El criado entró con una bandejilla,
y en ella una tarjeta.
-¡Ah! ¿Este señor? Que pase.
Tres minutos después, el visitante
se inclinaba ante Irene. Pero ella, irónica y afectuosa, le rió con los ojos:
-Nada de cumplidos. Creo que nos
conocemos bastante, perdulario.
Era él un hombre aún joven, como de
treinta y seis a treinta y ocho años, con ligeros toques de blanco en la
obscura cabellera, peinada a la última moda, de un modo sobrio y recogido.
El cuerpo gallardo, la cara
simpática, morena y expresiva, sin hacer del visitante un Adonis, le incluían
entre los tipos que atraen a primera vista y explican cualquier desvarío
amoroso.
Irene le indicó a su lado una
silla.
-¡Qué guapa estás! ¡Más que nunca!
-murmuró él.
Y envalentonado por la buena
acogida, trató de apoderarse de una mano de la dama. Ella, sin esquivez, la
retiró, diciendo:
-Hablemos formalmente, ¿eh?
-¿A qué llamas hablar formalmente?
-A que sepamos a qué atenernos
desde el primer instante. Yo no contaba con tu visita, lo cual no quiere decir
que no la reciba con mucho gusto. Pero conviene que sepas que no pienso volver
a casarme.
Él sonrió con sorna, mortificado
por el prematuro desahucio.
-¿Y de dónde sacas, niña, que yo
vine a hablarte de casamiento?
-Está bien -repuso ella-. Entonces,
si de eso no se trataba...
Se levantó, haciendo ondular la
cola de su graciosamente desmañado traje de interior, de «meteoro» malva, con
bordados acachemirados y flequillos de seda floja; y, al dar la espalda a su
interlocutor (aquel Francisco Javier Solano con el cual había flirteado tantas veces en tan
diversas ocasiones), pudo él notar la plenitud que los treinta y tres años
habían prestado a las bellas formas de Irene y el esplendor de su nuca, donde
nacían, entre nácares y marfiles, rebeldes rizos cortos, aborrascados, como si
un soplo ardiente los encrespase.
-Estamos hechos un sol, criatura
-murmuró, cual si hablase consigo mismo.
Ella, entre tanto, sacaba de un
secreter incrustado y taraceado, diminuto mueble de dama, unos papelitos, que
puso en manos de su admirador.
-Por lo mismo que entre los dos ya
no hay ni esto -dijo con monería-, permíteme que te ofrezca un servicio de
amigo..., de amigo cariñoso.
-¿Me das dinero? -tartamudeó él.
¿Por qué me das dinero, hija mía?
-Porque si no has venido a hablar
de casamiento, y amor no existe, ¿de qué tratamos sino de asuntos? Y yo conozco
el estado de los tuyos y cómo te trae la juerga perenne en que vives. Y si
somos, ea, amigos nada más..., la amistad..., me parece...
-No.
La negación fue firme y categórica,
con sabor de dignidad varonil.
-Mira, hija mía -añadió Solano,
fijando sus ojos en Irene con insistencia abrasadora-. Es exacto que no he
venido a hablarte de casamiento. Harías la mayor locura del mundo si te casases
conmigo. No tengo cabeza ni sentido común, y lo sabes de sobra: soy
incorregible; eres la mujer que más me gustas y no te sería fiel, porque me
gustan, aunque en menor grado, las demás; tengo adoración por casi todos los
vicios. ¡Bah! No parece sino que te estoy contando algo nuevo... Para marido no
cuentes con este tipo, mujer... Yo soy el Enamorado, que es cosa muy distinta.
¿Reconoces que soy el Enamorado?
-Corriente -murmuró ella, divertida
e interesada, como siempre, por aquel diantre de hombre-. No quiero discutir.
-Pues si lo reconoces, tienes que
confesar también que a mí me corresponde el Amor; es mi lote, es mi hijuelo.
Luego, niña, aunque yo no venga para decirte cosa alguna que tenga que ver con
el santo yugo, no es razón para que no me escuches cuando te hable del
santísimo y precioso amor. ¡Oye mi trova! Porque en mí debes ver a un trovador
de aquellos tiempos en que se endechaba al pie de una ventana gótica... Sólo
que los procedimientos se han perfeccionado: hemos progresado mucho, y ahora
las trovas las cantamos en el propio y misterioso gabinete de nuestra dama.
Y con mezcla de cómico y serio,
Solano se medio arrodilló ante Irene, y en el respaldo de lira de una silla
imperio hizo ademán de tocar la guzla.
-Eres de remate -exclamó Irene,
sofocada, a pesar suyo, por la risa.
-Bueno -murmuró él, enderezándose-.
Te hago reír. Preferiría otra nota... Pero ¿sabes lo que te profetizo? Que hoy
has de pronunciar a solas mi nombre, suspirando. Sí, lo has de hacer, porque
soy para ti eso que se sueña, a lo que aspira, sin saberlo nosotros mismos,
todo nuestro ser. Nada te falta: fortuna, juventud, hermosura; el mundo te
halaga, vas a todas partes...; pero eso, sin amor, es un paisaje que le falta
el cielo. Y el amor no lo encontrarás en los salones, no lo encontrarás en los
pretendientes que te salgan, no lo encontrarás sino en mí, Francisco Javier
Solano, la calamidad... Te digo más: y es que tú me adoras. ¡Vaya si me adoras!
Lo mismito que siempre, aun cuando me lo hayas negado si he conseguido hablarte
o verte a solas. Tus ojos decían que sí y tu boca que no... Yo creo a tus ojos,
a los dos negritos.
-Mira -balbució ella, no sin un
poco de sobrealiento y con la cara encendida-, tu conversación interesa; pero
es la hora en que a algún amigo pueda ocurrírsele venir, y sabe Dios lo que
pensarían... Estamos perdiendo el tiempo. Nuestras vidas van por distinta
órbita... Es decir, que debes largarte.
-Esos amigos que vienen a verte,
¿serán pretendientes! No, no creas que voy a pedirte cuentas.
-Ni yo a dártelas...
Un instante permanecieron
mirándose, como si desafiasen sus almas en aquel duelo incruento de dos
voluntades. Los ojos cruzaron un relámpago. Y, de pronto, Solano, con
movimiento lleno de soltura, el airoso gesto del que recoge una flor, rodeó el
talle de Irene, la atrajo a sí, y ella, vencida, se dejó ir, sintiendo sobre su
pecho, entre un vértigo que la desvanecía, el batir y golpear del corazón de
Solano... Las palabras que éste murmuraba a su oído eran como una música distante,
más suave, arrobadora.
-¿Lo ves? ¡Si yo lo sabía! En
cuanto te acercases a mí... ¿Y qué tiene de extraño? ¿Lo ves, tonta, niña de mi
alma? ¿Lo ves, gloria de mi vida?
Y lo primero que ella pudo
articular fue, en tono de súplica:
-Mira, vas a irte... Te lo pido por
favor... De un momento a otro espero gente.
-¿Gente?... ¿Qué gente?
Ni el uno ni el otro pensaban en lo
que decían. Hablaban como se habla en sueños. Ella se desvanecía de felicidad.
-Gente, gente... Qué más da?
Visitas...
-Si puedo volver esta noche..., te
suelto ahora. Si no, me quedo, aunque venga el Papa.
Y la ahogaba a caricias, entre un
susurro tierno, mientras ella, rendida, ya había olvidado la inminencia de las
visitas anunciadas, que no eran invención para alejarle, sino un hecho cierto
que ocurriría de un momento a otro.
Fue Solano, ducho en lances tales,
el primero que recobró la razón.
-Te dejo, no quiero perjudicarte,
¿entiendes? A las diez vuelvo..., y de tus visitas nos vamos a reír. Tú
aguardas a un aspirante a tu mano... ¿A que sí? ¿A que he adivinado
perfectamente?
-No, te aseguro...
-¡Boba! Pero si yo no vengo con
buen fin... Todo se sabe, niña, todo, y he oído esta temporada muchas cosas...
¿A que te las cuento y no las puedes negar? Álvarez del Páramo, el senador por
Vitoria... ¡Vaya, vaya! ¡Era verdad! ¡Te has sobresaltado! Pues sosiégate:
¡entre ese señor y yo no hay competencia ni afinidad! ¡Dale con confundir,
nena! Si está bien, muy bien. Lo más indicado. Gordo, personaje, cincuentón,
sus cien mil de renta, algunos negocios, cacho de influencia política... A
pedir de boca. Mira, es preciso que acabes de enterarte... No tengo veta de
marido yo.
Y mientras ella, temblando aún, se
alisaba el revuelto pelo, él, desde el umbral, la enviaba rápido halago de
despedida...
-¡Hasta luego, mi delirio!
Era tiempo. En la
antesala se cruzó con un señor apersonado, perfumado, pulcramente enguantado,
que le saludó con llaneza cortés.
«La Ilustración Española
y Americana», núm. 42, 1913
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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