A la feria
caminaban los dos: él, llevando de la cuerda a la pareja de bueyes rojos; ella,
guiando con una varita de vimio, larga y flexible, a cinco rosados
lechones. No se conocían: viéronse por primera vez cuando, al detenerse él a
resollar y echar una copa en la taberna de la cima de la cuesta, ella le
alcanzó y se paró a mirarle.
Y si decimos la
verdad pura, a quien la zagala miraba no era al zagal, sino al ganado. ¡Vaya un
par de bueyes, San Antón los bendiga! A la claridad del sol, que comenzaba a
subir por los cielos, el pelaje rubio de los pacíficos animales relucía como el
cobre bruñido de la calderilla nueva; de tan gordos, reventaban y el sudor les
humedecía el anca robusta. Fatigados por las acometidas de alguna madrugadora
mosca, se azotaban los flancos, lentamente, con la cola poblada. La zagala, en
un arranque de simpatía, abandonó a sus gorrinos, se llegó a uno de los
castaños que sombreaban la carretera, sacó del seno la navajilla y cortó una
rama, con la cual azotó los morros de los bueyes mosqueados. El zagal, entre
tanto, corría tras un lechón que acababa de huir, asustado por los ladridos del
mastín de la taberna.
-Por sabido. A
vender esta pobreza. Tú sí que llevas cosa guapa, rapaz. ¡Dos bueis! Dios los
libre de la mala envidia, amén.
-Mil y
trescientas pesetas han de arrear por ellos los del barco inglés, y si no...
pie ante pie tornan a casa. ¡Los bueyes del cohetero de Las Morlas!... ¡No se
pasean otros mejores mozos por toda la Mariña !
-Mira no te den
un susto en el camino cuando tornes con el dinero -indicó, solícita,
Margarida-. Hay hombres muy pillos. Andan voces de una gavilla. Yo tornaré
temprano, antes que se meta la noche. ¡La Virgen nos valga!
Esteban
contempló un instante a la miedosa. Era una rapaza fornida, morena, como el pan
de centeno; entre el tono melado de la tez resplandecían los dientes,
semejantes a las blancas guijas pulidas y cristalinas que el mar arroja a la
playa; los ojos, negros y dulces, maliciosos, reían siempre.
-Ende tornando
yo contigo, asosiégate -exclamó Esteban, fanfarro-neando-. Tengo mi buena
navaja y mi buen revólver de seis tiros. Vengan dos, vengan cuatro ladrones,
vengan, aunque sea un ciento. ¡Soy hombre para ellos! ¡Conmigo no pueden!
A su vez, la
mocita miró al paladín. Esteban tenía el sombrero echado atrás, las manos, a lo
jaque, en la faja, y un pitillo, acabado de encender, caído desgarbadamente
sobre la comisura de los labios, bermejos como guindas. Su rostro fino,
adamado, sin pelo de barba, contrastaba con sus alardes de valentón. La zagala
acentuó la alegría de sus ojos; el zagal se puso colorado, y para disimular la
timidez, dio al cigarro una feroz chupada.
Después se
encogió de hombros. ¿Qué hacían parados allí? Cruzaba mucha gente en dirección
a la feria. Las mejores ventas se realizan temprano... ¡Hala! Y ella antecogió
sus marranos, y él atirantó la cuerda y dio aguijada a sus bueyes. Ya no pensó
ninguno de los dos en bobería ninguna, sino en su mercado, en su negocio.
¡Hala, hala!
Al revolver de
la carretera, festoneada de olmos, descubrieron el pueblecito, tendido al borde
del río -pintoresco, bañado de luz, con sus tres torres de iglesia descollando
sobre el caserío arcaico, irregular-. Ningún efecto les hizo la hermosa vista.
Se apresuraron, porque ya debía de estar animándose la feria. Margarida pasaba
las del Purgatorio cuidando de que no se perdiesen, entre el gentío, los cinco
diminutos fetiches, adorables con sus sedas blancas nacientes sobre la tersa
piel color rosa. Acabó por coger a dos bajo el brazo, sin atender a sus
gruñidos rabiosos, cómicos, y ya solo por tres tuvo que velar, que era
bastante. Esteban, columbrando entre un grupo de labriegos y un remolino de
ganado las patillas de cerro del tratante inglés, se apresuró a acercarse con
su magnífica pareja de cebones para empatársela a los otros vendedores.
Así se apartaron, sin ceremonias, el zagal y la zagala. Sacó él sus mil y
trescientas y cuarenta pesetas y las ocultó en la faja; guardó ella entre la
camisa de estopa y el ajustador de caña unos duros, producto de la venta de los
lechones; fue él convidado al figón por el inglesote de azules ojos y patillas
casi blancas; devoró ella, sentada en el parapeto del puente, dos manzanas
verdes y un zoquete de pantrigo añejo, y a cosa de las tres y media de la tarde
-cuando el sol empezaba a declinar en aquella estación de otoño-, volvieron a
encontrarse en el camino, y sin decirse oste ni moste, acompasaron el paso,
deseosos de regresar juntos. Margarida tenía miedo a la noche, a los borrachos
que vuelven rifando y metiéndose con quien no se mete con ellos; Esteban, sin
saber por qué, iba más a gusto en compañía, ahora que no necesitaba aguijar ni
tirar de la cuerda. El diálogo, al fin, brotó en lacónicos chispazos.
-¡Qué mano de
cuartos, mi madre! ¿Y los bueis? ¿Van para el barco? -Para se los comer allá en
Inglaterra... ¡Bien mantenidos estarán los ingleses con esa carne rica! ¡Qué
gordura, qué lomos!
-Callaron.
Anochecía. Se escuchó detrás un silbido, pisadas fuertes, y la zagala,
alarmada, se arrimó al zagal. La alarma pasó pronto: eran dos chicuelos que
zuequeaban y soltaban palabrotas. Esteban rodeó los hombros de Margarida con su
brazo derecho, para protegerla, y siguieron andando así, sin romper el
silencio. La carretera serpenteaba por la vertiente de un montecillo cubierto de
pinos; a la izquierda, los esteros y los juncales inundados brillaban,
reflejando en rotos trazos la faz de la luna; el camino, lejos de ser fatigoso,
como a la ida, descendía suavemente. Corría un fresco de gloria, un airecillo
suave, más de primavera que de otoño; y el zagal y la zagala sentían algo muy
hondo, que eran absolutamente incapaces de formular con palabras. Lo único que
Esteban acertó a decir fue:
Y siguieron
dejándose ir, cuesta abajo, cuesta abajo, alumbrados por la luna, que ya no se
copiaba en los esteros, sino en la sábana gris de la ría.
Cuento del terruño
«El Imparcial», 9 de marzo de 1903.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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