Al noroeste de Indian Hill, a unas
nueve millas en línea recta, se encuentra el barranco de Macarger. No tiene
mucho de barranco, pues se trata de una mera depresión entre dos sierras
boscosas de una altura considerable. Desde la boca hasta la cabecera, porque
los barrancos, como los ríos, tienen una anatomía propia, la distancia no es
superior a las dos millas, y la anchura en el fondo sólo rebasa en un punto las
doce yardas; durante la mayor parte del recorrido, a ambos lados del pequeño
arroyo que fluye por él en invierno y se seca al llegar la primavera, no hay
terreno llano. Las escarpadas laderas de las colinas, cubiertas por una
vegetación casi impenetrable de manzanita y chamiso, no tienen otra separación
que la de la anchura del curso del río. Nadie, a no ser un ocasional cazador
intrépido de los contornos, se aventura a meterse en el barranco de Macarger
que, cinco millas más adelante, no se sabe ni qué nombre tiene. En esa zona, y
en cualquier dirección, hay muchos más accidentes topográficos notables que no
tienen nombre y resultaría vano intentar descubrir, preguntando a los
lugareños, el origen del nombre de éste.
A medio camino entre la cabecera y la desembocadura
del barranco de Macarger, la colina de la derecha según se asciende está
surcada por otro barranco, corto y seco,
y donde ambos se unen hay un espacio llano de unos dos o tres acres, en
el que hace unos cuantos años había un viejo albergue con una sola habitación.
Cómo habían sido reunidos los materiales de aquella casa, pocos y simples como
eran, en aquel lugar casi inaccesible, es un enigma en cuya solución habría más
de satisfacción que de beneficio. Posiblemente el lecho del arroyo sea un
camino en desuso. Es seguro que el barranco fue explorado en otra época con
bastante minuciosidad por mineros, que debieron de conocer algún medio de
entrar, al menos, con animales de carga para transportar las herramientas y los
víveres. Al parecer, sus beneficios no fueron suficientes para justificar una
inversión considerable y enlazar el barranco de Macarger con cualquier centro
civilizado que disfrutara del honor de tener un aserradero. La casa, sin
embargo, estaba allí; la mayor parte de ella. Le faltaba la puerta y el
marco de una ventana, y la chimenea de barro y piedras se había
convertido en un rimero desagradable sobre el que crecía una espesa maleza. El
humilde mobiliario que pudiera haber habido y la mayor parte de la baja
techumbre de madera había servido como combustible en los fuegos de campamento
de los cazadores; cosa que también debió de ocurrirle a la cubierta del viejo
pozo que, en la época de la que escribo, se abría allí bajo la forma de un hoyo
cercano, no muy profundo pero bastante ancho.
Una tarde de verano, en 1874, siguiendo el lecho
seco del arroyo, llegué al barranco de Macarger a través del estrecho valle en
el que desemboca. Iba cazando codornices y llevaba ya unas doce en la bolsa
cuando me topé con la casa descrita, cuya existencia ignoraba hasta
entonces. Después de inspeccionar las ruinas con bastante atención, reanudé mi
actividad cinegética y, como quiera que tuve un gran éxito, la prolongué hasta
casi el anochecer, momento en que me di cuenta de que me encontraba muy lejos
de cualquier lugar habitado, y demasiado lejos como para llegar a uno antes de
que cayera la noche. Pero en el zurrón llevaba comida y la casa podría
proporcionarme refugio, si es que era eso lo que necesitaba en una noche cálida
y seca en las estribaciones de Sierra Nevada, donde se puede dormir cómodamente
al raso sobre un lecho de agujas de pino. Tengo tendencia a la soledad y me
encanta la noche; por eso mi proposición de dormir al aire libre fue pronto
aceptada, y cuando la noche se echó encima yo ya tenía mi cama hecha con ramas
y briznas de hierba en una esquina de la habitación y asaba una codorniz en el
fuego que había encendido en el hogar. El humo salía por la ruinosa chimenea,
la luz iluminaba la habitación con su agradable resplandor y, mientras
consumía mi sencilla comida a base de ave sin mas aderezos y bebía lo que
quedaba de una botella de vino tinto que durante toda la tarde había sustituido
al agua de la que carecía la región, experimenté una sensación de bienestar
que alojamientos y comidas mejores no siempre producen.
Sin embargo, faltaba algo. Tenía sensación de bienestar,
pero no de seguridad. Me descubrí a mí mismo mirando a la entrada abierta y a
la ventana sin marco con más frecuencia de lo que sería justificable. Fuera de
estas aberturas todo estaba oscuro, por lo que fui incapaz de reprimir un
cierto sentimiento de aprensión mientras mi fantasía se hacía una imagen del
mundo exterior y la llenaba de entidades poco amistosas, naturales y
sobrenaturales, entre las cuales destacaban, en los apartados respectivos, el
oso pardo, del que yo sabía que todavía se veía de vez en cuando por la región,
y el fantasma, del que tenía razones para pensar que no era así.
Desgraciadamente, nuestros sentimientos no siempre respetan la ley de las probabilidades,
y aquella noche lo posible y lo imposible resultaban para mí igualmente
inquietantes.
Todo aquel que haya tenido experiencias similares
debe de haber observado que uno se enfrenta a los peligros reales e imaginarios
de la noche con mucho menos reparo al aire libre que en una casa sin puerta.
Eso fue lo que sentí mientras yacía sobre mi frondoso canapé en una esquina de
la habitación, junto a la chimenea, en la que el fuego se iba extinguiendo. Tan
fuerte llegó a ser la sensación de la presencia de algo maligno y amenazador en
aquel lugar que me di cuenta de que era incapaz de apartar la vista de la
entrada, que en aquella profunda oscuridad era cada vez menos visible. Cuando
la última llama produjo un chispazo y se apagó, agarré la escopeta que había
dejado a mi lado y dirigí el cañón hacia la entrada ya imperceptible, con el
pulgar en uno de los percutores, dispuesto a cargar el arma, la respiración
contenida y los músculos tensos y rígidos. Pero al cabo de un rato dejé el arma
con un sentimiento de vergüenza y mortificación. ¿De qué tenía miedo? ¿Y por
qué? Yo, para quien la noche había sido
un rostro más familiar
que el de ningún hombre...
¡Yo, en quien aquel elemento de superstición hereditaria
del que nadie está completamente libre había conferido a la soledad, a la
oscuridad y al silencio un interés y un encanto de lo más seductor! No podía
comprender mi desvarío y, olvidándome en mis conjeturas de la cosa conjeturada,
me quedé dormido. Y entonces soñé.
Me encontraba en una gran ciudad de un país
extranjero; una ciudad cuyos habitantes pertenecían a mi misma raza, con
pequeñas diferencias en el habla y en el vestir. En qué consistían exactamente
esas diferencias era algo que no podía precisa r;
mi sensación de ellas no era clara. La ciudad estaba dominada por un castillo
enorme sobre un promontorio elevado cuyo nombre sabía, pero era incapaz de
pronunciar. Recorrí muchas calles, unas anchas y rectas, con construcciones
altas y modernas; otras estrechas, oscuras y tortuosas, con viejas casas
pintorescas de tejados a dos aguas, cuyas plantas superiores, decoradas
profusamente con grabados en madera y piedra, sobresalían hasta casi
encontrarse por encima de mi cabeza.
Buscaba a alguien a quien nunca había visto, aunque
sabía que cuando le encontrara le reconocería. Mi búsqueda no era casual y sin
objeto. Tenía un método. Iba de una calle a otra sin dudarlo y conseguía
abrirme paso por un laberinto de intrincados callejones, sin temor a perderme.
De repente me detuve ante una puerta baja de una
sencilla casa de piedra que podría haber sido la vivienda de un artesano de
los mejores y entré sin anunciarme. En la estancia, amueblada de un modo
bastante modesto e iluminada por una sola ventana con pequeños cristales en
forma de diamante, no había más que dos personas: un hombre y una mujer. No se
dieron cuenta de mi presencia, circunstancia que, como suele ocurrir en los
sueños, parecía completamente natural. No conversaban; estaban sentados lejos
el uno del otro, con aire taciturno y sin hacer nada.
La mujer era joven y muy corpulenta, con hermosos
ojos grandes y una cierta belleza solemne. El recuerdo de su expresión
permanece extra-ordinariamente vivo en mí, pero en los sueños uno no observa los
detalles de los rostros. Sobre los hombros llevaba un chal a cuadros. El hombre
era mayor, moreno, con un rostro de maldad que resultaba aún más lúgubre debido
a una gran cicatriz que se extendía diagonalmente desde la sien izquierda hasta
el bigote negro. Aunque en mi sueño daba la impresión de que, más que
pertenecer a la cara, la rondaba como algo independiente (no sé expresarlo de
otra manera). En el momento que vi a aquel hombre y a aquella mujer supe que
eran marido y mujer.
No recuerdo con claridad lo que ocurrió después;
todo resultaba confuso e inconsistente, debido, creo, a un atisbo de
consciencia. Era como si dos imágenes, la escena del sueño y mi verdadero
entorno, se hubieran mezclado, una incrustada en el otro, hasta que la primera
fue desdibujándose, desapareció, y me encontré completamente despierto en la
habitación vacía, tranquilo y absolutamente consciente de mi situación.
Mi estúpido miedo había desaparecido y, cuando abrí
los ojos, vi que el fuego, que no estaba apagado del todo, se había reavivado
al caer una rama e iluminaba de nuevo la habitación. Debía de haber dormido
sólo unos minutos, pero aquella pesadilla sin importancia me había
impresionado tan vivamente que ya no tenía sueño. Al cabo de un rato, me
levanté, avivé el fuego y, tras encender una pipa, procedí a meditar sobre mi
visión de un modo tremendamente metódico y absurdo.
Me habría dejado entonces perplejo tener que explicar
en qué sentido era digna de atención. En el primer momento de análisis serio
que dediqué al asunto, reconocí en Edimburgo la ciudad de mi sueño, ciudad en
la que nunca había estado; por tanto, si el sueño era un recuerdo, lo era de
imágenes y descripciones. Tal reconocimiento me impresionó bastante; era como
si hubiera algo en mi mente que insistiera de un modo rebelde, contra la razón
y la voluntad, en la importancia de todo esto. Y aquella facultad, fuera la que
fuese, asegu raba además un control
de mi discurso.
-Claro -dije en voz alta, de modo involuntario, los
MacGregor deben de proceder de Edimburgo.
En aquel momento, ni la esencia de aquel comentario,
ni el hecho de haberlo hecho, me sorprendió lo más mínimo. Me pareció completa-mente
normal que yo conociera el nombre de mis compañeros de sueño y algo de su
historia. Pero pronto comprendí el absurdo de todo aquello. Empecé a reírme a
carcajadas, vacié las cenizas de la pipa y me tumbé de nuevo sobre el lecho de
ramas y hierba, donde me quedé absorto contemplando el débil fuego, sin volver
a pensar ni en el sueño ni en el entorno. De pronto, la única llama que aún
quedaba se redujo por un momento y, elevándose de nuevo, se separó de las
ascuas y se extinguió en el aire. La oscuridad se hizo absoluta.
En ese instante, al menos eso me pareció antes de
que el resplandor de la llama hubiera desaparecido de mi vista, se produjo un
sonido sordo y seco, como el de un cuerpo pesado al caer, que hizo temblar el
suelo sobre el que descansaba. Me incorporé de golpe y tanteé en la oscuridad
en busca de la escopeta; pensé que alguna bestia salvaje habría entrado de un
salto a través de la ventana abierta. Mientras la endeble estructura seguía
temblando por el impacto, oí un ruido de golpes, de pies que se arrastraban por
el suelo y, después, como si lo tuviera ahí al lado, el estremecedor grito de
una mujer en agonía mortal. Nunca había oído ni concebido un grito tan
espantoso. Me asustó profundamente. Por un momento no fui consciente de otra
cosa que de mi propio terror. Por fortuna, mi mano había encontrado el arma que
estaba buscando y aquel tacto familiar hizo que me restableciera. Me puse en
pie de un.salto, entornando los ojos para ver algo a través de la oscuridad.
Los violentos sonidos habían cesado pero, lo que era aún más terrible, se oía,
a intervalos más o menos largos, el débil jadeo intermitente de una criatura
viva que agonizaba.
Cuando mis ojos se acostumbraron a la lánguida luz
de los rescoldos, pude distinguir las formas de la puerta y de la ventana, más
negras que el negro de las paredes. Luego, la distinción entre la pared y el
suelo se hizo apreciable y por fin conseguí captar los contornos y toda
la extensión del suelo, de un extremo al otro de la habitación. No se veía nada
y el silencio era absoluto.
Con una mano un tanto temblorosa y la otra agarrando
todavía la escopeta, avivé el fuego e hice un examen crítico de la situación.
No había rastro alguno de que la habitación hubiera sido visitada. Sobre el
polvo que cubría el suelo se podían ver mis propias huellas, pero ninguna otra.
Encendí de nuevo la pipa, me abastecí de combustible partiendo un par de tablones
delgados del interior de la casa (no me atrevía a salir a la oscuridad
exterior) y pasé el resto de la noche fumando, pensando, y alimentando el
fuego. Aunque me hubieran regalado años de vida, no habría permitido que aquel
pequeño fuego se apagara de nuevo.
Algunos años más tarde conocí en Sacramento a un
hombre llamado Morgan, para quien llevaba una carta de presentación de un amigo
suyo de San Francisco. Una noche, mientras cenaba con él en su casa, observé
varios «trofeos» en la pared que indicaban que era aficionado a la caza.
Resultó que así era y, al relatar algunas de sus proezas, mencionó haber estado
en la región donde había tenido lugar mi aventura.
-Mr. Morgan -le pregunté bruscamente, ¿conoce usted un
lugar allí arriba llamado el barranco de Macarger?
-Sí, y tengo buenas razones para ello -contestó.
Fui yo quien informó a la prensa, el año pasado, del descubrimiento de un
esqueleto allí.
No tenía conocimiento de ello. La información, al
parecer, había sido publicada mientras yo estaba fuera, en el Este.
-Por cierto -dijo Morgan-, el nombre del barranco es
una corrupción; debería llamarse «de MacGregor». Querida -añadió dirigiéndose a
su esposa, Mr.
Elderson
ha derramado su vino.
Lo que no era del todo exacto. Sencillamente se me
había caído, con copa y todo.
-En otro tiempo hubo una vieja choza en el barranco
-prosiguió Morgan cuando el desastre acarreado por mi torpeza había sido
subsanado-, pero precisa mente antes
de mi visita fue derribada, o mejor dicho, desparramada, porque los escombros
fueron diseminados por todo su alrededor; hasta las planchas del suelo estaban
separadas. Entre dos traviesas que todavía quedaban en pie, mi compañero y yo
encontramos los restos de un chal a cuadros y, al examinarlo, descubrimos que
rodeaba los hombros de un cuerpo de mujer de la que apenas quedaban los huesos,
cubiertos en parte por restos de ropa, y por la piel, seca y marrón. Pero le
ahorraremos las descripciones a Mrs. Morgan -añadió sonriendo. En verdad, la dama había
mostrado un gesto que era más de repugnancia que de compasión-. Sin embargo
-continuó-, es necesario decir que el cráneo apareció fracturado por varios
lugares, como si hubiera sido golpeado con un instrumento no muy afilado; y
que el propio instrumento, una pequeña piqueta con manchas de sangre, yacía
bajo unos tablones cercanos.
Mr. Morgan se volvió hacia su esposa.
-Perdona, querida -dijo con afectación solemne, por
mencionar estos desagradables detalles, incidentes naturales, aunque
lamentables, de una discusión conyugal, consecuencia, sin duda, de una
desafortunada insubordinación de la esposa.
-Tendría que ser capaz de hacerlo -repuso la dama
con serenidad-; me lo has pedido tantas veces y con esas mismas palabras...
Me dio la impresión de que estaba muy contento de
continuar con su relato.
-A raíz de éstas y de otras circunstancias -señaló-,
el juez dedujo que la difunta, Janet MacGregor, había encontrado la muerte a
causa de los golpes infligidos por alguna persona desconocida para el jurado;
pero añadió que las pruebas apuntaban hacia la culpabilidad de su marido, Thomas MacGregor.
Pero de él no se ha vuelto a saber ni a oír nada. Se supo que la pareja
procedía de Edimburgo, aunque no... Pero, querida, ¿no te das cuenta de que hay
agua en el plato de los huesos de Mr. Elderson?
Yo había dejado un hueso de pollo en mi lavamanos.
-En un pequeño armario encontré una fotografía de
MacGregor, pero ello no condujo a su captura.
-¿Me permite verla? -pregunté.
La fotografía mostraba a un hombre moreno con un
rostro de maldad que resultaba aún más lúgubre debido a una gran cicatriz que
se extendía, diagonalmente, desde la sien izquierda hasta el bigote negro.
-A propósito, Mr. Elderson -dijo mi amable anfitrión, ¿puedo
saber por qué me preguntó usted por el barranco de Macarger?
-Perdí una mula cerca de allí una vez -contesté, y
ese infortunio me ha... me ha trastornado bastante.
-Querida -dijo Mr. Morgan con la entonación
mecánica de un intérprete que traduce, la pérdida de la mula de Mr. Elderson
le ha hecho servirse pimienta en el café.
1.007. Briece (Ambrose)
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