-¿Lloras viejo mendigo?
-Sí caminante. Lloro de alegría y de pena.
-Cuéntame tu alegría y tu pena, así podremos
compartirlas.
-Si ese es tu deseo te lo diré. Lloro de alegría
porque los rayos del Sol evaporan alguna de mis penas. También lloro de pena,
cuando pienso que pronto las nubes cubrirán el cielo, las gotas de lluvia
empaparán mis gastadas ropas y la niebla me envolverá entre sus húmedos y fríos
brazos asesinándome.
-¡Consuélate! Me quedaré contigo y cuando esas nubes
asesinas de que me hablas se presenten, cortaré con mi espada de plata sus
húmedos y fríos brazos. Así, el Sol con sus rayos de calor secará tus saladas
lágrimas y tostará nuestros rostros de alegría.
-Ninguna espada, aunque esta sea de plata, es capaz
de tal hazaña.
-La mía si lo es. Espera y lo verás -le dijo el
caminante, ya sentado a su lado.
-Si así fuese -le contestó el viejo mendigo
sollozando- me será imposible verlo ya que mis ojos estarán erosionados por el
continuo torrente de lágrimas que de ellos manan.
-Si me creyeras, las lágrimas que brotan por tu pena
se secarían.
-Es verdad. Pero no lo veré. Las lágrimas de alegría
son tanto o más saladas que las de la pena y erosionan con más fuerza la retina
de los ojos. Gracias a ti, amigo caminante, las lágrimas que ahora brotan de
mis ojos son gotas de alegrías, mi corazón bombea con fuerza sangre llena de
esperanza y mi espíritu vuela libre como la gaviota en el azulado cielo. Cuando
las pesadas puertas de la catedral dejen paso a los pecadores y cobijo a mí y a
mis amigos, cantaré a viva voz mi alegría.
-¡Mirad! -exclamaban asombrados los peregrinos junto
a las pesadas puertas de la catedral.
-¡Llora de alegría! -decía uno que caminaba al
interior del templo.
-¡No puedo creer que un mendigo llore de alegría! -decía
otro al salir de la iglesia.
-Si sigue llorando de esa manera, se acostara con el
estómago vació. - decía una mendiga a otra.
-Entre estos y otros comentarios, el día llegó a su
fin. Las puertas de la catedral cerraron la entrada, las torpes palomas volaron
alocadas por el repique de campanas y los amantes de la noche empezaron a
deambular por los oscuros rincones en busca del pecado. De camino hacia el
refugio, el viejo mendigo le confesó al caminante.
-A pesar de no tener nada para llevarme a la boca,
todavía las lágrimas de alegría bañan mis ojos. Pero así no puedo
continuar.
-Los peregrinos, al verme feliz, no me dan limosna.
De seguir como hoy, no tardaré en morir de hambre.
-El tiempo que vivas, vivirás feliz -le contestó el caminante.
-No amigo. Al pensar en mi pronta muerte por
inanición, noto como corren ligeras amargas gotas de saladas lágrimas por mi
rostro.
-Alégrate viejo mendigo. Esas amargas gotas de
saladas lágrimas emblandecerán los corazones de los que te vean, apiadándose
de ti, te darán limosna y así podrás comer.
-Los que como yo vivimos de los bienes que otros
desprecian, las penas se nos presentan en cadena. Cuando olvidamos una,
inmediatamente nace otra más penosa y después otra. Así hasta que dejamos esta tierra
de dolor. Caminante: ni tus sueños más profundos y espectaculares te enseñarán
mi triste realidad. Sólo la muerte secará el manantial de mis ojos. Y doy
gracias de que así sea. Si no fuese por las divinas gotas de saladas lágrimas
que nublan las penas y desgracias que veo a la entrada de la catedral, mi
corazón hace años que se había fosilizado.
-Sigue llorando por tu alegría y por tu pena. Pero
procura, cuando a la catedral te dirijas en busca de limosna, llorar saladas
lágrimas de amargura. Así comerás bien todos los días y tu alegría será más
duradera.
-El día que controle las saladas lágrimas de alegría
y de pena, dejará de correr sangre por mis venas, pues mi corazón se habrá
endurecido como el hielo. Prefiero pasar hambre a que me ocurra semejante
desgracia.
-Si para ti llorar es vida, llora por mí. Tanto he
controlado las lágrimas que se me olvidó llorar. No sé llorar ni de alegría ni
de pena. Viejo mendigo, mi corazón bombea arena, mi alma esta teñida de gris y
mi espíritu vaga perdido por oscuros universos.
El viejo mendigo al escuchar la desgracia de su
amigo, sintió la más profunda de las penas. Las lágrimas se le multiplicaron.
Tan fértil fue su llanto que, en el suelo se formó un charco de saladas
lágrimas de pena. El caminante, viendo aquella laguna salada, se sumergió en
ella empujado por una fuerza extraña.
-¡Estas llorando -le gritó el viejo mendigo desde
la orilla del inmenso lago salado.
-¡No amigo! Son tus lágrimas las que me bañan.
-Te equivocas caminante. Mis lágrimas son de pena y
las que por tu rostro corren son saladas lágrimas de alegría.
Aquella noche, el viejo mendigo y el caminante
lloraron juntos saladas lágrimas de pena y de alegría. A pesar del nublado de
sus ojos, vieron como las estrellas de infinitas intensidades de luz, brillaban
en el firmamento blancas, rojas y amarillas
FINAL
1.010. Mingo (Eusebius)
No hay comentarios:
Publicar un comentario