Los tres que nos
encontrábamos reunidos en el saloncito de confianza del Casino de la Amistad nos habíamos
propuesto aquella tarde arreglar el Código y reformar la legislación penal con
arreglo a nuestro personal criterio. Lo malo era que ni con ser tan pocos
estábamos conformes. Al contrario, teníamos cada cual su opinión, inconciliable
con los restantes, por lo cual la disputa amenazaba durar hasta la consumación
de los siglos.
Tratábase de un
juicio por Jurado, en que una parricida había sido absuelta; así como suena,
absuelta libremente, echada a pasearse por el mundo «con las manos teñidas en
sangre de su esposo», exclamaba el joven letrado Arturito Cáñamo, alias Siete
Patíbulos, el acérrimo partidario y apologista de la pena de muerte bajo
todas sus formas y aspectos. La indignación del abogado contrastaba con la
escéptica indulgencia de Mauro Pareja, solterón benévolo por egoísmo, que todo
lo encontraba natural y a todo le buscaba alguna explicación benigna, hasta a
las enormidades mayores.
-Sabe Dios
-decía Mauro- las jugarretas que ese esposo le haría en vida a su amable
esposa... Los hay más brutos que un cerrojo, créalo usted y más malos que la
quina, y el santo de los santos pierde la llave de la paciencia, agarra lo
primero que encuentra por delante, y izas! Entre matrimonios indisolubles
existe a lo mejor eso que puede llamarse «odio de compañeros de grilletes»...
El jurado habrá visto muchas atenuantes, cuando absolvió a la mujer.
-Perfectamente
-refunfuñaba Cáñamo, cuyo bigotillo temblaba de biliosa cólera-. Ya sabemos lo
que son jurados. En tocando la cuerda de la sensibilidad, capaces de echar a la
calle al mismísimo Sacamantecas. A ese paso, la seguridad, la vida de
los ciudadanos llegará a depender del capricho de unos cuantos ignorantes, que
ni han saludado el Código. Ahí tiene usted las consecuencias funestas..., ¡sí,
funestas, no me desdigo!, de las lecturas perniciosas, de las nocivas teorías
de mosié Lucas...
Este mosié
Lucas es un abolicionista anterior al año 30, y de quien no se acuerda nadie en
el mundo sino Arturo Cáñamo, para impugnarle una vez por semana en el casino de
Marineda.
-Pero hombre
-arguyó Pareja- ¿usted cree que los jurados han leído a ese mosié ni
nada? Y los magistrados tampoco, si usted me apura... Para leer estaban
ellos... Lo que hay es que a veces..., ¡qué demonio!, los que parecen crímenes
no son, bien miradas las circunstancias, sino delitos..., y yo, jurado,
probablemente absuelvo también a la infeliz.
Cuando la gresca
llegaba a enzarzarse mucho, yo intervenía prudentemente para templar los
ánimos, adoptando la estrategia de dar la razón a todos, con lo cual lograba no
dejar contento a ninguno.
-Señores, eso de
que una mujer escabeche a su marido, y el Tribunal la mande a la calle,
fuertecito es. Con algunos años de presidio...
-¡Presidio!
-gritaba Cáñamo. ¡La casi impunidad! ¡Un fantasma de vindicta pública!
¡Hipocresía y desmoralización!
Mientras ellos
se peleaban, me asaltó con lúcida precisión un recuerdo. «A ver si los pongo en
apuro y doy nueva dirección a sus ideas», pensé, mientras humedecía un terrón
de azúcar en kummel y lo chupaba con golosina.
-¿No les parece
a ustedes -pregunté en alta voz- que por muy lista que supongamos a la Policía y muy rigurosos y
sagaces que sean los jueces, siempre habrá más crímenes impunes que
descubiertos y castigados? ¿No les parece también que existe un orden de
crímenes que no puede estimar como tales la ley, y, sin embargo, revelan en su
autor más perversidad, más ausencia de sentido moral que ninguna de las
acciones penadas por el Código?
Arturito me miró
con los ojos blanquecinos y turbios, que parecían los de un pez cocido acabado
de salir de la besuguera; Pareja sonrió como si medio entendiese.
Arturito dijo
«que sí» con la cabeza; el sibarita de Mauro encendió un puro con sortija, y yo
principié:
-Era un invierno
de ésos de prueba que saltan a veces en Madrid. Nunca he visto días de sol más
claro y brillante, ni cielo azul más limpio; aquello era un trozo de raso
turquí: de noche, las estrellas resplandecían lo mismo que diamantes; hacía una
luna soberbia; todo hermoso, pero con un frío... vamos, un frío de los que
cuajan la sangre y hielan en el aire las palabras. Por la mañana perdía uno lo
menos hora y media deliberando si echaría o no la pierna fuera, intimidado ante
la perspectiva del cuarto de la posada, en cuya atmósfera ya no quedaban ni
rastros del braserito de la víspera; con el terror al lavatorio en agua casi
sólida; a la inevitable salida a la nevera de los pasillos o al comedor, donde
tampoco reinaría la más dulce temperatura...; y a veces acababa uno por seguir
los malos consejos de la pereza, dar al diablo el hato y el garabato, y
quedarse entre sábanas, en el cariñoso nido del hoyo del colchón, leyendo algún
libro, sin sacar fuera más que la punta de los dedos, porque la mano entera se
volvería sorbete.
Sólo que esta
debilidad de pasarse la mañanita en las ociosas plumas se pagaba cara después.
Como al fin y al cabo no había más remedio que levantarse, lo realizábamos a
mediodía, y no lográbamos ya entrar en reacción. El aseo se hacía de mala gana
y de un modo incompleto: salía uno a la calle forrado en cobre, con el gabán
ruso que aquel año principió a llevarse, y al sentar el pie en el umbral, al
recibir el primer latigazo sutil de un cierzo afilado como navaja barbera, se
le encogía el espíritu, se le ponía carne de gallina, se le secaban los labios
igual que al contacto de un hierro candente, y no tenía fuerzas sino para
sepultarse en un café, aguardando la hora de volverse a casa, para arrimar las
narices al vaho caliente del cocido. Salida de una atmósfera viciada a la Siberia : romadizo,
trancazo o bronquitis segura...
Ya verán
ustedes, ya verán cómo esto del frío tiene mucho que ver con lo del crimen. Si
no les hago a ustedes persuadirse de la inclemencia del invierno aquel, que ha
dejado memoria, no comprenderían el alcance de lo que sigue. Conque tengan
cachaza.
-Bueno; ya nos
hemos convencido de que hacía mucho frío...; pero ¡muchísimo! -exclamó Pareja.
Venga la historia.
-A eso vamos
inmediatamente... -respondí con firme propósito de no suprimir ni un toque de
mi «efecto de país nevado». Ya se figurarán ustedes que, dada la temperatura
boreal que sufríamos, no faltarían nieves. Las primeras vinieron hacia
Nochebuena; pero a mediados de enero arreciaron en tales términos, que los
puertos se cerraron completamente, y como entonces no se había terminado la
línea férrea, estuve más de diez días incomunicado con mi familia y mi país. En
cambio tuve el gusto de ver a Madrid muy pintoresco; sobre todo, los paseos,
como si los hubiesen espolvoreado de azúcar molida, a ciertas horas del día; a
otras, como si los árboles se hubiesen vuelto de cristal, cristal claro y
purísimo. La nevada tuvo también para mí la ventaja higiénica de arrancarme a
mis perezosas costumbres y obligarme a saltar de la cama a primera hora, con
objeto de ver hoy los reyes de la plaza de Oriente con barbas blancas y flecos
y encajes de hielo en los tahalíes y en los mantos; mañana, la bonita fuente de
la Red de San
Luis toda cuajada de estalactitas; al otro día la de Antón Martín convertida en
garapiñera.
-Ya voy... ¡He
dicho que los preámbulos son indispensables! La nieve tiene mucho que ver con
el crimen. Sepan ustedes que más que las fuentes y las estatuas me cautivó el
espectáculo del Retiro. ¡Aquello sí que merecía la madrugona! Los árboles de
hoja perenne, sobre todo los pinos, eran pirámides blancas salpicadas de polvo
de diamante; los que se hallaban despojados de hojas tenían, sobre la pureza de
la atmósfera, un brillo raro; parecían de vidrio hilado de Venecia... No íbamos
sólo por gozar este espectáculo bonito y grandioso a la vez; lo que más nos
atraía era ver patinar en el estanque, el cual, enteramente congelado,
asemejaba inmensa placa de vidrio verdoso.
Aquí me detuve
un instante, mojé otro terrón en la copa de kummel, lo saboreé y, viendo
impaciente al auditorio, proseguí sin entretenerme ya en tantas menudencias:
-No estaba por
entonces tan extendida como ahora la costumbre de patinar, y no siempre había
valientes que se prestasen a calzarse los patines y a describir curvas sobre la
superficie lisa. Apenas se ablandaba unas miajas la atmósfera, el temor de que
se hubiese adelgazado o resquebrajado la capa de hielo retraía a los
aficionados a ese género de sport, impropio de nuestros climas, y los
mirones nos quedábamos chasqueados, contemplán-donos los unos a los otros por
vía de compensación.
Sin embargo, a
uno de los susodichos mirones se le ocurrió una idea sumamente divertida, que
podía ayudar a pasar el tiempo mientras no llegaban los patinadores formales.
Sacaba del bolsillo calderilla y la arrojaba a granel a la superficie del
estanque, lo más desparramada y lo más lejos posible. Inmediatamente, una horda
de pilluelos se precipitaba a recoger las monedas, y teníamos una sesión
grotesca de patinaje, de lo más cómico que ustedes pueden imaginar. Las culadas
y las hocicadas de los chicos en el hielo las coreábamos desde la orilla con
risas inextinguibles, agudeza y aplausos. De aquellos improvisados
patinadorcillos, la mayor parte no llegaban a pescar los cuartos; pero algunos
iban adquiriendo singular destreza para evitar resbalones, y sacaban buena
cosecha de «perros» grandes y chicos.
Una mañana de
ésas de muchísimo bajo cero (porque los grados justos no los sé, y más quiero
dejar dudoso el punto que dar una cifra equivocada), estábamos cebados varios
curiosos en la diversión de lanzar las monedas, y se deslizaban en pos de ellas
más de veinte granujas, cuando de pronto se alza un rumor comprimido, uno de
esos murmullos hondos de la multitud que, sobrecogida ante la inmensidad de una
desdicha, no tiene fuerza ni para gritar... Algunos espectadores preguntaban,
se empujaban y no comprendían; pero yo ni preguntar necesité, porque «había
visto»: había visto romperse la helada superficie, como se estrella la luna de
un espejo colosal, y desaparecer por la boca recién abierta a dos de los
gurriatos que recogían calderilla... La multitud, lo repito, no gritó: ¿a qué
había de gritar en balde? Allí era inútil pedir socorro, y segura la muerte de
los dos infelices chicos, sobrecogidos por el frío mortal del agua, sujetos por
una losa de plomo transparente a su líquida tumba... Ni un rumor, ni un eco, ni
un quejido venían de la sima que acababa de tragarse a los muchachos...
De repente se
destaca de entre la multitud un hombre, un mozo como de unos veinte años de
edad, delgadillo, pálido, resuelto; sin falso pudor se quita la chaqueta y el
chaleco, se desabrocha los pantalones... Cobardes, aplastados por la grandeza
de la acción, transidos al verle desnudarse en aquella atmósfera glacial, le
dejamos hacer...
La verdad es que
todo ello fue, como suele decirse, ni visto ni oído. Aún no estábamos
convencidos de que se arrojaría, cuando se arrojó, mejor dicho, se enhebró por
la rotura del hielo. Pasaron dos minutos, pasaron tres... o, quizá, no fuesen
minutos, sino segundos, que a nosotros nos parecían horas... y por la grieta
ensanchada ya de degolladoras márgenes, salió un brazo, otro brazo, un grupo
informe... Era el salvador..., con las dos criaturas.
-Viva una y la
otra... tiesa ya; no fue posible reanimarla. De todos modos entonces sí que
gritamos: «¡Bravo! ¡Ole tu madre! ¡Llevarle en triunfo!»
El pobre y
aclamado salvador, morado, chorreando, tiritaba y temblaba al sol con las ropas
interiores pegadas a las carnes.
-¿Quieren
ustedes pasarme mi pantalón? -fueron sus primeras palabras, dictadas no sé si
por el frío o, más bien, por la vergüenza de verse así, medio en cueros y
abrazado por la chusma. Buscamos el pantalón... Él sabía dónde lo había
dejado... Pero ¡buen pantalón te dé Dios! Ni chaqueta, ni chaleco con el reloj
y los cuartos... Mientras él salvaba al niño, un ratero le escamoteaba su ropa.
Callé para
apreciar el efecto de mi narración, y Arturito Cáñamo me miró atónito, abriendo
más y más sus blancuzcas pupilas.
-¿Y dónde está
el crimen? -preguntó al fin. Porque yo ahí veo una acción humanitaria, digna
de una recompensa del Gobierno.
-¡Ah! ¿Hablaba
usted de eso? -interrogó el abogado. Como decía usted que un crimen..., y ése
no pasa de un delito penado por el Código con unos meses de arresto, pues ni
hay nocturnidad, ni escalamiento, ni fractura, ni ninguna de las agravantes...
Cuento sacroprofano
Cuentos
escogidos, Valencia, 1891. Arco Iris.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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