalmente respecto a la calle de la fábrica: un
punto por el que ya había pasado antes, y por el que vuelve a pasar ahora
mirando frecuentemente hacia atrás, por encima del hombro derecho, hacia la
misma ventana; hasta que la pierde de vista. Se sabe que durante muchos años no
ha variado su ruta ni ha introducido una sola innovación en su actividad. Un
cuarto de hora después vuelve a estar en la boca de su vivienda; y una mujer,
que lleva parada algún tiempo en la nariz, le ayuda a entrar. No se le vuelve a
ver hasta las dos del día siguiente.
La mujer es su esposa. Se gana la vida, y la del
marido, lavando para los pobres entre los que viven, entre disputas que
destruyen la porcelana y la competencia doméstica.
El hombre tiene unos cincuenta y siete años, aunque
parece mucho más viejo. Sus cabellos son absolutamente blancos. No tiene barba
y siempre va recién afeitado. Sus manos están limpias y sus uñas bien cortadas.
Por lo que se refiere al vestuario, éste es claramente superior al que le
corresponde, tal como indican su entorno y el negocio de su esposa. Va vestido
con mucha pulcritud, aunque no a la moda. Su sombrero de copa no tiene más de
dos años y las botas, escrupulosamente limpias, carecen de parches. Me han
contado que la ropa que lleva durante la excursión diaria de quince minutos no
es la misma que utiliza en su casa. Como todas sus otras posesiones, ésta se la
mantiene y arregla su esposa, que la renueva con tanta frecuencia como se lo
permiten sus escasos medios.
Hace treinta años, John Hardshaw y su esposa
vivían en Rincon Hill,
en
una de las hermosas residencias de aquel barrio, entonces aristocrático. Él era
médico, pero al heredar una suma considerable de su padre ya no se preocupó más
de las dolencias de sus semejantes, pues la gestión de sus propios asuntos le
daba ya todo el trabajo que podía permitirse. Tanto él como su esposa eran
personas muy cultivadas, cuya casa era frecuentada por un pequeño grupo de
mujeres y hombres que el matrimonio pensaba que merecía la pena conocer por
sus gustos. Por lo que se sabe gracias a ellos, el señor y la señora Hardshaw
vivían muy felices juntos; la esposa estaba entregada a su bello y feliz marido
y muy orgullosa de él.
Entre sus conocidos estaban los Barwell -marido,
esposa y dos hijos pequeños- de Sacramento. El señor Barwell era un ingeniero
de minas y obras civiles cuyas ocupaciones le mantenían mucho tiempo fuera de
su casa y le obligaban a ir con frecuencia a San Francisco. En esas ocasiones,
su esposa solía acompañarle y pasaba mucho tiempo en casa de su amiga, la
señora Hardshaw, siempre con los dos hijos, con los que se había encariñado
mucho la señora Hardshaw, que no había tenido ninguno. Por desgracia, el marido
de la señora Hardshaw se encariñó igualmente con la madre... con un cariño
realmente fuerte. Para mayor desgracia todavía, aquella atractiva dama era más
débil que sabia.
Hacia las tres de una madrugada otoñal, el oficial
número 13 de la policía de Sacramento vio a un hombre que salía furtivamente
por la puerta posterior de una residencia de caballeros, por lo que le detuvo
inmediatamente. El hombre, que llevaba sombrero flexible y un abrigo velludo,
ofreció al policía a cambio de su liberación primero cien dólares, después quinientos
y finalmente mil. Como no llevaba encima ni siquiera la primera suma
mencionada, el policía trató su propuesta con virtuoso desprecio. Antes de
haber llegado a la comisa ría, el
prisionero había ofrecido darle un cheque de diez mil dólares, aceptando permanecer
atado en un sauce a la orilla del río hasta que éste hubiera sido cobrado. Como
la propuesta sólo provocara nuevas burlas, no dijo nada más y se limitó a dar
un nombre evidentemente falso. Cuando le cachearon en la comisa ría, lo único que encontraron de valor fue un
retrato en miniatura de la señora Barwell: la dama de la casa en la que había
sido apresado. Iba engarzado en valiosos diamantes y algo en la calidad de la
ropa del hombre provocó una punzada de inútil remordimiento en el
incorruptible pecho del policía número 13. No había nada en la ropa ni en la
persona del prisionero que sirviera para identificarle y fue fichado por robo
con escalo con el nombre que él mismo había dado: el honorable nombre de John K. Smith. La K. fue una
inspiración de la que sin duda se sintió muy orgulloso.
Entretanto, la misteriosa desaparición de John Hardshaw
estaba provocando murmuraciones en Rincon Hill, San
Francisco, llegando incluso a mencionarse en uno de los periódicos. A la dama
que uno de los periódicos describió con consideración como su «viuda» no se le
ocurrió buscarle en la prisión de Sacramento, ciudad que nunca se supo que él
hubiera visitado. Fue acusado como John K. Smith y, tras renunciar al interrogatorio, enviado
a juicio.
Unas dos semanas antes del proceso, la señora
Hardshaw, enterándose por accidente de que su esposo estaba retenido en
Sacramento con un nombre supuesto bajo la acusación de robo con escalo, acudió
presurosa a esa ciudad sin atreverse a mencionar el asunto a nadie y se
presentó en la cárcel pidiendo una entrevista con su esposo John K. Smith. Ojerosa y
enferma de ansiedad, llevando un sencillo abrigo de viaje que la cubría de la
cabeza a los pies, y dentro del cual había pasado la noche en el vapor,
demasiado nerviosa para dormir, apenas parecía lo que era, pero sus maneras
decían en su favor más que cualquier cosa que se le hubiera ocurrido a ella
decir como prueba de su derecho a ser admitida. Le permitieron ver al preso a
solas.
Lo que sucedió durante aquella penosa entrevista no
se ha llegado nunca a conocer, aunque acontecimientos posteriores demuestran
que Hardshaw encontró los medios para someterla a su voluntad. Ella abandonó
la prisión con el corazón roto, negándose a responder cualquier pregunta, y al
retornar a su desolado hogar renovó, aunque con poco entusiasmo, la
investigación sobre el paradero del esposo desaparecido. Una semana más tarde
también ella desapareció: había «vuelto a los Estados»... y nadie llegó a saber
nunca nada más.
En el juicio, el prisionero se declaró culpable «por
indicación de su consejero legal», tal como le dijo su consejero. Sin embargo
el juez, en cuya mente diversas circunstancias inusuales habían creado una duda,
insistió al fiscal para que tomara
declaración al policía número 13 y también se leyó ante el jurado la declaración
de la señora Barwell, que no pudo asistir personalmente por encontrarse muy
enferma. Era muy breve: no sabía nada del asunto salvo que aquel retrato era de
su propiedad y creía haberlo dejado en la mesa del salón cuando se acostó la
noche de la detención. Iba a ser un regalo para su esposo, que en aquel
momento, lo mismo que durante el juicio, se encontraba en Europa por encargo
de una empresa minera.
La actitud de la testigo cuando hizo esa declaración
en su residencia fue descrita más tarde por el fiscal del distrito como
extraordinaria. Por dos veces se había negado a testificar, y en una ocasión,
cuando a la declaración sólo le faltaba su firma, se la había arrebatado al
funcionario y la había hecho pedazos. Llamó a sus hijos al lado de su lecho de
enferma y los abrazó con ojos llorosos, pero después, enviándolos fuera de la
habitación, verificó su declaración con el juramento y la firma y se desmayó:
en palabras exactas del fiscal del distrito, «se mareó». En ese momento su
médico, que acababa de llegar, se hizo cargo de la situación de inmediato y
cogiendo por el cuello al representante de la ley lo lanzó a la calle, enviando
a su ayudante tras él de una patada. La vejación de los agentes de la ley no
fue vengada porque la víctima de tal indignidad ni siquiera la mencionó en el
tribunal. Tenía ambiciones de ganar su caso y, de haber relatado las
circunstancias en las que se tomó esa declaración, no habría tenido demasiado
peso; además, la ofensa contra la majestad de la ley del procesado hubiera
resultado menos atroz que la del médico irascible.
Por sugerencia del juez, el jurado pronunció un
veredicto de culpabilidad; no quedaba nada más por hacer y el procesado recibió
una condena de tres años en una penitenciaría. Su consejero legal, que no había
objetado nada y ni siquiera había suplicado clemencia -en realidad apenas había
dicho una palabra, estrechó la mano de su cliente y abandonó la sala del
tribunal. A todos los abogados les resultó evidente que había sido contratado
sólo para impedir que el tribunal designara un abogado defensor que pudiera
insistir en realizar una defensa.
John Hardshaw cumplió su condena en San Quintín, y al
ser liberado encontró en la puerta de la prisión a su esposa, que había
regresado de «los Estados» para recibirle. Se pensó que se fueron directamente
a Europa; al menos, firmaron en París un poder general a un abogado que
todavía vive entre nosotros y del que he obtenido muchos de los hechos de esta
historia. En poco tiempo, el abogado vendió todas las posesiones de los
Hardshaw en California y durante años no volvió a saberse nada de la
infortunada pareja; aunque muchos a cuyos oídos llegaron sugerencias vagas e
imprecisa s de esta extraña historia,
y que habían conocido a sus personajes, recordaron tiernamente su personalidad
y pensaron compasivamente en su infortunio.
Ambos regresaron varios años más tarde, los dos con
la fortuna y el espíritu abatidos, y él también con mala salud.
No he sido capaz de averiguar el propósito de su regreso. Vivieron durante
algún tiempo, con el nombre de Johnson, en un barrio bastante respetable situado al
sur de Market
Street, bastante acomodado, y nunca se les vio lejos de su casa. Les debía
quedar un poco de dinero, pues no se sabe que él realizara ninguna ocupación,
ya que el estado de su salud probablemente no se lo permitía. La devoción de
la mujer a su esposo inválido fue motivo de comentario entre los vecinos; nunca
parecía alejarse de su lado y siempre le apoyaba y animaba. Pasaban horas
sentados en un banco de un pequeño parque público, leyéndole ella un libro, con
la mano de él entre las suyas, acariciándole a veces ligeramente su frente
pálida, elevando con frecuencia sus ojos, todavía hermosos, del libro que
estaba leyendo para mirarle a él, mientras le comentaba algo del texto, o
cerrando el volumen para entretener su estado de ánimo hablando de... ¿de qué
podían hablar? Nadie escuchó jamás una conversación entre ellos dos. El lector
que haya tenido la paciencia de seguir su historia hasta este punto, quizás
pueda disfrutar imaginándolo: probablemente había algo que evitarían. La
actitud del hombre era de abatimiento profundo; la verdad es que los jóvenes de
la vecindad, poco piadosos y con ese sentido penetrante hacia las
características físicas visibles que distingue siempre a los jóvenes varones de
nuestra especie, le mencionaban a veces entre ellos con el apodo de el Espectro
Taciturno.
Un día sucedió que John Hardshaw se sintió poseído
por una inquietud de espíritu. Dios sabrá lo que le impulsó a ir hasta allí,
pero el hecho es que cruzó Market Street, se dirigió hacia el norte por
las colinas y bajó hasta la región conocida con el nombre de North Beach. Girando
sin objetivo hacia la izquierda, caminó por una calle desconocida hasta que se
encontró frente a lo que en aquel tiempo era una morada bastante grande, y que
ahora es una fábrica bastante ruinosa. Levantando casualmente la mirada hacia
arriba, vio en una ventana abierta lo que hubiera sido mejor que nunca hubiera
visto: el rostro y la figura de Elvira Barwell. Los ojos de ambos se
encontraron. Con una aguda exclamación, semejante al grito de un pájaro
sorprendido, la dama se puso en pie de un salto y sacó la mitad del cuerpo por
la ventana, aferrándose a ambos lados del marco. La gente que pasaba por la
calle, se detuvo por el grito y miró hacia arriba. Hardshaw permaneció
inmóvil, incapaz de hablar, con sus ojos llameantes.
-¡Tenga cuidado! -gritó alguien de la multitud
cuando la mujer seguía echándose hacia adelante, desafiando la callada e
implacable ley de la gravedad, al igual que en otro tiempo había desafiado otra
ley que Dios había proclamado atronadoramente desde el Sinaí.
Lo repentino de sus movimientos hizo que un torrente
de cabellos oscuros cayera de sus hombros por encima de las mejillas,
ocultándole casi el rostro. Permaneció así un momento, y luego... un grito de
temor sonó en la calle cuando, perdiendo el equilibrio, la mujer cayó desde la
ventana, formando una masa confusa y rotatoria de faldas, miembros, cabellos y
rostro blanco, hasta que golpeó el suelo con un sonido horrible y un impacto
tan fuerte que se pudo sentir a cien metros de distancia. Por un momento, todas
las miradas se negaron a cumplir su objetivo y se apartaron del espectáculo
horrible que había en la acera. Pero atraídas de nuevo hacia ese horror, vieron
que había aumentado extrañamente. Un hombre sin sombrero, sentado sobre las
piedras del pavimento, sostenía el cuerpo roto y sangrante contra su pecho,
besaba las mejillas destrozadas y la boca espumeante por entre las mara ñas de pelo humedecido, con sus propios rasgos
indistinguibles y enrojecidos por la sangre, que casi le sofocaba y caía a
chorros por su barba humedecida.
La tarea del reportero casi ha terminado. Esa misma
mañana los Barwell acababan de regresar de una estancia de dos años en Perú.
Una semana más tarde, el viudo, ahora doblemente desolado, puesto que no podía
dejar de entender el significado de la terrible demostración de Hardshaw, había
zarpado hacia un puerto distante que desconozco; no ha regresado nunca.
Hardshaw, pues había dejado ya de ser Johnson, pasó un año en el manicomio de Stockton,
donde,
gracias a la influencia de unos piadosos amigos, también fue admitida su
esposa para que pudiera atenderle. Cuando le dieron el alta, no porque
estuviera curado sino porque era inofensivo, regresaron a la ciudad; ésta
siempre pareció tener para ellos alguna terrible fascinación. Vivieron durante
algún tiempo en la
Misión Dolores , en una pobreza algo menos abyecta que la que
les afecta hoy; pero estaba demasiado lejos del objetivo del peregrinaje diario
de ese hombre. No podían permitirse los billetes del transporte. Así que ese
pobre ángel del cielo -esposa del convicto y del lunático- obtuvo por un
alquiler bastante razonable la choza de rostro vacío de la terraza inferior de la Colina de la Cabra. La distancia
desde allí hasta el edificio que fue vivienda y ahora es una fábrica no es muy
grande; en realidad es un paseo agradable a juzgar por la mirada alegre del
hombre cuando lo inicia. El viaje de regreso le resulta ya un poco fatigoso.
1.007. Briece (Ambrose)
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