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martes, 18 de junio de 2013

Contra treta...

Fue al cruzar el muelle de Marineda, donde acababa de dejar su cosecha de cebollas embanastadas para que el tratante en grande la despachase a Cuba, cuando Martiño, el Codelo, que se disponía a emprender el regreso hacia su aldea, tropezó con un señor bien trajeado, que se dirigió a él con los brazos abiertos.
-¡Martiño! ¿Ya no me conoces? Soy Camilo de Berte...
-¡Alabado! ¿Quién te ha de conocer, hom? Vinte años que faltas de Seigonde...
El reconocimiento, sin embargo, se completó pronto en el café de la Marina, ante un plato de guisote de carne con grasa y pimentón y una botella de vino del Borde, del añejo. Y brotaron las confidencias. Camilo de Berte volvía de Montevideo, con plata, ganada en un comercio de barricas, envases y saquerío; pero, compañero, traía estropeado el hígado, o el estómago, o no se sabe qué, allá dentro, y le mandaban una temporada de aires de campo, mejor en su aldea, porque acaso allí, con las reminiscencias juveniles, se le quitase aquella tristeza, que le ponía amarillo hasta lo blanco de los ojos. En cambio, Martín de Lousá, alias Codelo, andaba de salud muy rebién, ¡pero rematadamente mal de cuartos! Trabucos, repartos de consumos, los bueyes, que enfermaron del mal novo, científicamente llamado glosopeda, y el negociejo, una taberna pobre, sin producir ni lo indispensable para arrimar el pote a la lumbre... Estaba casado; se le habían muerto dos hijos, dos rapaces, que ya uno de ellos, hom, servía para trabajar y ayudar; ¡y se encontraba comido por un préstamo de cien pesos para montar la taberna, y que nunca más pagaría! ¡Valía más morire, o pedir por las puertas, o se largare también para las Américas, aunque allá les diesen de palos!
Callaba el indiano y apenas comía, torturado por las punzadas de su hígado, o lo que fuese, mientras Martiño devoraba, saciando su estómago, condenado a caldo de berzas perpetuo; y cuando el anfitrión hubo pedido queso de Flandes y dulces, ¡que fuesen corriendo a la confitería a buscarlos!, creyó el Codelo ver el cielo que se abría, porque Camilo, lentamente, pronunció:
-Esa deuda, compañerito, hemos de ver como te la quitamos de encima... ¿Sabes? Y si puedes prestarme un cuarto en tu casa, ¿eh?, será conveniente, porque en Seigonde no tengo nadie ya. Mi padre murió, mi hermana se fue a servir en Buenos Aires y no sé de ella...
En un segundo, con la malicia cautelosa del aldeano, comprendió Martiño las ventajas de la combinación. El indiano chorrearía para todo...
-¡Asús! Aquella probeza para ti es, Camiliño... Cunchiña y yo dormimos en el fallado, y tú, en el cuarto de abajo.
-¡Por mí no incomodarse! Bien estará. Se han pasado muchas penalidades, compañero, que la plata no se gana sin sudores...
Aquella misma tarde, el tosco indiano, con sus dos baúles, su maletín, sus mantas, se instaló en la taberna de Martiño.
En la aldea se armó un escándalo de envidias y chismorreos. ¡El indiano había traído a Martiño en coche! ¡En uno de los coches de alquiler que en Marineda están de punto cerca del monumento erigido a un jefe superior de Administración! ¡Y para más, Martiño traía una cesta repleta de gallinas, pollos, carne, pan, café, azúcar en paquetes! La esposa de Martín, Cunchiña, sorprendida por el acontecimiento, lejos de mostrar ese descontento involuntario de las mujeres cuando sus maridos se vienen con algo que no se esperaba, dio señales de alegría, se deshizo en atenciones y se sonrió con su sonrisa más meiga para acoger al huésped, confundiéndose en excusas, ¡porque todo estaría tan mal! ¡Eran tan pobriños! Pero la voluntá allí la tenía el señor dispuesta...
-¡No diga señor! -protestó Camilo-. Soy de la parroquia, ¿sabe?
Cunchiña no sabía. Cuando el indiano salió de Saigonde era Cunchiña rapacita, hija de una costurera de Areal, y costurerita fue hasta casarse. ¡Ahora se veía tan esclava, teniendo que trabajar la tierra! Mientras trajinaba para arreglar lo mejor posible el cuarto del huésped contaba sus disgustos. El negocio de la taberna no les valía. Si al menos la taberna estuviese al borde de la carretera... Pero así, retirada, que no pasaba nadie..., una desdicha, señor... ¡Asús! ¡No tenían ni sábanas para la cama! ¡Cómo iban a hacer, Madre mía de la Angustia!
-No apurarse; una noche, de cualquier modo; mañana, todo se compra en Marineda, comadrita... Ahí va un billete de cien...
Al dar unas gracias que parecían un acto de adoración, Cunchiña fijó de soslayo la mirada de sus ojos verdes, limpios, sesgos, de pestañas rubias, en el forastero. Mirábala éste también un poco zaino, pero engolosinado, con la ojeada segura del hombre que ha luchado sin escrúpulos y ha ganado para darse ratos buenos. Abatido y enfermo, con todo eso Cunchiña le gustaba, y sentía el encanto de su habla mimosa y de su humildad de esclava que se ofrece. Se le haría llevadera la temporada de Seigonde con aquella comadrita, aunque no pensase en nada malo; era que siempre agrada más, ¿eh?, una cara agraciada y un habla mansita, zalamera, que un gesto de furia y una voz ronca...
Pocos días después teníanlo todo hablado los esposos entre sí, muy confidencialmente; se les había entrado su suerte por las puertas, y tontos serían si no la aprovechasen. Al indiano darle cuerda, darle cuerda..., y que fuese largando billetes de cien, de cincuenta, de veinticinco... Que tuviese a su gusto la cama, la comida; que no le faltase nada; su boca medida en el servicio... Pero tocante a otras cosiñas... ¡ay!, en eso, engañarle, entretenerle...
-¡No tengas miedo! ¡Está muy malo el pobriño! -contestaba la esposa-. Paréceme que cada día le va peor. Ayer echó cuanto había comido.
-No te fíes -contestaba Martín-. Hácense muy pillos por allá. Y lo otro, corriente; pero eso no, a fe de Martiño ¡porque te parto el espinazo de un palo, y a él le meto un cuchillo por las tripas!
-¡Bueno, hom, bueno, no te enfades! Si no fuera lo que nos lleva dado, que ya pasa de trescient...
La mano callosa del labriego tapó la boca de la mujer antes que puntualizase la suma.
-Tú no hagas sino lo que yo ordene, ¡y andarme derecha! -refunfuñó, con involuntaria explosión de celos brutales.
Cunchiña, sin embargo, no mentía; el indiano no insinuaba nada que fuese en mengua de la fe conyugal. Mostraba, sin embargo, cada día mayor deseo de tenerla cerca, de ser servido por ella, de no tomar nada sino de su mano; capricho de enfermo, de hombre, probablemente, sentenciado a morir pronto, minado por el sordo trabajo de un padecimiento que los médicos desesperaban de vencer, y para el cual sólo recetaban paliativos. El alma embotada de aquel hombre se despertaba al cariño, en la forma que podía, sin darse cuenta él mismo de la pureza y la profundidad del sentimiento. Un día, al fin, aquella alma sórdida, comprimida, tomó vuelo en el cuerpo, afinado por la enfermedad, y el indiano hizo a Cunchiña, cogiéndole una mano, proposiciones extrañas.
A la noche, el marido saltó colérico:
-¿Quiérese ir contigo ese peine? ¡Ya lo sabía yo, muller! Le voy a esganar hoy mismo.
-Pero si no es lo que te figuras, hombre... Si es otra cosa. Si es que le doy gusto para el cuidado de su mal. Dice que tengo mucha gracia en le presentar la comida. Y que me lleva para eso solamente, para no se quedar sin mí. Que mismo me ha cogido la afición, y que no se haría con otra persona para lo cuidar.
Con un solo vocablo regional, enérgicamente recargado, como una interjeción, expresó el marido su incurable desconfianza:
-¡Leria, leria!
Y, al mismo tiempo, bajo, cautelosamente, ordenó a la mujer:
-¡Tú contéstale que corriente, que sí; que tome el pasaje; que se entere de cuándo hay barco! Dile amén a todo. Y ende estando yo informado...
Se hizo como lo ordenaba el legítimo dueño de Cunchiña. Derrochó disimulo el aldeano, cazurro y precavido por costumbre. El indiano, al anunciarle que se volvía allá, llamado por los inflexibles negocios, entregó a Martiño los doscientos pesos que habían de cancelar su deuda. Cuando tuvo este rasgo de generosidad, en los bolsillos de la americana guardaba los dos pasajes, y el corazón le latía de gozo: ¡iba a viajar cuidado por Cunchiña, y la tendría a su lado, atendiéndole sólo a él, limpiándole el sudor de la angustia gástrica con su pañuelo de lienzo, que olía a manzanas camuesas!
Estaba acordada la marcha para el día siguiente, de madrugada. En secreto, el indiano había advertido a Cunchiña de lo que debía hacer: a pretexto de despedirle, se quedaría escondida dentro del barco; Martiño no subiría a bordo. Al complot ilegal siguió el legal. Marido y mujer se concertaron. Pasaron en vela la noche. Antes del amanecer estuvieron dispuestos. En breve escena violenta, ayudando Cunchiña, con vigor no suponible en sus brazos mórbidos, el indiano quedó amarrado a la cama por fuertes sogas, amordazado, tapado con sus ropas, asfixiándose. Martiño se apoderó de los billetes del barco, de la cartera, del reloj, de las mantas, de cuanto valía. Un coche encargado de víspera aguardaba en la carretera. Los esposos subieron a él, y salieron arreando hacia el puerto. Cuando fue auxiliado el indiano, que estaba en las últimas y deliraba con la calentura, llevaban marido y mujer cinco horas de navegación.

Cuento de la tierra

«La Ilustración Española y Americana», núm. 22, 1912.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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