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martes, 18 de junio de 2013

Como la luz

Llevaba Berte en la casa más de un año de servicio y aún no había visto un momento la sonrisa de sus amos. Había tenido la desgracia de entrar sucediendo a un golfo descarado, un ladronzuelo, que en pocos días hizo más estragos que un vendabal, y dieron por seguro que el nuevo botones sería, como el antiguo, un pillo de siete suelas. Así, desde el primer momento, la sospecha le envolvía como negra nube; todos se creían con derecho a vigilarle y a observar sus menores actos: si el gato se llevaba un filete, a Pancho le atribuían el desmán, y las travesuras de Federico, Riquín, el hijo de la casa, se las colgaban al servidorcillo con tanta más facilidad cuanto que éste se las dejaba colgar mansamente. ¿Qué no hubiese hecho él por favorecer a Riquín? El pescuezo que le cortasen.
Y es que Riquín, dos años menor que el botones, era el único ser que le mostraba amistad. A escondidas de sus padres, que reprobaban tales familiaridades, galopineaba con él, le daba golosinas y le tiraba de las orejas. Esto último lo hacía porque lo había visto hacer a su padre; pero eran muy distintos los tirones del señor de los de Riquín. Aquellos dolían; estos tenían miel. Berte se hubiese arrodillado para suplicar a Riquín que le estirase las orejas un poco.
Los dos chicos se juntaban para charlar, y Berte contaba cosas de la aldea. A Riquín, las cosas de la aldea le gustaban mucho. Sentía que su padre, en verano le enchiquerase en San Sebastián, en vez de llevarle buenamente a las Pereiras, su hermosa finca galiciana. De allí, de las Pereiras, era Pancho: allí trabajaba un lugar su familia. ¡Lo que se divertían en las Pereiras! Había un río, y en él se pescaban truchas, cangrejos de agua dulce, y en las represas, anguilas gordas; había prados, y en ellos, vacas rojas, ternerillos, yeguas peludas y salvajes, mariposas coloreadas, y, a miles, manzanos, perales, viñas, mimbrales; fresas rojas diminutas, llamadas amores, en el bosque, y nidos de oropéndolas, y tantos tesoros, que ambos niños no acababan de contarlos nunca.
-Un día -declaró, gravemente, Riquín-, yo y tú nos escapamos y nos vamos, corre, corre, a las Pereiras.
-¿Y el dinero para el tren? -objetó Berte, no desmintiendo la previsión económica de su raza.
-Nos lo da papá, tonto.
-No querrá, señorito...
-Se lo cogeremos de la mesa de noche.
-¡Madre del Corpiño! ¡Nos valga Dios! Al señorito bueno, no le pegarían; pero a mí me acababan a palos. Discurrid otra cosa, Don Riquín.
Discurrían, discurrían... Y aplazaban el discurso definitivo para allá, cuando fuese el tiempo de las frutas, el tiempo gustoso de la aldea. Berte, diplomático, engañaba así la impaciencia de su amigo. En su cautela, de oprimido que se defiende, comprendía que todo el viaje a las Pereiras era un sueño. Y como sueño lo cultivaba, como sueño se recreaba en él. Cerrando los ojos, veía los castañares, la honda corriente del Ameige reflejando allá en su fondo la luna, la pradería de verde felpa, la yegua brava en que montaba en pelo, sin siquiera un ramal. Veía las caras amadas, aunque regañonas: la madre brusca, el padre descargándole con el zueco un sosquín, los hermanillos de rotos calzones y camisilla de estopa, la abuela impedida, siempre meneando la cabeza como un péndulo. Y todo esto le bullía en el corazón, le cosquilleaba en el alma, con un cosquilleo de ternura infinita. Pensaba que mejor fuera no haber salido de allí. Pero le dijeron: «Anda a ganarlo». ¡Ganarlo! Ni un céntimo de salario le habían dado, por ahora. «Cuando sepas.» Berte creía saber. Hasta por momentos suponía que nadie entre la servidumbre sabía tanto... Porque no existía labor que no le encomendaran. Sin obligación fija, hacía la general. La doncella le endosaba sacudido y cepillado de vestidos; a la cocinera no había cosa en que no tuviese que «echarle una mano»; el ayuda de cámara le encajaba el lustrado de botas; el criado de comedor le pasaba el sidol para la plata... Y, al mismo tiempo, la hostilidad contra el chiquillo era constante. Al acostarse, Berte lloraba resignado, pero muy triste. Riquín le llevaba dulces, piedras de azúcar, alcachofas finas de pan, que sustraía del canastillo.
-No coja nada para mí, señorito, por Dios -rogaba el botones-. Mire que voy a llevar la culpa.
-¡Será lila! Figúrate que esto me lo hubiese comido yo, ¿eh? ¡Pues era muy dueño, me parece, digo! Y si se me antoja regalarlos, ¿quién me lo impide? Al primero que chiste le doy una morrada.
Era preciso atenerse a estas razones de pie de banco; pero el chico temblaba de miedo. Como le sucede a los desdichados, le asustaba más una pequeña caricia de la suerte que los diarios golpecillos. Creía, con ellos, evitar el definitivo, la expulsión, amenaza constante suspendida sobre su cabeza. Le echarían, y si le echaban por acusación de robo, ¿dónde le recibirían, vamos a ver? Y tocante a volver a las Pereiras, ¿con qué pagaba el billete? Se veía por las calles de Madrid, durmiendo en un banco, bajo la nieve; tendiendo la palma a problemática limosna... Pero, en especial, se veía separado definitivamente del señorito Riquín... Y esto era lo que le apretaba el corazón de terror. ¡Todo antes que eso!
Acaeció que aquellos días, los de Navidad, hubo gran consumo de golosinas en la casa. Riquín llevó a su amigo peladillas, mandarinas, hasta una loncha de trufado. Por cierto, que habiendo desaparecido sin explicación plausible una caja de turrón de yema, el mozo de comedor dejó caer implícitas acusaciones a Berte: ¿quién sino un chiquillo es capaz de sustraer una caja de turrón? Pero el ama de casa, esta vez, se puso de parte del chico. Que no se disculpase el del comedor, que cada cual tiene su obligación, y de los postres él era el responsable.
Y ante esta actitud apareció la caja en no sé qué rincón de la alacena. ¡Ojo! ¡Cuando la señora decía!
La noche de Reyes, Riquín tardó en dormirse, porque esperaba los aguinaldos ansioso.
-Eres talludo ya para juguetes -le había dicho su papá. Los Reyes se olvidarán de ti, y harán bien.
-Les disparo un tiro -contestó, resueltamente, con su viva acometividad, el pequeño.
Y esperaba, acurrucado, no a los Reyes -¡vaya una tontería!, ¡ya no le daban a él ese camelo!, sino a su mamá, que, de puntillas y a tientas, le dejaría sobre la cama chucherías preciosas... A eso de las doce -no habían dado aún- sintió, en efecto, Riquín como una catarata... Cajas, envoltorios... Dio luz... Quedó deslumbrado. Automóviles, aviones, cañones, soldados, caballos, molinos, cabras ordeñables, un teatro guignol... ¡El demontre! Nunca los Reyes habían sido tan espléndidos.
Algunos instantes se embriagó del goce primero de la posesión... Y de pronto le asaltó una idea. Berte había dicho aquella tarde: «Los Reyes no hacen caso de los pobres, señorito. Aunque los Reyes fuesen verdad, para mí no traerían.»
Se levantó, cogió en brazo lo más que pudo, y por pasillos solitarios, débilmente alumbrados, subiendo escaleras angostas, buscó el zaquizamí en que su amigo dormía. Empujó suavemente la puerta y soltó su provisión de juguetes de rico, de niño mimado. Y como Pancho no se despertase, volvió furtivamente a su alcoba.
Por la mañana, en la casa, ¡un revuelo! ¡Los juguetes bonitos de Riquín en poder del botones! Sí; la doncella lo había visto; el ayuda de cámara y, especialmente el de comedor, lo denunciaron... Y Berte fue traído a presencia de los señores, llorando y renqueando, porque el del comedor le había atizado una puntera. Llamaron a Riquín para el careo inevitable.
Los nueve años de Riquín maduraron de pronto en virilidad, bajo una emoción de indignada cólera. Se encaró con sus papás. Rojo de furia, gritó:
-Dejadle en paz, ¡ea! ¡Se acabó! ¡Esos juguetes se los han regalado los Reyes!
-¡Valiente paparrucha! -protestó el padre.
-¿Y por qué paparrucha, caramba?
¿No decís que los Reyes me han regalado otro a mí? Si los Reyes son personas de bien, deben regalar primero a los pobrecitos como éste, que no tienen nada. Y de seguro que lo hacen. Y esta vez lo han hecho. Berte, recoge tus regalos. Los Reyes han cumplido. ¡Vivan los Reyes!
Y mientras estampaba en la mejilla del botones un beso fraternal, los papás no sabían qué replicar a aquella argumentación. No había que darle vueltas.

Cuento de la tierra

«El Imparcial», 31 de diciembre, 1917.

1.005. Pardo Bazan (Emilia)

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