Fue al cruzar el
muelle de Marineda, donde acababa de dejar su cosecha de cebollas embanastadas
para que el tratante en grande la despachase a Cuba, cuando Martiño, el Codelo,
que se disponía a emprender el regreso hacia su aldea, tropezó con un señor
bien trajeado, que se dirigió a él con los brazos abiertos.
El reconocimiento,
sin embargo, se completó pronto en el café de la Marina , ante un plato de
guisote de carne con grasa y pimentón y una botella de vino del Borde, del
añejo. Y brotaron las confidencias. Camilo de Berte volvía de Montevideo, con plata,
ganada en un comercio de barricas, envases y saquerío; pero, compañero, traía
estropeado el hígado, o el estómago, o no se sabe qué, allá dentro, y le
mandaban una temporada de aires de campo, mejor en su aldea, porque acaso allí,
con las reminiscencias juveniles, se le quitase aquella tristeza, que le ponía
amarillo hasta lo blanco de los ojos. En cambio, Martín de Lousá, alias Codelo,
andaba de salud muy rebién, ¡pero rematadamente mal de cuartos! Trabucos,
repartos de consumos, los bueyes, que enfermaron del mal novo,
científicamente llamado glosopeda, y el negociejo, una taberna pobre, sin
producir ni lo indispensable para arrimar el pote a la lumbre... Estaba casado;
se le habían muerto dos hijos, dos rapaces, que ya uno de ellos, hom, servía
para trabajar y ayudar; ¡y se encontraba comido por un préstamo de cien pesos
para montar la taberna, y que nunca más pagaría! ¡Valía más morire, o pedir por
las puertas, o se largare también para las Américas, aunque allá les diesen de
palos!
Callaba el
indiano y apenas comía, torturado por las punzadas de su hígado, o lo que
fuese, mientras Martiño devoraba, saciando su estómago, condenado a caldo de
berzas perpetuo; y cuando el anfitrión hubo pedido queso de Flandes y dulces,
¡que fuesen corriendo a la confitería a buscarlos!, creyó el Codelo ver
el cielo que se abría, porque Camilo, lentamente, pronunció:
-Esa deuda,
compañerito, hemos de ver como te la quitamos de encima... ¿Sabes? Y si puedes
prestarme un cuarto en tu casa, ¿eh?, será conveniente, porque en Seigonde no
tengo nadie ya. Mi padre murió, mi hermana se fue a servir en Buenos Aires y no
sé de ella...
En un segundo,
con la malicia cautelosa del aldeano, comprendió Martiño las ventajas de la
combinación. El indiano chorrearía para todo...
-¡Asús! Aquella
probeza para ti es, Camiliño... Cunchiña y yo dormimos en el fallado, y tú, en
el cuarto de abajo.
-¡Por mí no
incomodarse! Bien estará. Se han pasado muchas penalidades, compañero, que la
plata no se gana sin sudores...
Aquella misma
tarde, el tosco indiano, con sus dos baúles, su maletín, sus mantas, se instaló
en la taberna de Martiño.
En la aldea se
armó un escándalo de envidias y chismorreos. ¡El indiano había traído a Martiño
en coche! ¡En uno de los coches de alquiler que en Marineda están de punto
cerca del monumento erigido a un jefe superior de Administración! ¡Y para más,
Martiño traía una cesta repleta de gallinas, pollos, carne, pan, café, azúcar
en paquetes! La esposa de Martín, Cunchiña, sorprendida por el acontecimiento,
lejos de mostrar ese descontento involuntario de las mujeres cuando sus maridos
se vienen con algo que no se esperaba, dio señales de alegría, se deshizo en
atenciones y se sonrió con su sonrisa más meiga para acoger al huésped,
confundiéndose en excusas, ¡porque todo estaría tan mal! ¡Eran tan pobriños!
Pero la voluntá allí la tenía el señor dispuesta...
Cunchiña no
sabía. Cuando el indiano salió de Saigonde era Cunchiña rapacita, hija de una
costurera de Areal, y costurerita fue hasta casarse. ¡Ahora se veía tan
esclava, teniendo que trabajar la tierra! Mientras trajinaba para arreglar lo
mejor posible el cuarto del huésped contaba sus disgustos. El negocio de la
taberna no les valía. Si al menos la taberna estuviese al borde de la
carretera... Pero así, retirada, que no pasaba nadie..., una desdicha, señor...
¡Asús! ¡No tenían ni sábanas para la cama! ¡Cómo iban a hacer, Madre mía de la Angustia !
-No apurarse;
una noche, de cualquier modo; mañana, todo se compra en Marineda, comadrita...
Ahí va un billete de cien...
Al dar unas
gracias que parecían un acto de adoración, Cunchiña fijó de soslayo la mirada
de sus ojos verdes, limpios, sesgos, de pestañas rubias, en el forastero.
Mirábala éste también un poco zaino, pero engolosinado, con la ojeada segura
del hombre que ha luchado sin escrúpulos y ha ganado para darse ratos buenos.
Abatido y enfermo, con todo eso Cunchiña le gustaba, y sentía el encanto de su
habla mimosa y de su humildad de esclava que se ofrece. Se le haría llevadera
la temporada de Seigonde con aquella comadrita, aunque no pensase en nada malo;
era que siempre agrada más, ¿eh?, una cara agraciada y un habla mansita,
zalamera, que un gesto de furia y una voz ronca...
Pocos días
después teníanlo todo hablado los esposos entre sí, muy confidencialmente; se
les había entrado su suerte por las puertas, y tontos serían si no la
aprovechasen. Al indiano darle cuerda, darle cuerda..., y que fuese largando
billetes de cien, de cincuenta, de veinticinco... Que tuviese a su gusto la
cama, la comida; que no le faltase nada; su boca medida en el servicio... Pero
tocante a otras cosiñas... ¡ay!, en eso, engañarle, entretenerle...
-¡No tengas
miedo! ¡Está muy malo el pobriño! -contestaba la esposa-. Paréceme que cada día
le va peor. Ayer echó cuanto había comido.
-No te fíes
-contestaba Martín-. Hácense muy pillos por allá. Y lo otro, corriente; pero
eso no, a fe de Martiño ¡porque te parto el espinazo de un palo, y a él le meto
un cuchillo por las tripas!
-Tú no hagas
sino lo que yo ordene, ¡y andarme derecha! -refunfuñó, con involuntaria
explosión de celos brutales.
Cunchiña, sin
embargo, no mentía; el indiano no insinuaba nada que fuese en mengua de la fe
conyugal. Mostraba, sin embargo, cada día mayor deseo de tenerla cerca, de ser
servido por ella, de no tomar nada sino de su mano; capricho de enfermo, de
hombre, probablemente, sentenciado a morir pronto, minado por el sordo trabajo
de un padecimiento que los médicos desesperaban de vencer, y para el cual sólo
recetaban paliativos. El alma embotada de aquel hombre se despertaba al cariño,
en la forma que podía, sin darse cuenta él mismo de la pureza y la profundidad
del sentimiento. Un día, al fin, aquella alma sórdida, comprimida, tomó vuelo
en el cuerpo, afinado por la enfermedad, y el indiano hizo a Cunchiña,
cogiéndole una mano, proposiciones extrañas.
-Pero si no es
lo que te figuras, hombre... Si es otra cosa. Si es que le doy gusto para el
cuidado de su mal. Dice que tengo mucha gracia en le presentar la comida. Y que
me lleva para eso solamente, para no se quedar sin mí. Que mismo me ha cogido
la afición, y que no se haría con otra persona para lo cuidar.
Con un solo
vocablo regional, enérgicamente recargado, como una interjeción, expresó el
marido su incurable desconfianza:
-¡Tú contéstale
que corriente, que sí; que tome el pasaje; que se entere de cuándo hay barco!
Dile amén a todo. Y ende estando yo informado...
Se hizo como lo
ordenaba el legítimo dueño de Cunchiña. Derrochó disimulo el aldeano, cazurro y
precavido por costumbre. El indiano, al anunciarle que se volvía allá, llamado
por los inflexibles negocios, entregó a Martiño los doscientos pesos que habían
de cancelar su deuda. Cuando tuvo este rasgo de generosidad, en los bolsillos
de la americana guardaba los dos pasajes, y el corazón le latía de gozo: ¡iba a
viajar cuidado por Cunchiña, y la tendría a su lado, atendiéndole sólo a él,
limpiándole el sudor de la angustia gástrica con su pañuelo de lienzo, que olía
a manzanas camuesas!
Estaba acordada
la marcha para el día siguiente, de madrugada. En secreto, el indiano había
advertido a Cunchiña de lo que debía hacer: a pretexto de despedirle, se
quedaría escondida dentro del barco; Martiño no subiría a bordo. Al complot
ilegal siguió el legal. Marido y mujer se concertaron. Pasaron en vela la
noche. Antes del amanecer estuvieron dispuestos. En breve escena violenta,
ayudando Cunchiña, con vigor no suponible en sus brazos mórbidos, el indiano
quedó amarrado a la cama por fuertes sogas, amordazado, tapado con sus ropas,
asfixiándose. Martiño se apoderó de los billetes del barco, de la cartera, del
reloj, de las mantas, de cuanto valía. Un coche encargado de víspera aguardaba
en la carretera. Los esposos subieron a él, y salieron arreando hacia el
puerto. Cuando fue auxiliado el indiano, que estaba en las últimas y deliraba
con la calentura, llevaban marido y mujer cinco horas de navegación.
Cuento de la tierra
«La Ilustración Española y Americana», núm. 22, 1912.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario