Llevaba Berte en
la casa más de un año de servicio y aún no había visto un momento la sonrisa de
sus amos. Había tenido la desgracia de entrar sucediendo a un golfo descarado,
un ladronzuelo, que en pocos días hizo más estragos que un vendabal, y dieron
por seguro que el nuevo botones sería, como el antiguo, un pillo de siete
suelas. Así, desde el primer momento, la sospecha le envolvía como negra nube;
todos se creían con derecho a vigilarle y a observar sus menores actos: si el
gato se llevaba un filete, a Pancho le atribuían el desmán, y las travesuras de
Federico, Riquín, el hijo de la casa, se las colgaban al servidorcillo con
tanta más facilidad cuanto que éste se las dejaba colgar mansamente. ¿Qué no
hubiese hecho él por favorecer a Riquín? El pescuezo que le cortasen.
Y es que Riquín,
dos años menor que el botones, era el único ser que le mostraba amistad. A
escondidas de sus padres, que reprobaban tales familiaridades, galopineaba con
él, le daba golosinas y le tiraba de las orejas. Esto último lo hacía porque lo
había visto hacer a su padre; pero eran muy distintos los tirones del señor de
los de Riquín. Aquellos dolían; estos tenían miel. Berte se hubiese arrodillado
para suplicar a Riquín que le estirase las orejas un poco.
Los dos chicos
se juntaban para charlar, y Berte contaba cosas de la aldea. A Riquín, las
cosas de la aldea le gustaban mucho. Sentía que su padre, en verano le
enchiquerase en San Sebastián, en vez de llevarle buenamente a las Pereiras, su
hermosa finca galiciana. De allí, de las Pereiras, era Pancho: allí trabajaba
un lugar su familia. ¡Lo que se divertían en las Pereiras! Había un río, y en
él se pescaban truchas, cangrejos de agua dulce, y en las represas, anguilas
gordas; había prados, y en ellos, vacas rojas, ternerillos, yeguas peludas y
salvajes, mariposas coloreadas, y, a miles, manzanos, perales, viñas,
mimbrales; fresas rojas diminutas, llamadas amores, en el bosque, y
nidos de oropéndolas, y tantos tesoros, que ambos niños no acababan de
contarlos nunca.
-Un día
-declaró, gravemente, Riquín-, yo y tú nos escapamos y nos vamos, corre, corre,
a las Pereiras.
-¡Madre del
Corpiño! ¡Nos valga Dios! Al señorito bueno, no le pegarían; pero a mí me
acababan a palos. Discurrid otra cosa, Don Riquín.
Discurrían,
discurrían... Y aplazaban el discurso definitivo para allá, cuando fuese el
tiempo de las frutas, el tiempo gustoso de la aldea. Berte, diplomático,
engañaba así la impaciencia de su amigo. En su cautela, de oprimido que se
defiende, comprendía que todo el viaje a las Pereiras era un sueño. Y como
sueño lo cultivaba, como sueño se recreaba en él. Cerrando los ojos, veía los
castañares, la honda corriente del Ameige reflejando allá en su fondo la luna,
la pradería de verde felpa, la yegua brava en que montaba en pelo, sin siquiera
un ramal. Veía las caras amadas, aunque regañonas: la madre brusca, el padre
descargándole con el zueco un sosquín, los hermanillos de rotos calzones y
camisilla de estopa, la abuela impedida, siempre meneando la cabeza como un
péndulo. Y todo esto le bullía en el corazón, le cosquilleaba en el alma, con
un cosquilleo de ternura infinita. Pensaba que mejor fuera no haber salido de
allí. Pero le dijeron: «Anda a ganarlo». ¡Ganarlo! Ni un céntimo de salario le
habían dado, por ahora. «Cuando sepas.» Berte creía saber. Hasta por momentos
suponía que nadie entre la servidumbre sabía tanto... Porque no existía labor
que no le encomendaran. Sin obligación fija, hacía la general. La doncella le
endosaba sacudido y cepillado de vestidos; a la cocinera no había cosa en que
no tuviese que «echarle una mano»; el ayuda de cámara le encajaba el lustrado
de botas; el criado de comedor le pasaba el sidol para la plata... Y, al mismo
tiempo, la hostilidad contra el chiquillo era constante. Al acostarse, Berte
lloraba resignado, pero muy triste. Riquín le llevaba dulces, piedras de
azúcar, alcachofas finas de pan, que sustraía del canastillo.
-¡Será lila!
Figúrate que esto me lo hubiese comido yo, ¿eh? ¡Pues era muy dueño, me parece,
digo! Y si se me antoja regalarlos, ¿quién me lo impide? Al primero que chiste
le doy una morrada.
Era preciso
atenerse a estas razones de pie de banco; pero el chico temblaba de miedo. Como
le sucede a los desdichados, le asustaba más una pequeña caricia de la suerte
que los diarios golpecillos. Creía, con ellos, evitar el definitivo, la
expulsión, amenaza constante suspendida sobre su cabeza. Le echarían, y si le
echaban por acusación de robo, ¿dónde le recibirían, vamos a ver? Y tocante a
volver a las Pereiras, ¿con qué pagaba el billete? Se veía por las calles de
Madrid, durmiendo en un banco, bajo la nieve; tendiendo la palma a problemática
limosna... Pero, en especial, se veía separado definitivamente del señorito
Riquín... Y esto era lo que le apretaba el corazón de terror. ¡Todo antes que
eso!
Acaeció que
aquellos días, los de Navidad, hubo gran consumo de golosinas en la casa.
Riquín llevó a su amigo peladillas, mandarinas, hasta una loncha de trufado.
Por cierto, que habiendo desaparecido sin explicación plausible una caja de
turrón de yema, el mozo de comedor dejó caer implícitas acusaciones a Berte:
¿quién sino un chiquillo es capaz de sustraer una caja de turrón? Pero el ama
de casa, esta vez, se puso de parte del chico. Que no se disculpase el del
comedor, que cada cual tiene su obligación, y de los postres él era el
responsable.
Y ante esta
actitud apareció la caja en no sé qué rincón de la alacena. ¡Ojo! ¡Cuando la
señora decía!
Y esperaba,
acurrucado, no a los Reyes -¡vaya una tontería!, ¡ya no le daban a él ese
camelo!, sino a su mamá, que, de puntillas y a tientas, le dejaría sobre la
cama chucherías preciosas... A eso de las doce -no habían dado aún- sintió, en
efecto, Riquín como una catarata... Cajas, envoltorios... Dio luz... Quedó
deslumbrado. Automóviles, aviones, cañones, soldados, caballos, molinos, cabras
ordeñables, un teatro guignol... ¡El demontre! Nunca los Reyes habían sido tan
espléndidos.
Algunos
instantes se embriagó del goce primero de la posesión... Y de pronto le asaltó
una idea. Berte había dicho aquella tarde: «Los Reyes no hacen caso de los
pobres, señorito. Aunque los Reyes fuesen verdad, para mí no traerían.»
Se levantó,
cogió en brazo lo más que pudo, y por pasillos solitarios, débilmente
alumbrados, subiendo escaleras angostas, buscó el zaquizamí en que su amigo
dormía. Empujó suavemente la puerta y soltó su provisión de juguetes de rico,
de niño mimado. Y como Pancho no se despertase, volvió furtivamente a su
alcoba.
Por la mañana,
en la casa, ¡un revuelo! ¡Los juguetes bonitos de Riquín en poder del botones!
Sí; la doncella lo había visto; el ayuda de cámara y, especialmente el de
comedor, lo denunciaron... Y Berte fue traído a presencia de los señores,
llorando y renqueando, porque el del comedor le había atizado una puntera.
Llamaron a Riquín para el careo inevitable.
Los nueve años
de Riquín maduraron de pronto en virilidad, bajo una emoción de indignada
cólera. Se encaró con sus papás. Rojo de furia, gritó:
¿No decís que
los Reyes me han regalado otro a mí? Si los Reyes son personas de bien, deben
regalar primero a los pobrecitos como éste, que no tienen nada. Y de seguro que
lo hacen. Y esta vez lo han hecho. Berte, recoge tus regalos. Los Reyes han
cumplido. ¡Vivan los Reyes!
Y mientras
estampaba en la mejilla del botones un beso fraternal, los papás no sabían qué
replicar a aquella argumentación. No había que darle vueltas.
Cuento de la tierra
«El Imparcial», 31 de diciembre,
1917.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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