En el sombrío y
sucio barrio de la Judería
vivían dos hermanos hebreos, habilísimo platero el uno, y el otro sabio rabino
y gran intérprete de las Escrituras y de las doctrinas de Judas-Ben-Simón, que
son la médula del Talmud.
De noche, cuando
cesaba la tarea del oficial y las lecturas y oraciones del teólogo, se reunían
a conservar íntimamente, se confiaban su odio a los cristianos y su perpetuo
afán de inferirles algún ultraje, de herirles en lo que más aman y veneran.
Nehemías, el
platero, proponía atraer a la tienda al primer niño cristiano que pasase y
sangrarle para tener con qué amasar los panes ázimos de la venidera Pascua.
Pero Hillel, el rabino, decía que ésa era mezquina satisfacción y que a los cristianos
no había que sustraerles un chicuelo, sino a su Dios, a su Dios vivo, al mismo
Rabí Jesuá, presente en el Sacramento.
Quiso la
fatalidad que un día, cuando ya se acercaba el Corpus, se descompusiese la
magnífica custodia de plata, el mejor ornato de las procesiones, y como en el
pueblo sólo Nehemías era capaz de componerla, al tenducho del hebreo vino a
parar la obra maravillosa de algún discípulo de Arfe.
La vista del
soberbio templete, con sus tres cuerpos sostenidos en elegantes columnas y enriquecidos
por estatuas primorosas, con su profusión de ricas molduras y de cincelados
adornos, enfureció más y más a Nehemías y a Hillel. Rechinaron los dientes
pensando que mientras el señor de Abraham y de Isaac ve arrasado su templo, el
humilde crucificado del cerro del Gólgota posee en todo el mundo palacios de
mármol y arcas de plata, oro y pedrería. Una idea infernal cruzó por la mente
de Hillel el rabino; la sugirió a su hermano, y fue dócilmente realizada.
Nehemías forjó
para sí una llavecita igual a las tres que abrían el sagrario y que guardaban
en su poder tres dignidades del Cabildo. Entregó a su tiempo la custodia bien
compuesta, limpia, resplandeciente, y esperó ocasión propicia de utilizar su
llave.
La ocasión ha
llegado. Hillel, que aguarda con el corazón palpitante de esperanza y ansiedad,
abre la puerta a su hermano, el cual se desliza furtivamente, escondiendo algo
bajo los pliegues de su mugrienta hopalanda. Un rugido de gozo del rabino
contesta a las sordas frases del platero, que murmura:
Y acercándose a
la mesa, arroja sobre ella un paño que Hillel desen-vuelve, y dentro del cual,
¡oh alegría salvaje!, aparecen siete transparentes y delicadas Hostias.
-Los ojos de
Hillel despiden lumbre. Una risa espasmódica desgarra su laringe, y con furia
de demonio escupe dos veces sobre las Formas sacras. Su rostro, alumbrado por
la luz dura y amarilla del velón de tres mecheros, recuerda las esculturas de
rabiosos sayones que en los pasos tiran de la cuerda o golpean a Cristo...
-¿Qué te parece,
hermano? ¿Cómo le burlaremos mejor? ¿Se lo echaremos a la marrana? ¿Lo
revolveremos con la basura del estercolero?
-Hillel
-contesta Nehemías, que ha permanecido inmóvil-, no sé qué decirte; me siento
temeroso y confuso. Si ese pan no es más que pan, al ultrajarlo procedemos como
el niño que no sabe dirigir sus actos y se entrega a cóleras necias. Si ese pan
es realmente el Mesías de los cristianos, ¡ah!, entonces vivimos en tinieblas
los que no quisimos reconocerle por el Hijo de Dios.
Hillel mira a su
hermano con asombro y desprecio profundo; pero el platero, torvo y trémulo,
exclama:
-Has de saber
que esas Hostias pesaban como si fueran de plomo. Hillel, haz tú lo que quieras
con ellas. Yo te las he traído, pero lavo mis manos; no caiga sobre mí la
iniquidad.
El rabino crispa
el rostro para sonreír con ironía inmensa, ocultando la amargura que le causa
la flaqueza de Nehemías, y de pronto, arrojando al suelo las Formas, las patea
y danza sobre ellas con frenesí, para reducirlas a partículas impalpables, que
se confundan e incorporen a la inmundicia del suelo...
Al cabo de diez
minutos, cuando el judío, sudoroso y con la vista extraviada, se detiene y mira
a ver si aún quedó algún fragmentillo de las Hostias, ve que todas siete están
enteras, en fila, blancas como pétalos de azucena, tersas, inmaculadas...
Nehemías se
convirtió y fue bautizado. Las Hostias milagrosas no se guardan ya como
reliquias, porque en cierta grave enfermedad una reina de España quiso comulgar
con ellas, y a esta comunión se atribuyó su restablecimiento.
Cuento sacroprofano
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
No hay comentarios:
Publicar un comentario