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martes, 18 de junio de 2013

El alce

El  escenario  natural  de  América  se  ha comparado  a  menudo,  tanto  en  sus  rasgos generales como en los detalles, con el paisaje del Viejo Mundo -Más particularmente de Europa- y no ha sido más profundo el entusiasmo que grande el desacuerdo de los partidarios  de  cada  zona.  La  discusión  no  será probablemente  de  las  que  terminen  pronto pues, aunque mucho se ha dicho por ambas partes,  muchísimo  más  queda  todavía  por decir. 
Los  más  conspicuos  de  entre  los  turistas británicos  que  han  intentado  establecer  una comparación  parecen  conceptuar  nuestro litoral septentrional y occidental -Hablando en términos comparativos- como el único digno de consideración en toda América, o al menos en  Estados  Unidos.  Dicen  poco,  porque  han visto menos, del magnífico escenario interior de algunas de nuestras comarcas occidenta-les y meridionales -Del valle de Louisiana, por ejemplo:  una  realización  de  los  más  exalta-dos sueños del Paraíso-. En su mayor parte, estos viajeros se contentan con una apresurada inspección de las curiosidades naturales del  país:  El  Hudson,  Niágara,  las  Cathills, Harper's  Ferry,  los  lagos  de  Nueva  York,  el Ohio, las praderas y el Mississippi. Son esos, verdaderamente,  puntos  bien  merecedores de ser contemplados, incluso por quienes han caminado a orillas del encastillado Rin o vagado "por el ímpetu azul del célebre Ródano", pero  nos  son  todos  aquellos  de  los  que  podemos alardear y me atrevería a afirmar que hay innumerables y plácidos rincones apartados y apenas explorados, dentro de las fronteras de los Estados Unidos, que el auténtico artista o el cultivado amante de lo grande y lo bello entre las obras de Dios preferirán a todos y cada uno de los escenarios catalogados y muy acreditados a los que me he referido. 
En realidad, los verdaderos Edenes del país se hallan muy lejos del trayecto de nuestros más resueltos turistas; por lo tanto mucho  más  lejos  del  alcance  del  extranjero, quien,  habiendo  hecho  en  su  patria  planes con su editor para que cierta cantidad de comentarios  sea  suministrada  en  un  tiempo dado, no puede esperar cumplir el acuerdo de otra manera que recorriéndola por tren o barco,  libreta  de  notas  en  mano,  y  solamente por las sendas más trilladas del país.
He  mencionado  poco  antes  el  valle  de Louisiana. De todas las extensas regiones de encanto natural es ésta, quizá, la más encantadora. No hay ficción que se le aproxime. La más brillante imaginación alcanzaría a extraer únicamente  sugerencias  de  su  exuberante belleza.  Realmente  la  belleza  es  su  carácter exclusivo.  Tiene  poco,  o  más  bien  nada,  de sublime.  Suaves  ondulaciones  de  suelo,  entretejidas con fantásticas y cristalinas corrientes de agua, flanqueadas por laderas floridas y  respaldadas  por  una  selvática  vegetación, gigantesca,  lustrosa,  multicolor,  chispeante de gayas aves y cargada de perfume...: Estos rasgos constituyen, en el valle de Louisiana, el  más  voluptuoso  escenario  natural  de  la tierra.
Pero,  incluso  en  esta  deliciosa  región,  no se alcanzan sus partes más maravillosas sino por  senderos.  En  verdad,  en  América  generalmente  el  viajero  que  quiera  admirar  los más  bellos  paisajes  ha  de  buscarlos  no  en ferrocarril, ni en vapor fluvial, ni en diligencia, ni con su vehículo particular, ni siquiera a caballo, sino a pie. Ha de caminar, ha de salvar barrancos, ha de arriesgar el cuello entre precipicios o ha de quedarse sin ver las más auténticas , las más ricas y las más inefables glorias del país. 
Ahora bien, en la mayor parte de Europa no  existe  tanta  necesidad.  En  Inglaterra  no existe en absoluto. El más dando de los turistas podrá visitar allí todos los rincones dignos de ser visitados sin detrimento de sus medias de seda, tan a fondo son conocidos todos los puntos de interés y tan bien dispuestos están los medios de alcanzarlos. A esta consideración nunca se le ha concedido su justo valor cuando  se  comparan  las  bellezas  naturales del Viejo y el Nuevo Mundo. Todo el encanto del primero es cotejado sólo con los más conocidos, y de ningún modo con los más eminentes, lugares del segundo.
Incuestionablemente,  el  escenario  fluvial tiene  en  sí  mismo  todos  los  principales  elementos de belleza y desde tiempo inmemorial ha sido el tema favorito de los poetas. Pero gran parte de esta fama es atribuida al predominio de los viajes por las comarcas fluviales sobre los realizados por las montañosas. Del mismo modo los grandes ríos, por constituir generalmente vías de comunicación, han absorbido  una  parte  indebida  de  la  admiración. Se les contempla más y, en consecuencia,  se  les  hace  en  mayor  medida  tema  de discurso que a los cursos de agua menos im-portantes  pero,  con  frecuencia,  más  interesantes.
Un singular ejemplo de mis comentarios a este respecto puede encontrarse en Wissahiccon, un arroyo (Pues otra cosa no puede lla-mársele) que desagua en el Schuylkill, unas seis millas al oeste de Filadelfia. Ahora bien, el Wissahiccon posee un encanto tan notable que, si discurriera por Inglaterra, constituiría el tema de todos los bardos y el tópico común de todas las lenguas, a no ser que sus orillas se parcelasen en solares, a un precio exorbitante,  para  destinarlos  a  la  construcción  de villas para los opulentos. Sin embargo, dentro de muy pocos años cualquiera conocerá más que de oídas el Wissahiccon, mientras que la más  ancha  y  navegable  corriente  en  la  cual desemboca habrá dejado mucho tiempo atrás de ser celebrada como uno de los más hermosos  especimenes  del  escenario  fluvial americano.  El  Schuylkill,  cuyas  bellezas  han sido muy exageradas y cuyas orillas, al menos en las cercanías de Filadelfia, son pantanosas como las del Delaware, no cabe compararse  en  absoluto,  como  tema  de  interés pintoresco, con el más humilde y menos notorio riachuelo del que hablamos.
Hasta  que  Fanny  Kemble,  en  su  gracioso libro relativo a los Estados Unidos, no indicó a los habitantes de Filadelfia el raro encanto de una  corriente  que  pasaba  ante  sus  propias puertas, este encanto no había sido más que sospechado  por  unos  pocos  audaces  andarines de la vecindad. Pero después de que el Journal abriera todos los ojos, el Wissahiccon, hasta cierto punto, penetró en el reino de la notoriedad. Y digo "hasta cierto punto" pues, en realidad, la verdadera belleza de esa corriente  se  encuentra  mucho  más  arriba  del itinerario de  los cazadores de pintoresquismo de  Filadelfia,  que  rara  vez  recorren  más  de una milla o dos río arriba de la desembocadura, por la muy excelente razón de que allí se interrumpe  la  carretera.  Yo  aconsejaría  al audaz  dispuesto  a  contemplar  sus  parajes más hermosos que tomara la carretera Ridge, que va hacia le oeste a partir de la ciudad y, una  vez  llegado  al  segundo  ramal  asada  la sexta piedra miliaria, que siguiera este ramal hasta su terminación. De esa forma descubrirá el Wissahiccon en uno de sus mejores tramos y, en un botecillo, o bien caminando por sus  orillas,  puede  ir  río  arriba  o  río  abajo, como  más  le  plazca,  y  en  cualquiera  de  las dos direcciones hallará su recompensa.            
Ya he dicho o debiera haber dicho que el riachuelo  es  estrecho.  Sus  orillas  son  generalmente, si no totalmente, escarpadas y consisten  en  altas  colinas,  revestidas  de  matorrales  nobles  cerca  del  agua  y  coronadas,  a mayor  elevación,  con  algunos  de  los  más magníficos  árboles  selváticos  de  América, entre  los  cuales  se  alza  destacado  el  Liriodendron Tulipiferum. Las márgenes inmediatas, sin embargo, son de granito nítidamente definidas  o  cubiertas  de  musgo  contra  las cuales el agua transparente se recuesta en su suave  fluir  como  las  azules  olas  del  Mediterráneo  lo  hacen  sobre  los  peldaños  de  sus palacios de mármol. De vez en cuando, frente a los riscos, se extiende una pequeña y lisa meseta de tierra frondosamente revestida de hierba  que  ofrece  el  más  pintoresco  lugar para  una  casa  de  campo  con  su  jardín  que pudiera  concebir  la  imaginación  más  exuberante. Las sinuosidades del río son muchas y abruptas, como ocurre cuando las orillas son pendientes,  y  de  esa  manera  la  impresión trasladada  a  los  ojos  del  viajero,  a  medida que avanza, es la de una interminable sucesión  de  pequeños  lagos  infinitamente  varia-dos, o hablando con más propiedad, de lagunas.  El  Wissahiccon,  sin  embargo,  debiera visitarse, no como la "bella Melrose" a la luz de la luna, ni con tiempo nublado, sino bajo el  fulgor  más  intenso  del  sol  del  mediodía, pues la angostura de la garganta a través de la  cual  discurre,  la  altura  de  las  colinas  de ambos lados y la densidad del follaje se conjuran para producir un efecto de melancolía, cuando no de absoluta tristeza, que, a menos de ser paliado por una luz brillante de conjunto, desmerece la belleza del escenario. 
No hace mucho tiempo visité el río por el itinerario  descrito  y  pasé  la  mayor  parte  de un bochornoso día flotando en un bosquecillo sobre la corriente, caí en un semiletargo durante  el  cual  mi  imaginación  se  deleitó  en visiones del Wissahiccon de tiempos antiguos, de  los  "buenos  viejos  tiempos"  cuando  el Demonio de la Máquina no existía, cuando no cabía ni soñar los picnics, cuando los "privilegios del agua" no se compraban ni vendían y cuando  el  piel  roja  pisaba,  con  el  alce,  los cerros  que  ahora  descollaban  allá  arriba.  Y mientras  estas  divagaciones  se  iban  adueñando de mi mente, el perezoso riachuelo me había llevado, pulgada a pulgada, a la vuelta de  un  promontorio  y  a  la  vista  de  otro  que limitaba  la  perspectiva  a  una  distancia  de cuarenta  o  cincuenta  yardas.  Era  un  risco empinado y rocoso que se metía bien dentro del río y presentaba mucho más del carácter de  los  paisajes  de  Salvatore  Rosa  que  cualquier  otra  parte  de  la  ribera  pasada  hasta entonces. Lo que vi sobre aquel risco, aunque seguramente de muy extraordinaria naturaleza, dado el lugar y la estación, no me sobresaltó ni sorprendió al principio, tan absoluta y apropiadamente armonizaba con las fantasías semiletárgicas que me envolvían. Vi, o soñé que veía, irguiéndose sobre el borde extremo del precipicio, con el cuello estirado, las orejas  erectas  y  toda  su  actitud  indicadora  de una  profunda  y  melancólica  atención,  a  uno de  los  más  viejos  e  intrépidos  de  aquellos mismos  alces  que  yo  había  asociado  a  los pieles rojas de mi visión.
Repito  que,  durante  unos  minutos,  esta aparición ni me sobresaltó ni me sorprendió. En este intervalo toda mi alma estaba absorta sólo en una intensa simpatía. Me imaginé al alce lamentándose no menos que asombrán-dose ante la manifiestas alteraciones impuestas  para  mal  al  riachuelo  y  a  su  vecindad, incluso en años recientes, por la severa mano de los utilitaristas. Pero un ligero movimiento de  la  cabeza  del  animal  disipó  al  punto  el desvarío  que  me  absorbía  y  despertó  en  mí una  sensación  plena  de  la  novedad  de  la aventura.
Me incorporé dentro del botecillo apoyándome en una rodilla y, mientras dudaba entre detener la marcha o dejarme acercar flotando al  objeto  de  mi  sorpresa,  oí  las  palabras "¡pst,  pst!"  pronunciadas  rápida  pero  cautamente desde la maleza de arriba. Un instante después surgió un negro de la espesura apartando  los  arbustos  con  cuidado  y  andandon furtiva-mente. Llevaba en la mano algo de sal y, alargándola hacia el alce, se aproximó lenta pero decididamente. El noble animal, aun-que un poco turbado, no hizo ningún intento de escapar. El negro avanzó, ofreció la sal y dijo unas pocas palabras de ánimo o consuelo. Después el alce se arqueó, piafó y luego se tumbó tranquilamente y fue sujetado con un cabestro.
Así acabó mi aventura con el alce. Era un pet [1] de bastante edad y hábitos muy domésticos  y  pertenecía  a  una  familia  inglesa  que ocupaba una villa de las cercanías.        

1.011. Poe (Edgar Allan)

[1] En inglés, cualquier animal al que se mima en una casa.

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