Parece tonto esto de narrar cosas
que pueden verse sólo con asomarse a la ventana o a la puerta. Por puertas y
ventanas trepan al asalto la helada, el bochorno, el tráfago y las impurezas de
la vía pública... ¡Quién poseyese una urna hialina, y en ella se claustrase,
aletargándose antes como los milagrosos faquires!
Dentro de la urna, tapadas con cera
las aberturas de los sentidos, revulsa la lengua para obturar la laringe, allá
el dolor que revolotee y entenebrezca el aire. ¡Dolor! ¡Dolor ajeno, sobre
todo! ¿En qué nos atañe? ¿No le basta a cada cual su ración? ¿No es
inconcebible tortura la mera percepción del dolor universal? Si revuela a
nuestro alrededor un solo murciélago, nos crispa; si en una gruta pabellonada de
sartas de murciélagos se nos aplana encima el enjambre, nos ahoga. El dolor
universal agita el aire con millares de alas de sombra. No nos cabe dentro sino
el sufrimiento propio, ¡y rebosa tantas veces!
Una mujer -una sirviente, niñera en
casa de modestos empleados pasaba, a fin de orear y dar jugadero al niño,
largas horas en aquel jardín de plazuela, bajo los árboles no muy hojosos, al
pie de la ruin estatua del poeta dramático. Vigilaba, inquietamente, de buena
fe, al chico, rubito celestial, aureolado de bucles; no le perdía de vista; le
limpiaba con la mano las arenas incrustadas en las rodillas, por las caídas
frecuentes, y le enjugaba el pasajero llanto con labios calientes, maternales.
Los actores del teatro fronterizo, al salir del ensayo, se fijaron en el
cupidín, y algunos le atusaron los rizos. Especialmente, un representante menos
joven de lo que parecía, faz picaresca y rasurada de estudiante de la tuna,
ojos gastados y curiosos, embebidos de sensualidad y desilusión, indicó a sus
compañeros.
-El chiquillo es divino, pero la
niñera no es maleja. ¿Cómo te llamas?
-Lorenza. Y el pequeño, Manolito;
en casa le dicen Malito.
-¿Qué edad tienes?
-Veintiuno... Malito ha cumplido
tres.
-Eres muy rebonita, Lorenza...
¿Hace mucho que sirves?
-Del pueblo he venío en agosto,
porque se murió mi madre, y padre casó a las pocas semanas...
Desde entonces, diariamente, a la
hora en que el ensayo remata, y las luces del alumbrado no parpadean aún entre
la arrecida neblina de las tardes del invierno, el comediante buscó a Lorenza
en el jardincete. El palique era corto. ¿De qué se va a charlar con una pobre
sirviente, una lugareña? Se charla lo estrictamente necesario para trastornar
su espíritu hasta donde requiere una seducción vulgar y regocijada. El chiquillo
les embullaba; servía de pretexto a los diálogos. Un día que consiguió el
comediante llevarse a Lorenza sola a un café vecino, apenas sabía qué decirla.
Faltaba Malito, alrededor de cuyo cuerpo se encontraban las manos de los dos
personajes del idilio callejero.
Situación al pronto tan desabrida,
la salvó el comediante con un fragmento de comedia apasionada y romántica,
cortada para otro escenario. Lorenza no había puesto los pies en el teatro
jamás. El que nunca jugó, gana la primera vez que apunta a una carta; el que
nunca vio representar, no distingue la ficción de la vida -¡que tanto tiene de
ficción!-. Entregó Lorenza aquel día todo su ser, cometiendo la locura mortal
de no reservarse el alma. Cuando volvió al lado de su niño, le empujó
distraídamente; el chico rompió en congoja, uno de esos lloriqueos de criatura
que parecen no tener causa conocida.
Vino la primavera. Los actores,
cumplidas sus tareas de Madrid, buscaron contratas en provincias. Lorenza supo
por el conserje del teatro que Mariner, segundo galán, pasaba a un cuadro de
compañía formado para recorrer las ciudades catalanas. Le esperó, le preguntó
tímidamente, con el encogimiento noble del amor profundo, cuándo, dónde,
volverían a verse. El actor, previas unas cuantas evasivas, soltó la tardía
verdad. Se iba, y de todas formas... Era casado; tenía ya dos retoños...
Lorenza, más blanca que su delantal, no le acusó, no protestó del engaño. Los
golpes de feroz violencia no dejan acción a la defensa. Tampoco lloró. Todo se
le había paralizado en el cuerpo; diez minutos permaneció sostenida por la
pared del teatro después de alejarse Mariner a paso rápido y cobarde de
avergonzado deudor. De repente los nervios saltaron, la sangre cuajada ardió y
rodó en las venas. Echó Lorenza a correr hacia su casa -la de sus amos, su
refugio, y apenas oyó la reprimenda de la señora que la noche anterior había
secreteado en la alcoba conyugal.
-No sé qué tiene esta chica. Ya no
atiende a Malito; ya no le muda la ropa; ya ni barre; es un escándalo.
Y el marido, adormilado y deseoso
de paz:
-Pues, mujer, ¡a la calle con ella!
A la mañana siguiente, Lorenza
desmintió las censuras del ama: nunca fue mejor cuidado, más mimado de su
chacha el pequeñín. Le hartó de caricias y le regaló dos medallas de plata con
la efigie de la Virgen
de la Trebolera ,
únicas preseas que Lorenza había poseído. Hizo cuidadosamente las camas, barrió
la casa entera, ayudó en la cocina a mondar patatas, y aun charoló las botas
del matrimonio. Un cuarto de hora antes de servir el almuerzo salió, empujando
sin violencia la puerta; subió con agilidad dos pisos, del tercero a las
bohardillas, y se detuvo ante la ventana del rellano de escalera que caía al
patio. Un vértigo la forzó a sentarse en el duro banco destinado a aliviar el
cansancio producido por tantos escalones. Era la altura de un quinto piso
-cuatro y el entresuelo-. Lorenza se enderezó y se aproximó a la ventana, que
entreabrió con cautela. Allá abajo, las losas del patio recién fregadas lucían
al sol; en el centro, el hundido sumidero formaba un negro y férreo ombligo. La
niñera se retiró amedrentada; pensó advertir el frío, la dureza del enrejado en
el rostro, en las sienes. Entonces se humedecieron sus lagrimales. Sentía
perder la vida, y no podía soportarla.
Unas chanclas se arrastraron; el
ruido ascendía por la oquedad de la escalera. El portero, morador de la
bohardilla, era de seguro quien subía a comerse su pucherete. Lorenza se
irguió: aquel hecho insignificante revestía las proporciones de una sentencia.
¡Si la encontraba el portero allí! Arrimó del todo a la pared las hojas de la
ventana y se inclinó más. Un hormigueo irresistible en las plantas de los pies;
una sensación de pueril miedo de que se la cayesen los aretes... Se echó las
manos a los lóbulos de las orejas. Entre dientes, sin conciencia, murmuraba:
«¡Jesús, Virgen de la
Trebolera , valedme!». Y beoda de aire y de tristeza, ansiosa
de volar, no de caer, se descolgó más, abrazó el vacío, se abismó, dando una
voltereta y un chillido involuntario...
«Blanco y
Negro», núm. 226, 1895
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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