La remesa de merengues ha salido mejor que de
costumbre. A su majestad no le quedara más remedio que invitarle a tomar el té
después de meterse está obra maestra en su real estomago. Decía el repostero
jefe, sofocado, acalorado y alegre a la vez por el estupendo trabajo realizado
en los sótanos del edificio centenario, donde fabricaban las pastas más
codiciadas de la corte. Las paredes, los suelos, el olvidado horno de leña y
carbón miles de veces encendido por expertas manos, para dar el preciso punto a
los exquisitos pasteles más tarde degustados por los educados paladares de las
clases más altas de la ciudad, enorgullecían a Guillermo. Muchos comieron y
durmieron bien gracias a los dulces hechos en aquellos sótanos.
La empresa daba trabajo, pero no a tantas personas
como cuando se encendía el antiguo horno de leña y carbón. Ahora las modernas
máquinas instaladas por Guillermo inflaban los merengues en la mitad de tiempo.
El encender el viejo horno era un laborioso trabajo. Ya sólo se utilizaba una
pequeña parte de los sótanos, antaño no cabía un alfiler entre personal y
combustible.
Guillermo presumía de ser el repostero real. Su
padre, su abuelo y antepasados ya gozaban de la confianza real. Endulzar los
delicados paladares de la realeza es tarea de gran responsabilidad. Se sentía
feliz y satisfecho por poseer los muebles, todos de época, los techos adornados
con maderas nobles y los clásicos bronces impecable-mente limpios que colgaban
de las paredes formando caprichosas figuras. El servir a las clases altas de la
ciudad no se consigue sólo con el mejor azúcar y expertas manos, sino también
las bandejas han de ser de plata.
Guillermo era una persona afortunada. El llamar por
teléfono a la reina, el decirle: "Majestad" y ella contestarle
"¿Sí Guillermo?" Un si tan especial, tan musical, solo por aquellas
cortas frases, aunque fuesen siempre más o menos las mismas, hacia que se
sintiera importante. El era uno de los pocos poseedores de tan difícil amistad.
Cuántos quisieran una relación tan íntima con la reina.
Aquella madrugada otoñal los merengues salieron
insuperables. El repostero jefe se lo había dicho y si él lo decía, no cabía
duda que era cierto. También era cierto que su adorada majestad nunca le
convidó a tomar el té. Llevaba más de veinte años mandándole sus pastas y nunca
se digno a invitarle.
Lo decidió en un segundo. Cuando llamara a la reina
se lo insinuaría o mejor se lo diría abiertamente. Estaba dispuesto a romper
con la tradición de largas generaciones si su graciosa majestad no le invitaba
a tomar sus exquisitos merengues. Si le contestaba con negativas tendría que ir
buscándose otro repostero. Guillermo era vanidoso, muy vanidoso. Sí, estaba
seguro, pronto sus posaderas descansarían en una de las floreadas sillas de
palacio, comentando secretos de su difícil profesión a su encantadora majestad.
La hora había llegado. Era mediodía. Las cajas de
cartón repletas de distintas clases de pastas, desde merengues a rosquillas,
estaban ya apiladas y listas para cuando llegara la camioneta real. Siempre la
discreta camioneta salía de la repostería llena hasta los topes. Sólo restaba
descolgar el teléfono, marcar las siete cifras que guardaba en su memoria con
tanta devoción como el amante atesora
el perfume de su lejana compañera. Cinco minutos tardó su majestad en ponerse
al aparato. Los pasillos de palacio son largos, pensaba Guillermo en otras
ocasiones, pero ésta vez esa idea no inundó su mente. El repostero jefe le
había abierto los ojos. ¿Por qué un artista como él, nunca había tomado el té
con su majestad? Otros artistas comían de vez en cuando e incluso pasean por
los cuidados jardines al atardecer en compañía de las princesas, de la reina.
Colgado del teléfono el odio se apoderó de Guillermo. El repostero real se
había trasformado.
-Buenos días. Oh, perdón, Guillermo. Buenas tardes.
Ya son las doce pasadas ¿Verdad?
-Era la reina desde la otra punta del hilo y parecía
de buen humor.
-Si majestad pasan siete minutos de las doce.
Contesto mirando su moderno reloj digital.
Espero Guillermo que los pasteles hayan salido tan
deliciosos como siempre. Hoy tengo especial interés.
Siempre tenía especial interés. Pensó Guillermo.
-Majestad, de eso no le quepa duda. Hoy salieron a
pedir de boca. A propósito Majestad, he pensado...
-¿Que has pensado Guillermo? -le interrumpió
cortésmente la singular dama.
¡Majestad! Llevo más de veinte años sirviéndola y
deseo contarles algún secreto de mi profesión. Si me permitiera tomar el té
con...
-¡Guillermo! -exclamo la reina escandalizada por tan
descomunal desfachatez. Eso no tiene sentido -siguió diciendo recobrando su
habitual calma.
-Los secretos son secretos. ¿No te parece? -Sin
esperar contestación dijo pegándose más a la trompetilla del teléfono de
palacio. Tu puesto está allí y el mío aquí. Es imposible cambiar lo
incambiable. Eres el mejor repostero, toda la corte lo sabe y por esa razón mi
casa va a la tuya, pero nada más. ¿Comprendes?
-Perfectamente. Viendo su postura he decid lo dejar
de trabajar para su graciosa majestad. Las personas deshospitalarias no son
merecedoras de mis pastas. -Dijo tan calmadamente que incluso él mismo se
sorprendió.
Nunca jamás la reina había colgado el teléfono a
nadie, era una falta de educación imperdonable para cualquiera y más para una
reina, pero aquel día no pudo reprimirse.
Le habían tocado en algún punto desconocido de su
ser. A donde habían llegado los tiempos. Un simple repostero atreverse a tomar
el té con ella. Que osadía. Donde se había visto tal desfachatez. Aquello no
podía terminar así. Estaba dispuesta a arruinar al majadero. Se lo diría a sus
amistades y pronto nadie compraría un pastel en aquella simplona pastelería.
Al cabo de un año Guillermo despidió a sus
empleados. El sólo hacia las pastas de madrugada y después las vendía a los
contados transeúntes que entraban en la tienda, pero estos eran pocos, el
pueblo llano apenas tiene dinero para gastarlo en pastas. Vendió los bronces y
las maderas nobles. Se deshizo de las modernas máquinas, pues ya no tenía ni la
décima parte de trabajo. Ahora todas las mañanas encendía el viejo horno de
leña y carbón. Muchas veces recordaba aquella conversación telefónica y no se
había arrepentido. "Algún día sé atragantara". Pensaba de vez en
cuando.
El palacio no había cambiado. Seguía disfrutando de
todos los adelantos, comodidades y atenciones de siempre. Llegó el aniversario
de la restauración de la monarquía. El palacio estaba preparado para recibir a
las delegaciones extranjeras. Todas las naciones estaban representadas por
distinguidos miembros, Princesas indias, reyes europeos, presidentes
americanos, cenarían en palacio. Las pastas aunque no fueron las de Guillermo
estuvieron a la altura de las circunstancias. Muchos proyectos florecieron en
las conversaciones de los invitados. Graves problemas sociales se discutieron.
Fue todo un éxito. Gracias a aquellas fiestas muchos como Guillermo podían
trabajar para comer.
Guillermo subía del sótano con los pocos pasteles
que pensaba vender ese día. Nada más abrir la puerta del negocio se percató del
inusual movimiento de la gente.
No podía creerlo. Rápidamente se precipitó a la
parte de detrás del mostrador en busca de un transistor que de vez en cuando
utilizaba. Fue fácil encontrar la emisora. Todas estaban radiando la misma noticia.
La reina había muerto durante la noche. Oficialmente nada se sabía sobre el
repentino mal que le sobrevino ocasionando tan trágico final. En fuentes
próximas a palacio se rumoreaba que había sido un merengue en mal estado el
causante de la real muerte. Toda la corte sabía la afición de la reina por los
dulces. También se especulaba por un posible atentado. Pero nada se sabía
ciertamente.
Guillermo apagó la radio. Un pequeño transistor
japonés, y metódicamente fue poniendo las pocas pastas que pensaba vender ese
histórico día en su modesto mostrador.
1.010. Mingo (Eusebius)
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