Había una
princesa a quién su padre, un rey muy fosco, caviloso y cejijunto, obligaba a
vivir reclusa en sombría fortaleza, sin permitirle salir del más alto torreón,
a cuyo pie vigilaban noche y día centinelas armados de punta en blanco,
dispuestos a ensartar en sus lanzones o traspasar con sus venablos agudos a
quien osase aproximarse. La princesa era muy linda; tenía la tez color de luz
de luna, el pelo de hebras de oro, los ojos como las ondas del mar sereno, y su
silueta prolongada y grácil recordaba la de los lirios blancos cuando la
frescura del agua los inhiesta.
En la comarca no
se hablaba sino de la princesa cautiva y de su rara beldad, y de lo muchísimo
que se aburría entre las cuatro recias paredes de la torre, sin ver desde la
ventana alma viviente, más que a los guardias inmóviles, semejantes a estatuas
de hierro.
Los campesinos
se santiguaban de terror si casualmente tenían que cruzar ante la torre, aunque
fuese a muy respetuosa distancia. En la centenaria selva que rodeaba la
fortaleza, ni los cazadores se resolvían a internarse, temerosos de ser
cazados. Silencio y soledad alrededor de la torre, silencio y soledad dentro de
ella: tal era la suerte de la pobre doncellita, condenada a la eterna
contemplación del cielo y del bosque, y del río caudaloso que serpenteaba
lamiendo los muros del recinto.
De pechos sobre
el avance del angosto ventanil, la princesa solía entregarse a vagos ensueños,
aspirando a venturas que no conocía, de las cuales formaba idea por referencia
de sus damas y por conversaciones entreoídas, sorprendidas -pues estaba vedado
tratar delante de la princesa del mundo y sus goces- Así y todo, reuniendo
datos dispersos y concordándolos con ayuda de la fantasía, la secuestrada suponía
fiestas magníficas, iluminaciones mágicas suspendidas entre el follaje de
arbustos cuajados de flor y que exhalaban embriagadores aromas; oía los acordes
de los instrumentos músicos, aladas melodías que volaban como cisnes sobre la
superficie de los lagos y veía las parejas que, cogidas de la cintura, luciendo
sedas, encajes y joyas, danzaban con incasable ardor, deslizando los galanes
palabras de miel al oído de las damiselas, rojas de pudor y felicidad, sueltos
los rizos y anhelante el seno.
Mientras la
princesa se representaba estos cuadros, las nubes se teñían de carmín hacia el
Poniente, un murmullo grave y hondo ascendía del río y del bosque, y la
cautiva, oprimida de afán de libertad, murmuraba para sí:«¿Cómo será el amor?»
Allá donde la
montaña escueta dominaba el río y el bosque, una cabañita muy miserable, de
techo de bálago, servía de vivienda a cierto pastorcillo, que por costumbre
bajaba a apacentar diez o doce ovejas blancas en la misma linde de la selva.
Más resuelto que los otros villanos, el mozalbete no recelaba aproximarse al
castillo y deslizarse por entre la maleza con agilidad y disimulo, para mirar
hacia la torre. Después de encontrar un senderito borrado casi, que moría en el
cauce del río, logró el pastor descubrir también que al final del sendero
abríase una boca de cueva, y metiendose por ella intrépidamente pudo
cerciorarse de que pasando bajo el río, la cueva tenía otra salida que conducía
al interior del recinto fortificado. El descubrimiento hizo latir el corazón
del pastorcillo, porque estaba enamorado de la princesa (aunque no la había
visto nunca). Supuso que aprovechando el paso por la cueva lograría verla a su
sabor, sin que se lo estorbasen los armados, los cuales, bien ajenos a que
nadie pudiera introducirse en el recinto, casi al pie de la torre, no vigilaban
sino la orilla opuesta del río. Es cierto que entre la torre de la cautiva y el
pastor se interponían extensos patios, anchos fosos y recios baluartes; con
todo eso, el muchacho se creía feliz: estaba dentro de la fortaleza y pronto
vería a su amada.
Poco tardó en
conseguir tanta ventura. La princesa se asomó, y el pastorcillo quedó
deslumbrado por aquella tez color de luna y aquél pelo de siderales hebras. No
sabía cómo expresar su admiración y enviar un saludo a la damisela encantadora;
se le ocurrió cantar, tocar su camarillo.... pero le oirían; juntar y lanzar un
ramillete de acianos, margaritas y amapolas.... pero era inaccesible el alto y
calado ventanil. Entonces tuvo una idea extraordinaria. Procuróse un pedazo de
cristal, y así que pudo volver a deslizarse en el recinto por la cueva, enfocó
el cristal de suerte que, recogiendo en él un rayo de sol, supo dirigirlo hacia
la princesa. Esta, maravillada, cerró los ojos, y al volver a abrirlos para ver
quién enviaba un rayo de sol a su camarín, divisó al pastorcillo, que la
contemplaba estático. La cautiva sonrió, el enamorado comprendió que aceptaba
su obsequio..., y desde entonces, todos los días, a la misma hora, el centelleo
del arco iris despedido por un pedazo de vidrio alegró la soledad de la
princesita y le cantó un amoroso himno que se confundía con la voz profunda de
la selva allá en lontananza...
De pronto,
sobrevino un cambio radical en la vida de la princesa. Murieron en una batalla
su padre y su hermano, y recayó en ella la sucesión del trono. Brillante
comitiva de señores, guerreros, obispos, pajes y damas vino a buscarla
solemnemente y a escoltarla hasta la capital de sus estados. Y la que pocos
días antes solo conversaba con los pájaros, y solo esperaba el rayo de sol del
pastorcito, se halló aclamada por millares de voces, aturdida por el bullicio
de espléndidos festejos, y admiró las iluminaciones entre el follaje, y oyó las
músicas ocultas en el jardín, y giró con las parejas que danzaban, y supo lo
que es la gloria, la riqueza, el placer, la pasión delirante y la alegría
loca...
Habíanse pasado
muchos, muchos años, cuando la princesa reina ya y casi vieja ya, tuvo el
capricho de visitar aquella torre donde su padre, por precaución y por tiránica
desconfianza, la mantuvo emparedada durante los momentos más bellos de la
juventud. Al entrar en el camarín, una nostalgia dolorosa, una especie de
romántica melancolía se apoderó de la reina y la obligó a reclinarse en el
ajimez, sintiendo preñados de lágrimas los ojos. La tarde caía, inflamando el
horizonte; el bosque exhalaba su melodioso y hondo susurro..., y la reina,
tapándose la cara con las manos, sentía que las gotas de llanto escurrían
pausadamente a través de los dedos entreabiertos. ¿Lloraba acaso al recordar lo
sufrido en el torreón; el largo cautiverio, el fastidio? ¡Mal conocéis el
corazón de las mujeres los que a eso atribuís el llanto de tan alta señora!
Sabed que, desde
el momento en que pisó la torre, la reina echaba de menos el rayo de sol que
todos los días, a la misma hora, le enviaba el pastorcillo enamorado por medio
de un trozo de vidrio. Por aquél trozo de vidrio daría ahora la soberana los
más ricos diamantes de su corona real. Sólo aquel rayo podría iluminar su
corazón fatigado, lastimado, quebrantado, marchito. Y al dejar escurrir las
lágrimas, sin cuidarse de reprimirlas ni de secarlas con el blasonado pañuelo,
lloraba la juventud, la ilusión, la misteriosa energía vital de los años
primaverales... Nunca volvería el pastorcillo a enviarle el divino rayo.
Cuento de amor
«El Imparcial», 16 abril 1894.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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