Lo decían los astrónomos desde
todos los observatorios, academias y revistas: en aquella fecha, cuando el
cometa nos envolviese en su inmensa cauda luminosa, se acabaría el mundo...; es
decir, nuestro planeta, la
Tierra. O , para mayor exactitud, lo que se acabaría sería la Humanidad. Todavía
rectifico: se acabaría la vida; porque las ponzoñosas emanaciones del cianógeno, cuyo espectro habían
revelado los telescopios en la cauda, no dejarían a un ser viviente en la superficie
del globo terráqueo. Y la vida, extinguida así, no tenía la menor probabilidad
de renacer; las misteriosas condiciones climatológicas en que hizo su aparición
no se reproducirían: el fervor ardiente del período carbonífero ha sido
sustituido dondequiera por la templanza infecunda...
Desde el primer momento, lo creí
firmemente. La vida cesaba. No la mía: la de todos. Cerrando los ojos, a
obscuras en mi habitación silenciosa, yo trataba de representarme el momento
terrible. A un mismo tiempo, sin poder valernos los unos a los otros, caeríamos
como enjambres de moscas; no se oiría ni la queja. Ante la catástrofe, se
establecería la absoluta igualdad, vanamente soñada desde el origen de la
especie. El rey, el millonario, el mendigo, a una misma hora exhalarían el
suspiro postrero, entre idénticas ansias. Y cuando los cuerpos inertes de todo
el género humano alfombrasen el suelo y el cometa empezase a alejarse, con su
velocidad vertiginosa, ¿qué sucedería? ¿Qué aspecto presentaría la parte, antes
habitada, del globo?
Mi fantasía se desataba. Se
ofrecían a mi vista las espléndidas ciudades, convertidas repentinamente en
vastos cementerios. Me paseaba por ellas, y el horror relampagueaba al través
de mis vértebras y sacudía mis nervios con estremecimientos sombríos. Porque yo
-era lo más espantoso-, yo no había sufrido la suerte común. Ignoro por qué
milagro, por qué extraño privilegio, me encontraba vivo... entre la infinita
desolación de los cadáveres de la especie. Al alcance de mi mano, como irónica
tentación, estaban las riquezas abandonadas, las maravillas de arte que acaso
codicié: ningún ojo sino el mío para contemplar los cuadros de Velázquez, las
estatuas de Fidias, las cinceladuras de Cellini; y allá en las secretas cajas
de los abandonados bancos, ninguna mano sino la mía para hundirse en los
montones de billetes y centenes de oro... que ya nada valían, porque nadie me
los exigiría a cambio de cosa alguna.
A mi alrededor, la muerte: capas de
difuntos, tendidos aquí y allí, en las diversas actitudes de su breve agonía...
Ni una voz, ni el eco de un paso. Hablé en alto, por si me respondían; grité:
me contestó el eco de mi propio gritar. El sol brillaba sobre los cuerpos sin
vida, sobre la urbe trágicamente muda. Y empecé a correr enloquecido, buscando
un ser que respondiese a mi llamamiento. Erizado el cabello, tembloroso el
tronco, extraviado el mirar, registré calles y plazas, templos y cafés, casas
humildes cuya puerta forcé, y palacios cerrados por cuyas ventanas salté
furioso. ¡Soledad, silencio!
Y, al acercarse la noche, bajo un
cobertizo humilde, en un barrio de miserables, descubrí al fin otro ser salvado
de la hecatombe: una mozuela, balbuciente de terror, que casi no podía
articular palabra... No la miré, no quise ni saber cómo tenía el rostro. La
eché los brazos al cuello, y nos besamos, deshechos en convulsivas lágrimas...
Y al estrecharla así, al comprender
que en ella estaban mi porvenir y el porvenir de la Humanidad futura, que
éramos la pareja, los únicos supervivientes, el Adán y la Eva , no en el Paraíso, sino en
páramo del dolor, no supe bien lo que sentía. Tal vez hubiese valido más que ni
la niña hija del populacho, ni yo, el refinado intelectual, nos hubiésemos
encontrado para perpetuar el sufrimiento. Tal vez era la fatalidad lo que
salvaba nuestras existencias, en la hora espantosa de la asfixia universal...
Y, mientras la pobre chiquilla anhelaba, palpitante de miedo y de gozo, entre
mis brazos, experimenté impulsos de ahogarla, de suprimir con ella a todos los
venideros. La piedad, de pronto, me invadió, y por la piedad fue conservado el
pícaro mundo.
«La Ilustración Española
y Americana», Almanaque 1911
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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