Al notar los
vecinos que la puerta no se abría, como de costumbre, que la vejezuela no
bajaba a comprar la leche para su desayuno, presintieron algo malo; enfermedad
grave y repentina, muerte súbita quizá..., ¿tal vez crimen?
Llamaban de
apodo a la mendiga -a quien, por cierto, se le conocía muy bien que había
tenido otra posición en otros días- la Urraca. Era debido el sobrenombre a que la
buena mujer se traía para casa toda especie de objetos que encontraba en la
calle. Como las urracas ladronas, cogía lo que veía al alcance de sus uñas, sin
más fin que ocultarlo en su nido. La
Urraca -cuyo nombre verdadero era Rosario- no
hubiera tomado de un cajón un céntimo; pertenecía a la innumerable hueste de
descuideros de Madrid que juzga suyo cuanto cae a la vía pública.
Algunas
excelentes albanas recordaba y podía inscribir en sus fastos la vieja,
conseguidas al mendigar ante la portezuela de los coches particulares. Al
subirse las señoras, al bajarse, son frecuentes las pérdidas de bolsos,
saquillos, tarjeteros, abanicos, pañuelos y otras menudencias.
Rosario, «tía
Rosario», como le decían las vecinas, veía con ojos de gavilán rapiñero caer el
objeto, precioso o baladí, y nunca se dio caso de que lo restituyese. Había tocado
el barro del arroyo, y para la gente del arroyo era. Aparte de este criterio, a
la Urraca
se le podían fiar miles de pesetas; cada uno entiende la probidad como la
entiende.
Nadie había
penetrado jamás en la vivienda de la mendiga. Por lo mismo, la curiosidad de
las vecinas era aguda, rabiosa. ¿Qué encerraba aquel misterioso cuarto tercero
interior de la calle de las Herrerías? Y casi -al tener un pretexto para
descorrer el velo del misterio- se alegraron, sin decirlo, de lo que hubiese
podido ocurrir.
Dos horas
después la autoridad penetraba en el domicilio de Rosario. Desde la misma
puerta, el hedor cadavérico atosigaba.
Lejos de
encontrar, como pensaron, una especie de desván lleno de trastos en desorden,
de inmundicias, hallaron tres habitaciones de pobre mobiliario, pero muy
arregladas, barridas y sin señal de polvo. La vejezuela, en efecto, sacaba
diariamente la basura a la calle envuelta en un periódico y oculta bajo el
indefinible mantón color de tierra; y lejos de guardar, como la urraca, las
cosas que absolutamente nada valían, las desechaba al día siguiente de
recogerlas, previo el más minucioso trabajo de clasificación que se ha
realizado nunca con despojos y residuos de la vida en una capital.
Centenares de
cajitas de tabacos, de esas pulcras cajitas cuya madera seca y sedosa conserva
el aroma de los habanos que han contenido, servían a la Urraca para
almacenar y guardar, con primoroso orden, su botín. Se supo después lo que las
cajas contenían: como que hubo que tasarlo e inventariarlo. Unas encerraban
guantes, doblados, delicadamente; otras, pedazos de encaje; otras, alfileres de
todos tamaños y formas, horquillas de todos los metales, peines, jabones, pañuelos,
alguno de ellos blasonado y enriquecido con puntos de aguja y Venecia... Había
flores artificiales, objetos de cotillón, desdorados y marchitos; portamonedas
de plata, piel y cartón vil; devocionarios, libritos de memorias, peinas de
estrás, agujas de sombreros, frascos de esencias y de medicinas. Había
retratos, cartas de amor, letras sin cobrar y, en una cajita especial, billetes
de Banco, una bonita suma. Más extrañó el contenido que encerraba un cofre de
hierro: amén de ¡un collar de perlas!, alhajillas de menos valor, piedras
sueltas, un reloj muy malo, dos o tres sortijas...
Prolijo en
verdad sería el recuento del contenido de las cajas: recuérdese todo lo que
puede hallarse en la calle, todo lo que diariamente se pierde en una populosa
ciudad. ¿Quién no ha tenido, al volver a casa después de un paseo o de una
reunión, la sensación desagradable de que algo le falta? ¿Quién no ha echado de
menos, al desnudarse, la joya, el manguito, la cadena de los lentes? Fácil es
inferir lo que en treinta y cinco años de mendicidad y rapiña llegó a reunir la Urraca.
Y allí estaba la
vieja sobre su cama mísera, con el rostro ya afilado: sin duda la muerte la
había sorprendido en el primer sueño... La raída manta, rechazada en algún
espasmo de la agonía, colgaba, caída hacia el lado izquierdo, descubriendo el
cuerpo sarmentoso, los secos pies de esparto, las canillas como palos de escoba
maltratados por el uso... Diríase que pies y piernas cansados y gastados de
tanto pisar la calle, de tanto vagabundear acechando la presa, se habían
rendido y pedían descanso. La camisa, remendada, cubría mal el resto de la
anatomía pavorosa de la mendiga. Las greñas, lacias, se esparcían sobre la
almohada, de percalina gris, sin funda de tela.
El vecindario
quedó algo desilusionado: no había crimen; no había ni aun delito; ni
asesinato, ni robo. La
Naturaleza era la autora de aquella muerte oscura, solitaria,
quizá sin sufrimiento, y que bien podía atribuirse a la falta de todo cuidado,
al desabrigo bajo la intemperie matritense, a la vida antihigiénica de la
mísera Urraca... Si la anciana hubiese echado mano de los recursos no
escasos que poseía; si hubiese tenido buena alimentación, un mantón nuevo y
lanoso, zapatos que no embarcasen la humedad, ropa interior de franela..., diez
años más, tal vez, hubiese podido vivir. Pero -al menos, así me lo he
explicado- entonces no hubiese gozado una felicidad que debió de compensarla
todas las privaciones voluntaria-mente sufridas, el frío en el estómago y en
los huesos, el puchero aguanoso, el calzado ensopado, que «se ríe»... ¡No
hubiese experimentado esas fruiciones sabrosas que disfruta la vejez en
compensación de tantas dichas como pierde! ¡No hubiese saboreado la gustosa
locura del coleccionismo, el goce egoísta y callado de reunir lo que nadie ve y
lo que de nada nos ha de servir!
Sí, esta era la
clave; yo no podía dudarlo: la
Urraca coleccionaba. ¿Qué? Todo; los objetos que nunca,
dada su condición social, hubiese podido poseer; los objetos que a ningún fin
podía aplicar; los objetos más heteróclitos, pero cuya busca, en la calle,
constituía la ventura y la pasión de su ancianidad. Cazadora en la selva de la
capital, de noche, a la luz de la pobre candileja, experimentaría emociones de
intensidad violentísima al recontar y clasificar el botín. Allí estaban las
riquezas que otros habían dejado de poseer y que ahora formaban el tesoro de la
mendiga: allí estaban, deslumbradoras. ¿Desmembrarlas? ¡Nunca! Ni aun tocaría
al billete de Banco hallado entre el cieno, a la puerta del Casino o en el
umbral de la tienda... Si se deshiciese de sus hallazgos, ¿qué placer o qué
comodidad podrían compensar el de guardarlos, de saber que los tenía allí, que
aumentaban cada día, con la exploración ardiente en la manigua urbana? Cuanto
más la aumentaba, crecía la avaricia de enriquecer la colección... Ni ante la
muerte la hubiese descabalado...
Y eché la última
ojeada al cadáver de la mujer que fue feliz a su manera, que gozó emociones de
refinada y estética intensidad...
«La
Ilustración Española y Americana», núm. 6, 1910.
1.005. Pardo Bazan (Emilia)
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