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martes, 18 de junio de 2013

El hombre que salia de la nariz

En la intersección de dos calles de esa parte de San Francisco que se conoce de manera bastante genérica con el nombre de North Beach, hay un solar vacío que está bastante más nivelado de lo que suele suceder con los solares, vacíos o no, de esa zona. Sin embargo, inmediatamente detrás de él, por el sur, el terreno adopta una empinada pendiente cuya cuesta se inte­rrumpe por tres terrazas cortadas en la roca blanda. Es un lugar para cabras y para pobres, y varias familias de cada categoría lo han ocupado conjunta y amistosa­mente «desde la fundación de la ciudad». Una de las humildes viviendas de la terraza inferior resulta nota­ble por su tosco parecido a un rostro humano, o más bien al simulacro de éste que un muchacho podría recortar en una calabaza, sin pretender ofender a los de su raza. Los ojos son dos ventanas circulares, la nariz es una puerta, la boca una abertura provocada al quitar un tablón inferior. La puerta no tiene escalones. Como rostro, la casa es demasiado grande; como vivienda, demasiado pequeña. La mirada vacía y carente de significado de sus ojos, sin pestañas ni cejas, resulta misteriosa.
A veces un hombre sale de la nariz, gira, pasa por el lugar en donde debería estar la oreja derecha y, abrién­dose camino por entre la multitud de niños y cabras que obstruyen el estrecho sendero entre las puertas de sus vecinos y el borde de la terraza, llega a la calle descendiendo por un tramo de escaleras desvencijadas. Se detiene allí para consultar su reloj y cualquier desconocido que acierte a pasar en ese momento se sorprenderá de que un hombre semejante se interese por saber la hora que es. Una observación más deteni­da demostraría que la hora del día es un importante elemento en los movimientos de ese hombre, pues 365 veces al año sale exactamente a las dos en punto de la tarde.
Una vez que se ha asegurado de que no se ha equivocado en cuanto a la hora, guarda el reloj y camina a paso vivo hacia el sur, calle arriba, durante dos manzanas, gira a la derecha y al acercarse a la esquina siguiente fija la mirada en una ventana alta de un edificio de tres pisos que hay en su camino. Se trata de una estructura algo deslucida, en su origen de ladrillo rojo, pero ahora grisácea. Se ve en ella, bien a las claras, el contacto del tiempo y el polvo. Construida como vivienda, ahora es una fábrica. No sé lo que se hace allí, pero supongo que las cosas que se suelen hacer en una fábrica. Lo único que sé es que a las dos en punto de todos los días, salvo los domingos, está llena de actividad y estruendo: la sacuden los latidos de algún motor grande y se escuchan los gritos recu­rrentes de la madera atormentada por la sierra. En la ventana en la que nuestro hombre fija tan intensamen­te su mirada expectante no aparece nunca nadie; en realidad el cristal tiene una capa tan grande de polvo que hace tiempo que dejó de ser transparente. El hombre la mira sin detenerse, por lo que el giro de la cabeza se va haciendo cada vez más pronunciado conforme va dejando atrás el edificio. Al llegar a la esquina siguiente, gira a la izquierda, rodea la manzana y regresa a un punto situado diagonalmente respecto a la calle de la fábrica: un punto por el que ya había pasado antes, y por el que vuelve a pasar ahora mirando frecuentemente hacia atrás, por encima del hombro derecho, hacia la misma ventana; hasta que la pierde de vista. Se sabe que durante muchos años no ha variado su ruta ni ha introducido una sola innovación en su actividad. Un cuarto de hora después vuelve a estar en la boca de su vivienda; y una mujer, que lleva parada algún tiempo en la nariz, le ayuda a entrar. No se le vuelve a ver hasta las dos del día siguiente.
La mujer es su esposa. Se gana la vida, y la del marido, lavando para los pobres entre los que viven, entre disputas que destruyen la porcelana y la compe­tencia doméstica.
El hombre tiene unos cincuenta y siete años, aun­que parece mucho más viejo. Sus cabellos son absolu­tamente blancos. No tiene barba y siempre va recién afeitado. Sus manos están limpias y sus uñas bien cortadas. Por lo que se refiere al vestuario, éste es claramente superior al que le corresponde, tal como indican su entorno y el negocio de su esposa. Va vestido con mucha pulcritud, aunque no a la moda. Su sombrero de copa no tiene más de dos años y las botas, escrupulosamente limpias, carecen de parches. Me han contado que la ropa que lleva durante la excursión diaria de quince minutos no es la misma que utiliza en su casa. Como todas sus otras posesiones, ésta se la mantiene y arregla su esposa, que la renueva con tanta frecuencia como se lo permiten sus escasos medios.
Hace treinta años, John Hardshaw y su esposa vivían en Rincon Hill, en una de las hermosas residencias de aquel barrio, entonces aristocrático. Él era médico, pero al heredar una suma considerable de su padre ya no se preocupó más de las dolencias de sus semejantes, pues la gestión de sus propios asuntos le daba ya todo el trabajo que podía permitirse. Tanto él como su esposa eran personas muy cultivadas, cuya casa era frecuentada por un pequeño grupo de mujeres y hom­bres que el matrimonio pensaba que merecía la pena conocer por sus gustos. Por lo que se sabe gracias a ellos, el señor y la señora Hardshaw vivían muy felices juntos; la esposa estaba entregada a su bello y feliz marido y muy orgullosa de él.
Entre sus conocidos estaban los Barwell -marido, esposa y dos hijos pequeños- de Sacramento. El señor Barwell era un ingeniero de minas y obras civiles cuyas ocupaciones le mantenían mucho tiempo fuera de su casa y le obligaban a ir con frecuencia a San Francisco. En esas ocasiones, su esposa solía acompañarle y pasa­ba mucho tiempo en casa de su amiga, la señora Hardshaw, siempre con los dos hijos, con los que se había encariñado mucho la señora Hardshaw, que no había tenido ninguno. Por desgracia, el marido de la señora Hardshaw se encariñó igualmente con la ma­dre... con un cariño realmente fuerte. Para mayor desgracia todavía, aquella atractiva dama era más débil que sabia.
Hacia las tres de una madrugada otoñal, el oficial número 13 de la policía de Sacramento vio a un hombre que salía furtivamente por la puerta posterior de una residencia de caballeros, por lo que le detuvo inmediatamente. El hombre, que llevaba sombrero flexible y un abrigo velludo, ofreció al policía a cambio de su liberación primero cien dólares, después qui­nientos y finalmente mil. Como no llevaba encima ni siquiera la primera suma mencionada, el policía trató su propuesta con virtuoso desprecio. Antes de haber llegado a la comisaría, el prisionero había ofrecido darle un cheque de diez mil dólares, aceptando perma­necer atado en un sauce a la orilla del río hasta que éste hubiera sido cobrado. Como la propuesta sólo provo­cara nuevas burlas, no dijo nada más y se limitó a dar un nombre evidentemente falso. Cuando le cachearon en la comisaría, lo único que encontraron de valor fue un retrato en miniatura de la señora Barwell: la dama de la casa en la que había sido apresado. Iba engarzado en valiosos diamantes y algo en la calidad de la ropa del hombre provocó una punzada de inútil remordi­miento en el incorruptible pecho del policía número 13. No había nada en la ropa ni en la persona del prisionero que sirviera para identificarle y fue fichado por robo con escalo con el nombre que él mismo había dado: el honorable nombre de John K. Smith. La K. fue una inspiración de la que sin duda se sintió muy orgulloso.
Entretanto, la misteriosa desaparición de John Hardshaw estaba provocando murmuraciones en Rin­con Hill, San Francisco, llegando incluso a mencio­narse en uno de los periódicos. A la dama que uno de los periódicos describió con consideración como su «viuda» no se le ocurrió buscarle en la prisión de Sacramento, ciudad que nunca se supo que él hubiera visitado. Fue acusado como John K. Smith y, tras renunciar al interrogatorio, enviado a juicio.
Unas dos semanas antes del proceso, la señora Hardshaw, enterándose por accidente de que su espo­so estaba retenido en Sacramento con un nombre supuesto bajo la acusación de robo con escalo, acudió presurosa a esa ciudad sin atreverse a mencionar el asunto a nadie y se presentó en la cárcel pidiendo una entrevista con su esposo John K. Smith. Ojerosa y enferma de ansiedad, llevando un sencillo abrigo de viaje que la cubría de la cabeza a los pies, y dentro del cual había pasado la noche en el vapor, demasiado nerviosa para dormir, apenas parecía lo que era, pero sus maneras decían en su favor más que cualquier cosa que se le hubiera ocurrido a ella decir como prueba de su derecho a ser admitida. Le permitieron ver al preso a solas.
Lo que sucedió durante aquella penosa entrevista no se ha llegado nunca a conocer, aunque aconteci­mientos posteriores demuestran que Hardshaw en­contró los medios para someterla a su voluntad. Ella abandonó la prisión con el corazón roto, negándose a responder cualquier pregunta, y al retornar a su deso­lado hogar renovó, aunque con poco entusiasmo, la investigación sobre el paradero del esposo desapareci­do. Una semana más tarde también ella desapareció: había «vuelto a los Estados»... y nadie llegó a saber nunca nada más.
En el juicio, el prisionero se declaró culpable «por indicación de su consejero legal», tal como le dijo su consejero. Sin embargo el juez, en cuya mente diversas circunstancias inusuales habían creado una duda, in­sistió al fiscal para que tomara declaración al policía número 13 y también se leyó ante el jurado la decla­ración de la señora Barwell, que no pudo asistir perso­nalmente por encontrarse muy enferma. Era muy breve: no sabía nada del asunto salvo que aquel retrato era de su propiedad y creía haberlo dejado en la mesa del salón cuando se acostó la noche de la detención. Iba a ser un regalo para su esposo, que en aquel momento, lo mismo que durante el juicio, se encon­traba en Europa por encargo de una empresa minera.
La actitud de la testigo cuando hizo esa declaración en su residencia fue descrita más tarde por el fiscal del distrito como extraordinaria. Por dos veces se había negado a testificar, y en una ocasión, cuando a la declaración sólo le faltaba su firma, se la había arreba­tado al funcionario y la había hecho pedazos. Llamó a sus hijos al lado de su lecho de enferma y los abrazó con ojos llorosos, pero después, enviándolos fuera de la habitación, verificó su declaración con el juramento y la firma y se desmayó: en palabras exactas del fiscal del distrito, «se mareó». En ese momento su médico, que acababa de llegar, se hizo cargo de la situación de inmediato y cogiendo por el cuello al representante de la ley lo lanzó a la calle, enviando a su ayudante tras él de una patada. La vejación de los agentes de la ley no fue vengada porque la víctima de tal indignidad ni siquiera la mencionó en el tribunal. Tenía ambiciones de ganar su caso y, de haber relatado las circunstancias en las que se tomó esa declaración, no habría tenido demasiado peso; además, la ofensa contra la majestad de la ley del procesado hubiera resultado menos atroz que la del médico irascible.
Por sugerencia del juez, el jurado pronunció un veredicto de culpabilidad; no quedaba nada más por hacer y el procesado recibió una condena de tres años en una penitenciaría. Su consejero legal, que no había objetado nada y ni siquiera había suplicado clemencia -en realidad apenas había dicho una palabra, estre­chó la mano de su cliente y abandonó la sala del tribunal. A todos los abogados les resultó evidente que había sido contratado sólo para impedir que el tribunal designara un abogado defensor que pudiera insistir en realizar una defensa.
John Hardshaw cumplió su condena en San Quin­tín, y al ser liberado encontró en la puerta de la prisión a su esposa, que había regresado de «los Estados» para recibirle. Se pensó que se fueron directamente a Euro­pa; al menos, firmaron en París un poder general a un abogado que todavía vive entre nosotros y del que he obtenido muchos de los hechos de esta historia. En poco tiempo, el abogado vendió todas las posesiones de los Hardshaw en California y durante años no volvió a saberse nada de la infortunada pareja; aunque muchos a cuyos oídos llegaron sugerencias vagas e imprecisas de esta extraña historia, y que habían conocido a sus personajes, recordaron tiernamente su personalidad y pensaron compasivamente en su infortunio.
Ambos regresaron varios años más tarde, los dos con la fortuna y el espíritu abatidos, y él también con mala salud. No he sido capaz de averiguar el propósito de su regreso. Vivieron durante algún tiempo, con el nombre de Johnson, en un barrio bastante respetable situado al sur de Market Street, bastante acomodado, y nunca se les vio lejos de su casa. Les debía quedar un poco de dinero, pues no se sabe que él realizara ningu­na ocupación, ya que el estado de su salud probable­mente no se lo permitía. La devoción de la mujer a su esposo inválido fue motivo de comentario entre los vecinos; nunca parecía alejarse de su lado y siempre le apoyaba y animaba. Pasaban horas sentados en un banco de un pequeño parque público, leyéndole ella un libro, con la mano de él entre las suyas, acaricián­dole a veces ligeramente su frente pálida, elevando con frecuencia sus ojos, todavía hermosos, del libro que estaba leyendo para mirarle a él, mientras le comenta­ba algo del texto, o cerrando el volumen para entrete­ner su estado de ánimo hablando de... ¿de qué podían hablar? Nadie escuchó jamás una conversación entre ellos dos. El lector que haya tenido la paciencia de seguir su historia hasta este punto, quizás pueda dis­frutar imaginándolo: probablemente había algo que evitarían. La actitud del hombre era de abatimiento profundo; la verdad es que los jóvenes de la vecindad, poco piadosos y con ese sentido penetrante hacia las características físicas visibles que distingue siempre a los jóvenes varones de nuestra especie, le mencionaban a veces entre ellos con el apodo de el Espectro Taci­turno.
Un día sucedió que John Hardshaw se sintió poseí­do por una inquietud de espíritu. Dios sabrá lo que le impulsó a ir hasta allí, pero el hecho es que cruzó Market Street, se dirigió hacia el norte por las colinas y bajó hasta la región conocida con el nombre de North Beach. Girando sin objetivo hacia la izquierda, caminó por una calle desconocida hasta que se encon­tró frente a lo que en aquel tiempo era una morada bastante grande, y que ahora es una fábrica bastante ruinosa. Levantando casualmente la mirada hacia arri­ba, vio en una ventana abierta lo que hubiera sido mejor que nunca hubiera visto: el rostro y la figura de Elvira Barwell. Los ojos de ambos se encontraron. Con una aguda exclamación, semejante al grito de un pájaro sorprendido, la dama se puso en pie de un salto y sacó la mitad del cuerpo por la ventana, aferrándose a ambos lados del marco. La gente que pasaba por la calle, se detuvo por el grito y miró hacia arriba. Hard­shaw permaneció inmóvil, incapaz de hablar, con sus ojos llameantes.
-¡Tenga cuidado! -gritó alguien de la multitud cuando la mujer seguía echándose hacia adelante, desafiando la callada e implacable ley de la gravedad, al igual que en otro tiempo había desafiado otra ley que Dios había proclamado atronadoramente desde el Sinaí.
Lo repentino de sus movimientos hizo que un torrente de cabellos oscuros cayera de sus hombros por encima de las mejillas, ocultándole casi el rostro. Per­maneció así un momento, y luego... un grito de temor sonó en la calle cuando, perdiendo el equilibrio, la mujer cayó desde la ventana, formando una masa confusa y rotatoria de faldas, miembros, cabellos y rostro blanco, hasta que golpeó el suelo con un sonido horrible y un impacto tan fuerte que se pudo sentir a cien metros de distancia. Por un momento, todas las miradas se negaron a cumplir su objetivo y se aparta­ron del espectáculo horrible que había en la acera. Pero atraídas de nuevo hacia ese horror, vieron que había aumentado extrañamente. Un hombre sin sombrero, sentado sobre las piedras del pavimento, sostenía el cuerpo roto y sangrante contra su pecho, besaba las mejillas destrozadas y la boca espumeante por entre las marañas de pelo humedecido, con sus propios rasgos indistinguibles y enrojecidos por la sangre, que casi le sofocaba y caía a chorros por su barba humedecida.
La tarea del reportero casi ha terminado. Esa misma mañana los Barwell acababan de regresar de una estan­cia de dos años en Perú. Una semana más tarde, el viudo, ahora doblemente desolado, puesto que no podía dejar de entender el significado de la terrible demostración de Hardshaw, había zarpado hacia un puerto distante que desconozco; no ha regresado nun­ca. Hardshaw, pues había dejado ya de ser Johnson, pasó un año en el manicomio de Stockton, donde, gracias a la influencia de unos piadosos amigos, tam­bién fue admitida su esposa para que pudiera atender­le. Cuando le dieron el alta, no porque estuviera curado sino porque era inofensivo, regresaron a la ciudad; ésta siempre pareció tener para ellos alguna terrible fascinación. Vivieron durante algún tiempo en la Misión Dolores, en una pobreza algo menos abyecta que la que les afecta hoy; pero estaba demasiado lejos del objetivo del peregrinaje diario de ese hombre. No podían permitirse los billetes del transporte. Así que ese pobre ángel del cielo -esposa del convicto y del lunático- obtuvo por un alquiler bastante razonable la choza de rostro vacío de la terraza inferior de la Colina de la Cabra. La distancia desde allí hasta el edificio que fue vivienda y ahora es una fábrica no es muy grande; en realidad es un paseo agradable a juzgar por la mirada alegre del hombre cuando lo inicia. El viaje de regreso le resulta ya un poco fatigoso.

1.007. Briece (Ambrose)

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