I
En un tramo que hay entre Auburn y Newcastle, siguiendo
en primer lugar la orilla de un arroyo y luego la otra, la carretera ocupa todo
el fondo de un desfiladero que está en parte excavado en las pronunciadas
laderas, y en parte levantado con las piedras sacadas del lecho del arroyo por
los mineros. Las colinas están cubiertas de árboles y el curso del río es
sinuoso.
En noches oscuras hay que conducir con cuidado para
no salirse de la carretera e irse al agua. La noche de mi recuerdo había poca
luz, y el riachuelo, crecido por una reciente tormenta, se había convertido en
un torrente. Venía de Newcastle y me encontraba a una milla de Auburn, en la
zona más oscura y estrecha del desfiladero, con la vista atenta a la carretera
que se extendía por delante de mi caballo. De pronto, y casi debajo del hocico
del animal, vi a un hombre; di un tirón tan fuerte a las riendas que poco faltó
para que la criatura quedara sentada sobre sus ancas.
-Usted perdone -dije, no le había visto.
-No se podía esperar que me viera -replicó con
educación el individuo mientras se aproximaba al costado de la carreta-; y el
ruido del desfiladero impidió que yo le oyera.
Aunque habían pasado cinco años, reconocí aquella
voz enseguida. No me agradaba especial-mente volver a oírla.
-Usted es el Dr. Dorrimore ¿verdad? -pregunté.
-Exacto; y usted es mi buen amigo Mr. Manrich.
Me alegra muchísimo verle -añadió esbozando una sonrisa -,
sobre todo porque vamos en la misma dirección y, como es natural, espero que
me invite a ir con usted en la carreta.
-Cosa que yo le ofrezco de todo corazón.
Lo que no era verdad en absoluto.
El Dr. Dorrimore me dio las gracias mientras se sentaba a
mi lado, y yo reanudé la marcha como antes, con precaución. Sin duda son
imaginaciones mías, pero ahora me parece que recorrimos la distancia que nos
quedaba en medio de una niebla gélida; yo pasé un frío espantoso. El camino
resultó mas largo que nunca y la ciudad, cuando llegamos al fin a ella,
aparecía sombría, lúgubre y desolada. Debía de estar cayendo la noche, y sin
embargo no recuerdo haber visto luz en las casas ni ningún ser vivo por las
calles. Dorrimore me explicó con cierto detenimiento por qué se encontraba allí
y dónde había pasado los años anteriores, desde que le había visto por última
vez. Recuerdo que me lo contó, pero no consigo acordarme de lo que me dijo. Se
había ido al extranjero y había vuelto; eso es todo de lo que conservo memoria,
y era algo que ya sabía. En cuanto a mí, no recuerdo haber dicho una palabra,
aunque seguramente lo hice. Hay algo de lo que sí tengo conciencia clara: la
presencia de aquel hombre a mi lado me resultaba singularmente desagradable e
inquietante; tanto que, cuando por fin detuve el carro bajo el anuncio luminoso
del Hotel Putnam, experimenté la sensación de haber escapado a algún peligro
espiritual de naturaleza especialmente funesta. Esa sensación de alivio se vio
modificada al descubrir que el Dr. Dorrimore también se alojaba en el mismo hotel.
II
Como explicación parcial de mis sentimientos hacia
el Dr. Dorrimore,
relataré brevemente las circunstancias en las que le conocí unos años antes.
Una noche, media docena de hombres, yo entre ellos, estaban sentados en la
biblioteca del Club Bohemio de San
Francisco. La conversación había derivado hacia el tema de la destreza manual y
las proezas de los prestidigitateurs, uno de
los cuales actuaba por aquel entonces en un teatro de la localidad.
-Esos tipos no son más que aspirantes en un doble
sentido -dijo un individuo del grupo-; no saben hacer nada a lo que merezca la
pena prestar atención. El más humilde malabarista ambulante de la India podría dejarles
perplejos y al borde de la locura.
-¿Por ejemplo...?
-Pues, por ejemplo, ejecutando sus juegos más
usuales y conocidos: lanzando al aire grandes objetos que no vuelven a caer;
haciendo que las plantas broten, crezcan y florezcan en un terreno estéril
elegido por los espectadores; poniendo a un hombre en una cesta de mimbre y atravesándolo
una y otra vez con una espada mientras grita y sangra, y luego,
al abrir la cesta, revelando que no hay nada dentro; agitando el extremo libre
de una escala de seda en el aire, ascendiendo por ella y desapareciendo.
-¡Tonterías! -exclamé, de un
modo bastante grosero, me temo. ¿No creerá usted tales cosas?
-Desde luego que no: las he visto con mucha
frecuencia.
-Pero yo sí -dijo un periodista que tenía fama en la
localidad como reportero pintoresco-. Las he relatado tantas veces que sólo la
observación directa podría debilitar mi convicción. Bueno, caballeros, va mi
propia palabra en ello.
Nadie se rió; todos miraban a algo que había detrás
de mí. Al darme la vuelta en el asiento vi a un hombre con traje de etiqueta
que acababa de entrar en la sala. Su piel era atezada, casi oscura; llevaba una
barba negra y poblada, una mata de pelo negro algo revuelto, y tenía
la nariz afilada y unos ojos que resplandecían con una expresión tan desalmada
como los de una cobra. Alguien del grupo se levantó y lo presentó como el Dr. Dorrimore,
de Calcuta. Mientras íbamos siendo presentados uno a uno, él contestaba a
nuestro saludo con una profunda reverencia al estilo Oriental, a la que le
faltaba la solemnidad de Oriente. Su sonrisa
me resultó cínica y un poco despectiva. Sólo sé describir su conducta como
desagradablemente atractiva.
Su presencia hizo que la conversación derivara hacia
otros temas. Habló poco (no recuerdo nada de lo que dijo). Su voz me pareció
especialmente rica y melodiosa, pero me produjo la misma impresión que sus
ojos y su sonrisa . Tras unos minutos
me puse en pie para marcharme. Él también se levantó y cogió su abrigo.
-Mr. Manrich -dijo, voy en su misma dirección.
-¡Menudo diablo! -pensé. ¿Cómo sabe usted en qué
dirección voy?
-Estaré encantado de que me acompañe -contesté.
Salimos juntos del edificio. No había ningún coche a
la vista, los tranvías se habían ido a acostar, había luna llena y el aire
fresco de la noche resultaba delicioso. Subimos caminando por la calle
California. Naturalmente, tomé esa dirección creyendo que él tomaría otra,
hacia uno de los hoteles.
-Usted no cree lo que se dice de los malabaristas
hindúes -dijo sin más preámbulo.
-¿Y usted cómo lo sabe? -pregunté.
Sin contestar a mi pregunta, apoyó una mano ligeramente
sobre mi brazo mientras con la otra me señalaba los adoquines de la acera por
la que caminábamos. En ella, y casi a nuestros pies, ¡yacía el cuerpo muerto
de un hombre, con una cara muy pálida por la luz de la luna, vuelta hacia
arriba! Tenía una espada, en cuya empuñadura relucían piedras preciosas, clavada
en el pecho; sobre los adoquines de la acera se había formado un charco de
sangre.
Me quedé pasmado y aterrorizado, no sólo por lo que
veía, sino por las circunstancias en las que lo hacía. Durante nuestra
ascensión, mis ojos, al menos eso creía, habían recorrido varias veces toda la
distancia de la acera, de calle a calle. ¿Cómo habían podido ser insensibles a
aquel objeto horroroso ahora tan visible bajo la luz de la luna?
Cuando recobré mis aturdidas facultades observé que
el cuerpo vestía traje de etiqueta. El abrigo, completamente abierto, dejaba
ver el frac, la corbata blanca, la amplia pechera penetrada por la espada. Y
(¡horrible revelación!) la cara, exceptuando la palidez, ¡era la de mi
acompañante! Hasta el más diminuto detalle y característica coincidía con el
mismísimo Dr. Dorrimore.
Perplejo y horrorizado, me di la vuelta para buscar al hombre vivo. No se le
veía por ningún sitio; con gran espanto, me alejé de aquel lugar calle abajo,
en la misma dirección por la que había venido. Apenas había dado unos cuantos
pasos cuando sentí que me agarraban por el hombro; me detuve. Por poco no grité
de terror: el muerto, con la espada todavía clavada en el pecho, estaba allí,
¡a mi lado! Después de sacarse el arma con la mano libre, la arrojó lejos: la
luz de la luna centelleó sobre las gemas de la empuñadura y el inmaculado
acero de la hoja. Al estrellarse sobre la acera, ¡la espada desapareció! Aquel
individuo, con la tez tan morena como antes, retiró la mano de mi hombro y me
miró con la misma mirada cínica que yo había observado la primera vez que le
vi. Los muertos no tienen esa mirada; eso me reanimó y, al volver la vista
hacia atrás, contemplé la amplitud lisa
y blanca de la acera, vacía de calle a calle.
-¿Qué es esta insensatez, maldito diablo? -inquirí
con fiereza, a pesar de que me temblaban todos los miembros.
-Es lo que algunos gustan llamar malabarismos
-contestó con una sonora carcajada.
Se metió por la calle Dupont y no le volví a ver
hasta que me lo encontré en el desfiladero de Auburn.
III
No vi al Dr. Dorrimore al día siguiente de mi segundo encuentro
con él: el recepcionista del hotel me dijo que una ligera enfermedad le tenía
confinado en sus habitaciones. Aquella tarde, en la estación de ferrocarril,
me vi sorprendido y complacido por la inesperada llegada de Miss Margaret Corray y
su madre, que venían de Oakland.
Esto no es una historia de amor. No soy un cuentista,
y un sentimiento como el amor no puede ser descrito en una literatura dominada
y cautivada por la tiranía degradante que "condena a las letras" en
nombre de la Joven. Bajo
el marchito reinado de la joven, o mejor dicho, bajo el gobierno de esos falsos
Ministros de la Censura
que se han nombrado a sí mismos custodios de su bien, el amor
cubre con un velo sus sagrados fuegos,
e, ignorante, la Mora , expira,
famélica sobre la comida pasada por el tamiz y sobre
el agua destilada de unas provisiones melindrosas.
Baste decir que Miss Corray y yo nos comprometimos
en matrimonio. Su madre y ella se dirigieron al hotel en que yo me alojaba y
durante dos semanas la vi a diario. No hace falta decir lo feliz que me sentía;
el único obstáculo a mi perfecta alegría de aquellos días dorados era la
presencia del Dr.
Dorrimore,
a quien me vi obligado a presentar a las damas.
Evidentemente fue muy bien aceptado por ellas. ¿Qué
podía decir yo? No conocía nada que pudiera desacreditarle. Sus modales eran
los de un caballero culto y considerado; y para las mujeres los modales de un
hombre son lo esencial. En un par de ocasiones en que vi a Miss Corray paseando
con él me puse furioso, y en una de ellas tuve la indiscreción de protestar.
Cuando Miss Corray me preguntó por las razones, no pude dar ninguna y creí ver
en su expresión una sombra de desprecio hacia los caprichos de una mente
celosa. Entonces empecé a volverme hosco y desagradable a conciencia y, en mi
locura, decidí regresar a San Francisco al día siguiente. Sin embargo, no dije
nada de todo el asunto.
IV
En Auburn había un cementerio viejo y abandonado. Estaba
casi en el centro de la ciudad, pero por la noche resultaba un lugar tan
horroroso que sólo podría ser anhelado por el más tétrico de los temperamentos
humanos. Las verjas que separaban las distintas parcelas estaban caídas,
podridas e incluso algunas habían desaparecido. Muchas de las tumbas se habían
hundido; en otras crecían pinos robustos cuyas raíces habían cometido
un pecado horrible. Las lápidas se habían desplomado y sus pedazos yacían
desperdigados por el suelo; la valla que rodeaba el cementerio había desaparecido
y los cerdos y las vacas rondaban por allí a placer. Aquel lugar
era una vergüenza para los vivos, una calumnia sobre los muertos y una
blasfemia contra Dios.
El día que ciego de rabia tomé la loca decisión de
separarme de todo lo que más quería, deambulé por la noche por aquel agradable
lugar. La luz de la media luna, al atravesar el follaje de los árboles,
producía un efecto fantasmal, formando manchas de claridad y oscuridad que
revelaban las zonas más repugnantes; las negras sombras parecían conjuraciones
que ocultaban, hasta que llegara el momento oportuno, revelaciones de un
significado lúgubre. Cuando caminaba por lo que había sido un camino de grava,
vi surgir de la oscuridad la figura del Dr. Dorrimore. Yo me encontraba en la penumbra
y me quedé allí, inmóvil, con los puños cerrados y los dientes apretados,
intentando controlar el impulso de saltar sobre él y estrangularlo. Al cabo de
un rato una segunda figura se le unió y le cogió del brazo. ¡Era Margaret Corray!
Soy incapaz de relatar adecuadamente lo que sucedió.
Sé que salté hacia delante, dispuesto al asesinato. También sé que me
encontraron al amanecer, magullado y lleno de sangre, con las marcas de unos
dedos en la garganta. Me llevaron al hotel Putnam, donde estuve delirando
durante varios días. Todo esto lo sé porque me lo han contado. Lo que sí
recuerdo por mí mismo es que cuando recobré la consciencia, aún convaleciente,
mandé buscar al recepcionista del hotel.
-¿Están Mrs. Corray y su hija todavía aquí? -pregunté.
-¿Qué nombre dijo usted?
-Corray.
-No se ha alojado aquí nadie con ese nombre.
-Le ruego que no juegue conmigo -le dije con cierto
malhumor. Ya ve que estoy bien; haga el favor de decirme la verdad.
-Le doy mi palabra -repuso con evidente sinceridad-
de que no hemos tenido ningún huésped con ese nombre.
Su afirmación me dejó estupefacto. Permanecí en
silencio durante unos instantes; después le pregunté:
-¿Dónde está el Dr. Dorrimore?
-Se marchó la misma mañana en que ustedes se
pelearon, y desde entonces no sabemos nada de él. Desde luego, le dio a usted
con ganas.
V
Tales son los hechos de este caso. Margaret Corray es
ahora mi esposa. Nunca ha estado en Auburn, y durante las semanas en que tuvo lugar la
historia que he intentado relatar, tal y como fue concebida por mi cerebro,
permaneció en su casa, en Oakland, preguntándose dónde se encontraba su amor y
por qué no le escribía. El otro día leí en el Sun de Baltimore el
siguiente párrafo:
«El Profesor Valentine Dorrimore, hipnotizador, reunió
una gran audiencia anoche. El conferenciante, que ha pasado la mayor parte de
su vida en la India ,
realizó varias demostraciones de su poder, hipnotizando a todo aquel que se
prestó al experimento únicamente con mirarle. De hecho, hipnotizó a todo el
público (salvo a los periodistas) en dos ocasiones, haciendo que todos
concibieran las ilusiones más extraordinarias. La característica más valiosa
de la conferencia fue la revelación de los métodos empleados por los
malabaristas hindúes en sus famosas actuaciones, muy conocidas por boca de los
viajeros. El profesor declaró que estos taumaturgos han adquirido tal destreza
en el arte que él aprendió de ellos, que realizan sus milagros arrojando a los
"espectadores" a un estado de hipnosis y diciéndoles lo que deben
ver y oír. Su afirmación de que un sujeto especialmente sensible puede
mantenerse en el reino de lo irreal durante semanas, meses, e incluso años,
dominado por las ilusiones y alucinaciones que el operador pueda sugerirle de
vez en cuando, resulta un tanto inquietante.»
1.007. Briece (Ambrose)
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